XVII

Una lágrima cayó sobre una abrasadora tostada y se volatilizó.

—¡Ánimo! —le dijo Gabriel a la viuda Mouaque—. Levante ese espíritu. Uno perdido, diez encontrados. A un callo como usted no le costará mucho trabajo enganchar a otro golfaina.

Suspira, confusa. La tostada se desliza hasta el hueco de la cuchara y la viuda se la proyecta, humeante, en el esófago. Las pasa canutas.

—Llame a los bomberos —sugiere Gabriel.

Y vuelve a llenarle el vaso. La viuda riega cada uno de sus bocados con un sorbo de enjuto vinillo blanco.

Zazie se ha sumado al duermevela de Verdolaga. Gridoux y Turandot, taciturnos, luchan con las hebras de queso rallado.

—¡Cojonuda —dice Gabriel— esta sopa de cebolla! Parece como si tú (gesto) le hubieras puesto suelas de zapato y tú (gesto) hubieras añadido el agua de fregar los platos. Pero eso es lo que a mí me gusta: las cosas naturales, hechas a la pata la llana. En una palabra: la pureza.

Los comensales asienten silenciosamente.

—¿Y tú, Zazie, no te la comes?

—Déjela dormir —dice la viuda Mouaque con voz sepulcral—. Déjela soñar.

Zazie abre un ojo.

—¡Aivá! —exclama—. Todavía está aquí la vieja chocha.

—Hay que apiadarse de las desgracias ajenas —dice Gabriel.

—Usted es una buena persona —dice la viuda Mouaque—. No como ella (gesto). Claro que con los niños ya se sabe. No tienen corazón.

Vació el vaso y le hizo un expresivo gesto a Gabriel para que volviera a llenarlo.

—Ya está soltando paridas —comenta débilmente Zazie.

—Puf —dice Gabriel—. ¿Y eso qué importa? ¿No es verdad, vejestorio? —añade dirigiéndose a la interesada.

—Sí, usted es muy bueno —dice esta—. No como ella. Claro que con los niños ya se sabe. No tienen corazón.

—¿Va a seguir dándonos el cañazo mucho tiempo con la misma murga? —preguntó Turandot a Gabriel aprovechando una deglución feliz.

—¡Qué duros sois! —dijo Gabriel—. Este cascajo, aunque no lo parezca, lo pasa mal.

—Gracias —dijo efusivamente la viuda.

—De nada —dijo Gabriel—. Hay que reconocer, volviendo a la sopa de cebolla, que es un invento de primer orden.

—¿Esta —preguntó Gridoux, que había apurado hasta las heces su ración y rascaba con energía el fondo del plato para desprender el gruyer adherido—, esta en particular o la sopa de cebolla en general?

—En general —contestó Gabriel con decisión—. Yo siempre hablo en general. No me gustan las medias tintas.

—Tienes razón —dijo Turandot, que también había terminado su papilla—. No hay que buscarle tres pies al gato. Pongamos un ejemplo: el vino escasea por culpa de la vieja chocha.

—Es que no está nada de mal —dijo la viuda Mouaque sonriendo beatíficamente—. Yo, cuando quiero, también sé hablar en general.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga, despertándose con sobresalto por un motivo desconocido para todos y para él mismo—. Siempre igual.

—Ya tengo bastante —dijo Zazie empujando el plato.

—Espera —dijo Gabriel cogiéndolo con rapidez y poniéndoselo delante—, yo lo terminaré. Tráiganos dos botellas de blanco y una de granadina —añadió dirigiéndose a un camarero que merodeaba por los alrededores—. ¿Y él? (gesto). Nos hemos olvidado de él. A lo mejor le apetece algo.

—¡Eh, Verdolaga! —dijo Turandot—. ¿Tienes hambre?

—Cotorreas, cotorreas —dijo el loro—. Siempre igual.

—Eso —dijo Gridoux— significa que sí.

—¿No querrás enseñarme a entender lo que dice? —preguntó desdeñosamente Turandot.

—Nunca me atrevería —dijo Gridoux.

—Pero se ha atrevido —dijo la viuda Mouaque.

—No envenene los ánimos —dijo Gabriel.

—A ver si entiendes de una vez —dijo Turandot dirigiéndose a Gridoux— que yo entiendo lo que tú entiendes tan bien como tú. No soy ni más ni menos gilipollas que cualquier otro.

