IX

—Oído al parche, partida de lelos —dice Fédor Balanovitch—. A su derecha tienen la estación de Orsay. No anda mal de arquitectura y su contemplación puede servirles de consuelo en el caso de que no lleguemos a tiempo a la Sainte-Chapelle, lo que pueden dar por seguro con todos los puñeteros embotellamientos provocados por esta huelga de los cojones.

Los viajeros, hermanados por una incomprensión unánime y total, se quedaron de un aire. Los más fanáticos ni siquiera se molestaron en escuchar los gruñidos del altavoz: retorcidos en sus asientos, solo tenían ojos para contemplar con emoción al superguía Gabriel.

Este les sonrió. El gesto pareció infundirles esperanza.

—Sainte-Chapelle, Sainte-Chapelle —balbuceaban—, Sainte-Chapelle…

—Sí, sí —dijo amablemente Gabriel—. La Sainte-Chapelle (pausa) (gesto), una joya del ante gótico (gesto) (pausa).

—No empieces otra vez a largar chuminadas —dijo ácidamente Zazie.

—Siga, siga —gritaron los viajeros cubriendo la voz de la niña—. Queguemosoir, queguemosoir —añadieron en un ímprobo esfuerzo mangoldiano.

—No te dejarás acoquinar —dijo Zazie.

La niña pellizcó a su tío a través de la tela del pantalón, con las uñas, y retorció malignamente su presa. El dolor fue tan agudo que gruesos lagrimones empezaron a deslizarse por las mejillas de Gabriel. Los viajeros, que a pesar de su amplia experiencia en cosmopolitismo, nunca habían visto llorar a un guía, se inquietaron. Y tras analizar este extraño comportamiento —los unos, según el método deductivo; los otros, según el inductivo— llegaron a la conclusión de que se imponía aflojar la mosca. Inmediatamente organizaron una colecta y depositaron el fruto de la misma sobre las rodillas del desventurado, cuyas facciones se iluminaron instantáneamente con una sonrisa motivada más por la interrupción del tormento que por la gratitud, pues la cantidad recaudada era bastante exigua.

—Todo esto debe parecerles muy extraño —dijo tímidamente a los viajeros.

Una de las francófonas más expertas expresó el sentir general:

—¿Y la Sainte-Chapelle?

—Olalá —exclamó Gabriel con gesto amplio.

—Se dispone a hablar —explicó la políglota a sus congéneres en correcta lengua nativa.

Algunos viajeros, estimulados, se encaramaron a los asientos para no perderse un ápice del discurso ni de la mímica. Gabriel carraspeó para infundirse ánimo. Pero Zazie volvió al ataque.

—¡Ay! —dijo Gabriel en tono perfectamente audible.

—¡Pobre hombre! —exclamó la señora políglota.

—¡Viborezno! —murmuró Gabriel frotándose el muslo.

—Te comunico —le susurró Zazie al oído— que pienso evaporarme en el próximo semáforo. Tú verás lo que haces.

—¿Cómo volveremos a casa? —gimoteó Gabriel.

—Ya te he dicho que no tengo ganas de volver.

—Pero van a seguirnos…

—Si no bajamos —dijo Zazie con saña—, les digo que eres un hormosexual.

—Primero: no es verdad —dijo apaciblemente Gabriel—. Segundo: no te entenderán.

—Si no es verdad, ¿por qué el sátiro te dijo que lo eras?

—Para el carro (gesto). Está por demostrar que sea un sátiro.

—¿Qué necesitas para convencerte?

—¿Que qué necesito? ¡Hechos!

Y volvió a trazar un gesto amplio con expresión de arrebato que impresionó hondamente a los viajeros, fascinados por el misterio de aquella conversación que tantas asociaciones de ideas exóticas unía a la natural dificultad del vocabulario.

—Por lo demás —añadió Gabriel—, cuando lo trajiste decías que era un poli.

—Sí, pero ahora digo que es un sátiro. Y además tú no entiendes de eso.

