Los dos pasajes que siguen pertenecen al primer manuscrito de la novela y fueron descartados por Raymond Queneau en el curso de la larga gestación (1945-1959) de su versión definitiva. En ellos Zazie cumplía su aspiración de tomar el metro, algo que más tarde solo lograría estando dormida. El primero de ellos se encontraba en el Capítulo IV del manuscrito, donde Zazie llegaba al Mercado de las Pulgas en metro.

La boca del metro olía fuerte, un olor a polvo, un polvo ferruginoso y deshidratado, un olor que Zazie considera inédito y que olfatea con entusiasmo. De repente se oyó un rugido y treinta segundos después aparecieron dos o tres corredores de cross, con los codos pegados al cuerpo, después unas cuantas personas con prisa pero menos ágiles, luego las amas de casa, por último los viejos, viajeros pesados.

Zazie bajó algunos escalones y se quedó allí plantada en medio de la escalera, emocionada por estar descendiendo por esta vía sagrada. Un chico, algo mayor que ella, la empuja al pasar a la vez que le pregunta si espabila o qué.

—Capullo —replica ella.

El otro, sofocado, debe sin embargo continuar su carrera, llevado por su inercia; se pasará el resto del día rumiando la injuria y solo al día siguiente por la noche la habrá digerido. Zazie lo sabe y está contenta de ella misma. Reemprende el descenso interrumpido, cada escalón le parece nupcial, se siente en las nubes.

Hela aquí en la penumbra. A la derecha, la quiosquera con todas sus revistas ilustradas precede a la taquilla también atendida por una tipa. Delante, un subterráneo bífido, decorado con carteles publicitarios de dos y tres dimensiones y de paneles azulados constelados de letras blancas. Nada de esto parece tan sencillo. Zazie duda, pero no tiene por qué dudar, ya lo sabe, además ya ha perdido mucho tiempo, el tío Gabriel o la tata Marceline harán sin duda su aparición en cualquier momento, lo cual sin embargo no supondrá más que una posposición, no van a secuestrarla ni mucho menos, estaríamos buenos. Zazie se demora frente al escaparate hachette.

—¿Buscas alguna cosa, pequeña? —le preguntó su depositaria, suspicaz.

—La pequeña no busca nada —responde fríamente Zazie.

La mujer se sobresalta:

—¿Entonces por qué miras así todas mis revistas?

—No las estoy gastando, ¿verdad?

—Oye pequeña, no estoy acostumbrada a que las niñas me hablen en ese tono.

=+Zazie se mira de arriba abajo lo que de su adversaria supera las pilas de revistas y suelta:

—¡Zote!

—¿Qué? —dice la quiosquera mientras se dice mierda vaya vocabulario que tiene la mocosa.

Zazie por su parte lamenta no llevar encima ninguna caja de cerillas, hubiera prendido fuego a escondidas al escaparate, sería una buena fogata, con un poco de suerte la mala pécora se podría haber cocido dentro. Pero después de todo siempre podrá volver otro día armada con el material necesario. A no olvidar.

Naturalmente, Zazie no ha respondido nada al «¿qué?», que no era sino un reconocimiento de derrota. Se ha ido hasta la taquilla. Afortunadamente es una hora de poca gente y se demora frente al cartel donde se anuncian las tarifas. Es bastante complicado, Zazie duda otra vez, humillada por tantas vacilaciones: ¿familia numerosa o no? ¿Tarjeta, billete sencillo o pase semanal? ¿Y de qué clase? El primer problema se resuelve de la forma más fácil, por simple sentido común: Zazie es hija única. En cuanto a los otros, no es un asunto de dinero, la colecta le ha proporcionado a Zazie lo suficiente para pagarse dos o tres tarjetas si quisiera. Pero un gasto de este tipo le parece inepto, pueril y torpe (solo faltaba que se quedara con la boca abierta ante los orificios del maquinoide e hiciera alguna pregunta, boba claro está). Se decidió por un billete sencillo de primera clase (Zazie era ahorradora, no avara). Solo quedaba un punto por dilucidar: ¿había que especificar la estación a la que se quería ir? Era poco probable, pues el tío Gabriel le había dicho que podías circular durante horas en el metro sin que nadie te dijera nada. Por otro lado, Zazie no había estudiado el plano aún, ¿cuál podía decir? ¿Panteón? ¿Torre Eiffel? ¿Arco de Triunfo? ¿Obelisco? ¿Notre-Dame? Finalmente no dijo nada y metió su moneda.

Zazie se enfureció al ver lo fácil que era. La empleada ni siquiera la había mirado. No había ninguna explicación que dar. Más lejos, un tipo cortaba confetis con los pedacitos de cartón, un tipo no menos indiferente. Y el reino subterráneo se abría ante ella. Zazie sonrió. Todavía debía escoger entre derecha e izquierda. Optó por la dirección donde había más nombres. Otra escalera. Zazie no se apresura, la barrera está abierta. Un tren entra en la estación: la barrera se cierra. Zazie corre, trata de colarse, empuja, nada que hacer, el convoy arranca otra vez sin ella. Loca de furia, se promete no dejarse pillar nunca más por aquel engañabobos. La luz roja se aleja, la barrera vuelve a abrirse. Zazie no aprovecha inmediatamente esta apertura, todavía se entretiene un poco, pero vamos, no es más que un trasto automático, o sea que ya basta. Se decide. Hela aquí en el andén.

