VIII
—¡Oh, París! —exclamó Gabriel con regodeo—. Mira Zazie —añadió bruscamente, señalando algo a lo lejos—, ahí tienes el metro. ¡El metro!
—¿El metro? —coreó la niña.
Pero enseguida frunció el cello.
—El elevado, naturalmente —dijo Gabriel en tono hipócrita.
Y antes de que Zazie pudiera rechistar, exclamó otra vez:
—¡Y aquello de allí! ¡Mira! ¡Allá abajo! Es el Panteón.
—No es el Panteón —dijo Charles—. Son los Inválidos.
—¿No iréis a empezar otra vez? —dijo Zazie.
—No, pero —aulló Gabriel— ¿no podría ser el Panteón?
—En absoluto. Son los Inválidos —contestó Charles.
Gabriel se volvió hacia él y le miró directamente a la córnea.
—¿Estás seguro? —le preguntó—. ¿Estás absolutamente seguro?
Charles no contestó.
—¿De qué estás absolutamente seguro? —insistió Gabriel.
—¡Ya está! —aúlla Charles—. No son los Inválidos. Es el Sagrado Corazón.
—Y tú —dice Gabriel—, ¿no serás por casualidad el sagrado copón?[8]
—Las bromitas entre vejestorios dan ganas de vomitar —dijo Zazie.
Sus acompañantes se abismaron en la contemplación del panorama. Zazie se dedicó a averiguar lo que sucedía trescientos metros más abajo, en perpendicular.
—Pues no es tan alto —observó.
—Lo suficiente —dijo Charles— para que sea casi imposible distinguir a los que están abajo.
—Sí —dijo Gabriel frunciendo la nariz—, apenas se les ve, pero se les huele.
—No tanto como en el metro —dijo Charles.
—Tú nunca lo tomas —dijo Gabriel—. Claro que yo tampoco.
Zazie, deseosa de evitar tan espinoso asunto, dijo a su tío:
—¿No miras? Asómate. A pesar de todo es divertido.
Gabriel intentó echar una vistazo a las profundidades.
—¡Carajo! —dijo reculando—. Me da vértigo.
Se secó la frente irradiando una vaharada de perfume.
—Yo bajo —añadió—. Si aún no tenéis bastante, os espero en tierra firme.
Y se va antes de que Zazie y Charles puedan retenerlo.
—Llevaba veinte años sin subir aquí —dice Charles—. Y eso que a menudo traigo clientes.
A Zazie no parece importarle gran cosa.
—Usted no se ríe casi nunca —dice—. ¿Cuántos años tiene?
—¿Cuántos me echas?
—Psche … No muy joven. Treinta años.
—Y quince de propina.
—Pues los lleva bien, porque no parece tan viejo. ¿Y el tío Gabriel?
—Treinta y dos.
—Le habría echado más.
—No se lo digas. Le harías llorar.
—¿Y eso por qué? ¿Porque practica la hormosexualidad?
—¿De dónde has sacado eso?
—El fulano que me trajo a casa se lo dijo al tío. Le dijo que podía terminar en chirona por ese asunto, por la hormosexualidad. ¿En qué consiste?
—No es verdad.
—Sí, es verdad que lo dijo —contestó Zazie, indignada de que alguien pudiera poner una sola de sus palabras en tela de juicio.
—No es eso lo que quiero decir. Quiero decir que en lo referente a Gabriel no es verdad lo que el fulano decía.
—¿Qué es hormosexual? Pero ¿qué significa eso? ¿Que se perfuma?
—Exactamente. Lo has comprendido.
—Por eso no se mete a nadie en la cárcel.
—Claro que no.
Permanecieron un instante en silencio, meditabundos, mientras contemplaban el Sagrado Corazón.
—¿Y usted? —preguntó Zazie—. ¿Es usted hormosexual?
—¿Por qué? ¿Parezco una carroza?
—No. Parece un chófer.[9]
—¿Ves?
—No veo nada.
—¿Quieres que te haga un dibujo?
—¿Por qué? ¿Dibuja usted bien?
Charles le volvió la espalda y se enfrascó en la contemplación de las agujas de Santa Clotilde, obra de Gau y Ballu. Luego propuso:
—¿Y si bajásemos?
—Dígame —preguntó Zazie sin moverse—, ¿por qué no se ha casado?
—Así es la vida.
—¿Y por qué no se casa?
—No he encontrado ninguna mujer que me guste.
Zazie silbó admirativamente.
—Pues anda que no es usted esnob ni nada —dijo.
—Si tú lo dices… Pero a ver, ¿crees que cuando seas mayor conocerás a muchos hombres con los que te gustaría casarte?
—Un momento —dijo Zazie—. ¿De qué estamos hablando? ¿De hombres o de mujeres?
