IV

Mientras los ciudadanos y las comadres seguían discutiendo el asunto, Zazie se eclipsó, dobló por la primera a la derecha, luego por la primera a la izquierda, y así sucesivamente hasta llegar a una de las puertas de la ciudad. Soberbios rascacielos de cuatro o cinco pisos bordeaban una despampanante avenida, en cuyas aceras se agolpaban filas de tenderetes piojosos. Por todas partes surgía una muchedumbre espesa y de color amoratado. Una vendedora de globos y una mezcla de musiquillas verbeneras ponían la única nota de inocencia en tan agrio panorama. Zazie, boquiabierta, tardó algo de tiempo en percatarse de que a poca distancia, sobre la acera, un armatoste de hierro forjado sostenía un rótulo compuesto por una sola palabra: METRO. La niña, olvidándose ipso facto del espectáculo callejero, se acercó a su boca con la ídem seca por la emoción. Tras rodear paso a paso una balaustrada protectora, descubrió las puertas. Pero el rastrillo estaba echado. En él podía verse una pizarra con una frase escrita a tiza que Zazie descifró sin esfuerzo: la huelga continuaba. De los abismos prohibidos subía un tibio olor a polvo ferruginoso y deshidratado. Zazie se echó a llorar con desconsuelo.[6]

Las lágrimas le produjeron un placer tan agudo que, inmediatamente, fue a sentarse en un banco para lloriquear con más confort. Pero no transcurrió mucho tiempo sin que la sensación de una presencia cercana la distrajera de su dolor. Zazie aguardó con expectación a que los acontecimientos se desencadenaran. Y se desencadenaron en forma de palabras, pronunciadas por una voz masculina en falsete, hasta formar la siguiente frase interrogativa:

—¿Así que un grave dolor nos acongoja, eh, pequeña?

Zazie, ante la estúpida hipocresía de la pregunta, optó por redoblar la intensidad de sus lágrimas. En su pecho parecían agolparse más sollozos de los que humanamente era posible sofocar.

—¿Tan grave es? —le preguntaron.

—Oh, sí, señor.

Decididamente, ya era tiempo de verle la jeta al sátiro. Zazie, limpiándose la cara con una mano que transformó los torrentes de lágrimas en arroyuelos cenagosos, se volvió hacia el desconocido. Casi no pudo creer en lo que veían sus ojos. Ante ella estaba un fulano adornado por vistosos mostachos negros, un bombín, un paraguas y enormes chapines. Imposible, se dijo Zazie con la vocecilla interior, imposible, será un actor desocupado, uno de los de antes. Se olvidó incluso de reír.

El fulano le dirigió una mueca que quería ser amable y le tendió un pañuelo de sorprendente blancura. Zazie se apoderó de él, lo utilizó para depositar en su superficie parte de la húmeda mugre incrustada en sus mejillas y remató la operación sonándose ruidosamente.

—Veamos —decía mientras tanto el desconocido en tono de aliento—, ¿qué diablos te pasa? ¿Te pegan tus padres? ¿Has perdido algo y tienes miedo de que te chillen?

No andaba corto de hipótesis. Zazie le devolvió el pañuelo, notablemente humedecido. Su interlocutor, sin la más mínima expresión de asco, se echo aquella basura al bolsillo. Y siguió:

—Dímelo. No tengas miedo. Puedes confiar en mí.

—¿Por qué? —preguntó Zazie, entre titubeante y socarrona.

—¿Cómo que por qué? —coreó el fulano, desconcertado.

Y se puso a hurgar en el asfalto con el paraguas.

—A ver —dijo Zazie—, ¿por qué tengo que confiar en usted?

—Porque me gustan los niños —argumentó el fulano—. Las niñas y los niños.

—Es usted un viejo verde. Como suena.

—Te equivocas —aseguró el fulano con una vehemencia que sorprendió a Zazie.

E inmediatamente, aprovechando la ventaja conseguida, le ofreció una coca-cola allí mismo, en el primer bar que encontraron. Ni que decir tiene que a plena luz, delante de todo el mundo, una invitación de lo más honesto, qué diantre.

