XIV

Charles puso en marcha el cacharro, lleno hasta los topes. Turandot iba a su lado, con Madeleine detrás, sentada entre Gridoux y Verdolaga.

Madeleine miró de soslayo al loro y luego preguntó a la concurrencia:

—¿Creen que el espectáculo le divertirá?

—No te preocupes —dijo Turandot, que había corrido la mampara de cristal con objeto de oír lo que decían en el compartimento trasero—, ya sabes que cuando tiene ganas se divierte con diez de pipas. ¿Por qué no viendo a Gabriel?

—Con estos bichos —declaró Gridoux— nunca hay forma de saber lo que piensan.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga—. Siempre igual.

—¿Lo ven? —dijo Gridoux—. Comprenden mucho más de lo que parece.

—Verdad de la buena —corroboró fogosamente Madeleine—. Verdadísima. Por lo demás no estoy yo tan segura de que nosotros comprendamos lo que creemos comprender.

—¿Comocomo? —preguntó Turandot.

—La vida, por ejemplo. A veces parece un sueño.

—Son cosas que se dicen cuando uno va a casarse.

Y Turandot descargó una sonora palmada sobre el muslo de Charles, con grave riesgo para los tripulantes del taxi.

—¡Estate quieto! —dijo Charles.

—No —dijo Madeleine—, no es por eso, no pensaba solo en el matrimonio, sino así, en general.

—Es el único sistema —dijo Gridoux dándoselas de entendedor.

—¿El único sistema para qué?

—Para lo que has dicho.

(Silencio.)

—¡Qué asco de vida! —exclamó Madeleine (suspiro).

—No es para tanto —dijo Gridoux—, no es para tanto.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga—. Siempre igual.

—Parece un disco rayado —dijo Gridoux.

—¿Insinúas que no es inteligente? —preguntó Turandot mirándole por encima del hombro.

Charles, que nunca había demostrado interés por Verdolaga, se inclinó hacia su dueño para decirle a media voz:

—Pregunta si sigue en pie lo del matrimonio.

—¿A quién quieres que se lo pregunte? ¿A Verdolaga?

—No te hagas el tonto.

—Ya ni siquiera se puede bromear —dijo Turandot en tono emoliente.

Y gritó por encima del hombro:

—¡Mado Ptits-pieds!

—Servidora —dijo Madeleine.

—Charles pregunta si aún quieres casarte con él.

—Por supuesto —contestó Madeleine con voz firme.

Turandot se volvió hacia Charles y le preguntó:

—¿Aún quieres casarte con Mado Ptits-pieds?

—Por supuesto —contestó Charles con voz firme.

—Entonces —dijo Turandot con voz no menos firme— os declaro marido y mujer.

—Amén —dijo Gridoux.

—Es una broma idiota —dijo Madeleine—, una broma idiota.

—¿Por qué? —preguntó Turandot—. ¿Quieres o no quieres? A ver si nos aclaramos.

—No tiene ni pizca de gracia.

—No era una broma. ¡Llevo tanto tiempo deseando veros unidos por los santos lazos del matrimonio!

—Métase en sus asuntos, señor Turandot.

—Chúpate esa —dijo beatíficamente Charles—. Bueno, ya hemos llegado. Todo el mundo abajo. Voy a aparcar el coche y vuelvo enseguida.

—Menos mal —dijo Turandot—. Empezaba a tener tortícolis. ¿Estás enfadada, Mado?

—En absoluto —dijo Madeleine—. ¿Cómo voy a enfadarme con un gilipollas así?

Un almirante en uniforme de gala se acercó para abrir la puerta del taxi.

Exclamación.

—¡Qué preciosidad! —dijo al ver el loro—. ¿También de la cáscara amarga?

Verdolaga graznó:

—Cotorreas, cotorreas. Siempre igual.

—¡Atiza! —dijo el almirante—. Parece que se lo pide el cuerpo.

Y luego, dirigiéndose a los recién llegados:

—Apuesto a que son los invitados de Gabriela. Se ve a la legua.

—Déjate de insolencias, mequetrefe —dijo Turandot.

—¿El loro también quiere ver a Gabriela?

Miraba el bicho como si estuviera a punto de vomitar.

—¿Te molesta?

—Un poco —-contestó el almirante—. Los loros siempre me han dado complejo.

—Conviene que veas a un psicoanalista —dijo Gridoux.

—Ya he probado a analizar mis sueños —contesta el almirante—, pero son poca cosa, no dan mucho de sí.

—¿Con qué sueña? —pregunta Gridoux.

—Con nodrizas.

—¡Tío guarro! —exclamó Turandot, que tenía ganas de vacilar.

Charles había encontrado un agujero para aparcar su cacharro.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Todavía aquí?

—Esta es de las que tienen mala leche —dijo el almirante.

—No me gustan las bromas —dijo el taximán.

—Más vale saberlo —dijo el almirante.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga…

—¿A qué viene este follón? —pregunta Gabriel, apareciendo de improviso—. Venga, para adentro. Sin miedo. La clientela aún no ha llegado. Solo están los viajeros. Y Zazie. Pasad, pasad. Vais a pasarlo en grande.