—Si entiendes lo mismo que yo —dijo Gridoux—, es que efectivamente eres menos gilipollas de lo que a primera vista parece.

—Porque parecerlo —dijo la viuda Mouaque—, lo parece.

—¡Tendrá cara! —exclamó Turandot—. Encima va y me provoca.

—Ahí tienes lo que pasa cuando se carece de autoridad —dijo Gridoux—. Hasta el último mono se te sube a las barbas. Conmigo no se atrevería.

—El mundo está lleno de gilipollas —dijo la viuda Mouaque con repentina energía— y usted no es una excepción —añadió dirigiéndose a Gridoux.

La contestación llegó a vuelta de correo en forma de sonora bofetada.

La viuda la devolvió con la misma presteza. Pero Gridoux tenía otra de reserva, que fue a estrellarse contra el rostro mouaquiano.

—¡Al ataque! —aulló Turandot.

Y se puso a dar saltitos por entre las mesas, imitando a Gabriel en la muerte del cisne.

Zazie había vuelto a sus cabezadas. Verdolaga, animado por evidentes propósitos de venganza, pugnaba por lanzar fuera de la jaula un amasijo de excrementos.

El intercambio de bofetadas entre la viuda Mouaque y Gridoux seguía a buen ritmo, mientras Gabriel se desternillaba viendo a Turandot alzar la pata.

Pero tanto barullo no parecía agradar al personal de Los Nictalopes. Dos camareros especializados en tales menesteres trincaron bruscamente a Turandot, agarrándolo cada uno por un brazo, y —así escoltado— lo expulsaron incontinenti del local arrojándolo sobre el frío asfalto de la calzada e interrumpiendo el merodeo de los taxis rezagados en el aire grisáceo y aterido de la madrugada.

—¡Ah, no! —exclamó Gabriel—. ¡Eso sí que no!

Se levantó, atrapó a los dos camareros que regresaban satisfechos a sus ocupaciones domésticas e hizo entrechocar sus cabezas de forma tan enérgica y eficaz que los dos matones se vinieron al suelo.

—¡Bravo! —gritaron a coro Gridoux y la viuda Mouaque, que (de común acuerdo) acababan de poner fin a su intercambio de correspondencia.

Un tercer camarero, al parecer especializado en follones y peleas, decidió alzarse con una victoria relámpago. Para ello cogió un sifón y se abalanzó sobre Gabriel para estampárselo en la tapa de los sesos. Pero no contaba con Gridoux, atento al quite. Otro sifón, no menos compacto, se balanceó en las manos del zapatero y terminó su trayectoria produciendo no pocos desaguisados en la cabeza del traidor.

—¡Al ataque! —aulló Turandot, que tras recuperar el equilibrio sobre la calzada, a costa de los frenos de varios vehículos nocturnos acusadamente mañaneros, reapareció en la cervecería poseído por un manifiesto espíritu de combate.

Por todas partes surgían mesnadas de camareros. Su número superaba ampliamente las previsiones. Salían de las cocinas, de las bodegas, de los despachos, de las carboneras. Sus prietas filas envolvieron a Gridoux y, acto seguido, a Turandot, que se había aventurado entre ellos. Pero no consiguieron dominar a Gabriel con la misma facilidad. El coloso, cual coleóptero atacado por columnas mirmidónicas o buey asaltado por hirudíneo enjambre, se sacudía, resoplaba y pataleaba proyectando en las más dispares direcciones proyectiles humanos que ora chascaban mesas y sillas ora rodaban entre los pies de los clientes.

El ruido de la controversia terminó por despertar a Zazie, que —al ver a su tío enzarzado con la turba de fámulos— aulló: ¡ánimo, tiíto! Y, apoderándose de una jarra, la lanzó a ciegas contra la muchedumbre, que a tanto llega el arraigo del espíritu castrense en las mujeres de Francia. La viuda Mouaque, alentada por el ejemplo, sembró sus alrededores de ceniceros, que a tanto llega el espíritu de imitación, incluso en las personas más pusilánimes. En ese momento se escuchó un estrepito ensordecedor: Gabriel acababa de hundirse en la vajilla arrastrando a siete camareros desmadrados, cinco clientes que habían tomado partido y un epiléptico.

