VI
—¿Qué se están diciendo? —preguntó Zazie mientras terminaba de enfundarse los bluyinses.
—Hablan demasiado bajo —dijo suavemente Marceline con el oído pegado a la puerta de la habitación—. No consigo oírlos.
Mentía suavemente, porque hasta ella llegaban con absoluta claridad las palabras que en aquel momento salían de la boca del fulano:
—¿Entonces es por eso, porque es usted un marica, por lo que la madre le ha confiado esta criatura?
Y Gabriel contestaba:
—¡Pero si le digo que no lo soy! Es verdad que actúo vestido de mujer en un local de locas, pero eso no quiere decir nada. Es un número cómico. La gente, como usted comprenderá, al verme tan grande se troncha de risa. Pero, personalmente, de marica nada. La prueba es que estoy casado.
Zazie se contemplaba en el espejo, boquiabierta de admiración. Los bluyinses le sentaban como un guante. Se acarició el trasero, ceñido a conciencia, y exhaló un profundo suspiro de satisfacción.
—¿De verdad no oyes nada? —preguntó—. ¿Nada de nada?
—De verdad —contestó suavemente Marceline, mintiendo una vez más. Porque el fulano decía en aquel momento:
—Eso tampoco quiere decir nada. En todo caso no se atreverá a negar que la madre le ha confiado a la criatura porque le considera un marica…
Gabriel tuvo que admitirlo:
—Alguaideso, alguaideso —concedió.
—¿Qué tal? —dijo Zazie—. ¿Estoy mona?
Marceline se apartó de la puerta para mirarla:
—Hoy día las chicas se visten así —dijo suavemente.
—¿No te gusta?
—Desde luego. Pero ¿estás segura de que el tipo ese no dirá nada al ver que le has cogido el paquete?
—Ya te he dicho que los bluyinses son míos. ¡Verás la cara que pone al verme!
—¿Es que vas a salir antes de que se vaya?
—Lógico —dijo Zazie—. No pensarás que voy a pudrirme aquí.
La niña atravesó la habitación para arrimar la oreja al entrepaño. El fulano decía en aquel momento:
—¡Vaya! ¿Dónde diablos habré puesto el paquete?
—Pero tiíta —dijo Zazie—, ¿te burlas de mí o es que estás sorda? Se oye perfectamente lo que dicen.
—¿Sí? ¿Y qué dicen?
Zazie, renunciando momentáneamente a profundizar en el tema de la sordera, apoyó otra vez su apéndice auricular en la puerta. El fulano decia:
—¡Esto es el colmo! Espero que no haya sido la cría quien ha vuelto a birlarme el paquete.
Gabriel sugirió:
—A lo mejor no lo traía usted…
—Claro que sí —insistió el fulano—. Y como haya sido esa mocosa, vamos a tener jarana.
—¡Cuánto raja! —exclamó Zazie.
—¿No se decide a irse? —preguntó suavemente Marceline.
—¡Qué va! —dijo Zazie—. Ahora te mete a ti en danza.
—A lo mejor —estaba diciendo el fulano— es su señora quien me ha birlado el paquete. No sería extraño que también le apetezca llevar bluyinses.
—Imposible —decía Gabriel—, imposible.
—¡Usted qué sabe! —exclamaba el fulano—. A lo mejor se le ha ocurrido la idea por tener un marido que parece hormosexual.
—¿Qué es un hormosexual? —preguntó Zazie.
—Un hombre que lleva bluyinses —dijo suavemente Marceline.
—Déjate de cuentos —dijo Zazie.
—Gabriel debería ponerlo de patitas en la calle —dijo suavemente Marceline.
—Buena idea —dijo Zazie.
Y enseguida, desconfiando, añadió:
—¿Tendrá huevos para hacerlo?
—Ahora verás.
—Espera. Déjame entrar antes.
Zazie abrió la puerta y, silabeando con nitidez, dijo:
—Tío Gabriel, ¿qué te parecen mis bluyinses?
—Quítatelos inmediatamente —exclamó, asustado, Gabriel— y devuélveselos en el acto a este señor.
—¿Devolvérselos? ¡Por aquí! (gesto). ¿A santo de qué se los voy a devolver? Son míos.
—No está claro —dijo Gabriel, molesto.
—¡Venga! —exclamó el fulano—. ¡Quítatelos! ¡Y deprisa!
—¡Échale de casa! —dijo Zazie a su tío.
—¿Estás loca? —exclamó Gabriel—. Primero me dices que es de la poli y luego quieres que le atice.
—Y si es de la poli, ¿qué? Eso no es motivo para tenerle miedo —dijo Zazie con grandilocuencia—. Es un tío guarro que me ha dicho porquerías y, por muy poli que sea, lo llevarán al juez, y los jueces se derriten por las niñas, te lo digo yo, que los conozco muy bien, y el poli sobón acabará condenado a muerte, y guillotinado, y yo iré a ver su cabeza en el cesto de serrín y le escupiré en los morros, así (gesto).
Gabriel cerró los ojos, estremeciéndose ante tanta atrocidad. Luego se volvió hacia el fulano.