—De mujeres en lo que respecta a mí y, en tu caso, de hombres.
—No es lo mismo.
—En eso llevas razón.
—Los hombres me hacen gracia —dijo Zazie—. Nunca terminan de saber lo que están pensando. Debe ser agotador. ¿Por eso están siempre tan serios?
Charles concede una sonrisa.
—¿Y yo? —dijo Zazie—. ¿Yo le gusto?
—Tú eres una mocosa.
—Hay chicas que se casan a los quince años, incluso a los catorce. Y a algunos hombres les pirran las de esa edad.
—¿Y yo? ¿Te gusto yo?
—Por supuesto que no —contesta sencillamente Zazie.
Charles, tras encajar esta primera verdad, reanuda la conversación en los siguientes términos:
—¿Sabes que tienes ideas muy extrañas para tu edad?
—Sí, lo sé. A veces yo misma me pregunto de dónde las saco.
—No soy yo quien puede decírtelo.
—¿Por qué algunas cosas se dicen y otras no?
—Si no se dijera lo que se debe decir, no se entendería la gente.
—¿Usted dice siempre lo que se debe decir para hacerse entender?
—(Gesto.)
—Pero no siempre se está obligado a decir todo lo que se dice. Se podría decir otra cosa.
—(Gesto.)
—¡Contésteme!
—Me atormentas. ¡Vaya preguntas!
—Pues sí: son preguntas. Solo que son preguntas a las que usted no sabe contestar.
—Creo que todavía no estoy maduro para casarme —dice pensativamente Charles.
—Si es por eso —exclama Zazie—, no todas las mujeres hacen preguntas como las mías.
—Conque no todas las mujeres, ¿eh? Pero si tú eres una mocosa.
—Perdone… Estoy muy desarrollada.
—Cuidado. Nada de indecencias.
—No veo dónde está la indecencia. Es la vida.
—¡La vida! Buena está la vida…
Se atusaba el bigote mirando otra vez a hurtadillas, sombrío, el Sagrado Corazón.
—Pues usted debe conocerla bien. Dicen que en su oficio se ve de todo.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lo he leído en el Sanctimontronés dominical, un periódico que para ser de provincias no está mal, vienen amores célebres, hay hasta horóscopo, bueno, pues allí decían que los chóferes de taxi ven de todo y para todos los gustos en lo tocante a la sexualidad. Empezando por las clientes que quieren pagar en especie. ¿A usted le pasa a menudo?
—Venga, venga…
—No sabe decir otra cosa. Siempre venga, venga… Seguro que es usted un reprimido.
—¡Qué criatura más insoportable!
—Déjese de rezongar y cuénteme sus complejos.
—¡Lo que hay que oír!
—A que tiene miedo de las mujeres, ¿eh? ¿A que sí?
—Me voy para abajo. Tengo algo de vértigo. Y no por la altura (gesto). Son las mocosas como tú las que me dan vértigo.
Se aleja y enseguida reaparece a pocos metros sobre el nivel del mar. Gabriel, con la mirada mortecina, las manos apoyadas en las rodillas y las piernas muy separadas, aguarda. Al ver a Charles sin su sobrina, se pone en pie precipitadamente con la cara de color verde ansiedad.
—No me irás a decir que lo has hecho —exclama.
—La hubieras oído caer —contesta Charles, sentándose con gesto de abatimiento.
—Eso sería lo de menos. ¡Pero dejarla sola!
—La recuperarás al salir. No puede irse volando.
—Ya, pero antes de que salga sabe Dios los follones en los que me puede meter (suspiro). ¡Si lo hubiera sabido!
Charles no reacciona.
Gabriel contempla la torre con atención durante largo tiempo y luego dice:
—Me pregunto por qué representan la ciudad de París como si fuera una mujer. Con un pedazo de nabo como ese que tenemos delante. Cuando no lo habían construido, aún. Pero ahora… Es algo así como las mujeres que se convierten en hombres a fuerza de hacer deporte. Lo dicen los periódicos.
—(Silencio.)
—Eh, tú… ¿Te has quedado mudo? ¿Qué piensas sobre ello?
Charles lanza un relincho de dolor y, gimiendo, se agarra la cabeza con las manos.
—También él —dice entre sollozos—, también él… Siempre lo mismo… sexo por todas partes… siempre dándole vueltas al sexo… todo el tiempo… Náusea… putrefacción… solo piensan en eso…
Gabriel le da unos golpecitos amistosos en la espalda.
—Parece ser que algo va mal —dice—. ¿Qué te ha pasado?
—Es tu sobrina… La puta de tu sobrina…
—¡Ah! Eso sí que no —exclama Gabriel, retirando su mano para alzarla hacia el cielo—, mi sobrina es mi sobrina. Modera tu lenguaje o te vas a enterar de algunas cosas sobre tu abuela.
