XIX

Jeanne Lalochère se despertó bruscamente. Miró su reloj de pulsera, que estaba en la mesilla de noche. Eran las seis pasadas.

—Tengo que darme prisa.

Se demoró, sin embargo, unos instantes para contemplar a su maromo, que roncaba completamente desnudo. Lo miró al por mayor y, luego, al detalle, analizando con laxitud y sosiego el objeto que tan ocupada la había tenido durante un día y dos noches, y que en aquel momento se parecía más a un rorro después de su ración de teta que a un granado granadero.

—¡Y encima es de un tonto!

Se vistió rápidamente, metió una serie de objetos en el bolsón y se arregló un poco.

—Si quiero recuperar a la niña, tengo que llegar a la hora. Conozco a Gabriel. Siempre puntual. A no ser que le haya pasado algo.

Se pintó los labios en forma de corazón.

—Quiera Dios que no les haya pasado nada.

Estaba lista. Miró al maromo por última vez.

—Si viene a buscarme, si insiste, puede que no le diga que no. Pero no volveré a correr detrás de él.

Cerró suavemente la puerta a sus espaldas. El portero del hotel hizo venir un taxi. Al dar la media entraba en la estación. Ocupó dos ventanillas y bajó de nuevo al andén. Zazie no tardó en aparecer, acompañada por un individuo que llevaba su maleta.

—¡Hombre! —dijo Jeanne Lalochère—. Marcel.

—En persona.

—¡La niña se duerme de pie!

—Nos hemos metido en juerga. Discúlpala. Y a mí también. Tengo que irme.

—Entiendo. ¿Y Gabriel?

—Un poco bajo de forma. Me largo. Hasta otra, Zazie.

—Adiós, señor —dijo Zazie, completamente ida.

Jeanne Lalochère la condujo al compartimento.

—¿Te has divertido?

—Así así.

—¿Has visto el metro?

—No.

—Entonces, ¿qué has hecho?

—He envejecido.