Zazie, para no revelar el entusiasmo que la sugerencia le producía, se abismó en la contemplación de la muchedumbre que circulaba por la otra acera, encajonada entre dos hileras de tenderetes.

—¿Qué diablos hacen todos esos? —preguntó.

—Van al Mercado de las Pulgas —contestó el fulano—. O, mejor dicho, es el Mercado el que va hacia ellos, porque empieza precisamente ahí.

—¡Hombre! ¡El Mercado de las Pulgas! —dijo Zazie, como si estuviera al cabo de la calle—. Allí es donde uno puede encontrar rembrans baratos. Luego se lo colocas a un americano y has hecho el día.

—No solo hay rembrans —dijo el fulano—. También hay suelas anatómicas, colonias de lavanda, clavos y hasta chaquetas de segunda mano a estrenar.

—¿Hay también excedentes del ejército americano?

—Naturalmente. Y vendedores de patatas fritas. Muy buenas. Recién hechas.

—Los excedentes americanos son macanudos.

—Y, para el que le gusten, hay incluso mejillones. Frescos. De los que no intoxican.

—¿Hay bluyins en los excedentes americanos?

—¡Vaya si los hay! Y brújulas que funcionan de noche.

—Las brújulas me la sudan —dijo Zazie—. Pero en cambio los bluyins … (silencio).

—Podemos ir a echar un vistazo —dijo el fulano.

—¿Y luego? —preguntó Zazie—. No tengo un céntimo para comprarlos. A no ser que los afanemos.

—De todos modos vamos a ver —dijo el fulano.

Zazie había terminado su coca. Miró al individuo y le dijo:

—Le estoy viendo venir…

Pero añadió:

—Vamos.

El fulano apoquina y los dos se adentran en la riada humana. Zazie va como una flecha, indiferente a los que hacen matriculas de bicicleta, a los sopladores de vidrio, a los expertos en nudos de corbata, a los moros que venden relojes y a los gitanos que ofrecen lo que el cliente pida. El fulano chupa rueda y aguanta. Zazie, por el momento, no quiere despistarlo, pero comprende que no será fácil. Es un especialista.

Frena en seco delante de un mostrador de excedentes. Como si le hubiera entrado un paralís. Quedándose de muestra. El fulano también se para de golpe, justo detrás de ella. El vendedor ataca.

—¿Qué buscan ustedes? —pregunta con aplomo—. ¿Una brújula? ¿Una linterna? ¿Una lancha neumática?

Zazie tiembla de ansiedad y deseo. No estoy segura de que el fulano lleve intenciones pecaminosas. No se atreve a pronunciar la palabra bisílaba y anglosajona que diría lo que quiere decir. Pero el fulano la pronuncia.

—¿No tendría usted un par de bluyins para la niña? —pregunta al vendedor—. Eso es lo que quieres, ¿no?

—Sí, sí —sisea Zazie.

—¿Que si tengo bluyins? —dice el chamarilero—. La duda ofende. ¡Y qué bluyins! A prueba de bomba.

—Ya —contesta el fulano—, pero tenga en cuenta que la niña va a seguir creciendo. El año que viene no podrá ponérselos, por muy resistentes que sean, y ¿de qué le servirán?

—Los podrá llevar su hermanito o su hermanita.

—Es hija única.

—De aquí a un año puede dejar de serlo (risita).

—No bromee con eso —dice lúgubremente el fulano—. Su pobre madre falleció.

—Perdone.

Zazie mira al sátiro con curiosidad, incluso con interés, pero decide aplazar para más tarde el estudio de su personalidad. Está a punto de estallar, su resistencia se viene abajo, pregunta:

—¿Tiene usted mi talla?

—Claro que sí, señorita —contesta el feriante etiquetero.

—¿Y a cuánto?

Es Zazie quien ha formulado la pregunta. Automáticamente. Porque es ahorrativa, pero no roñosa. El vendedor le dice el precio. El fulano sacude la cabeza. No parece encontrarlo caro. Al menos eso deduce Zazie de su actitud.

—¿Podría probármelos? —pregunta.

El ropavejero se queda de una pieza: aquella mocosa debe de creerse que está en Fior … ¡Valiente mema! Sonríe de oreja a oreja antes de decir:

—No merece la pena. ¡Mire esto!

