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Debido a la huelga de funiculares y metrolebuses,[12] un parque de vehículos surtidos muy superior al normal atiborraba las calles, mientras a lo largo de las aceras una fila de peatones y peatonas agotados o impacientes hacían autostop confiando en que las dificultades de la situación despertaran una desusada solidaridad en las clases acomodadas.
Trouscaillon también se colocó al borde de la calzada y, sacando un pito del bolsillo, le arrancó unos arpegios desgarradores.
Los coches que pasaban por allí siguieron impertérritos su camino. Los ciclistas prorrumpieron en gritos de júbilo y se alejaron despreocupadamente hacia su meta. Las birruedas motorizadas incrementaron la decibelidad de su estridencia sin detenerse. Trouscaillon, por lo demás, no se dirigía a ellas.
Hubo un compás de espera. Un embotellamiento radical debía de estar congelando la circulación en alguna parte. Por fin apareció una berlina aislada, de aspecto trivial, y Trouscaillon insistió en sus trinos. Esta vez el vehículo frenó.
—¿Qué pasa? —preguntó agresivamente el chófer a Trouscaillon, que se acercaba—. No he hecho nada. Conozco al dedillo el código de la circulación. En mi vida me han puesto una multa. Tengo todos los papeles en regla. Así que déjeme en paz. Mejor sería que se ocupase de hacer funcionar el metro en vez de incordiar a las personas respetables. ¿Todavía no está contento? ¡Pues sí que es usted difícil!
Y se va.
—¡Bravo, Trouscaillon! —grita desde lejos Zazie aparentando seriedad.
—No conviene humillarlo —dice la viuda Mouaque—. Se va a desmoralizar.
—Ya le dije que era un calzonazos.
—¿No lo encuentra guapo?
—Hace un momento era mi tío quien le gustaba —dijo severamente Zazie—. Es usted una acaparadora.
Un aluvión de trinos desvió nuevamente su atención hacia las proezas del polismán. Eran, a decir verdad, de escasa monta. El embotellamiento debía de haberse destapado en alguna parte, porque un chorro de vehículos se derramaba lentamente a los pies de Trouscaillon, pero su minúsculo silbato no parecía impresionar a nadie. Luego, una vez más, el flujo se rarificó, probablemente a causa de un coágulo situado sabe Dios dónde.
Otra trivial berlina hizo acto de presencia. Trouscaillon gorjeó. El vehículo se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó agresivamente el chófer a Trouscaillon, que se acercaba—. No he hecho nada. Tengo carné de conducir y todos los papeles en regla. En mi vida me han puesto una multa. Así que déjeme en paz. Mejor sería que se ocupase de hacer funcionar el metro en vez de incordiar a las personas respetables. ¿Todavía no está contento? ¡Pues búsquese un moro para que se la meta en el culo!
—¿Cómo? —exclamó Trouscaillon, impresionado.
Pero su interlocutor ya se había ido.
—¡Bravo, Trouscaillon! —grita Zazie alcanzando el ápice del entusiasmo y regodeándose en él con voluptuosidad.
—Cada vez me gusta más —dice la viuda Mouaque en sordina.
—Está usted como una regadera —comenta Zazie en el mismo tono.
Trouscaillon, cabreado, empezaba a dudar de la virtud del uniforme y del silbato. En eso, mientras sacudía el instrumento para eliminar la saliva acumulada en su interior, una berlina de aspecto trivial se detuvo motu proprio ante él. De su carrocería surgió una cabeza que profirió las siguientes palabras:
—Perdone, señor agente… ¿Podría indicarme el camino más corto para llegar a la Sainte-Chapelle, joya del arte gótico?
—Desde luego —contestó automáticamente Trouscaillon—. Tuerza usted a la izquierda e inmediatamente después a la derecha. Cuando llegue a una plaza de reducidas dimensiones, tome la tercera a la derecha, luego la segunda a la izquierda, vuelva a torcer ligeramente a la derecha, doble tres veces a la izquierda y siga derecho cosa de quinientos metros. A lo largo del trayecto encontrará, naturalmente, varias direcciones prohibidas, lo que no simplificará su tarea.
—No llegaré nunca —dijo el automovilista—. ¡Y pensar que he venido expresamente de Saint-Montron para esto!
—No se desanime —dijo Trouscaillon—. Suponga que yo le acompaño.
—Pero usted tendrá otras cosas que hacer.
—No crea. Estoy tan libre como el aire. Solo que… si tuviera usted la bondad de llevar también a esas dos personas (gesto).
—Por mí… ¡Con tal de que lleguemos antes de que cierren!
—Que me zurzan —dijo la viuda— si Trouscaillon no ha conseguido requisar un vehículo.
—Me deja usted turulata —reconoció Zazie con objetividad.
Trouscaillon esbozó un conato de galope hacia ellas y les dijo sin andarse con cumplidos:
—¡No se queden como pasmarotes! ¡Venga! El tipo ese ha dicho que nos lleva.