—¿La oye? —dijo—. ¿Ve usted a lo que se expone? Los niños son terribles.
—Tío Gabriel —exclamó Zazie—, te juro que los bluyinses son míos. Defiéndeme, tío Gabriel, defiéndeme. ¿Qué dirá mami cuando se entere de que has dejado que me insulte un tío golfo como este, un chorizo que a lo mejor hace de taxista sin licencia?
—¡Toma ya! —añadió Zazie para sus adentros con la vocecilla interior—. Lo hago mejor que Michele Morgan en La dama de las camelias.
Y, efectivamente, Gabriel —conmovido por el patetismo de la invocación— manifestó su embarazo en los siguientes y mesurados términos (que musitó sotovoche y entredientes):
—Desdeluegonoesmuyagradablequeuntiocualquieratelametaenelculo…
El fulano emitió una risita.
—¡Es usted un retorcido! —exclamó Gabriel, ruborizándose.
—Pero ¿se da cuenta de lo que se le viene encima? —preguntó el fulano en tono jodidamente mefistofélico—. Proxenetismo, estafa, hormosexualidad, eonismo, hipospadia balánica … Todo eso, y lo que cuelga, le va a costar como mínimo diez años de trabajos forzados.
Se volvió hacia Marceline:
—Y a todo esto, ¿qué dice usted, señora? ¿Tendría alguien la amabilidad de facilitarme algunos datos sobre la señora?
—¿Qué tipo de datos? —preguntó suavemente Marceline.
—Habla solo en presencia de tu abogado —dijo Zazie—. El tío no ha querido hacerme caso y ya ves el follón en que se ha metido.
—¿Te vas a callar de una vez? —dijo el fulano.
Y siguió:
—¿Sería la señora tan amable de decirme a qué se dedica?
—A sus labores —cortó torvamente Gabriel.
—¿Qué clase de labores? —preguntó el fulano en tono irónico.
Gabriel se volvió a Zazie y le guiñó un ojo para que se preparara a saborear la continuación.
—¿Qué clase de labores? —coreó—. Por ejemplo, sacar la basura.
Agarró al fulano por las solapas, lo arrastró hasta el rellano de la escalera y lo precipitó en los abismos.
Se escuchó un ruido sordo.
El bombín siguió la trayectoria descrita por su dueño. A pesar de su dureza hizo menos ruido.
—¡Formidable! —exclamó Zazie, entusiasmada.
Mientras tanto, en las regiones inferiores, el fulano se enderezaba trabajosamente, ajustándose los mostachos y las gafas ahumadas.
—¿Qué desea el señor? —preguntó Turandot.
—Algo que me suba la moral —dijo el fulano cogiéndola al vuelo.
—¿Alguna marca en especial?
—La que sea.
Fue a sentarse en el fondo del local.
—¿Qué podría darle? —se pregunta Turandot—. ¿Una quina?
—Eso no hay quien lo trague —comenta Charles.
—¡Si no lo has tomado en tu vida! No es tan malo como parece y sienta bien al estómago. Deberías probarlo.
—Ponme un dedo —dice Charles, conciliador.
Turandot le sirve generosamente.
Charles se humedece los labios, cloquea, vuelve a cloquear, se relame arqueando las cejas, traga un sorbo, repite toda la operación.
—¿Qué tal? —pregunta Turandot.
—¡Vaya!
—¿Un poco más?
Turandot vuelve a llenar el vaso y coloca la botella en su sitio. Sigue fisgando en busca de otras posibilidades.
—También hay anís «El trabuco» —dice.
—¡Menuda antigualla! Lo que priva ahora es el anís atómico.
Esta evocación de la historia universal hace desternillarse a todo el mundo.
—¡Mira que bien! —exclama Gabriel entrando a todo vapor en la taberna—. Parece que el personal no se aburre por aquí. En cambio yo… ¡Lo que me acaba de pasar! Anda, ponme una granadina bien cargada, que no sea un aguachirle. Necesito algo que me suba la moral. ¡Si supierais lo que me acaba de pasar!
—Luego nos lo cuentas —dice Turandot un tanto molesto.
—¡Hombre! ¡Quién se ve! ¡Buenos días, caballero! —exclama Gabriel dirigiéndose a Charles—. ¿Te quedas a comer con nosotros?
—¿No habíamos quedado en eso?
—Me limito a recordártelo.
—No tienes por qué recordármelo. No se me había olvidado.
—Entonces te quedas a comer con nosotros —concluye Gabriel, empeñado en decir la última palabra.
—Cotorreas, cotorreas —dice Verdolaga—. Siempre igual.
—Bebe —dice Turandot, indicándole el vaso a Gabriel.
Gabriel sigue el consejo.
—(Suspiro). ¡Lo que me acaba de pasar! ¿Habéis visto volver a Zazie acompañada por un fulano?
—Ssssi… —tartamudean discretamente Turandot y Mado Ptits-pieds.
—Yo aún no había llegado —dice Charles.
—¿Alguno de vosotros ha visto salir al fulano ese? —pregunta Gabriel.
—Mira —dice Turandot—, yo no le pude ver bien la cara y a lo mejor me equivoco, pero ¿no será ese tipo que está sentado al fondo, detrás tuyo?