—Por favor (gesto). Sé perfectamente lo que es un sátiro.

—¿Lo sabes?

—Perfectamente —contestó Gabriel, ofendido—. Más de una vez me he visto obligado a rechazar asaltos de esa naturaleza. ¿Te sorprende?

Zazie se desternilló.

—No me sorprende en absoluto —dijo la señora francófona, comprendiendo vagamente que se adentraban por el terreno de los complejos—. ¡En absoluto!

Y contempló al coloso con mirada no exenta de languidez.

Gabriel se ruborizó y se ajustó el nudo de la corbata tras comprobar, con un dedo tan rápido como discreto, que la bragueta estaba herméticamente cerrada.

—¡Vaya! —dijo Zazie, cansada de reír—. No resultas muy original… Entonces, ¿qué? ¿Pegamos el corte?

Y le pellizcó otra vez, a conciencia. Gabriel dio un bote mientras volvía a gritar ay. Nada le impedía atizar a su verdugo un guantazo que le saltara dos o tres dientes, pero ¿qué dirían entonces sus admiradores? Prefería desaparecer repentinamente de su vista a dejarles la imagen pustulosa y reprobable de un torturador de niños. Así que, aprovechando la oportunidad brindada por un nuevo y considerable embotellamiento, bajó tranquilamente del autobús, seguido por Zazie, a la vez que dedicaba pequeños gestos de complicidad a los desconcertados viajeros en una hipócrita maniobra para engañarlos. El autobús, efectivamente, arrancó antes de que los susodichos pudieran tomar las medidas ad hoc. A todo esto, Fédor Balanovitch —a quien las idas y venidas de Gabriela dejaban perfectamente al fresco— no tenía más preocupación que la de conducir el rebaño hasta el lugar requerido antes de que los guardianes del museo se fueran de chatos. Y ello porque un fallo así en el programa era irreparable: los viajeros salían al día siguiente rumbo a Gibraltar para visitar las antiguas fortificaciones. Había que respetar el itinerario.

Zazie contempló cómo se alejaban, emitió una risita y acto seguido, fiel a una costumbre rápidamente arraigada, cogió entre sus uñas, a través de la tela del pantalón, un pedazo de chicha de su tío y le imprimió una rotación helicoidal.

—¡Tus muertos! —aulló—. ¡Déjame en paz de una puñetera vez con este jodío jueguecito que no tiene maldita la gracia! ¿Te enteras?

—Tío Gabriel —dijo Zazie sin inmutarse—, aún no me has explicado si eres o no hormoxesual, primero, y segundo: tampoco me has dicho dónde aprendiste todas esas exquisiteces en extranjero que soltabas hace un momento. Contesta.

—Para ser una mocosa no te falta continuidad de ideas —observó lánguidamente Gabriel.

—Contesta —repitió Zazie, atizándole un puntapié en la espinilla.

Gabriel empezó a saltar a la pata coja haciendo muecas.

—¡Ay! ¡Cómo duele! —gritaba—. ¡Cómo duele! ¡Ay!

—Contesta —dijo Zazie.

Una señora que merodeaba por allí se acercó a la niña para decirle:

—¿No te das cuenta de que le haces daño a este pobre señor, rica? A las personas mayores no se las trata así.

—Las personas mayores me la sudan —contestó Zazie—. No quiere responder a mis preguntas.

—Eso no es motivo. La violencia, mi querida amiguita, debe evitarse a cualquier precio en las relaciones con nuestros semejantes. Es condenable en grado sumo.

—¡Condenable por aquí! (gesto) —exclamó Zazie—. ¿Quién le ha dado vela en este entierro?

—¿Se ha muerto alguien? —preguntó, asustada, la señora.[10]

—¿Por qué no deja en paz a la criatura? —preguntó Gabriel, que se había sentado en un banco.

—Su concepto de la educación debe de ser algo extraño —dijo la señora.

—La educación me la suda —comentó Zazie.