—¿Por qué nos has invitado precisamente hoy? —pregunta Turandot.

—Usted —prosiguió Gridoux—, que siempre ha echado el púdico velo del ostracismo sobre la circunscripción de sus actividades…

—Y que —añadió Madeleine— nunca nos había permitido admiracionarle en el ejercicio de sus funciones…

—Sí —dijo Verdolaga—, no entendemos el hic de este nunc ni el quid de este pro quo.

Gabriel, pasando por alto la intervención del loro, contesta a los demás interlocutores en los siguientes términos:

—¿Por qué? ¿Me preguntáis por qué? ¡Extraña pregunta, en verdad, para quien no sabe qué, de qué, con qué ni a qué contestar! ¿Por qué? Sí, ¿por qué? ¿Me preguntáis por qué? ¡Oh, permitidme evocar, en este dulce instante, la fusión de la existencia y del casi porqué obtenido en los crisoles de las fianzas, garantías, adelantos y señales! ¿Por qué por qué por qué? ¿Me preguntáis por qué? Pues bien: ¿acaso no oís cómo se estremecen las golosinas a lo largo de los epitalamios?

—¿Lo dices por nosotros? —preguntó Charles, que era aficionado a los crucigramas.

—En absoluto —contestó Gabriel—. Pero ¡mirad! ¡Mirad!

Una cortina de terciopelo rojo se partía majestuosamente en dos, a lo largo de una línea mediana, haciendo aparecer ante los maravillados ojos de los visitantes el bar, las mesas, el escenario y la pista del Monte de Piedad, el cabaret gay más célebre de París (y no precisamente por escasez de locales así), en aquel momento exclusiva y débilmente animado por la aberrante y un poco anormal presencia de los discípulos del cicerone Gabriel, en cuyo centro reinaba y peroraba la joven Zazie.

—Abran paso, nobles extranjeros —dijo Gabriel.

Los interpelados, sin un asomo de desconfianza, se apartaron para que los recién llegados pudieran infiltrarse en sus filas. Una vez terminada la amalgama, Turandot puso la jaula de Verdolaga encima de una mesa. El loro demostró su satisfacción llenándola de pipas.

Una escocesa del sexo masculino, que ejercía las funciones de simple camarero, miró de arriba abajo al animal y manifestó su opinión en voz alta:

—Los hay chiflados —declaró—. A mí el verde …

—Pedazo de maricón —dijo Turandot—, si te crees que con esa faldita puedes permitirte el lujo de opinar…

—No te metas con él —dijo Gabriel—. Es su instrumento de trabajo. En cuanto a Verdolaga —añadió mirando a la escocesa—, soy yo quien ha dicho que lo trajeran, así que cierra el pico y guárdate las reflexiones.

—Así se habla —dijo Turandot mirando triunfalmente a la escocesa—. Y ahora —añadió—, ¿qué se bebe? ¿Champán?

—Aquí es obligatorio —dijo la escocesa—. A no ser que tomen güisqui. Si sabe lo que es, claro.

—¡Me lo dice a mí —exclamó Turandot—, a mí que soy del ramo!

—Haberlo dicho —dijo la escocesa sacudiéndose la falda con el dorso de la mano.

—Menos palique —dijo Gabriel— y trae el bebercio. Gaseosa de la casa.

—¿Cuántas botellas?

—Depende de lo que cuesten —dijo Turandot.

—¿No te he dicho que esta noche pago yo? —dijo Gabriel.

—Me limitaba a defender tus intereses —dijo Turandot.

—¡Roñosaza! —comentó la escocesa dándole un tirón de orejas al tabernero y marchándose—. Traeré una de las grandes.

—Una de las grandes, ¿qué? —preguntó Zazie interviniendo de golpe en la conversación.

—Quiere decir que traerá doce docenas de botellas —explicitó Gabriel, que tenía ínfulas de grandeza.

Zazie se dignó a conceder algo de atención a los recién llegados.

—¡Anda! ¡Si está aquí el tipo del taxi! —dijo señalando a Charles—. Conque vamos a ahorcarnos, ¿eh?

—Eso parece —contestó lacónicamente Charles.

—Por fin ha encontrado a alguien de su gusto.

Zazie se inclinó para observar a Madeleine.

—¿Es ella?

—Buenas noches, señorita —dijo amablemente Madeleine.

—Hola —contestó Zazie.

Y se volvió hacia la viuda Mouaque para informarla.

—Esos dos —dijo señalando con el dedo a las personas en cuestión— van a casarse.

—¡Oh, es conmovedor! —exclamó la viuda Mouaque—. Y pensar que mi pobre Trouscaillon puede buscarse un lío en esta noche tan oscura. En fin (suspiro), es su oficio y nadie le obligó a escogerlo (pausa). Sería gracioso que enviudara por segunda vez antes de volver a casarme.

Largó una risita estridente.

