XII

Trouscaillon y la viuda Mouaque habían recorrido lentamente un buen trecho, uno al lado del otro, caminando siempre en línea recta y además en silencio, cuando se dieron cuenta de que caminaban lentamente, uno al lado del otro, siempre en línea recta y además en silencio. Entonces se miraron y sonrieron: sus corazones acababan de hablar. Permanecieron el uno frente al otro preguntándose qué podían decir y en qué lenguaje hacerlo. Entonces la viuda propuso que celebraran ipso facto el reencuentro tomándose una copa. Con esta finalidad entraron en el café del Velocípedo, sitio en el bulevar Sebastopol, donde algunos descargadores del mercado estaban refrescando el tubo digestivo antes de ponerse a acarrear hortalizas. Una mesa de mármol les tendió su aterciopelada banqueta y ambos sumergieron los labios en sendas cañas, esperando a que la camarera se alejase para permitir que las palabras de amor estallaran, por fin, entre los borborigmos de la cerveza. A esa hora en la que suelen beberse zumos de fruta de vivos colores y bebidas fuertes de colores tenues, el policía y la viuda permanecieron inmóviles en la mencionada banqueta de terciopelo, con las manos entrelazadas, diciéndose vocablos premonitorios de actos sexuales en un futuro cercano. Pero alto, exclamó Trouscaillon, no puedo sobre la marcha por culpa del uniforme; deme tiempo para cambiar de arreos. Y la citó, a la hora del aperitivo, en la cervecería del Esferoide, un poco más arriba y a la derecha. Porque —explicó— vivía en la calle Rambuteau.

La viuda Mouaque, de nuevo sola, suspiró. Estoy cometiendo una locura, dijo en sordina. Pero sus palabras no cayeron inadvertidas sobre la acera, sino que fueron captadas por los tímpanos de alguien que todo podía serlo menos sorda. La frase, concebida para andar por casa, provocó la respuesta que, a continuación, se transcribe: ¿Y quién no las hace? Entre signos de interrogación, puesto que se trataba de una respuesta indagatoria.

—¡Mira quién se ve! —dijo la viuda Mouaque.

—Les he espiado todo el tiempo. Estaban muy graciosos los dos, el polismán y usted.

—Para ti —dijo la viuda Mouaque.

—¿Cómo que para mí?

—Graciosos —dijo la viuda Mouaque—. Para otros, de graciosos nada.

—Pues a esos que les vayan dando (gesto) —dijo Zazie.

—¿Estás sola?

—Por completo. Estiro las piernas.

—Estas no son horas ni este el lugar adecuado para que una niña se pasee sola. ¿Dónde ha ido a parar tu tío?

—Sigue con los viajeros a cuestas. Ahora están jugando al billar. Yo, mientras tanto, me doy una vuelta. El billar me aburre. Pero tengo que volver dentro de un rato para cenar con ellos. Después iremos a verlo actuar.

—¿Actuar? ¿A quién?

—A mi tío.

—¿Y en qué consiste la actuación de ese elefante?

—Baila. Y además en tutú —contestó orgullosamentc Zazie.

La viuda Mouaque se quedó de un aire.

Habían llegado a la altura de unos ultramarinos al por mayor y detalle. Enfrente, en la otra acera del bulevar de sentido único, una farmacia no menos mayorista y no menos detallista derramaba sus luces verdes sobre una muchedumbre ansiosa de manzanilla y de fuagrás casero, de caramelos para la tos y de antídotos para el semen, de gruyer y de ventosas… La muchedumbre, por lo demás, empezaba ya a disolverse debido a la proximidad aspiratoria de las estaciones.

La viuda Mouaque suspiró:

—¿Te importa si te acompaño durante un rato?

—¿Quiere vigilarme?

—No. Quiero sentirme acompañada.

—Pues cómprese un mono. Prefiero estar sola.

La viuda Mouaque volvió a suspirar.

—Me siento tan sola… tan sola… tan sola.

—Me la suda —dijo la niña con su habitual corrección.

—Sé comprensiva con los mayores —dijo la señora con voz empapada de agua—. ¡Si tú supieras!

—¿Se pone usted así por culpa del poli?

—¡Ah, el amor! Algún día sabrás lo que significa …

—Estaba segura de que antes o después empezaría con marranadas. Como siga, llamo a un poli… A otro, claro.

—Eres cruel —dijo la viuda Mouaque con amargura.

Zazie se encogió de hombros.

—¡Pobre vieja! No soy tan mala como piensa. Me quedaré con usted hasta que se recupere. No dirá que no tengo buen corazón.

