III

Marceline había improvisado una especie de cuarto de baño en un rincón de la habitación: mesa, palangana y pichel, todo ello de aspecto pueblerino. Zazie, de esa forma, no se encontraría desplazada. Pero Zazie estaba desplazada. Conocía y manejaba perfectamente el bidé fijo y otras maravillas del arte sanitario. Así que, descorazonada por tanto primitivismo, se limitó a mojar ligeramente la toalla, se lavó como un gato y para remate se pasó una sola vez el peine por el pelo.

Luego se asomó al patio: nada de particular. En el apartamento, tres cuartos de lo mismo. Apoyó el oído en la puerta, y silencio. Salió sigilosamente de la habitación. El salón-comedor estaba mudo y envuelto en la oscuridad. Zazie avanzó a pasitos, como cuando se echa a pies para ver quién la aligocha, palpando la pared y los objetos (resulta aún más divertido cerrando los ojos), y llegó hasta la otra puerta, que abrió con considerables precauciones. La habitación siguiente estaba tan silenciosa y callada como la primera, aunque alguien dormía allí apaciblemente. Zazie volvió a cerrar, puso la marcha atrás (lo que siempre es divertido) y llegó, tras un intervalo desmesuradamente largo, a la tercera puerta, que abrió con las mismas precauciones que la anterior. Daba a un vestíbulo, tenuemente iluminado por una ventana de vidrios rojos y azules. Quedaba una última puerta y, tras ella, la meta de su incursión: el vaterclós.

Como es a la inglesa, Zazie vuelve a pisar la tierra firme de la civilización y permanece en ella más de un cuarto de hora. El lugar le parece no solo útil, sino alegre. Todo está limpio, titanluxado. El papel higiénico se arruga placenteramente entre los dedos. Hay incluso, en ese momento, un rayo de sol: por el montante entra una especie de vaho luminoso. Zazie reflexiona largamente, se pregunta si debe o no tirar de la cadena. Por miedo a armar follón. Titubea, se decide, tira, la catarata fluye. Zazie espera, pero nada parece moverse: aquello es la casa de la bella durmiente. Vuelve a sentarse y se cuenta el cuento de Perrault intercalando primeros planos de actores célebres. Se desorienta un poco en la trama, pero recuperando al fin su sentido crítico llega a la conclusión de que los cuentos de hadas son una gilipollez y se decide a salir.

De nuevo en el vestíbulo, descubre otra puerta que, probablemente, da a la escalera. Hace girar la llave dejada por ilusoria precaución en la cerradura y tate: ahí está el rellano. Cierra la puerta a sus espaldas, suavemente, y suavemente desciende. Al llegar al entresuelo hace una pausa: no hay novedad. Se aventura hasta la planta baja, ante ella surge un corredor, el portal está abierto, un rectángulo de luz y ya tenemos a Zazie bajo la luz del sol.

Es una calle tranquila. Los coches pasan tan raramente que se podría jugar a rayuela en la calzada. Hay algunas tiendas de ultramarinos de aspecto provinciano. La gente camina sin apresurarse. Todos, antes de cruzar, miran hacia la izquierda y después hacia la derecha, aunando la conciencia cívica y el exceso de prudencia. Zazie, sin embargo, no se siente desilusionada: sabe que está en París, que París es una gran ciudad y que en ella no todo se parece a esta calle. Eso sí: para comprobarlo, para estar absolutamente segura de ello, hay que ir más allá. Dicho y hecho.

En ese momento, bruscamente, sale Turandot del café y la interpela desde el rellano:

—Eh, tú, pequeña, ¿adónde diablos vas?

Zazie no contesta, limitándose a alargar el paso. Turandot sube los peldaños de la escalera.

—Eh, tú, pequeña —insiste, siempre a grito pelado.

Zazie, de repente, mete la directa. Toma la primera curva muy ceñida. La siguiente calle está más animada. La niña va a todo gas. Nadie tiene tiempo ni ganas de mirarla. Pero Turandot también galopa. Mejor dicho: vuela. No tarda en alcanzar a la fugitiva, la agarra del brazo y sin decir esta boca es mía, con puño férreo, la hace girar en seco. Zazie, sin dudarlo un instante, empieza a gritar:

—¡Socorro, socorro!