Zazie y la viuda Mouaque se levantaron como un solo hombre y se acercaron al magma humano que se debatía entre el serrín y la loza. Unos cuantos sifonazos bien propinados eliminaron de la competición a varios combatientes de cráneo frágil. Ello permitió levantarse a Gabriel, desgarrando por así decir el telón que formaban sus adversarios y revelando al mismo tiempo la abisal presencia de Gridoux y Turandot, ambos de morros en el suelo. Tres o cuatro chorros de aguaseosa dirigidos contra su jeta por el personal femenino y camillero los reanimaron. A partir de ese momento la suerte del combate estaba echada. Mientras los clientes tibios o indiferentes se eclipsaban a la chita callando, los espontáneos sedientos de sangre y los camareros, ya sin aliento, iban desplomándose uno a uno bajo el implacable puño de Gabriel, los fulminantes ganchos de Gridoux y las virulentas patadas de Turandot. Una vez en el suelo, Zazie y la viuda Mouaque los borraban de la superficie de Los Nictalopes arrastrándolos hasta la acera, donde pacíficos aficionados tenían la bondad de recogerlos y amontonarlos ordenadamente. Solo Verdolaga, dolorosamente alcanzado en el perineo por un fragmento de sopera al comienzo del cisco, permanecía ajeno a la hecatombe. El pobre animal yacía supino en el fondo de su jaula murmurando entre gemidos: deliciosa velada, deliciosa velada. El trauma le había hecho cambiar de disco.

Pero la victoria, incluso sin su ayuda, no tardó en ser total.

Gabriel, una vez eliminado el último antagonista, se frotó las manos con satisfacción y dijo:

—Ahora no me vendría mal un café con leche.

—Buena idea —dijo Turandot pasando al otro lado del mostrador mientras sus compañeros se acodaban en él.

—¿Y Verdolaga?

Turandot fue en busca del animal, que seguía renegando, lo sacó inmediatamente de la jaula y se puso a acariciarlo llamándole su pollito verde. Verdolaga, serenándose, le contestó:

—Cotorreas, cotorreas. Siempre igual.

—Tiene más razón que un santo —dijo Gabriel—. ¿Y ese cafelito?

Turandot, tranquilizado, metió el loro en la jaula y se acercó a la máquina para ponerla en marcha. De entrada, como no conocía el modelo, se quemó una mano.

—Ayayayay —aulló con sencillez.

—Condenado chapucero —dijo Gridoux.

—Pobre gatito —dijo la viuda Mouaque.

—Mierda —dijo Turandot.

—Para mí con mucha leche —dijo Gabriel.

—Y para mí con nata —dijo Zazie.

—Aaaaaah —contestó Turandot recibiendo una andanada de vapor en los hocicos.

—Más vale que lo haga alguien de la casa —dijo plácidamente Gabriel.

—Y que lo digas —dijo Gridoux—. Vaya ver si encuentro alguno.

Se acercó al montón de las víctimas, escogió la más entera y la arrastró.

—¿Sabes que estás en forma? —le dijo Zazie a Gabriel—. Entre los hormosexuales no debe haber muchos como tú.

—¿Cuánta leche desea la señorita? —preguntó el camarero devuelto al uso de la razón.

—Lo quiero con mucha nata —dijo Zazie.

—¿Por qué te empeñas en llamarme hormosexual? —preguntó Gabriel sin perder la calma—. Ahora que me has visto en el Monte de Piedad ya no habrá quien te lo saque de la cabeza.

—Hormosexual o no —dijo Zazie—, hay que reconocer que has estado sensacional.

—¿Qué le iba a hacer? —dijo Gabriel—. No me gustaban un pelo sus modales (gesto).

—Señor —dijo el camarero—, puede estar seguro de que somos los primeros en lamentarlo.

—Entonces ¿por qué me insultaron? —dijo Gabriel.

—En eso, señor —dijo el camarero—, le aseguro que se equivoca.

—Nanay —dijo Gabriel.

—No te lo tomes a pecho —dijo Gridoux—. A todos nos insultan continuamente.

—Bien pensado —dijo Turandot.

—Y ahora —le preguntó Gridoux a Gabriel—, ¿qué piensas hacer?

—Beberme este café.

—¿Y luego?

—Pasar por casa y acompañar a la cría a la estación.

—¿Has mirado fuera?

—No.

—Pues echa un vistazo.

Gabriel lo hizo.

—De cajón —dijo al volver.

Dos divisiones blindadas de vigilantes nocturnos y un batallón de spahis jurásicos acababan de tomar posiciones alrededor de la Plaza de Pigalle.

gato