V
El fulano enmudeció y Zazie prosiguió en los siguientes térmmos:
—Así que papá estaba solo en la casa, completamente solo, esperando…, bueno no, no esperaba nada en especial, pero de todos modos esperaba, esperaba completamente solo, o mejor dicho se creía solo, un momento, enseguida lo comprenderá. Y en eso vuelvo yo del fútbol, ah, se me olvidaba decir que estaba como una cuba, papá, claro… Resumiendo, empieza a besarme, y hasta ahí todo normal, porque al fin y al cabo era mi papá, pero de repente va el tío y se pone a sobarme, y yo digo ni hablar del peluquín, eso sí que no, porque le veía venir al muy guarro de él, y al decirle que no, que eso jamás, pues se va el tío hacia la puerta, y la cierra con llave, y se guarda la llave en el bolsillo, y pone los ojos en blanco gritando igualito que en el cine, era fantástico, un vacile de primer orden. Te voy a pasar por la piedra, gritaba, te voy a pasar por la piedra, y hasta se le caía un poco de baba al decirme esas guarrerías, hasta que por fin se me echó encima. Lo evito por un pelo y, como estaba mamado, hale, de narices contra el suelo. Se levanta y otra vez a perseguirme, como en una del oeste. Por fin me atrapa y hale, a achucharme como antes. Pero en ese momento se abre la puerta sin hacer ruido, ah, porque se me olvidaba explicarle que mamá se había dicho que se iba a comprar fideos y chuletas de cerdo, pero no era verdad, lo decía para engañarle, porque estaba escondida en el lavadero, en el mismo sitio donde había dejado el hacha, y naturalmente se había llevado las llaves. Vaya una lagarta, ¿eh?
—Y que lo digas —dice el fulano.
—Total, que abrió la puerta poco a poco y entró tranquilamente en la habitación, mientras el infeliz de papuchi pensaba en otra cosa, solo tenía ojos para mi, y zas, hachazo que te crió en la mismísima chola. Eso sí, hay que reconocer que mamá no se anda con chiquitas. ¡No le digo el espectáculo! Para echar la primera papilla. Cualquier otra se hubiera quedado acomplejada para siempre. Y así fue como la absolvieron, aunque yo me harté de decir que el hacha se la había dado Georges, pero ni por esas, todos decían que cuando una está casada con un guarro de ese calibre, lo mejor es cepillárselo. Ya le he dicho que incluso la felicitaron. El colmo, ¿no?
—Con la gente ya se sabe —dice el fulano (gesto).
—Mamá, después, la tomó conmigo. Tonta del culo, me dijo, ¿qué necesidad tenías de soltar la historia del hacha? ¿Por qué?, le dije yo, ¿no es la verdad? Pero ella siguió insultándome, mema, más que mema, y quería darme una paliza allí mismo, mientras todo el mundo se lo pasaba en grande. Pero Georges la calmó y ella, luego, se puso tan orgullosa por los aplausos de aquella gente que no la conocía de nada, que no podía pensar en otra cosa. Por lo menos durante algún tiempo.
—¿Y después? —pregunta el fulano.
—Bueno, después fue Georges el que se puso a darme la lata. Y mamá dijo que ya estaba bien, que no podía matarlos a todos, porque eso acabaría por mosquear, y le puso de patitas en la calle, quedándose sin su maromo por mi culpa. Ahí estuvo bien, ¿eh? ¿No le parece una buena madre?
—Y que lo digas —dice el fulano en tono conciliador.
—Solo que hace poco se lió con otro y por eso estamos en París, porque ella le persigue, pero no quiere dejarme sola en medio de tanto sátiro como hay suelto y por eso me ha encomendado al tío Gabriel. Dice que a su lado no corro peligro.
—¿Por qué?
—Ni idea. Llegué ayer y todavía no he tenido tiempo para enterarme.
—¿A qué se dedica tu tío?
—Es sereno. Nunca se levanta antes de que den las doce. O la una.
—Y tú te has largado antes de que se despertara.
—Correcto.
—¿Dónde vives?
—Por allí (gesto).
—¿Y por qué estabas llorando antes, en el banco?
Zazie no contesta. El fulano empieza a cabrearla.
—Te has perdido, ¿eh?
Zazie se encoge de hombros. Cada vez le gusta menos el tipejo aquel.
—¿A que no sabes decirme la dirección de tu tío?
Zazie habla como una locomotora con su vocecilla interior: de eso nada, para qué meterme en líos, qué se imagina el tío este, lo que va a pasarle le está bien empleado.
Se levanta bruscamente, agarra el paquete y sale por piernas. Se zambulle en la muchedumbre, hace regates entre los viandantes y los tenderetes, corre en zigzag, dobla en seco hacia la derecha y luego hacia la izquierda, repite varias veces la maniobra, corre, camina, acelera, frena, vuelve a trotar, anda y desanda lo andado.