Antes de que la viuda tuviera tiempo de contestar, Zazie añadió:

—Pero mira que enredarse con uno de la pasma… A mí me daría asco.

—Lo entiendo…, pero así es la vida. Si no hubieran raptado a tu tío, puede ser que…

—Ya le dije que está casado. Y mi tía le da cien vueltas a usted.

—No le hagas propaganda a tu familia. Con mi Trouscaillon me basta. O mejor dicho: me bastará.

Zazie se encogió de hombros.

—Todo eso es teatro —dijo—. ¿No tiene otro tema de conversación?

—No —dijo enérgicamente la viuda Mouaque.

—Entonces —dijo no menos enérgicamente Zazie— tengo el gusto de comunicarle que la semana de ayuda al prójimo ha terminado. Hasta más ver.

—Gracias de todos modos —dijo la viuda Mouaque, rebosante de indulgencia.

Atravesaron juntas, pero separadamente, la calle y volvieron a encontrarse delante de la cervecería del Esferoide.

—¡Qué casualidad! —dijo Zazie—. Otra vez usted. ¿No será que me sigue?

—Preferiría no verte —dijo la viuda.

—¡Esta sí que es buena! Hace cinco minutos no había forma de quitársela de encima. Y ahora lo contrario. ¿Es por culpa del amor?

—Y que lo digas. Da la casualidad de que estoy citada precisamente aquí con mi Trouscaillon.

Del sótano subía un considerable alboroto.

—Y yo con mi tío —dijo Zazie—. Están todos ahí abajo. ¿No oye el follón? Parecen cavernícolas. A mí, como le dije antes, el billar…

La viuda Mouaque analizaba detalladamente el contenido de la planta baja.

—Su maromo no está —dijo Zazie.

—De momento —dijo la viuda—. De momento.

—Es natural. Los polis no van a los cafés. Lo tienen prohibido.

—No te pases de lista —dijo irónicamente la viuda—. Ha ido a ponerse de paisano.

—¿Será usted capaz de reconocerlo?

—Ten en cuenta que le amo —atajó la viuda.

—Mientras aparece —dijo perentoriamente Zazie—, véngase a tomar algo con nosotros. A lo mejor está en el sótano. A lo mejor se esconde aposta.

—No hay que exagerar. Es guardia, no espía.

—¿Y usted qué sabe? ¿Ya ha empezado a hacerle confidencias?

—Confío en él —dijo el carcamal tan extasiada como enigmáticamente.

Zazie se encogió de hombros por enésima vez.

—Anímese … Un lingotazo la distraerá.

—¿Por qué no? —dijo la viuda después de mirar su reloj y comprobar que aún faltaban diez minutos para la cita con su chulicía.

Desde el rellano superior de la escalera se veía el rápido movimiento de las bolas sobre los tapetes. Algunas, más ligeras, rasgaban el vaho desprendido por las cañas de cerveza y los húmedos tirantes. Zazie y la viuda Mouaque no tardaron en localizar a los viajeros, que cerraban prietas filas alrededor de Gabriel, ocupado a la sazón en reflexionar sobre la trayectoria de una peliaguda carambola. Se salió con la suya y fue aclamado en varias lenguas.

—Parece que se divierten —dijo Zazie, sintiéndose orgullosa de su tío.

La viuda lo corroboró con un gesto.

—¡Qué pandilla de gilis! —añadió Zazie no sin ternura—. Y aún les falta lo mejor. Cuando vean a mi tío en tutú se van a quedar de una pieza.

La viuda se dignó a sonreír.

—¿Qué es exactamente una loca? —preguntó Zazie al desgaire, en el tono de quien se dirige a una vieja amiga—. ¿Un marica? ¿Un sarasa? ¿Bujarrón? ¿Hormosexual? ¿Hay matices?

—Mi pobre niña —exclamó suspirando la viuda, que ocasionalmente encontraba algunos vestigios de moralidad aplicada al prójimo entre los escombros de la suya, pulverizada por el sesapil del polismán.

Gabriel, que acababa de fallar una carambola a seis bandas, las vio en lo alto de la escalera y les hizo un gesto de saludo con la mano. Luego prosiguió con frialdad la tacada, pasando por alto el fracaso de su último golpe.

—Me voy para arriba —dijo la viuda con decisión.

—Que sueñe con los angelitos —dijo Zazie.

Y bajó para seguir de cerca la partida.