La petición de auxilio consigue atraer la atención de las amas de casa y de los ciudadanos. Todos abandonan sus ocupaciones o desocupaciones personales para interesarse por el incidente.

Zazie, tras este éxito inicial, vuelve a la carga:

—No quiero que se me lleve este señor, no conozco de nada a este señor, no quiero que se me lleve este señor…

Etcétera.

Turandot, convencido de la nobleza de su causa, hace caso omiso de estos efectos retóricos. Pero no tarda en comprender su error al verse rodeado por un círculo de severos moralistas.

Ante un auditorio tan bien dispuesto, Zazie decide pasar de las consideraciones abstractas a las acusaciones concretas, minuciosas y personalizadas.

—Este señor —anuncia— me está diciendo porquerías.

—¿Y qué te ha dicho? —pregunta un ama de casa, engolosinada.

—¡Señora! —exclama Turandot—. Esta criatura se ha escapado de casa. Voy a devolvérsela a sus familiares.

Los espectadores se carcajean sarcásticamente, inamovibles en su escepticismo.

El ama de casa insiste, se inclina hacia Zazie:

—A ver, pequeña, no tengas miedo, dime lo que te ha dicho este señor tan malo.

—Me da vergüenza —musita Zazie.

—¿Te ha pedido que le hagas cosas?

—Eso es.

Zazie le desliza algunos pormenores en el oído. La buena mujer se endereza y le escupe a Turandot en la cara.

—¡Cerdo! —le dice de propina.

Y le larga otro escupitajo, esta vez en los hocicos.

Un espontáneo pide información:

—¿Qué quería que le hiciese?

El ama de casa repite los pormenores zázicos en la oreja del curioso.

—¡Cáspita! —dice este—. Jamás hubiera pensado en ello.

Y repite, meditabundo.

—Jamás…

Luego se vuelve hacia otro mirón:

—Escuche esto … (pormenores). ¿No le parece increíble?

—Verdaderamente hay por el mundo cerdos como catedrales —comenta el interpelado.

Los pormenores, mientras tanto, corren de boca en boca. Una mujer dice:

—No entiendo.

El espontáneo de turno se lo explica. Saca un papel del bolsillo y dibuja algo con un bolígrafo.

—Ya caigo —dice pensativamente la mujer. Y añade:

—¿Es práctico?

Se refiere al bolígrafo.

Dos expertos discuten:

—Yo —declara uno— he oído decir que… (pormenores).

—No me sorprende lo más mínimo —contesta el otro—. Sé de buena tinta que… (pormenores).

Una tendera, abandonando el mostrador arrastrada por la curiosidad, dice confidencialmente:

—¿Y qué diría usted si le contara que mi marido, mi propio marido, tuvo una vez la ocurrencia de que…? (pormenores). ¿Usted sabe de dónde se había sacado eso? Pues yo tampoco.

—Quizá en alguna revista pornográfica —sugiere alguien.

—Quizá. De todos modos yo le dije a mi marido, a mi propio marido, ¿quieres que…? (pormenores). ¡Pues anda y que te ondulen! (gesto). Esa fue mi reacción. Búscate un moro, le dije, si eso te gusta, pero no me enredes en tus viciosidades. Ahí tiene lo que le dije a mi marido, a mi propio marido, cuando me vino con la monserga de que… (pormenores).

Aprobación general.

Turandot no asiste a la escena. Consciente de que lleva las de perder, ha optado por evaporarse aprovechando el interés técnico suscitado por las acusaciones de Zazie. Después de doblar la esquina rasando la pared, corre hacia la taberna, se refugia detrás del mostrador, se sirve un lingotazo de tintorro, lo liquida de un trago y repite la suerte. Luego se seca la frente con el pingajo que le sirve de pañuelo.

Mado Ptits-pieds, que esta mondando patatas, le pregunta:

—¿Pasa algo?

—¿Algo? Jamás en mi vida he tenido tanto canguelo. ¡Pues no ha ido a tomarme por un sátiro esa partida de gilipollas! Si llego a aguantar el tipo me hacen astillas.