—Para convencerse de ello no tiene usted más que oírla hablar (gesto). ¡Es de una grosería inadmisible! —dijo la señora dando muestras de vivo disgusto.

—¡Métase en sus bragas! —dijo Gabriel—. Tengo ideas propias en materia de educación.

—¿Cuáles? —preguntó la señora, colocando el susodicho indumento en el banco, al lado de Gabriel.[11]

—Ante todo, comprensión.

Zazie se sentó al otro lado de Gabriel y le pellizcó, esta vez con suavidad.

—¿Qué hay de mi pregunta? —dijo melindrosamente—. ¿No la contestas?

—Al fin y al cabo no puedo echarla al río —murmuró Gabriel restregándose el muslo.

—Sea comprensivo —dijo la señora con la más resplandeciente de sus sonrisas.

Zazie se inclinó hacia ella y le dijo:

—¿Va a seguir tirándole los tejos a mi tío? Lo digo porque está casado.

—Señorita, sus insinuaciones no corresponden a lo que cabe esperar de una señora en estado de viudez.

—Si pudiera esfumarme —murmuró Gabriel.

—Antes contesta —dijo Zazie.

Gabriel se enfrascó en la contemplación del cielo simulando el más completo desinterés.

—No parece muy decidido a hacerlo —observó la señora con objetividad.

—Eso lo veremos.

Zazie esbozó el gesto de pellizcarle. Su tío saltó antes de que la niña lo tocara. Los dos representantes del sexo débil demostraron un vivo regocijo. El de más edad, conteniendo la risa, formula la siguiente pregunta:

—¿Qué querías que te dijese?

—Si es hormosexual o no.

—¿Quién? —preguntó la señora— (pausa). Salta a la vista.

—¿Salta a la vista, qué? —preguntó Gabriel en tono amenazador.

—Que es una de esas.

Tan divertidas le parecieron sus palabras que casi se atragantó de risa.

—¡No me diga! —exclamó Gabriel dándole una palmadita en el hombro, a consecuencia de la cual la viuda dejó caer el bolso.

—Con usted no se puede razonar —dijo la víctima mientras recogía los objetos diseminados sobre el asfalto.

—No eres muy galante con la señora —dijo Zazie.

—Negarse a contestar las preguntas de una niña no es el mejor sistema para educarla —añadió la viuda sentándose otra vez al lado de Gabriel.

Los dientes de este rechinaron.

—Venga, dígaselo de una vez. ¿Lo es o no lo es?

—No y mil veces no —contestó firmemente Gabriel.

—Ellas siempre lo niegan —hizo notar la señora, que aún no estaba convencida.

—En realidad —dijo Zazie— me gustaría saber en qué consiste.

—¿En qué consiste qué?

—Eso de ser hormosexual.

—¿Es que no lo sabes?

—Tengo una ideílla, pero preferiría que alguien me la confirmara.

—¿Y cuál es tu ideílla?

—Tío, saca un momento el pañuelo.

Gabriel, suspirando, obedeció. La calle se llenó de efluvios.

—¿Ve usted a lo que me refiero? —preguntó incisivamente Zazie.

La viuda musitó:

—Barbouze, de Fior.

—Exactamente —dijo Gabriel, guardándose el pañuelo—. Un perfume para hombres.

—En eso tiene razón —dijo la viuda.

Y luego, dirigiéndose a Zazie:

—No has comprendido nada.

La niña, en el colmo de la humillación, se vuelve hacia su tío:

—Entonces, ¿por qué el fulano te acusó de serlo?

—¿Qué fulano? —preguntó la señora.

—El fulano —contestó Gabriel mirando a Zazie— dijo que tú estabas haciendo la carrera.

—¿Qué carrera? —preguntó la viuda.

—¡Ay! —gritó Gabriel.

—No te pases de la raya, rica —dijo la señora fingiendo indulgencia.

—Métase los consejos donde le quepan.

Y pellizcó nuevamente a su tío.

