El segundo pasaje se encontraba en el capítulo X del manuscrito, donde Trouscaillon, la viuda Mouaque y Zazie tomaban nuevamente el metro para rescatar a Gabriel, en lugar de requisar un coche.
En la taquilla, la señora descubrió con extática estupefacción que solo tendría que pagar su billete y el de Zazie, pues la policía viaja por la cara. Naturalmente, escogió sin dudarlo segunda clase y subió como si nada en primera, seguida de Zazie, encantada por esta infracción del artículo 54 de la ordenanza del 3 de agosto de 1901 y del 74 del decreto de 22 de marzo de 1942, y del poli que no se había fijado en el color de los billetes comprados por la señora. Ingenuamente, no veía nada de improbable en el hecho de que les ofreciera lo mejor que podía permitirse. Por otro lado, tenía otras preocupaciones en la cabeza, pues le estaban invitando amablemente a sentarse. Los dos miembros femeninos de la expedición se habían lanzado salvajemente sobre dos asientos libres, una por costumbre, la otra por desparpajo juvenil, pues no había mucha concurrencia. Era una hora ociosa, augusta y metropolitana.
—Siéntese usted, agente —dijo la señora en un estado de euforia extrema.
El poli se hizo el remilgado.
—No vale la pena —susurró—. Cambiamos en la próxima.
—¡Tan pronto!
Zazie estaba muy decepcionada.
—Sí —dijo el poli amablemente—, cambiamos en Odéon.
—¿Y después qué?
—¿Después? Bajamos en Cité.
—¿Y está lejos?
—Oh no. Dos estaciones.
—¿Y eso será todo?
—¡Pues sí! —respondió el poli siempre con ligereza.
—«Pues sí» y una mierda —contestó Zazie imitándolo—. No me gusta vuestro plan. Loqueyoquiero es ir en metro.
—Pero estamos en comisión de servicio —exclamó el poli—. Tendremos que bajar en la próxima.
Mientras tanto el metro entraba en una estación. Pero no se detuvo, pues la estación de Cluny estaba cerrada al público desde mil novecientos cuarenta.
Zazie lanzó una mirada severa al poli.
—Creía —dijo ella de aquella manera— creía que íbamos a bajar en la próxima…
—Sí —respondió el poli, siempre bien dispuesto.
—Pues bien, acabamos de pasar la próxima. Y no hemos bajado.
—No —dijo el poli calmadamente—, bajamos en la próxima.
—Entonces —dijo Zazie— no bajábamos en la próxima.
—Sí —dijo el poli—. En la próxima con parada.
—Pero no nos hemos parado.
—Ahora pararemos. En la próxima.
—Pero la próxima es la que acabamos de pasar.
—No, la próxima es la próxima. Allí es donde bajaremos.
—Puedes decir lo que quieras —dijo Zazie en tono despectivo—. De todos modos la has cagado.
—No la he cagado de ninguna manera —replicó el poli, ofendido—. ¡Ahí está la prueba! —exclamó triunfalmente.
En efecto, ¿no acababa de entrar el metro en la estación de Odéon?
Previendo una cierta resistencia por parte de la nena, el poli, menos gilipollas de lo que parecía, hizo un pequeño gesto a la burguesa, que agarró a Zazie. Todos juntos fueron a parar al andén, arrastrados por la marea de amantes de las correspondencias. Zazie, loca de rabia, se dejaba arrastrar, meditando atroces venganzas; la burguesa la tenía bien agarrada, por el otro lado el agente la tenía suspendida, y el trío, bombardeado por choques diversos, zigzagueaba como una molécula camino de la agitación térmica, aunque, manifestando una disminución de la entropía del sistema, sin aumento equivalente de la del universo, disminución debida al psiquismo reaccionario del poli, se orientaba sin desfallecer en dirección Caulincourt. La corriente que lo arrastraba encontró un cuello de botella en un coledor [sic] de escaso diámetro que vino a cerrar de forma hermética y brusca una barrera roja, pero automática.
—Ya veis si valía la pena correr —refunfuñó la niña.
—Hay que darse prisa —dijo la señora—, si queremos liberar a tu tiito.
Zazie se encogió de hombros.
—¿Tu tiito secuestrado por los tuuristas, tu tiito que te quieere?
—¿Dime, vieja, es el poli el que te pone así?
La burguesa se inclinó hacia la oreja de Zazie y mientras el agente ponía cara de no oír nada, murmuró:
—¿No te parece un hombre guapo?
—Me parece un capullo —gruñó Zazie.
—A mi edad, juzgarás con otras normas.
—¿Un hormo feo o un normo guapo?
—Norma es femenino, vamos a ver, pequeña —susurró la maestra improvisada.
La barrera se abrió. Bajaron al andén. Pusieron el freno justo debajo de la pancarta de Primera Clase. El poli miraba recto hacia delante, sonriendo dulcemente. Zazie [le] propinó una patada en la rótula para llamar su atención.
—La viuda —dijo Zazie— se pirra por tus huesos.
El poli se masajeaba la parte lesionada emitiendo suaves gemidos.
—Es un finolis —observó Zazie.
—Pobrecito —dijo la señora.
Tras lo cual abandonó la mano de Zazie para sostener la estructura tambaleante de la crucífera. Lo cual fue aprovechado por la chiquilla, con la consiguiente desaparición de la misma. Por lo demás, la entrada de un metro en la estación llevó a su culmen la emoción de los adultos.
—¿Subimos igualmente? —preguntó tímidamente el poli.