—Así aprenderá usted a meterse donde no le llaman —dice Mado Ptits-pieds.

Turandot no contesta. Acaba de enchufar la pequeña televisión instalada en su cerebro para contemplar otra vez, en su telediario privado, la escena que acaba de protagonizar y que ha estado a punto de hacerle pasar si no a la historia, sí por lo menos a la crónica negra. Se estremece al pensar en el peligro que ha corrido. El sudor vuelve a empaparle las facciones.

—Lamadrequemeparió —farfulla.

—Cotorreas, cotorreas —dice Verdolaga—. Siempre igual.

Turandot se seca el sudor y se sirve el tercer pelotazo de tintorro.

—Lamadrequemeparió —repite.

Ninguna otra expresión le parece más apropiada para reflejar la emoción que lo embarga.

—Al fin y al cabo —dice Mado Ptits-pieds— está usted vivo para contarlo.

—¡Me hubiera gustado verte allí!

—¿Y con eso, qué? ¡Me hubiera gustado verte allí! Paparruchas. Como si usted y yo fuéramos iguales.

—No estoy de humor para discusiones.

—¿No crees que sería hora de avisar a los de arriba?

Carajo, es verdad, no se le había ocurrido. Turandot abandona el tercer vaso de tintorro, todavía intacto, y sale de estampida.

—¡Cuánto bueno por aquí! —dice suavemente Marceline, que está haciendo punto.

—La cría… —dice Turandot sin aliento—. ¡Se ha largado la cría!

Marceline no comenta, va a la habitación. Impepinable. Zaziatomalolivo:

—La vi cuando se largaba —dice Turandot— y quise atraparla, pero… ¡Uf! (gesto).

Marceline entra en la habitación de Gabriel, lo sacude, pesa una tonelada, cualquiera lo menea, despertarlo es aún más difícil, le gusta dormir, resopla y se mueve, pero nada, cuando está roque, está roque, no se espabila así como así.

—¿Kepassa, kepassa? —exclama por fin.

—Zazie se ha marchado —dice suavemente Marceline.

Gabriel la mira. No hace el menor comentario. Comprende al vuelo. Qué carajo, no es ningún gilipollas. Se levanta. Echa un vistazo a la habitación de Zazie. Le gusta comprobar las cosas por sí mismo.

—A lo mejor está encerrada en el vaterclós —dice con optimismo.

—No —contesta suavemente Marceline—. Turandot la ha visto cuando se largaba.

—Exactamente, ¿qué es lo que has visto? —pregunta Gabriel, dirigiéndose a Turandot.

—He visto que se iba por pies… Entonces la he atrapado para traértela.

—¡Magnífico! —exclama Gabriel—. Eres un amigo.

—Sí, pero tu sobrinita ha amotinado al personal gritando a los cuatro vientos que yo le había hecho ciertas proposiciones…

—¿Era verdad? —pregunta Gabriel.

—Me ofendes.

—Nunca se sabe.

—Correcto, nunca se sabe.

—¿Ves?

—Déjalo seguir —dice suavemente Marceline.

—Bueno, pues todo dios se me arremolinó alrededor para romperme el alma. Los muy gilipollas me tomaban por un sátiro.

Gabriel y Marceline se tronchan.

—Y en cuanto se distrajeron me di el piro.

—Mieditis, ¿eh?

—¡Y que lo digas! En mi vida me ha entrado tanta cagalera. Ni siquiera durante los bombardeos.

—Pues a mí —dice Gabriel— no me daban miedo las bombas. Como las tiraban los ingleses, hacía cuenta de que no eran para mí, sino para los boches. Porque yo esperaba a los ingleses con los brazos abiertos, ¿sabes?

—Pues era una forma de pensar absurda —comenta Turandot.

—Absurda o no, lo cierto es que no tenía miedo y que jamás me hicieron ni un rasguño, ya ves, ni siquiera los peores días. En cambio, los boches, esos sí que tenían una jindama de aquí te espero. Se tiraban de cabeza a los refugios echando leches, mientras yo me quedaba fuera, descojonándome y disfrutando de los fuegos artificiales, bam bam, en pleno blanco, un polvorín a tomar por culo, la estación pulverizada, la fábrica hecha astillas, la ciudad ardiendo por los cuatro costados… ¡Un espectáculo para cagarse!

