XIII

Mado Ptits-pieds miró sonar el teléfono durante tres segundos. Al cuarto decidió escuchar lo que sucedía al otro lado y descolgó el instrumento de su percha. Inmediatamente oyó por él la voz de Gabriel anunciándole que tenía que hablar con su mujer.

—Y deprisa —añadió.

—Imposible —dijo Mado Ptits-pieds—. Estoy sola. El señor Turandot ha salido.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga—. Siempre igual.

—No me vengas con pamplinas —dijo la voz de Gabriel—. Si no hay nadie, echa el cierre y a otra cosa. Y si hay alguien, le pones de patitas en la calle. ¿Entendido, capullo?

—Sí, señor Gabriel.

Y colgó. Pero no era tan sencillo. Había, efectivamente, un cliente. En realidad nada le impedía dejarlo solo, porque era Charles. Y Charles no es el tipo de persona que va a hurgar en la caja para llevarse los cuartos. Quiá. Charles era un hombre como Dios manda. La prueba es que acababa de proponerle el connubio.

Mado Ptits-pieds estaba empezando a reflexionar sobre el asunto cuando volvió a sonar el teléfono.

—¡Mierda! —aulló Charles—. En este manicomio no hay quien pare.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga, nervioso por la situación—. Siempre igual.

Mado Ptits-pieds descolgó otra vez el auricular y oyó que emitía una retahíla de adjetivos a cual más desagradable.

—No vuelvas a colgar, bruja. No sabes desde dónde te llamo. Y sube a toda hostia. ¿Estás sola o hay alguien?

—Está Charles.

—¿Qué pasa con Charles? —dijo noblemente el aludido.

—Cotorreas, cotorreas —dijo Verdolaga—. Siempre igual.

—¿Es él quien las pía?

—No, es Verdolaga. Charles me está hablando de bodorrio.

—¿Por fin se ha decidido? —dijo el teléfono con indiferencia—. Eso no le impide ir a avisar a Marceline, si es que no quieres herniarte por las escaleras. Charles hará eso por ti y mucho más.

—Voy a decírselo —dijo Ptits-pieds.

(Pausa.)

—Dice que no quiere.

—¿Por qué?

—Está enfadado con usted.

—Imbécil. Dile que se ponga.

—Charles —gritó Mado Ptits-pieds (gesto).

Charles no dice nada (gesto).

Mado se impacienta (gesto).

—¿Viene o no? —pregunta el teléfono.

—Enseguida —dice Mado Ptits-pieds (gesto).

Charles, por fin, apura el vaso y se acerca lentamente al auricular. Luego, arrebatándoselo a su probable futura, formula esta expresión cibernética:

—Aló.

—¿Eres tú, Charles?

—Eso parece.

—Pues sal de estampida a buscar a Marceline. Tengo que hablar con ella urgentemente.

—No recibo órdenes de nadie.

—Déjate de chorradas y acelera. Ya te he dicho que es urgente.

— Y yo te he dicho que no recibo órdenes de nadie.

Cuelga.

Luego vuelve al mostrador. Mado Ptits-pieds, detrás de él, parecía ensimismada.

—Entonces —dijo Charles—, ¿qué me dices a lo que te he dicho? ¿Sí o no?

—Ya lo sabe —susurró Mado Ptits-pieds—. Me suelta usted una cosa así de sopetón, sin venir a cuento, y claro, es una sorpresa, no me lo esperaba, en fin, tengo que pensarlo, señor Charles.

—Como si no lo hubieras pensado bastante.

—¡Oh, señor Charles, qué esqueléptico es usted!

El timbre del cachivache volvió a telefuncionar.

—Kebarbaridá kebarbaridá…

—No lo cojas —dijo Charles.

—No sea duro. Al fin y al cabo es un amigo.

—Sí, pero con esa cría encima mejor olvidarlo.

—No piense en ella. A esa edad se ponen imposibles.

Como el cachivache seguía graznando, Charles fue de nuevo hacia él y lo descolgó.

—Aló —aulló Gabriel.

—Diga —dijo Charles.

—No me vengas con gilipolleces. Sube a buscar a Marceline, que estoy empezando a cabrearme.

—A ver si te metes en la cabeza —dijo Charles en tono de superioridad— que me estas molestando.

—¿Será posible? —mugió el teléfono—. ¡Lo que hay que oír! ¿Molestarte a ti? ¿Como si tuvieras algo importante que hacer?

Charles tapó enérgicamente el micrófono del cachivache con la mano y, volviéndose hacia Mado, le preguntó:

—¿Sí o no?