—Los niños son realmente encantadores —murmuró distraídamente Gabriel, pechando con su martirio.

—Si no le gustan los niños —dijo la señora—, ¿por qué se encarga de educarlos?

—Eso es largo de explicar —dijo Gabriel.

—Explíquemelo —insistió la viuda.

—No, gracias —dijo Zazie—. Me lo sé de memoria.

—Pero yo no —observó la viuda.

—¡Ya mí qué! Venga, tío, no creas que me he olvidado de la pregunta.

—Para ser una mocosa no le falta continuidad de ideas —comentó la señora, convencida de la originalidad de su observación.

—Es testaruda como un borriquito —dijo tiernamente Gabriel.

La señora hizo entonces el siguiente comentario, no menos juicioso que el anterior:

—Parece como si no la conociese usted a fondo. Tengo la impresión de que empieza a descubrir sus cualidades poco a poco.

Lo de cualidades lo dijo entre comillas.

—Cualidades por aquí (gesto) —gruñó Zazie.

—Es usted un águila —dijo Gabriel—. Efectivamente, solo la conozco desde ayer.

—Ya veo.

—¿Qué ve? —preguntó la niña en tono ácido.

—Ni ella misma lo sabe —dijo Gabriel, encogiéndose de hombros.

La viuda, pasando por alto este paréntesis peyorativo, añadió:

—¿Es su sobrina?

—De toda la vida —contestó Gabriel.

—Y él es mi tía —añadió Zazie, que en su ignorancia (excusable en razón de su corta edad) creía haber inventado un chiste.

—¡Hello! —gritaron unos individuos que en aquel momento bajaban de un taxi.

Los viajeros más forofos de Gabriel, una vez recuperados de su estupor, se habían lanzado en pos del superguía —encabezados por la señora francófona— a través del laberinto luteciano y el magma de los embotellamientos. Y bien podían presumir de tenerla lisa, puesto que lo habían encontrado. Todos manifestaron sin rebozo su alegría, hasta tal extremo desprovistos de rencor que ni siquiera se les pasó por la cabeza la posibilidad de que hubiera motivos para tenerlo. Se apoderaron de Gabriel al grito de ¡Sus y a la Santa Capilla!, y lo arrastraron hasta el autobús, embutiéndolo en él con rara habilidad. A continuación, se le amontonaron encima para que no pudiera remontar el vuelo antes de enseñarles su monumento favorito con todo lujo de detalles. En cuanto a Zazie, nadie se preocupó lo más mínimo de incorporarla al grupo. La señora francófona se limitó a hacerle un pequeño gesto amistoso y de irónica pseudocomplicidad mientras el tiburón arrancaba, a la par que la otra señora —aunque viuda, no menos francófona— saltaba como una gallina cloqueante. Los ciudadanos de ambos sexos que a la sazón pululaban por allí, se replegaron hacia posiciones menos expuestas y ajetreadas.

—Si no deja de gritar —refunfuñó Zazie— terminará por conseguir que se nos eche encima la pasma.

—Tontina —dijo la viuda—, precisamente grito para eso. ¡A los raptores! ¡A los raptores!

Por fin se presenta un agente, atraído por los rebuznos del carcamal.

—¿Kepasa? —pregunta.

—Nadie le ha llamado —dice Zazie.

—Entonces, ¿a qué viene tanto follón? —pregunta el poli.

—Acaban de raptar a un hombre —dice la viuda, jadeante—. Y además buen mozo.

—Cagüen —murmuró el poli, relamiéndose.

—Es mi tía —dice Zazie.

—¿Y él? —pregunta el polizonte.

—Acabo de decirle que es mi tía… ¡A ver si espabilamos!

—¿Y ella, entonces?

Señalaba a la viuda.

—¿Ella? Nadie.

El polismán se calló, esforzándose por asimilar el busilis del asunto. La viuda, aguijoneada por el epíteto zázico, concibió en el acto un audaz proyecto.

—Corramos tras los raptores —dijo—. Y en la Sainte-Chapelle lo pondremos en libertad.