Pero cuando ya iba a reírse del pobre hombre y de la cara que en ese instante debía de tener, comprende que estaba felicitándose antes de tiempo. Alguien caminaba a su lado. No hacía falta levantar los ojos para saber quién y, sin embargo, lo hizo por aquello de que nunca se sabe, quizás era otro, pero quiá, ahí estaba el fulano en persona, caminando tranquilamente, sin perder la calma, como si nada hubiera sucedido.
Zazie guardó silencio. Sin alzar los ojos echó un vistazo a los alrededores. Estaban lejos del gentío, en una calle de mediana anchura frecuentada por personas de orden con cara de gilipollas, padres de familia, jubilados, amas de casa con sus retoños, lo que se dice un público a pedir de boca. Ahora sí que está en el bote, dijo Zazie con la vocecilla interior. Contuvo el aliento y abrió la boca para lanzar su grito de guerra: ¡al sátiro! Pero el fulano no había nacido ayer. Le arrebató el paquete con malos modos y se puso a zarandearla profiriendo con energía cuanto sigue:
—¡So ladrona! ¿No te da vergüenza? ¡Aprovecharte de que no miraba!
Y enseguida, dirigiéndose a la muchedumbre que empezaba a rodearlo:
—¡Ah, las nuevas generaciones! Miren ustedes lo que quería birlarme.
Y agitaba el paquete por encima de su cabeza.
—¡Un par de bluyins! —aulló—. ¡Esta mocosa ha querido birlarme un par de bluyins!
—¡Si será desgraciada! —comenta una comadre.
—Mala yerba —añade otra.
—¡Qué vergüenza! —dice una tercera—. ¿Es que nadie se ha preocupado de enseñarle a esta criatura que la propiedad es sagrada?
El fulano seguía zarandeando a Zazie.
—¿Y si ahora te llevase a la comisaria? ¿Eh? ¿Qué dices a eso? Irías a parar a la cárcel. ¡A-la-cár-cel! Y te juzgaría el tribunal de menores. Acabarías en un correccional. Porque te condenarían, ¿sabes? Te condenarían al máximo de la pena.
Una señora de la alta sociedad, que casualmente pasaba por allí en busca de cachivaches exquisitos, se dignó a hacer un alto. Dirigiéndose al vulgo inquirió la causa de la algarada y una vez al tanto de ella, lo que entrañó no pocas dificultades, decidió apelar a los sentimientos humanitarios que quizás albergara aquel pintoresco individuo, cuyo sombrero hongo, bigotes de mosquetero y cristales ahumados no parecían causar el más mínimo asombro al populacho.
—Caballero —dijo—, apiádese usted de esta criatura. Ella no tiene la culpa de la mala educación que seguramente ha recibido. Sin duda es el hambre lo que la ha empujado a cometer esta execrable acción, pero no hay que descargar toda la responsabilidad, he dicho toda, sobre sus hombros. ¿Nunca ha tenido usted hambre (pausa), caballero?
—¿Yo, señora? —contestó el fulano con amargura (igualito que en el cine, pensó Zazie)—. ¿Yo? ¿Dice usted que si yo he tenido hambre? A mí me han educado en un orfanato, señora mía…
Un murmullo de compasión recorrió la muchedumbre. El fulano, aprovechándose del efecto conseguido, se abre paso en ella y arrastra a Zazie, a la vez que declama trágicamente: ya veremos lo que opinan tus padres.
A los pocos pasos se calla. Anduvieron durante unos segundos en silencio hasta que, de repente, dijo:
—¡Vaya por Dios! Me he dejado el paraguas en el café.
Hablaba consigo mismo y en sordina, pero Zazie no necesitaba más para sacar conclusiones. El fulano no era un sátiro que fingía ser un falso policía, sino un policía de verdad que fingía ser un falso sátiro fingiéndose policía de verdad. Lo demostraba el hecho de haberse dejado el paraguas. Zazie, convencida de la exactitud de su deducción, se preguntó si no sería una buena idea carear a su tío con un poli de carne y hueso. Y en vista de ello, apenas el fulano declaró que no iban a terminar así las cosas, la niña le dijo sin titubear su dirección. La idea, efectivamente, se reveló inmejorable: Gabriel, después de abrir la puerta y exclamar ¡Zazie!, al oír que la niña le anunciaba alegremente «tío, aquí tienes un poli que quiere decirte algo», se apoyó en la pared y palideció. Bien es verdad que podía ser efecto de la luz, casi inexistente en el rellano. El visitante, de todos modos, no se dio por aludido y Gabriel le invitó a pasar con la voz descompuesta.
Entraron en el comedor y Marceline se abalanzó sobre Zazie comunicándole lo contenta que estaba de volver a verla. Gabriel le dijo: sírvele algo a este señor, pero el fulano les explicó que no quería nada, a diferencia de Gabriel, que pidió la botella de granadina.
El visitante se sentó por su propia iniciativa, mientras Gabriel se servía una generosa dosis de jarabe mezclada con un poco de agua fresca.