Despliega los pantalones y se los coloca encima. Zazie tuerce el morro. Preferiría probárselos.

—¿No me vendrán grandes? —insiste.

—¡Mírelos! El borde inferior le queda a un palmo del tobillo. Y en cuanto a la anchura, como un guante, lo justo para que pueda meterse en ellos, senorita. Y eso que no anda usted sobrada de chicha, con perdón…

Zazie tiene la garganta seca. ¡Unos bluyins! ¡Ahí es nada! Y en su primera correría por París. No estaría pero que nada mal.

El fulano, de repente, parece distraído. Como si no pensara en lo que tiene alrededor.

El vendedor vuelve a la carga.

—Le garantizo que no se arrepentirá. Anímese —insiste—. Recuerde que son irrompibles, absolutamente i-rrom-pi-bIes.

—Ya le he dicho que eso me la trae floja —contesta el fulano sin fijarse en lo que dice.

—Allá usted, pero yo creo que no hay que despreciar la duración…

—A propósito —dice el fulano de repente—, si no he comprendido mal, todos estos bluyinses son saldos del ejército americano…

—Correcto —contesta el chamarilero.

—Entonces a ver si es usted capaz de explicarme esto: ¿había niñas en el ejército americano?

—Había de todo —contesta el vendedor sin dejarse apabullar.

El fulano no parece muy convencido.

Amigo mío, así va el mundo —dice el feriante, dispuesto a no perder un cliente por culpa de la historia universal—. Hace falta de todo para ganar una guerra.

—¿Y esto? —pregunta el fulano—. ¿Cuánto vale esto?

Son unas gafas de sol. Se las prueba.

—Eso —dice el vendedor ambulante, convencido de que tiene el negocio en el bolsillo— es un regalo de la casa para todo el que compra un par de bluyins.

Zazie no las tiene todas consigo. Entonces, ¿qué? ¿Va a comprarlos o no? ¿A qué espera? ¿Qué se cree? ¿Qué anda buscando? Salta a la vista que es un tipo peligroso, no un sobón inofensivo, sino un pájaro de cuenta. Cuidado cuidado cuidado. Aunque los bluyins…

¡Equiliquá!: arreglado. El fulano los paga, se coloca el paquete bajo el brazo. Bajo su brazo. Zazie, para sus adentros, empieza a cabrearse en serio. ¿Es que el tira y afloja no va a terminar nunca?

—Y ahora —dice el fulano— vamos a tomar un bocado.

Camina delante, seguro de sí. Zazie le sigue. Los ojos se le van tras el paquete. Llegan, siempre del mismo modo, hasta un café-restaurante. Se sientan. Coloca el paquete sobre una silla, fuera del alcance de Zazie.

—¿Qué te apetece? —pregunta el fulano—. ¿Mejillones o patatas fritas?

—Las dos cosas —contesta Zazie, rabiosa.

—De momento traiga unos mejillones para la cría —dice tranquilamente el fulano a la camarera—. Y para mí una caña de blanco con dos terrones de azúcar.

Ni una palabra mientras esperan la manduca. El fulano fuma apaciblemente. Llegan los mejillones, Zazie se abalanza, bucea en la salsa, chapotea en el caldo, se embadurna. Los lamelibranquios rebeldes a la cocción son violados en su propia concha con ferocidad merovingia. Poco falta para que el angelito se los jame enteros. Y cuando liquida la fuente, vaya, no diría que no a las patatas fritas.

—Muy bien —dice el fulano, que a todo esto trasiega su brebaje a sorbitos, como si fuera un carajillo.

Traen las patatas. Queman que es una cosa mala. Zazie, voraz, se abrasa los dedos, pero no la lengua.

Acaba de comer, liquida de un trago su clara con limón, deja escapar tres breves eructos y, exhausta, se abandona contra el respaldo de la silla. La expresión, crispada hasta entonces por sombras casi antropofágicas, se le ilumina. Que me quiten lo bailado, piensa con satisfacción. Luego medita sobre la conveniencia de decirle algo amable al fulano, pero ¿qué? Tras un considerable esfuerzo se le ocurre lo siguiente:

—¡Pues sí que tarda usted en atizarse un vaso! Papá ya se hubiera bebido una docena.