—Hay una tirada —hizo notar burguésmente el guardia—. ¿Me toma por un atleta?

—No pretenderá que le pague un taxi.

—Bien dicho —exclamó Zazie, que era más bien agarrada—. No es tan tonta como creía.

—Muchas gracias —dijo la señora, halagada.

—No hay de qué darlas —contestó Zazie.

—Permítame que insista —dijo la señora—. Ha sido muy amable por su parte.

—Por favor, por favor… —cortó modestamente Zazie.

—A ver si terminan de hacerse zalemas —dijo el poli.

—A usted nadie le ha pedido nada —dijo la señora.

—Así son las mujeres —exclamó el guardia—. ¿Cómo que no me han pedido nada? Todavía no hace un minuto estaba usted pidiéndome que me herniara atravesando la ciudad de punta a punta. Si eso no es nada, bueno, entonces es que no entiendo nada de nada.

Añadió en tono nostálgico:

—Las palabras ya no tienen el mismo significado que antes.

Y suspiró, mirándose la punta de las botas.

—Todo esto no me devuelve a mi tío —dijo Zazie—. Van a decir que he querido escaparme otra vez y no es verdad.

—No te preocupes, rica —dijo la viuda—. Estaré a tu lado para responder de tu buena voluntad e inocencia.

—La verdadera inocencia —dijo el guardia— no necesita demostración.

—¡Mira con lo que sale el cerdo este! —exclamó Zazie—. Se le ve venir a una legua. Todos son iguales.

—¿Tan bien los conoces, mi pobre niña?

—No puede imaginarse hasta que punto, mi pobre señora —contesta Zazie con una mueca—. Con decirle que mamá le partió la cabeza a papá con un hacha… Después de eso, comprenderá que de polis sé un rato largo, querida mía.

—Lo que me quedaba por oír —dice el guardia.

—Y no digamos los jueces —dice Zazie—. Peor aún. Todos…

—Todos unos mierdas —tercia el guardia con imparcialidad.

—Y usted que lo diga —corrobora Zazie—. Lo mismito que los polis. Sepa usted, por si le interesa saberlo, que a los unos y a los otros se la metí en… (gesto).

La viuda, estupefacta, no le quitaba ojo.

—En lo que a mí respecta —dijo el guardia—, ¿cómo piensas hacer para metérmela en… (gesto)?

Zazie le miró fijamente.

—Yo he visto su cara en alguna parte —dijo.

—Me extrañaría —dijo el polismán.

—¿Por qué? ¿Por qué no puedo haberle visto en alguna parte?

—Sí. ¿Por qué no? —dijo la viuda—. La pequeña tiene razón.

—Muchas gracias, señora —dijo Zazie.

—No hay de qué darlas.

—Permítame que insista.

—Se están cachondeando de mí —murmuró el guardia.

—¿Y bien? —preguntó la viuda—. ¿Esto es todo lo que sabe usted hacer? A ver, muévase un poco.

—Estoy segura de haberlo visto en alguna parte —dijo Zazie.

Pero la viuda había trasladado bruscamente su admiración al polizonte.

—Demuestre sus habilidades —le dijo, subrayando las palabras con una mirada afrodisíaca y vulcanizante—. Un agente de policía tan bien plantado como usted debe saber muchos trucos. Dentro de la legalidad, se entiende.

—Es un calzonazos —dijo Zazie.

—Ni por asomo —dijo la señora—. Necesita estímulo. Hay que ser comprensivo.

Y volvió a obsequiarle con una mirada húmeda e incandescente.

—Esperen —dijo el polismán, poniéndose repentinamente en movimiento—, esperen y verán lo que es bueno. Van a enterarse de quién es Trouscaillon.

—¡Se llama Trouscaillon! —exclamó Zazie, entusiasmada.

—Y yo —dijo la viuda ruborizándose—, yo me llamo señora Mouaque. Como todo el mundo —añadió.

multitud