La bola motriz estaba en F2, la segunda bola blanca en G3 y la roja en H4. Gabriel se disponía a picar y, para ello, embadurnaba de tiza la punta de su taco. Dijo:

—¡Menudo pelma el vejestorio ese! No hay quien se la quite de encima.

—Tiene un fler de aquí te espero con el guindilla que vino a darte la lata cuando estábamos en el otro café.

—¡Allá ellos! Y ahora déjame jugar. Sin darle al pico. Con calma y sangre fría.

Levantó el instrumento, en medio de la admiración general, con miras a golpear la bola motriz imprimiéndole un movimiento parabólico. Falló el golpe y el taco, desviándose de la trayectoria prevista, hizo un siete de valor comercial perfectamente establecido por los dueños del local. Los viajeros, que se esforzaban inútilmente por conseguir el mismo resultado con análogas herramientas, manifestaron ruidosamente su admiración. Era la hora de la cena.

Gabriel, tras abrir una colecta para pagar el desaguisado y repartir los gastos equitativamente, reunió sus ovejas, sin olvidarse de los jugadores de pimpón, y las condujo a la superficie para distribuir el rancho. La cervecería situada en la planta baja le pareció pintiparada y en el acto se desplomó sobre un diván. Un instante después descubrió a la viuda Mouaque y a Trouscaillon sentados en la mesa de enfrente. Ambos le hicieron dinámicos gestos de saludo. A Gabriel le costó no poco esfuerzo reconocer al polismán en el endomingado caballero que le hacía muecas al lado del carcamal. Prestando oídos a las intermitencias de su buen corazón, el coloso los invitó con un gesto a unirse a su tribu. No se lo hicieron repetir. Los extranjeros rebosaban de entusiasmo ante tanto color local, mientras los camareros, con delantales a guisa de taparrabos, iban colocando ante ellos cañas de cerveza resfriada y platos de estropajosa chucrú guarnecida con salchichas fofas, tocino rancio, jamón curtido y patatas con brotes, colocando así la ffina fflorescencia de la cocina ffranchute al alcance de paladares dispuestos a apreciarla desconsideradamente.

Zazie, tras degustar los manjares, declaró sin rodeos que eran una mierda. El poli (educado por su madre, que era portera, en una sólida tradición de carne estofada), el carcamal (experta en auténticas patatas fritas) y el propio Gabriel (aunque acostumbrado a los indefinibles alimentos que se suministran en los cabarés) se apresuraron a sugerir a la niña la conveniencia de guardar ese silencio ruin gracias al cual los propietarios de los figones pueden corromper el gusto público en lo tocante a la política interior y, en lo tocante a la exterior, desnaturalizar a mayor gloria de los extranjeros la magnífica herencia legada a las cocinas de Francia por los galos, a los que se debe —como todo el mundo sabe— el uso de los calzones, la tonelería y el arte no figurativo.

—No pretenderéis que me guarde la opinión —dijo Zazie— de que esta bazofia (gesto) es nauseabunda.

—Por supuesto que no —dijo Gabriel—. No quiero forzarte. Soy hombre comprensivo, ¿verdad, señora?

—A veces —dijo la viuda Mouaque—. A veces.

—No se trata de eso —dijo Trouscaillon—. Es por delicadeza.

—La delicadeza me la suda —dijo Zazie.

—En cuanto a usted —dijo Gabriel al polismán—, le ruego que me permita educar a esta criatura como yo lo juzgue conveniente. Mía es la responsabilidad. ¿Digo bien, Zazie?

—Eso parece —contesto la niña—. Pero, sea como sea, métete en la cabeza que yo esta porquería no me la trago ni a palos.

—¿La señorita desea algo? —indagó hipócritamente un camarero vicioso que se olía la tostada.

—Quierotracosa —dijo Zazie.

—¿Nuestra chucrú a la alsaciana no es de su agrado? —preguntó el camarero vicioso.

El muy gilipollas aún se permitía ser irónico.

—No —dijo enérgica y autoritariamente Gabriel—. No es de su agrado.

El camarero sopesó durante unos segundos el formato de Gabriel y luego venteó al poli bajo las hechuras de Trouscaillon. La acumulación de tantos ases en la mano de una niña lo llevó a la convicción de que más valía cerrar el pico. Pero cuando ya estaba a punto de echar cuerpo a tierra meneando el rabo, el encargado —todavía más gilipollas que él— juzgó conveniente intervenir. Y lo hizo desplegando todas sus habilidades.