—¡Adelante! —dijo la viuda Mouaque—. ¡Sus y a los raptores!
—¡Anda! Pues no me había olvidado… —confesó Trouscaillon.
—Quizá sería mejor no decirle nada —sugirió diplomáticamente la viuda.
—¿Así que el fulano ese va a llevarnos a la capilla de marras? —preguntó Zazie.
—¡Pero muévanse!
Trouscaillon agarró a Zazie por un brazo, la viuda por otro, y entre los dos la llevaron en andas hasta la trivial berlina, embutiéndola dentro.
—No me gusta que me traten así —gritaba Zazie, enfurecida.
—Parece un rapto —bromeó el sanctimontronés.
—No se fíe de las apariencias —dijo Trouscaillon, sentándose a su lado—. Y ya puede ir arrancando si quiere llegar antes de que cierren.
Así lo hizo. Trouscaillon, para acelerar la marcha, sacó la cabeza por la ventanilla y se puso a pitar frenéticamente. La maniobra no era del todo inútil. El paleto estaba encantado.
—Ahora a la izquierda —ordenó Trouscaillon.
Zazie tenía la cara larga.
—¿No estás contenta de volver a ver a tu tío? —le preguntó hipócritamente la viuda Mouaque.
—Mi tío me la suda —dijo Zazie.
—¡Anda la osa! —dijo el conductor—. ¡Pero si es la hija de Jeanne Lalochère! Vestida de chico no la había reconocido.
—¿Conoce a su madre? —preguntó la viuda.
—Ya lo creo —dijo el paleto.
Y se volvió para completar la identificación incrustándose en el coche que le precedía.
—¡Mierda! —dijo Trouscaillon.
—La misma que viste y calza —comentó el sanctimontronés.
—Pues yo no le conozco de nada —dijo Zazie.
—¿Dónde ha aprendido usted a conducir? —vociferó el entopetado, que había salido de su vehículo para intercambiar sonoros insultos con el entopetador—. ¡Ah, vaya! ¡Acabáramos! Es un paleto. Más le valdría quedarse en casa cuidando de sus ovejas en vez de joder al prójimo por las calles de París.
—Caballeros —terció la viuda Mouaque—, con tanta palabrería están entorpeciendo nuestra misión. ¡Somos un comando de liberación! Vamos a rescatar a la víctima de un secuestro.
—¿Cómo, cómo? —dijo el sanctimontronés—. Yo me marcho. No he venido a París para jugar a caubois.
—¿Y usted? —dijo el entopetado dirigiéndose a Trouscaillon—. ¿Qué espera para levantar un atestado?
—No pierda los estribos —contestó Trouscaillon—. Está atestado, está atestado. Confíe en mí.
Y se puso a remedar al agente de tráfico que garabatea algo en un cuaderno de esquinas abarquilladas.
—Deme la documentación del coche, por favor.
Trouscaillon fingió que la examinaba.
—¿Pasaporte diplomático?
—(Descorazonada negativa.)
—Dejémoslo así —dijo La Trouscaille—. Puede usted marcharse.
El entopetado subió al coche con aire ausente y arrancó. El sanctimontronés, en cambio, no se movía.
—¿A qué espera? —dijo la viuda Mouaque.
Detrás de ellos se elevaba un concierto de claquesones.
—Ya les he dicho que no tengo la menor intención de jugar a caubois. No quiero que me mate una bala perdida.
—En mi pueblo —dijo Zazie— hay menos mieditis.
—Te conozco muy bien, ricura —dijo el sanctimontronés—. Eres capaz de conseguir que se enfaden las piedras.
—¿A qué viene eso? —dijo Zazie—. ¿Saca usted algo echándome mala fama?
Los claquesones mugían cada vez más fuerte: una verdadera tempestad.
—¡Arranque de una vez! —gritó Trouscaillon.
—No quiero jugarme la vida —dijo lisa y llanamente el sanctimontronés.
—No se preocupe —dijo la viuda Mouaque, siempre diplomática—. No hay ningún peligro. Era una broma.
—¿Me lo promete? —preguntó.
—Solo tengo una palabra.
—¿No estará la política por medio y acabaré metido en un follón?
—Ya le he dicho que no. Es solo una broma. Se lo garantizo.
—Entonces arreando —dijo el sanctimontronés, que aún no las tenía todas consigo.
—Ya que dice conocer a mi madre —intervino Zazie—, ¿no la habrá visto por casualidad? También está en París.
Apenas habían recorrido unos metros cuando dieron las cuatro en el campanario de una iglesia cercana (de estilo neoclásico, por cierto).
—La jodimos —dijo el sanctimontronés.
Y frenó de nuevo, suscitando una nueva explosión de advertencias sonoras.
—No merece la pena seguir —añadió—. Cierran a las cuatro.