Charles hace un gesto de desesperación y se levanta con brusquedad.
—Ahí te quedas —dice—. Me largo. Prefiero no ver más a ese angelito. Adiós.
Y se precipita hacia su cacharro.
Gabriel corre tras él.
—¿Y nosotros cómo volvemos?
—En metro.
—¡Qué gracioso! —masculla Gabriel, abandonando la persecución.
El taxi se alejaba.
Gabriel, de pie, meditó unos instantes. Luego pronunció las siguientes palabras:
—Ser o no ser, he aquí el problema. Subir, bajar, ir, venir, tanto se mueve el hombre que por fin desaparece. Un taxi se lo lleva, un metro lo arrebata y ni el Panteón ni la Torre se preocupan por ello. París es una ilusión; Gabriel, solo un sueño (delicioso); Zazie, el sueño de una ilusión (o de una pesadilla). Y toda esta historia, el sueño de un sueño, la ilusión de una ilusión, apenas nada más que un delirio tecleado por un novelista idiota (¡oh!, perdón). Allá abajo, más allá —algo más allá— de la Plaza de la República, las tumbas rebosan de parisinos que alguna vez existieron, que subieron y bajaron escaleras, que fueron y vinieron por las calles, y que tanto se agitaron que al final desaparecieron. Un fórceps los trajo, un coche fúnebre se los lleva y la Torre se oxida y el Panteón se agrieta antes de que los huesos de los cadáveres, demasiados presentes, se disuelvan en el humus de la ciudad empapada de afanes. Pero yo estoy vivo y ahí se acaba mi ciencia porque del taxímano fugitivo en su cascajo mercenario o de mi sobrina suspendida a trescientos metros de altura en plena atmósfera o de mi esposa la suave Marceline, vigilante en el hogar, nada sé en este momento preciso y aquí mismo solo sé lo que alejandrinamente expreso: helos ahí casi muertos porque están ausentes. Pero ¿qué atisbo por encima de las peludas cabezotas de estas buenas gentes?
Un grupo de viajeros, confundiéndolo con un cicerone suplementario, formaba círculo en torno a él. Todos volvieron la cabeza en la dirección de su mirada.
—¿Y qué ve usted? —preguntó uno de ellos, experto en el uso de la lengua francesa.
—Sí —aprobó otro—. ¿Hay algo que ver?
—En efecto —añadió un tercero—, ¿qué debemos ver?
—¿Kesebé? —preguntó un cuarto—, ¿kesebé?, ¿kesebé?, ¿kesebé?
—¿Kesebé? —contestó Gabriel—, ¿y kesebaber sino (gran gesto) a Zazie, a mi sobrina Zazie, saliendo del pilar de la Torre y dirigiéndose hacia nosotros?
Las kodak tabletean. Luego dejan pasar a la chiquilla, que se cachondea.
—¡Hola, tío! Parece que tienes éxito…
—Ya ves —contesta Gabriel, halagado.
Zazie se encoge de hombros y mira al público. No ve en él a Charles e inmediatamente se interesa por su ausencia.
—Se ha largado —dice Gabriel.
—¿Por qué?
—Por nada.
—Por nada no es una contestación.
—Se ha ido porque sí.
—Algún motivo tendría.
—Ya sabes cómo es (gesto).
—¿No quieres decírmelo?
—Lo sabes mejor que yo.
Uno de los viajeros intervino:
—Male bonas horas collocamus si non dicis isti puellae the reason why this man Charles went away.
—Viejo mío —le respondió Gabriel—, mete las narices en tus asuntos. She knows why and she bothers me quite a lot.
—¡Anda! —dijo Zazie—. Ahora resulta que sabes hablar en extranjero.
—No lo he hecho aposta —contestó Gabriel, bajando modestamente los ojos.
—Most interesting —dijo uno de los viajeros.
Zazie volvió al punto de partida.
—Con todo esto sigo sin saber por qué Charlesadaoelpiro.
Gabriel se crispó.
—Porque le decías cosas que no entendía. Cosas que no eran apropiadas para su edad.
—¿Y tú, tío Gabriel, qué harías tú si te dijera cosas que no pudieses entender, cosas poco apropiadas para tu edad, eh, qué harías entonces?
—Prueba —dijo Gabriel con timidez.
—Por ejemplo —siguió implacablemente Zazie—, si yo te preguntara si eres o no un hormosexual, ¿lo entenderías? ¿Sería una pregunta apropiada para tu edad?
—Most interesting —dijo un viajero (el mismo de antes).
—¡Pobre Charles! —suspiró Gabriel.
—Contesta sí o no. ¿Comprendes esa palabra: hormosexual?