—Como quieras —respondió la viuda con cierta familiaridad.
No tuvieron que decidirse, fueron empujados al interior.
—¿Sabrá reconocerle? —preguntó el poli a la señora.
—¿A quién?
—Al secuestrado.
—Creo que sí. Un hombre muy guapo, ya se lo he dicho.
Tonteaba.
El otro estaba caviloso. Tenía sus razones: cambiar de barrio le parecía peligroso para el futuro de su carrera. Marrones en perspectiva, eso era todo lo que tenía por ganar en esta historia, sobre todo si la vieja quería montarle como premio. Esas eran sus cavilaciones, hasta el punto de palidecer. Sus redondas mejillas de buen-buen paisano franco-normando tomaron el tono apagado y viscoso de la nieve que cubre las pendientes de las montañas de los municipios que se preocupan por el rendimiento de sus servicios de telesilla.
—¿Algún problema? —preguntó la señora.
—Así-así —respondió el poli—. Es el metro. Me mareo.
—¿Va a vomitar? —preguntó nuevamente la señora, en tono benevolente.
—No, creo que llegaré hasta Cité.
Hete aquí que el metropolitano de bonitas piernas ya había transportado a toda su población hasta la estación de Saint-Michel. Se hizo las habituales transfusiones de gente, y volvió a ponerse en marcha. El poli palideció aún más al pensar que la prefectura de policía tenía su comisaría casi delante de la Sainte-Chapelle, lo que significaba que los policías se encontraban allí en buen número para liberar al secuestrado, si la necesidad se presentara. La locura de su empresa no podía serle más evidente. Su rostro había adquirido en estos momentos la transparencia [¿contestable?] de la medusa embarrancada.
—No sé si conseguirá llegar hasta la próxima —dijo la señora, constatando su estado.
Un pequeño gesto con la cabeza indicó que la situación comenzaba a ser crítica, por no decir ya tangente. La señora pensó entonces que un revulsivo no le sentaría mal a aquel joven, en consideración de lo cualo le formuló, bajo la forma de una aserción, una pregunta que el poli no se esperaba:
—No me ha preguntado mi apellido.
(gesto)
—Ni mi nombre.
(gesto)
—¿Quiere que se los diga?
(gesto)
La llegada a la estación de Cité puso fin a este juego. Se produjo justo en el momento en que el vejestorio iba a decirle al poli que se llamaba Elisabeth de Inglaterra, lo cual era falso por demás. Los dos salen de su vehículo rodante y siguen las indicaciones de una flecha relacionada con cierto ascensor el cual se revela automático y además ya habitado por Zazie, que les esperaba tranquilamente. Ella los saluda en los siguientes términos:
—¿Cómo prospera la cosa, tortolitos?
—Mira que eres tonta —balbucea el vejestorio.
Las puertas del ascensor se cierran solas y el grupo arranca siguiendo la vertical, lo que es constatado por las ventanillas cuadradas que muestran perspectivas subterráneas torreifeilianas.
—Klento —dijo Zazie—. Los de los Yankis van a cuarenta por hora.
La gente, que en general adora, pero adora, a los niños, adopta un aire ofendido. El agente enrojece y baja la nariz.
El ascensor se detiene y las puertas se abren, nuevamente con mucho gusto.
—Por fin —dijo Zazie.
La gente sale con dignidad, algunos niños son imposibles, hay que reconocerlo, se decían. La marquesa y el policía siguen el movimiento general. La niña, no. Ella se queda en el ascensor. Cuando el policía y la marquesa se giran para preguntarle a coro: «¿Vienes o no?», ella responde de entrada, para dejar clara la situación, que tampoco han compartido cama y mantel, de modo que bien podrían hablarle de usted, y a continuación, por decir algo, que tiene la firme intención de disfrutar de este medio de comunicación y de realizar el trayecto de ida y vuelta un número indeterminado de veces.
Ante esta idea, el poli experimentó un nuevo cambio de color y se puso verde. Enérgico por una vez, declaró preferir con mucho un estado estable a todos estos cambios de nivel y más aún la luz del día a los estallidos subterráneos de las lámparas eléctricas. Ante la aprobación de la viuda y la perseverancia de la niña, conferenciaron durante unos minutos y llegaron a un statu quo modus vivendi per aspera ad astra numquid et tu: mientras una se atiborraba de vértigos automáticos, los otros dos esperarían en un banco público, en la superficie, antes de continuar la búsqueda del tío Gabriel y de sus secuestradores goticófilos.
Mientras la niña se entregaba a los goces perpendiculares, y por decirlo así adjuntos, de la circulación metropolitana, Trouscaillon y la viuda Mouaque se extirparon del subsuelo y mostraron nuevamente su rostro a los destellos perdidos que vuelven aún más perceptibles a la hora de la puesta los rostros humanos situados más o menos a metro sesenta del suelo.
Trouscaillon y la viuda Mouaque buscaron un banco público, banco público,[20] para sentarse mientras esperaban a la niña y tal vez incluso para intercambiar palabras de tendencia galante, cuando la visión de una aglomeración que parecía tener por centro la terraza de Aux Deux Palais les hizo abandonar su proyecto primitivo. Olvidando su acuerdo de gentlemans fair play condom and condiminium limited and you, se dirigieron con curioso acuerdo hacia la infracción mencionada del código de la vía pública. Y no eran tan capullos como para no decirse a sí mismos, por su pequeña radio interna: «Es nuestro secuestrado, seguro, yatá, ya lo tenemos.»