Gabriel desenchufó con un suspiro:

—En el fondo no se vivía del todo mal…

—Pues a mí —dice Turandot— la guerra me trajo a mal traer. ¡No te digo con el mercado negro! Es que ni aclararme… A saber por qué, pero todo se me iba en multas, me llevaban al huerto los de un lado y los del otro, que si el gobierno, que si el fisco, controles por aquí, controles por allí… Me cerraban el negocio cada dos por tres… Y gracias a que en junio del 44 tenía un poco de pesquis ahorrada, porque fue entonces cuando me atizaron el bombazo y todo a tomar por culo. A eso le llamo yo tener la negra. Menos mal que luego heredé esta cueva, que si no…

—Te quejas por vicio —dice Gabriel—. Al fin y al cabo, con este oficio de gandul que tienes, vives de puta madre.

—¡Querría verte yo a ti! ¡Oficio de gandul! ¿No te jode? Desriñonándome todo el día. Y encima metido aquí, en este agujero infecto…

—¿Y qué dirías si tuvieras que pasarte la noche en el tajo como yo y dormir de día, con lo que cansa eso, aunque no lo parezca? Y no digamos cuando te sacan de la cama a una hora imposible, como hoy… Menos mal que solo pasa de vez en cuando.

—Volviendo a tu sobrinita, vas a tener que encerrarla bajo llave… —dice Turandot.

—¡Quién sabe por qué se habrá largado! —murmura pensativamente Gabriel.

—No querría hacer ruido para no despertarte —dice suavemente—. Por eso se habrá ido a pasear.

—Pues no me gusta que se pasee sola —dice Gabriel—. La calle es la escuela del vicio. Todo el mundo lo sabe.

—A lo mejor se ha fugado, como dicen los periódicos —sugiere Turandot.

—¡Lo que faltaba palduro! —dice Gabriel—. Encima va a tocarme llamar a la bofia. Y a ver con qué cara me presento yo en la comi.

—¿No crees —pregunta suavemente Marceline— que deberías hacer algo para encontrarla?

—¿Yo? —se indigna Gabriel—. ¡Por aquí! (gesto). Este menda se vuelve a su camita.

Y pone rumbo a la piltra.

—Tienes el deber de encontrarla —dice Turandot.

Gabriel ríe sarcásticamente. Luego pone boquita de piñón y remeda a Zazie:

—El deber lo tendrá tu padre.

E inmediatamente:

—Ya se las arreglará sola.

—Supón —dice suavemente Marceline— que tropieza con un sátiro.

—¿Turandot? —pregunta jocosamente Gabriel.

—No tiene gracia —dice el aludido.

—Gabriel —insiste suavemente Marceline— tendrías que poner algo de tu parte para encontrarla.

—Ve tú.

—Tengo la colada en la lumbre.

—¿Por qué no lleváis la ropa sucia a esos cacharros automáticos que hay ahora? —pregunta Turandot a Marceline—. Te quitas un buen coñazo de encima. Es lo que hago yo.

—Y si le gusta hacer ella misma la colada, ¿qué? —dice sutilmente Gabriel—. ¿Qué me dices a eso? Mézclate en tus asuntos, majo. Cotorreas, cotorreas. Siempre igual. Tus cacharros americanos me los paso por aquí (palmada en el trasero).

—¡Hombre! —exclama irónicamente Turandot—. Y yo que te creía americanófilo…

—¡Americanófilo! —dice Gabriel—. Hablas sin ton ni son. ¡Americanófilo! ¡Como si eso me obligara a lavar los trapos sucios fuera de casa! Marceline y yo no solo somos americanófilos, sino que además, a ver si te enteras, además y por añadidura somos coladófilos… ¿Entendido, tontaina? ¡So-mos-co-la-dó-fi-los! ¡Entérate de una vez… (pausa) so bestia!