—Puesí —dijo Mado Ptits-pieds ruborizándose.

—(Gesto.)

Charles quitó la mano y comunicó a Gabriel, que seguía al otro extremo del hilo, lo que a continuación se detalla:

—Verás… Tengo que darte una noticia…

—Me importa un carajo. Ve a buscar…

—A Marceline, ya lo sé.

Y enseguida, a todo gas:

—Mado Ptits-pieds y yo vamos a casarnos.

—Buena idea. He pensado que en el fondo no merece la pena.

—¿Has oído lo que te he dicho? Mado Ptits-pieds y yo nos vamos de cabeza a la vicaría.

—Sarna con gusto… No merece la pena molestar a Marceline. Dile que me llevo la cría al Monte de Piedad para que vea el espectáculo. Vienen con nosotros unos amigos y un grupo de turistas con parné… La tira de gente. Así que voy a bordar mi número y quiero que Zazie aproveche la ocasión. Para ella es una suerte. ¡Hombre! ¿Por qué no venís Mado Ptits-pieds y tú? Para celebrar el noviazgo. Hay que mojarlo, ¿no? Las bebidas corren por mi cuenta. Y así véis el espectáculo. También podría dejarse caer el chorizo de Turandot, suponiendo que la cosa le divierta. Y Gridoux, no te vayas a olvidar de él. ¡El condenado Gridoux!

Gabriel, sin añadir nada, corta.

Charles deja el teléfono colgando el cable y se vuelve hacia Mado Ptits-pieds con el aspecto de quien se dispone a anunciar algo memorable.

—Entonces —dice—, ¿asunto concluido? ¿Ni una palabra más?

—Y que lo digas —dice Madeleine.

—Nos casamos —le explica Charles a Turandot, que en ese momento vuelve al local.

—Buena idea —dice Turandot—. Os invito a un cordial para mojarlo. Aunque no me gusta nada eso de quedarme sin Mado. Lo hacía muy bien.

—No se preocupe —dice Madeleine—. Seguiré trabajando aquí. No voy a quedarme muerta de asco en casa mientras Charles anda zascandileando con el taxi.

—Tienes razón —dice Charles—. En el fondo todo va a seguir igual, solo que cuando echemos un palo, lo haremos dentro de la ley.

—Para todo hay remedio —dice Turandot—. ¿Qué tomáis?

—Lo que tú digas —dice Charles.

—Por una vez te voy a servir yo —dice galantemente Turandot dirigiéndose a Madeleine.

Al mismo tiempo le da un azote en el trasero, cosa que en modo alguno acostumbraba a hacer fuera de las horas de trabajo. Y, aun entonces, lo hacía solo para caldear la atmósfera.

—Charles podría tomar una quina —dice Madeleine.

—Eso no hay quien lo trague —comenta Charles.

—Pues este mediodía te atizaste un vaso entero.

—Tienes razón. Entonces que sea un tinto.

Se trinca.

—Por vuestro legítimo triquitraque —brinda Turandot.

—Gracias —contesta Charles secándose la boca con el gorro.

Y añade que eso no es todo, que hay que avisar a Marceline.

—No te molestes, encanto —dice Madeleine—, ya voy yo.

—¿Qué carajo le importa a Marceline que te cases o no? —pregunta Turandot—. Puede esperar a mañana para saberlo.

—No es por eso —dice Charles—. Es por Gabriel, que se lleva a Zazie al Monte de Piedad y nos invita a todos a que veamos su número tomando un trago. Más de uno, espero.

—¡Vaya estómago! —exclama Turandot—. ¿Vas a celebrar tu noviazgo en una buat de maricas? Permite que te lo diga: ¡vaya estómago!

—Cotorreas, cotorreas —dice Verdolaga—. Siempre igual.

—No os enfadéis —dice Madeleine—. Voy a avisar a la señora Marceline y a ponerme guapa para hacer honor a nuestro Gaby.

Se esfuma. Al llegar al segundo piso, la flamante prometida llama a la puerta. Una puerta a la que se llama de forma tan gentil forzosamente tiene que abrirse. Y, efectivamente, la puerta en cuestión se abre.

—Hola, Mado Ptits-pieds —dice suavemente Marceline.

—Buenas —dice Madeleine recuperando el aliento parcialmente perdido a lo largo de la escalera.

—Pase a tomar un vaso de granadina —dice suavemente Marceline, interrumpiéndola.

—Tengo que ir a vestirme.

—No parece desnuda —dice suavemente Marceline.

Madeleine se ruboriza. Marceline dice suavemente:

—Y eso, en cualquier caso, no le impediría tomarse una granadina. Entre mujeres…

—Pero…

—Parece usted emocionada.