—¡Claro que sí! —aulló Gabriel—. ¿Quieres que te haga un dibujo?
El gentío, interesado, manifestó su aprobación. Algunas personas aplaudieron.
—No tienes huevos —contestó Zazie.
Fue entonces cuando Fédor Balanovitch entró en escena.
—¡Venga, a mover los pinreles! —vociferó—. ¡Schnell! ¡Schnell! ¡Schnell! ¡Todos al autobús echando leches!
—Where are we going now?
—A la Sainte-Chapelle —contestó Fédor Balanovitch—. Una joya del arte gótico. ¡Venga, arreando! ¡Schnell! ¡Schnell!
Pero el personal, vivamente interesado por Gabriel y su sobrina, no arreaba.
—¿Lo ves? —le decía la chiquilla a su tío, que no había dibujado nada—. ¿Lo ves como no tienes huevos?
—¡Qué criatura tan cargante! —masculló Gabriel.
Fédor Balanovitch, que había subido a bordo lleno de confianza, descubrió que solo le habían seguido tres o cuatro minusválidos.
—¡Lo que faltaba! —aulló—. ¿Es que ya no hay disciplina? ¿Qué carajo están haciendo esos mamones?
Y tocó dos o tres veces la bocina. Nadie se movió. Solo un guardia de la porra, encargado de la campaña del silencio, le miró con malas pulgas. Fédor Balanovitch, que no tenía el menor deseo de enredarse en un altercado verbal con semejante personaje, se apeó de la garita y fue hacia sus administrados, decidido a averiguar lo que los empujaba a la insubordinación.
—¡Pero si es Gabriela! —exclamó—. ¿Qué diablos haces por aquí?
—Chsss… —dijo Gabriel, mientras el círculo de sus admiradores se entusiasmaba ingenuamente ante el espectáculo del reencuentro.
—¿No irás a encasquetarles el número de la muerte del cisne en tutú?
—Chsss… —repitió Gabriel, que no andaba muy sobrado de elocuencia.
—¿Y quién es esta mocosa que llevas a cuestas? ¿Dónde la has mercado?
—Es mi sobrina. A ver si aprendes a respetar a los miembros de mi familia, aunque sean menores de edad.
—¿Y este tipo quién es? —preguntó Zazie.
—Un amiguete —dijo Gabriel—. Fédor Balanovitch.
—Como puedes ver —apuntó Fédor Balanovitch dirigiéndose a Gabriel— ya no me dedico al bainai. He ascendido en la escala social y ahora me llevo a esta pandilla de tarados a ver la Sainte-Chapelle.
—¿No podrías llevarnos a casa? Con esta jodía huelga de los transportes públicos se van todos los planes al carajo. No se ve un puto taxi en el horizonte.
—¡Pero si aún no es hora de volver! —protestó Zazie.
—De todas formas —dijo Fédor Balanovitch— tenemos que pasar por la Sainte-Chapelle antes de que la cierren. Luego —dirigiéndose a Gabriel— es posible que pueda llevarte a casa.
—¿Tan interesante es la Sainte-Chapelle? —preguntó Gabriel.
—¡La Sainte-Chapelle! ¡La Sainte-Chapelle! —fue el clamor que se alzó de la borregada turística. Y los responsables del mismo, presas de un impulso irresistible, arrastraron a Gabriel hasta el autobús.
—Los ha impresionado —dijo Fédor Balanovitch dirigiéndose a Zazie.
El guía y la niña se habían quedado atrás.
—Si cree —dijo Zazie— que voy a ir dando tumbos con esta pandilla de borregos, ya puede ir quitándoselo de la cabeza.
—¿Yo? —dijo Fédor Balanovitch—. Allá películas.
Se instaló ante el volante y el micro. Inmediatamente empezó a utilizar el segundo instrumento.
—¡Hale! ¡A moverse! ¡A moverse! —altavoceó jovialmente—. ¡Schnell! ¡Schnell!
Gabriel está ya confortablemente instalado gracias a la solicitud de sus admiradores, que esgrimen aparatos ad hoc para medir la intensidad de la luz con objeto de sacarle una foto aprovechando los efectos de contraluz. Aunque todas estas atenciones lo halagan, Gabriel se preocupa por el destino de su sobrina. Y al enterarse por boca de Fédor Balanovitch de que la susodicha se niega a secundar el movimiento, rompe el círculo encantado de los xenófonos, baja del autobús, se abalanza sobre Zazie, la coge por un brazo y la arrastra hasta el vehículo.
Las kodaks tabletean.
—Me haces daño —chilla Zazie, loca de rabia.
Pero también ella emprendió la ruta de la Sainte-Chapelle, transportada por el autocar de pesados neumáticos.