—¿Passakí passakí? —graznó—. ¿Extranjeros que se atreven a hablar de cocina? Andalostia, pues sí que vienen buenos los turistas este año. Lo que nos faltaba. Que los muy cabrones se descuelguen ahora con ínfulas de entender en asuntos de jamancia.

Interpeló directamente a algunos de ellos (gesto).

—¡A ver! ¿Qué os creéis? ¿Qué hemos salido victoriosos en tantas guerras para que ahora vengáis a insultar nuestras bombas heladas? ¿Que hemos cultivado con el sudor de nuestra frente el tinto peleón y el alcohol de quemar para que ahora os pongáis a despotricar en beneficio de todas esas porquerías de coca-cola o quianti? ¡A ver si os enteráis de una vez, hatajo de gandules, de que cuando vosotros todavía practicabais el canibalismo chupando el tuétano de los huesos de vuestros enemigos embutidos, nuestros antepasados los Cruzados ya preparaban el bisté con patatas sin necesidad de que Parmentier las descubriera, y eso por no hablar de la morcilla de arroz que en toda vuestra puta historia nunca habéis sido capaces de fabricar! ¡Y todavía salen con que no les gusta mi chucrú! ¿De verdad que no os gusta? ¿De verdad que no? ¡Como si supierais de qué va!

Tomó aliento y prosiguió con exquisita cortesía:

—¿O es por el precio por lo que ponéis esa jeta? ¡Pues enteraos de que es más que razonable, partida de tacaños! ¡Qué desconsideración! ¿Cómo va a pagar los impuestos el dueño si no es aprovechándose de todos esos dólares que no sabéis dónde meter?

—Cuando te canses de decir paridas nos das una voz, ¿vale? —preguntó Gabriel.

El encargado lanzó un grito de rabia.

—¡Y encima se atreve a hablar francés! —aulló.

E inmediatamente se volvió hacia el camarero vicioso para comunicarle sus impresiones:

—¿Ves hasta dónde puede llegar el descaro de la gente? Esta miserable cagarruta se atreve a dirigirme la palabra en nuestro propio dialecto. ¡Es para vomitar!

—Pues no lo habla del todo mal —dijo el camarero vicioso, que no las tenía todas consigo.

—¡Traidor! —le espetó el encargado, trémulo y enfurecido.

—¿A qué esperas para romperle la cara? —preguntó Zazie a su tío.

—Chsss… —dijo Gabriel.

—Retuérzale sus partes viriles —dijo la viuda Mouaque—. Eso le enseñará.

—Yo no quiero verlo —dijo Trouscaillon, palideciendo—. Me ausentaré el tiempo necesario para que pongan manos a la obra. Precisamente tengo que dar un telefonazo a la Comisaría.

El camarero vicioso subrayó la frase del cliente descargando un codazo en el abdomen del encargado. El viento empezó a soplar en otra dirección.

—Una vez dicho esto —anunció el encargado—, una vez dicho esto, ¿qué desea la señorita?

—Lo que me han servido —dijo Zazie— es pura mierda.

—Ha habido un error —dijo el encargado con su mejor sonrisa—, ha habido un error. Ese plato era para la otra mesa, para los extranjeros.

—Vienen con nosotros —dijo Gabriel.

—No se preocupe —dijo el encargado en tono de complicidad—. Encontraré algo para sustituir la chucrú. ¿Qué le gustaría a usted tomar en vez de esto, señorita?

—Chucrú.

—¿Otro plato de chucrú?

—Sí —dijo Zazie—, otro plato de chucrú.

—Es que —dijo el encargado— la nueva chucrú no será mejor que la antigua. Se lo digo desde ahora para que no vuelva a empezar con reclamaciones.

—Entonces dígame, para acabar de una vez, si en su establecimiento hay algo comestible …

—Para servirla —dijo el encargado—. ¡Ah, si no fuera por los impuestos! (suspiro).

—Miam miam —dijo uno de los viajeros tras devorar las últimas briznas de su plato de chucrú.

Con un gesto dio a entender que quería otro.

—Ahí —indicó triunfalmente el encargado.

Y el plato de Zazie, que el camarero vicioso acababa de llevarse, reapareció ante las fauces del tragaldabas.

—En cuanto a ustedes, que tienen buen paladar —siguió el encargado—, me permito aconsejarles nuestro corned bif al natural. Yo mismo abriré la lata en su presencia.

—Ha tardado lo suyo en comprender —dijo Zazie.

El otro, humillado, se alejaba. Gabriel, que no en vano tenía un corazón de oro, le preguntó para consolarle:

—¿Y la granadina? ¿Tiene buena granadina?