Gabriel se vuelve. Allí estaba, efectivamente, el fulano, esperando pacientemente su cordial.
—¡Atiza! —exclama Turandot—. Me había olvidado por completo… Perdone.
—No se preocupe —dice cortésmente el fulano.
—¿Qué le parece una quina?
—Si usted me la aconseja…
Gabriel, pálido, se desploma suavemente.
—Que sean dos quinas —dice Charles agarrándolo al vuelo.
—Dos quinas, dos —responde mecánicamente Turandot.
Alterado por los acontecimientos, no atina a llenar los vasos. Le tiembla la mano. Alrededor de las copas aparecen charcos parduscos provistos de tentáculos que se alargan ensuciando el mostrador.
—Déme eso —dice Mado Ptits-pieds arrebatándole la botella.
Turandot se seca la frente. El fulano saborea pacíficamente su quina, previamente depositada ante él. Charles pellizca la nariz de Gabriel y le derrama el líquido en los labios. Algunas gotas se deslizan a lo largo de las comisuras. Gabriel se espabila.
—Tontorrón —le dice afectuosamente Charles.
—Es de naturaleza delicada —recalca el fulano, animándose.
—No crea —dice Turandot—. Las ha pasado canutas. Durante la guerra.
—¿Qué hizo? —pregunta el fulano sin mucho interés.
—Auxilio social —contesta el tabernero poniendo otra ronda de quinas.
—Ya —comenta el fulano con indiferencia.
—A lo mejor usted no se acuerda —explica Turandot—. ¡Qué pronto olvidamos! Trabajo obligatorio. En Alemania. ¿No se acuerda?
—Para eso no hace falta ser un hércules —remacha el fulano.
—¿Y las bombas? —dice Turandot—. ¿Se olvida usted de las bombas?
—¿Qué hacía con las bombas su grandullón? ¿Las recogía en los brazos para que no estallaran?
—No tiene usted maldita la gracia —dice Charles, empezando a ponerse nervioso.
—No hay que enfadarse —murmura Gabriel, volviendo poco a poco a la realidad.
Con paso demasiado vacilante para ser auténtico se deja caer sobre una silla situada precisamente ante la mesa del fulano. Saca del bolsillo un pingajo color violeta y se lo pasa por la cara, llenando el café de efluvios de ambrelunar y rata almizclera.
—Puah —exclama el fulano—. Su lencería apesta.
—¿Es que va a empezar de nuevo? —pregunta Gabriel en tono dolorido—. Sepa que es un perfume de Fior.
—A ver si te esfuerzas un poco por entender a la gente —le dice Charles—. Hay catetos que no aprecian las cosas refinadas.
—¿Refinadas? No me haga reír —dice el fulano—. Las habrán refinado en una refinería de mierda.
—Pues no anda usted equivocado —exclamó jocosamente Gabriel—. Parece ser que ponen una gota en los productos de las mejores marcas.
—¿Incluso en el agua de colonia? —pregunta Turandot, acercándose con timidez al selecto grupo.
—¡Mira con lo que sale este! —dice Charles—. Sabes de sobra que Gabriel repite como un loro todas las gilipolleces que llegan a sus oídos. Basta con que las oiga una vez.
—¿Y cómo voy a repetirlas si no las oigo? —pregunta Gabriel, dándole la vuelta a la frase—. ¿O es que tú te sacas las gilipolleces de la chola?
—No hay que exagerar —dice el fulano.
—¿Exagerar qué? —pregunta Charles.
El fulano pierde los estribos.
—¿Usted nunca dice gilipolleces? —pregunta insidiosamente.
—Claro que no —dice Charles, dirigiéndose a los otros dos—. Se las guarda todas para él. Es un egoísta.
—A ver si nos aclaramos —dice Turandot.
—Empecemos por el principio —propone Gabriel.
—Decía —repite Charles—, que no eres capaz de inventar por ti solo todas las gilipolleces que salen de tu boca.
—¿Qué gilipolleces?
—Cualquiera sabe. Dices tantas…
—En ese caso no te será muy difícil acordarte de alguna.
—Os dejo con vuestras discusiones —dice Turandot, fuera de juego—. Viene gente.
Llegaban, en efecto, los del turno de mediodía. Algunos, fiambrera en mano. Verdolaga lanzó su acostumbrado cotorreas, cotorreas, siempre igual.
—Bueno —dijo Gabriel—, ¿de qué hablábamos?
—De nada —contestó el fulano—. De nada.
Gabriel le miró con gesto de hastío.
—Entonces, ¿qué diablos pinto aquí? —preguntó.
—Has venido a buscarme —dijo Charles—. ¿No te acuerdas? Voy a comer con vosotros y luego llevaremos a la cría a la Torre Eiffel.
—Pues andando.
Gabriel se levantó y salió, seguido de Charles, sin despedirse del fulano.
El fulano llamó (gesto) a Mado Ptits-pieds.
—Ya que estoy aquí —dijo—, me quedaré a comer.
Gabriel se detuvo, ya en la escalera, para preguntarle a su amigo:
—¿No crees que hubiéramos debido invitarle?