—¿Quién es esta chalada? —preguntó Turandot a Gabriel.

—Ni idea. Se nos pegó esta tarde con un poli que recogió sobre la marcha.

—¿Y el poli dónde está?

—Dándose un voltio.

—Hay compañías que no me gustan —dijo Charles.

—¡Y que lo digas! —dijo Turandot—. Son malas para la salud.

—No hay nada que temer —dijo Gabriel—. Os asustáis por cualquier cosa. ¡Aquí está la bebida! Disfrutad, amigos y viajeros, y querida sobrina, y vosotros dos, tiernos pichoncitos. ¡Es verdad! ¡Nos estábamos olvidando de los futuros esposos! ¡Un brindis! ¡Un brindis a la salud de los novios!

Los viajeros, conmovidos, cantaron en coro japibersdeituyu, mientras varias escocesas, enternecidas, intentaban dominar las lágrimas que les hubieran corrido el rímel.

A continuación, Gabriel golpeó una copa con un sacacorchos de gas reclamando atención y, una vez obtenida esta (pues su prestigio no era para menos), se sentó a horcajadas sobre una silla y dijo:

—Y ahora, corderitos malos, y también ustedes, señoras, ovejitas mías, por fin van a presenciar una muestra de mi talento. Algunos de ustedes saben desde hace mucho, y otros no lo ignoran desde hace poco, que este servidor ha hecho del arte coreográfico el pezón principal en la ubre de sus ingresos. De algo hay que vivir, ¿no es cierto? ¿Y de qué se vive? Yo se lo pregunto. Del cuento, claro está (al menos en parte, me atrevería a decir, y también se muere), pero se vive sobre todo y de forma harto más rotunda gracias a ese sustantífico tuétano que llamamos pasta. Este producto melifluente, sápico y poligénico se evapora con la mayor facilidad, pese a tener que ganarlo con el sudor de la frente, al menos en lo que respecta a los explotados de esta tierra a la que pertenezco, el primero de los cuales se llamaba Adán, individuo sometido a la tiranía de los Elohim, como todo el mundo sabe. Aunque su enchufe en el Edén no parezca oneroso a primera vista para ellos desde la perspectiva de los hombres de hoy, lo cierto es que lo enviaron a las colonias a destripar terrones para plantar pomelos, mientras ellos prohibían a los hipnotizadores prestar ayuda a su media costilla parturienta y obligaban a los oficios a tomar las de Villadiego. Pamplinas, bagatelas y bibladas de los huevos. Sea como fuere he lubrificado la juntura de mis rodillas con el susodicho sudor de mi frente y así es como edénica y adánicamente me gano el mendrugo cotidiano. Dentro de unos instantes van a verme en acción, pero ojo con equivocarse, porque ante ustedes no se desarrollará un simple esliptís, sino Arte con mayúscula. ¡Arte con una enorme A inicial! ¡No vayan a confundirse! La palabra arte tiene cuatro letras y las palabras de cuatro letras son incontestablemente superiores a las palabras de tres letras que a tantas groserías sirven de vehículo por entre las majestuosas aguas de la lengua francesa, y superiores también a las palabras de cinco letras que transportan no menos groserías. Y ahora, a punto de terminar mi discurso, no me resta sino expresarles toda mi gratitud y todo mi reconocimiento por los innumerables aplausos que haréis estallar en honor mío a mayor gloria de un servidor. ¡Gracias! ¡Gracias por anticipado! Una vez más, ¡gracias!

El coloso, levantándose de un salto con ligereza tan singular como inesperada, trenzó unos pasos de baile moviendo las manos a la altura de los omoplatos para simular el vuelo de la mariposa.

Esta muestra de su talento suscitó entre los viajeros un indescriptible entusiasmo.

—¡Go, girl! —gritaron a guisa de estímulo.

—¡Bravo! —coreó Turandot, que nunca había probado una gaseosa tan buena.

—¡Escandalosa! —dijo una camarera escocesa.

El local, a todo eso, empezaba a llenarse con una clientela acarreada por autobuses especializados en semejantes antros. Gabriel, bruscamente, se desplomó sobre su asiento con gesto oscuro.

—¿Le pasa algo, señor Gabriel? —preguntó atentamente Madeleine.

—Estoy como un flan.

—Gilipollas —dijo Charles.

—Mi acostumbrada mala suerte —dijo Zazie.

—No nos harás esa faena —dijo Turandot.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga—. Siempre Igual.

—Razona bien este animalucho —dijo una camarera escocesa.

—No te dejes impresionar, Gaby —dijo Turandot.

—Piensa que somos como los demás —dijo Zazie.

—Hagalo por mí —dijo la viuda Mouaque con un mohín.

—Usted me la trae floja —dijo Gabriel—. No amigos míos —añadió dirigiéndose a los demás—, no es solo por eso (suspiro) (pausa), es que me hubiera gustado tanto que también Marceline pudiera admirarme…

Anunciaron que el espectáculo iba a empezar con una rumba bailada por un conjunto de negritas martiniquesas que eran lo que se dice una ricura.