—Razón de más para apresurarse —dijo la viuda Mouaque, razonable y estratégica—. Si queremos rescatar a la víctima del secuestro, el tiempo apremia.
—¡Y a mí qué! —dijo el conductor.
Pero claquesonaban tan fuerte a sus espaldas que no pudo por menos de arrancar otra vez, quizás a impulsos de las vibraciones atmosféricas originadas por la unánime irritación de los conductores bloqueados.
—Venga —dijo Trouscaillon—, no ponga esa cara. Estamos muy cerca. Siempre podrá decir a sus paisanos que aunque no llegó a ver la Sainte-Chapelle, poco le falta. En cambio, si se queda usted aquí…
—Cuando le da la gana sabe expresarse —comentó imparcialmente Zazie a propósito del discurso improvisado por el polismán.
—Cada vez me gusta más —murmuró la viuda Mouaque en voz tan baja que nadie la entendió.
—¿Y de mami qué? —preguntó por segunda vez Zazie al sanctimontronés—. Ya que dice conocerla, ¿no la habrá visto por un casual?
—Verdaderamente tengo la negra —dijo el interpelado—. Con todos estos coches a su disposición y van a elegir precisamente el mío.
—No lo hemos hecho aposta —dijo Trouscaillon—. También yo suelo pedir información por la calle cuando estoy en una ciudad que no conozco.
—Sí —dijo el sanctimontronés—, pero ¿y la Sainte-Chapelle?
—En eso le doy la razón —dijo Trouscaillon, que con esta sencilla elipse cerraba el circulo vicioso de la parábola.
—Bueno —dijo el sanctimontronés—. Allá voy.
—¡Sus y a los raptores! —gritó la viuda Mouaque.
Trouscaillon sacó la cabeza por la ventanilla y le dio al pito para que se apartaran los importunos. Avanzaban a mediocre velocidad.
—Todo esto —dijo Zazie— da asco. Prefiero mil veces el metro.
—Nunca he puesto los pies en él —dijo la viuda.
—Pues anda que no es usted esnob ni nada —dijo Zazie.
—Como puedo permitírmelo…
—Lo que no impide que hace un rato se negara a aflojar la mosca para pagar un taxi.
—Porque era inútil. Los hechos lo demuestran.
—Esto marcha —dijo Trouscaillon, volviéndose hacia los viajeros en demanda de aprobación.
—¡Vaya si marcha! —dijo, en éxtasis, la viuda Mouaque.
—No hay que exagerar —dijo Zazie—. Tío Gabriel se habrá evaporado un siglo antes de que lleguemos.
—No puedo hacer más —dijo el sanctimontronés.
Cambió de carril y exclamó:
—¡Si en Saint-Montron tuviéramos metro otro gallo nos cantara! ¿No crees, pequeña?
—¡Lo que faltaba! —dijo la aludida—. Este es el tipo de chuminadas que más me saca de quicio. ¡Como si en ese poblacho pudiera haber metro!
—Todo se andará —dijo el conductor—. El progreso es el progreso. Habrá metro en todas partes. Será algo superfantástico. Metro y helicóptero: ahí tienes el futuro de los transportes urbanos. Tomaremos el metro para ir a Marsella y volveremos en helicóptero.
—¿Por qué no al revés? —preguntó la viuda Mouaque, cuyo cartesianismo congénito aún coleaba bajo su naciente pasión amorosa.
—¿Por qué no? —dijo anafóricamente el conductor—. Por la velocidad del viento.
Se volvió para apreciar el efecto de tan soberana argucia incrustándose en la popa de un autocar estacionado en segunda fila. Habían llegado. Fédor Balanovitch no tardó en hacer acto de presencia e inmediatamente se puso a recitar el discurso de rigor:
—¿Dónde ha aprendido usted a conducir?… ¡Ah, vaya! ¡Acabáramos! Es un paleto. Más le valdría quedarse en casa cuidando de sus ovejas en vez de joder al prójimo por las calles de París.
—¡Pero si es Fédor Balanovitch! —exclamó Zazie—. ¿Ha visto usted a mi tío?
—¡Sus y al tío! —dijo la viuda Mouaque reptando fuera de la carlinga.
—No vayan a creerse que la cosa termina aquí —dijo Fédor Balanovitch—. Echen un vistazo a esto. Se han cargado mi instrumento de trabajo.
—Estaba usted en segunda fila —dijo el sanctimontronés— y eso está prohibido.
—No discutan —dijo Trouscaillon bajando del coche—. Yo me encargo de arreglarlo.
—Ni hablar —dijo Fédor Balanovitch—. Usted estaba en el coche. No es un testigo imparcial.
—Muy bien. Entonces allá se las entiendan —dijo Trouscaillon.
Y se largó, ansioso de encontrar a la viuda Mouaque, que acababa de desaparecer pisándole los talones a la mocosa.