Turandot no sabe qué contestar y opta por volver al problema concreto, al niqui etnunc, mucho más difícil de sacar a luz.[4]

—¿Por qué no le sigues la pista a Zazie? —aconseja a Gabriel.

—¿Para que me pase lo mismo que a ti? ¿Para que el populacho me linche?

Turandot se encoge de hombros.

—También tú cotorreas, cotorreas. Siempre.

—Anda, ve —dice suavemente Marceline a Gabriel.

—Que os den mucho a los dos —rezonga este.

Y regresa a su habitación, se viste metódicamente, se acaricia la barbilla con gesto melancólico (no ha podido depilársela), suspira, reaparece.

Turandot y Marceline —o, mejor dicho, Marceline y Turandot— discuten los pros y contras de las lavadoras automáticas. Gabriel besa a Marceline en la frente.

—Adiós —le dice dramáticamente—, voy a cumplir con mi deber.

Luego estrecha vigorosamente la mano de Turandot. La emoción no le permite articular más frase histórica que la de «voy a cumplir con mi deber», pero sus ojos reflejan la melancolía propia de los individuos que corren hacia un destino superior.

Turandot y Marceline, pobres mortales, bajan la mirada en gesto de recogimiento.

Gabriel sale. Ha salido.

Una vez fuera se detiene frunciendo el cello. Las únicas sugerencias que llegan hasta él son olfativas, habituales y provienen de La Cave. No sabe si tirar hacia el norte o si tirar hacia el sur, pues tal es la orientación de la calle. Pero algo viene a interrumpir sus vacilaciones. Es Gridoux, el zapatero, que le hace gestos desde su tabuco. Gabriel se acerca.

—Apuesto a que está buscando a la cría.

—Sí —gruñe Gabriel con poco entusiasmo.

—Yo sé dónde ha ido.

—Usted siempre lo sabe todo —dice Gabriel en tono malhumorado.

Este tío —dice para sus adentros con la vocecilla interior—, este tío, cada vez que abre la boca, tiene que darme complejo de inferioridad.

—¿No le interesa? —pregunta Gridoux.

—Claro que sí. Por cojones.

—¿Entonces se lo digo?

—Ustedes, los zapateros, son gente muy curiosa —contesta Gabriel—. Siempre dale que te pego, sin descansar un momento, como si les gustara el currele, y por eso, para refregárnoslo a todos en los hocicos y hacerse admirar, se colocan en un escaparate como las que cogen puntos a las medias.

—¡Pues anda que usted! —replica Gridoux—. Todos sabemos dónde se pone para que le admiren.

Gabriel se rasca la cabeza.

—No me pongo en ninguna parte —dice sin convicción—. Soy un artista y no hago nada malo. Y además no es este el momento para darle a la lengua. Tengo que encontrar a la cría.

—Le doy a la lengua porque me da la gana —contesta Gridoux sin perder la compostura.

Y solo entonces interrumpe su trabajo.

—De una vez por todas —exclama—. ¿Quiere o no quiere cerrar el pico y enterarse de lo que hay?

—Ya le he dicho que el tiempo apremia.

Gridoux sonríe.

—Supongo que Turandot le ha contado el principio…

—Me ha contado lo que ha querido.

—Lo interesante para usted, supongo, es lo que ha pasado luego…

—Si —reconoce Gabriel—. ¿Qué ha pasado luego?

—¿Cómo que qué ha pasado luego? ¿Es que no le basta con el principio? Lo que esa criatura ha hecho es fugarse. ¿Me entiende? ¡Fu-gar-se!

—Es un consuelo —comenta Gabriel.

—Lo que tiene que hacer es llamar a la policía.

—No me convence —dice Gabriel con un hilo de voz.

—Si cree que va a volver sola, ya puede esperar sentado.

—Cualquiera sabe…

Gridoux se encogió de hombros.

—Al fin y al cabo es asunto suyo. A mí plim.

—Pues anda que a mí —dijo Gabriel—. En el fondo…

—Creía que de eso andaba usted más bien flojo.[5]

Esta vez fue Gabriel quien se encogió de hombros. Si encima el tipo aquel se ponía insolente… Dio media vuelta, sin contestar, y se volvió a la cama.

multitud