Genial. Un gran túnel cubierto de lustrosos ladrillos blancos. Una iluminación realmente a la última. Una selección de obras maestras de la publicidad contemporánea. Zazie está todavía en el primer estadio de la maravilla (estupefacción) cuando una mole rugiente de ruido y luz viene a detenerse junto al andén. Las puertas se abren. Seres humanos que se desplazan con rapidez, a veces incluso con furia. Las puertas vuelven a cerrarse. Suena un silbato. Y Zazie ya no ve más que la luz roja que se aleja hacia otra estación.

La rapidez de las operaciones metropolitanas hace pasar a Zazie de la estupefacción al pasmo, no exento de cierta irritación. Pero el descubrimiento de la indicación «primera clase» le hace recuperar la confianza, Zazie se sitúa justo debajo de la pancarta y espera bien plantada el siguiente metro. Hela aquí que se detiene. Se abre una puerta. Zazie arremete hacia ella, empujando a varios adultos que protestan débilmente. Ella salta sobre un asiento libre y planta enérgicamente sus nalgas sobre él: el tren vuelve a arrancar ya, es maravilloso.

Es formidable, se dice Zazie a ella misma con su pequeña voz interior, y vaya si ponen cara de capullos, agrega con miras a su instrucción personal. Zazie no se deja impresionar fácilmente por la gente, es verdad, pero debe decirse que la especie humana no cuenta con una representación muy brillante en el vagón en cuestión. Un tipo que sale agotado del trabajo trata de reponer fuerzas, arrastrando una cartera de cuero que lleva colgando del brazo. Dos mujeronas ajadas y mal hechuradas intercambian memeces. En primer plano, una viuda de negro integral, como en provincias.

Zazie los examina de pies a cabeza y de hombro derecho a izquierdo, los estudia en conjunto, de perfil, al detalle, los reconstruye, y concluye que no son demasiado apasionantes. Una nueva estación. Nadie baja. Sube un paleto y va a sentarse al fondo, con mirada temblorosa. Las puertas vuelven a cerrarse, gracias al mecanismo automático y al aire comprimido, y otra vez en marcha. Zazie descubre en este momento dubo, dubon, dubonnet. Se deja llevar por este ritmo encantador, dubo, dubon, dubonnet, dubo, dubon, dubonnet, cruzan varias estaciones, Zazie ya no les presta mucha atención, canturrea para ella dubo, dubon, dubonnet, es incapaz de hacer otra cosa ya.

Zazie oyó una voz que decía lo siguiente: señorita, ella no estaba acostumbrada a que se dirigieran a ella de este modo: señorita, se preguntó si la emisión de este vocablo iba dirigida a ella: señorita. Ante la reiteración, levantó los ojos. Se trataba de un hombre vestido de azul y tocado con un gorro de visera rígida. Llevaba en la mano una pinza incontestable. ¿Qué quería de ella? (interrogación muda). Su billete. No iba a quitárselo, sin embargo. No, se trataba simplemente de hacerle un nuevo agujero. Hecho esto, el revisor se lo devolvió, murmurando gracias, por más que pensara que esa niña pobremente vestida se había colado. Pero no, es el patán el que es descubierto en falta, su billete ya ha sido perforado, el patán no quiere reconocerlo, pretende darse aires pero es un cagón y el funcionario, un tipo bien tozudo este, le demuestra que sus simulaciones no valen un pimiento y que es un desecho apto solo para ser arrojado por el agujero del váter. Zazie sigue la discusión con atención, buena parte de los argumentos emitidos por una y otra parte le resultan oscuros, lo cual la lleva a examinar con más atención su propio pedazo de cartón; constata entonces que la segunda perforación no es circular sino triangular, en el reverso descubre una pequeña y enigmática impresión compuesta de tres cifras. Todas estas particularidades le parecen hostiles, hay seguramente gato encerrado en estos signos, la prueba es que el paleto ha sido obligado a bajar del vagón con un recuerdo en el culo de propina, porque el canguelo no ha mejorado su educación con el tipo de la gorra. Zazie se aconseja a sí misma desconfiar y cuando el tío Gabriel le dijo aquello de que podías estar horas en el metro sin que nadie te dijera nada, bueno, Zazie piensa que el tío Gabriel es un pequeño farsante.

Todavía está más convencida de ello cuando llega al final de la línea. Ya no quedaba nadie en el vagón, ella estuvo esperando pacientemente y otro tipo con gorra la hizo desfilar. Leyó: a partir de esta puerta los billetes dejan de ser válidos y palideció.

No conocía lo suficiente los usos y costumbres para que se le ocurriera decir: se me ha pasado mi estación, me permite cambiar de andén, y el tipo simplemente habría gruñido su autorización con la perforadora de billetes. Pero ella no sabía nada de eso. Subió lentamente las escaleras que llevaban a la superficie.

Eso era todo. Zazie se encontraba en una de las entradas de la ciudad. Magníficos rascacielos de cinco y seis pisos bordeaban una suntuosa avenida recorrida por innumerables vehículos en ambos sentidos. Una espesa riada de gente corría un poco por todas partes. Una vendedora de globos y la música de unos caballitos daban una nota melancólica a la belleza del espectáculo. Aún maravillada, Zazie no pudo contener sin embargo su rabia por haberse dejado expulsar tan rápidamente a la superficie.

gato