—¿De verdad no quiere tomar nada?
—(Gesto.)
Gabriel apuró el refresco, dejó el vaso sobre la mesa y se mantuvo a la expectativa abismándose en la contemplación del horizonte, pero el fulano no parecía deseoso de charlar. Zazie y Marceline, de pie, no les quitaban ojo.
La situación podía durar indefinidamente.
A Gabriel, por fin, se le ocurrió algo para romper el hielo.
—¿Conque es usted policía? —dijo.
—Ni por asomo —exclamó cordialmente el fulano—. Solo soy un pobre vendedor ambulante.
—No le hagas caso —dijo Zazie—. Es un pobre poli.
—A ver si nos ponemos de acuerdo —dijo mansamente Gabriel.
—La pequeña bromea —dijo el fulano con una placidez que nada conseguía alterar—. La gente me llama Pedro el de los Saldos y desde el sábado hasta el lunes puede usted verme en el Mercado de las Pulgas distribuyendo las porquerías que el ejército yanqui se dejó por aquÍ durante la liberación.
—¿Las distribuye gratuitamente? —preguntó Gabriel, empezando a interesarse.
—¿Me toma por tonto? —dijo el fulano—. Las distribuyo a cambio de monises (pausa). Menos en este caso.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Gabriel.
—Quiero decir, hablando en plata, que su sobrina me ha birlado un par de bluyins.
—Si eso es todo —dijo Gabriel—, descuide, que se los devolverá en el acto.
—El muy chorizo —dijo Zazie— ya me los ha quitado.
—Entonces —dijo Gabriel al fulano—, ¿de qué se queja?
—Me quejo. Eso es todo.
—Los bluyins son míos —dijo Zazie—. Es él quien me los ha quitado. Él, ¿entiendes? y para colmo es un poli. No te fíes, tío.
Gabriel, lejos de tranquilizarse, se sirvió otro pelotazo de granadina.
—El asunto no está claro —dijo—. Si es usted de la poli, no comprendo por qué las pía. Y si no lo es, deje de hacerme preguntas.
—Un momento —dijo el fulano—. No soy yo quien hace preguntas, sino usted.
—En eso lleva razón —admitió Gabriel con objetividad.
—Ya estamos —dijo Zazie—. Empieza a dejarse guindar.
—Aunque es posible que ahora me toque a mi hacerle preguntas —dijo el fulano.
—Contesta solo delante de tu abogado —dijo Zazie.
—Deja de incordiar —dijo Gabriel—. No necesito lecciones.
—Va a hacerte decir lo que le convenga.
—Se cree que soy imbécil —dijo Gabriel dirigiéndose al fulano con amabilidad—. Así está la infancia.
—Ya no se respeta la vejez.
—Oyendo gilipolleces de este calibre le entran a una ganas de vomitar —declaró Zazie, fiel a su objetivo—. Prefiero irme.
—Excelente idea —dijo el fulano—. Si las personas del sexo débil tuvieran la bondad de retirarse unos instantes …
—¡Cómo no! —exclamó Zazie socarronamente. Al salir de la habitación recuperó discretamente el paquete olvidado por el fulano sobre una silla.
—Os dejamos —dijo suavemente Marceline saliendo a su vez.
Cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
—¿Conque —dijo el fulano— así se gana la vida (pausa), a costa de la prostitución infantil?
Gabriel hizo como si fuera a levantarse en un dramático gesto de protesta, pero inmediatamente se arrugó.
—¿Yo? —dijo con un hilo de voz.
—¡Sí, usted! —contestó el fulano—. Usted en persona. ¿No se atreverá a negarlo?
—Pues sí señor.
—¡Qué frescura! Lo he cogido in fraganti, amigo. Su sobrina estaba haciendo la carrera en el Mercado de las Pulgas. Espero, por lo menos, que no la obligue a ir con moros.
—Eso jamás, señor.
—Ni con polacos.
—Tampoco, señor.
—¿Solo con franceses y turistas adinerados?
—Con nadie en absoluto.
La granadina empieza a hacer efecto. Gabriel está recuperándose.
—¿Así que lo niega? —preguntó el fulano.
—Por completo.
El fulano sonríe diabólicamente, igualito que en el cine.
—Y dígame, buen mozo —susurra—, ¿cuál es el oficio o profesión que le sirve de tapadera en sus actividades delictivas?
—Le repito que no tengo actividades delictivas.
—Déjese de historias. ¿Profesión?
—Artista.
—¿Usted? ¿Usted un artista? La mocosa me ha dicho que es sereno.
—La mocosa está inalbis. Y además hay cosas que no se le dicen a los niños. ¿O no?
—Pero a mí sí.
—¡Faltaría más! Usted no es un niño (sonrisa de amabilidad). ¿Una granadina?
—(Gesto.)
Gabriel se sirve otro pelotazo.
—Sigamos —dice su interlocutor—. ¿Clase de artista?
Gabriel mira al suelo con modestia.
—Bailarina sexy —dice.