—Acabo de prometerme. Imagínese.

—¿Está embarazada?

—De momento, no.

—Entonces no puede rechazarme un vaso de granadina.

—¡Qué bien habla usted!

—No es mérito mío —dice suavemente Marceline bajando los ojos—. Pase, por favor.

Madeleine susurra unas confusas frases de agradecimiento y entra. Le ruegan que tome asiento y lo hace. La dueña de la casa va a buscar dos vasos, una jarra de agua y una botella de granadina. Sirve el líquido con precaución: generosamente en el vaso de la invitada, solo un dedo para ella.

—No me fío —dice suavemente con una sonrisa de complicidad.

Luego diluye el brebaje. Ambas lo sorben entre mohínes.

—¿Qué la trae por aquí? —pregunta suavemente Marceline.

—El señor Gabriel —dice Madeleine— ha telefoneado diciendo que se lleva a Zazie a la buat para que vea su número, y también a nosotros dos, a Charles y a una servidora, para celebrar nuestro compromiso.

—¿Así que el afortunado es Charles?

—¿Por qué no? Es serio y nos conocemos desde hace tiempo.

Las dos mujeres seguían sonriéndose.

—Dígame, señora Marceline —dice Madeleine—, ¿qué ropa debo ponerme?

—El día de la petición se impone el blanco hueso con un toque de plata virginal.

—De lo segundo olvídese —dice Madeleine.

—Es lo que se lleva.

—¿Incluso en una buat de locas?

—Eso no quita.

—Sí pero si pero si pero si no tengo ningún traje blanco hueso con toque de plata virginal y ni siquiera un conjunto de dos piezas y cuarto de baño con blusa, liguero y cocina, entonces a ver qué hago, ¿eh? A ver qué hago.

Marceline bajó la cabeza dando inequívocas señales de hallarse sumida en la más profunda reflexión.

—Entonces —dijo suavemente—, entonces, ¿por qué no se pone el bolero amaranto con la falda plisada verde y amarilla que una vez llevó usted al baile del catorce de julio?

—¿Se fijó en ese conjunto?

—Claro que sí —dijo suavemente Marceline—, claro que me fijé (pausa). Estaba usted encantadora.

—Es usted muy amable —dijo Madeleine—. Eso significa que a veces se fija en mí.

—Claro —dijo suavemente Marceline.

—Porque yo —dijo Madeleine—, porque yo la encuentro tan guapa…

—¿De veras? —preguntó Marceline con suavidad.

—Se lo juro —contestó Madeleine con vehemencia—, se lo juro. No está usted pero que nada mal. Me gustaría mucho parecerme a usted. Está usted condenadamente bien hecha. Y, además, tan elegante…

—No hay que exagerar —dijo suavemente Marceline.

—Sí sí sí, no está usted pero que nada mal. ¿Por qué no se deja ver más a menudo? (pausa). Me gustaría verla más a menudo. Sí (sonrisa), me gustaría verla más a menudo.

Marceline desvió la mirada y se ruborizó suavemente.

—Si —insistió Madeleine—, ¿por qué no se deja ver más a menudo? Perdone mi atrevimiento, pero tiene un aspecto tan saludable y además es tan guapa… Sí, ¿por qué no?

—No soy amiga de entrar y salir —contestó suavemente Marceline.

—Sin llegar a eso, podría…

—No insista, querida —dijo Marceline.

Se quedaron silenciosas, pensativas, soñadoras. El tiempo se deslizaba sin prisa entre ellas. A lo lejos, en la calle, oyeron deshincharse lentamente los neumáticos envueltos por la oscuridad. A través de la entreabierta ventana veían temblar un rayo de luna sobre la parrilla de una antena de la tele que vibraba con suave rumor.

—Conviene que vaya usted a vestirse —dijo suavemente Marceline—, si no quiere perderse el número de Gabriel.

—Sí, conviene —convino Madeleine—. Entonces, ¿me pongo el bolero verde manzana con la falda naranja y limón del catorce de julio?

—Sin la menor duda.

(Pausa.)

—De todos modos me entristece dejarla sola —dijo Madeleine.

—No se preocupe —dijo Marceline—. Estoy acostumbrada.

—Aun así.

Se levantaron al mismo tiempo.

—En fin, puesto que la vida es así —dijo Madeleine—, iré a vestirme.

—Estará usted preciosa —dijo Marceline aproximándose suavemente a su interlocutora.

Madeleine la mira a los ojos.

Alguien llama a la puerta.

—¿Vienes de una vez? —pregunta Charles.