—¿Pimpla mucho tu padre?

—Pimplaba. Ha muerto.

—¿Lo sentiste mucho cuando murió?

—Imagínese (gesto). Con el follón que se organizó casi no tuve tiempo de darme cuenta (pausa).

—¿Qué clase de follón?

—Bebería con gusto otra caña, pero sin gaseosa. Una verdadera caña de verdadera cerveza.

El fulano la encarga y pide de paso una cucharilla. Quiere recuperar el azúcar depositado en el fondo del vaso. Mientras se entrega a esta operación, Zazie lame la espuma de la cerveza. Luego responde:

—¿No lee los periódicos?

—A veces.

—¿Se acuerda de la modista de Saint-Montron que se cargó a su marido de un hachazo en la cabeza? Pues era mamá. Y el marido, naturalmente, era papá.

—Ya —dice el fulano.

—¿No le suena?

Parece que no está muy seguro. Zazie se indigna.

—¡Pues dio mucho que hablar! Mamá tenía un abogado que vino de París a posta… Un tipo muy famoso, de esos que no hablan como usted o yo… Un gilipollas, vamos. Pero consiguió que la absolvieran así de fácil (gesto), como si nada. Con decirle que el público acabó aplaudiendo a mamá. Poco faltó para que la sacaran a hombros. ¡Qué cachondeo! Lo único que le amargó la fiesta a mi madre es que el puñetero abogado presentó una cuenta de aquí te espero. Se quería poner las botas el muy chorizo. Menos mal que Georges nos echó una mano.

—¿Quién era ese Georges?

—Un salchichero. Sonrosado como un cerdito. El maromo de mamá. Y el que le dio el hacha (pausa) para cortar la leña (risita).

Breve sorbo de cerveza. Con distinción. Casi casi levantando el meñique.

—Y eso no es todo —añade la chiquilla—. Esta menda en persona (gesto) declaró en el proceso. Y a puerta cerrada, no vaya a creerse…

El fulano ni pestañea.

—¿Es que no me cree?

—Puedes apostar a que no. La ley prohíbe que un niño declare contra sus padres.

—Para empezar, de padres solo había uno. Eso de entrada. Y usted, en segundo lugar, no sabe de la misa la media. Véngase a mi casa, en Saint-Montron, y le enseñaré un álbum con todos los recortes de periódico que hablan de mí. Mientras mamá estaba en el talego, Georges me suscribió como regalo de navidad al Argus de la Prensa. ¿Sabe usted lo que es el Argus de la Prensa?

—No —dice el fulano.

—Lamentable. ¡Y todavía se atreve a discutir conmigo!

—¿Por qué tuviste que declarar a puerta cerrada?

—Le gustaría saberlo, ¿eh?

—No especialmente.

—¡Valiente hipócrita está usted hecho!

Sorbo al canto. Con distinción. Casi casi levantando el meñique. El fulano sigue sin pestañear.

—No es para ponerse así —dice por fin Zazie—. Si se lo voy a contar todo…

—Te escucho.

—Pues ahí va. Ni que decir tiene que mamá no podía soportar a papá y que papá, en vista de ello, se puso a empinar el codo. Bebía como un cosaco. Y entonces, cuando estaba trompa, más valía dejarlo estar, pues la emprendía hasta con el gato. Lo mismito que en la canción. ¿Me sigue?

—Te sigo —responde el fulano.

—Pipudo. Entonces sigamos. Un buen día… Recuerdo que era domingo y que yo venía del fútbol, de ver el partido entre el Racing de Saint-Montron y el Estrella Roja de Neuflize, los dos de primera regional, que no es manca. ¿Le gusta el deporte?

—Sí. La lucha libre.

Zazie, tras echar una ojeada a la musculatura del fulano, se cachondea.

—Como espectador —dice.

—Chiste viejo —replica el fulano con frialdad.

La niña, rabiosa, apura la cerveza y cierra el pico.

—No es para ponerse así —dice su interlocutor—. Sigue con tu historia.

—¿Es que le interesa?

—Sí.

—Entonces me ha dicho una mentira…

—Sigue.

—No se enfade. Si se enfada, se divertirá menos.

multitud