VII
Gridoux almorzaba en su tabuco para no desperdiciar clientes, caso de que se presentara alguno. Lo cierto es que a aquella hora nunca venía nadie, pero almorzar sobre el terreno presentaba, además, la ventaja de que, precisamente por eso, Gridoux podía manducar con absoluta tranquilidad. Y la manduca consistía casi siempre en un humeante plato de carne picada con puré de patata que Mado Ptits-pieds le traía después de la hora punta, a eso de la una.
—Creía que hoy tocaban callos —dijo Gridoux estirándose para alcanzar la botella de morapio escondida en un rincón.
Mado Ptits-pieds se encogió de hombros. ¡Macanas! Y Gridoux lo sabía muy bien.
—¿Y el fulano? —preguntó el zapatero—. ¿Qué hace?
—Está terminando de jalar. No dice ni pío.
—¿No te hace preguntas?
—Ni una.
—¿Y Turandot? ¿Habla con él?
—No se atreve.
—Poca curiosidad.
—No es falta de curiosidad. Es que no se atreve.
—Ya.
Gridoux se lanzó sobre la pitanza, cuya temperatura empezaba a ser razonable.
—¿Qué será luego? —preguntó Mado Ptits-pieds—. ¿Roquefort? ¿Camembert?
—¿Cómo está el roquefort?
—Se mueve poco.
—Entonces el otro.
Cuando Mado Ptits-pieds ya se iba, Gridoux le preguntó:
—¿Y él? ¿Qué ha jamado?
—Lo mismito que usted. Idéntico.
La camarera salvó corriendo los diez metros que separaban el tabuco de La Cave. Dentro de poco volvería con informaciones más detalladas. Gridoux, efectivamente, no se daba por satisfecho, pero los datos suministrados parecieron entretener sus meditaciones hasta que apareció ante él un triste trozo de queso, servido por Mado Ptits-pieds, de nuevo allí.
—¿Qué hay del fulano? —inquirió Gridoux.
—Se está tomando un café.
—¿Dice algo?
—Ni pío.
—¿Ha comido bien? ¿Con apetito?
—Eso parece. Tragaba a toda velocidad.
—¿Qué tomó de primer plato? ¿Sardina de la casa o ensalada de tomate?
—Ya le he dicho que lo mismo que usted. No ha tomado primer plato.
—¿Y de bebida?
—Tinto.
—¿Un cuarto? ¿Medio litro?
—Medio litro. No le queda ni una gota.
—Vaya, vaya —exclamó Gridoux con evidente interés.
Antes de meterle mano al queso se sacó meditabundamente, con un hábil movimiento de succión, varias hebras de carne incrustadas entre los dientes.
—¿Y en lo relativo a hacer aguas? —preguntó—. ¿No ha ido al retrete?
—No.
—¿Ni siquiera para mear?
—No.
—¿Ni para lavarse las manos?
—No.
—¿Qué cara pone ahora?
—Ninguna.
Gridoux la emprende con una descomunal rebanada de pan y queso, hecha a conciencia, con la corteza del camembert acumulada en el extremo opuesto, dejando así el mejor bocado para el final.
Mado Ptits-pieds le mira distraídamente, sin prisa, aunque su tarea no ha terminado. Hay clientes que aún no han pedido la cuenta. El fulano (según cree), por ejemplo. Se apoyó en el banco del zapatero y aprovechó la coincidencia de que Gridoux, por estar comiendo a dos carrillos, no podía darle a la lengua, para abordar sus propios problemas.
—Es un tipo serio —dijo—. Con un buen oficio, porque tener un taxi es buena cosa, ¿no?
—(Gesto.)
—Y no muy viejo. Ni demasiado joven. Buena salud. Lo que se dice un roble. Seguramente con algunos ahorros. Sí, Charles lo tiene todo. Con un solo defecto: es demasiado romántico.
—Ajá —admitó Gridoux entre bocado y bocado.
—Cuando le veo fisgando en el consultorio sentimental, o en los anuncios por palabras de cualquier periodicucho para mujeres, me pongo negra. ¿Cómo puede usted creer, le digo, cómo puede usted creer que ahí va a encontrar un mirlo blanco? Si ese mirlo existiese, no pondría el nido en medio de esa basura y se las arreglaría para que lo encontrasen sin necesidad de anuncios, ¿no?
—(Gesto.)
Gridoux ha llegado al final de la rebanada. Deglute el último trozo, se mete cachazudamente entre pecho y espalda un vaso de vino y vuelve a colocar en su escondite la botella.
—¿Y Charles? —pregunta—. ¿Qué opina del asunto?
—Sale siempre por peteneras… Cosas como: ¿y tu pajarito?, ¿qué me dices de tu pajarito?, ¿lo sacas mucho del nido? Bromas. Se hace el sordo.
—Tienes que declararte.
—No crea que no he pensado en ello, pero es difícil dar con el momento justo. A veces me lo encuentro en el rellano de la escalera, por ejemplo, y charlamos un rato. Pero en esos momentos no se me ocurre nada, no tengo presencia de espíritu (pausa) para hablarle como haría falta (pausa). Lo mejor sería invitarle a cenar una noche. ¿Cree usted que aceptaría?
—Rechazar la invitación no sería muy educado por su parte.
—Ahí duele. Charles, la verdad, no siempre es educado.
Gridoux esbozó un gesto de protesta. Turandot, desde la puerta del establecimiento, gritaba: ¡Mado!
—¡Voy! —contestó la interpelada imprimiendo a sus palabras la fuerza necesaria para que cortasen el aire a la velocidad e intensidad deseadas—. En todo caso —añadió en voz más baja, dirigiéndose a Gridoux— lo que no entiendo es por qué cree que en el periódico va a encontrar una gachí mejor que yo, no sé, con la pilila de oro o algo así.
Un nuevo aullido de Turandot le impide formular ulteriores hipótesis. Recoge el servicio y Gridoux vuelve a encontrarse solo con sus zapatos y la calle. Pero no se pone inmediatamente a trabajar. Antes lía lentamente uno de sus cinco cigarrillos cotidianos y se pone a fumar sin prisa. Casi se diría que parece tener el aire de estar reflexionando sobre algo. Una vez terminado el pitillo, apaga la colilla y la coloca cuidadosamente en una caja de grageas contra la tos. Es una costumbre tomada durante la ocupación. En ese momento alguien le dice:
—¿No tendrá usted por casualidad un cordón? Acabo de cargarme uno de los míos.
Gridoux alza los ojos. Apostaría a que es él. Y allí está en efecto el fulano, que sigue diciendo:
—Es una cosa muy molesta, ¿verdad?
—No lo sé —contesta Gridoux.
—Si los tuviera usted amarillos. O en todo caso marrones, pero que no sean negros.
—Echaré un vistazo —dice Gridoux—. No estoy seguro de tener todos esos colores.
No se mueve, limitándose a mirar a su interlocutor. Este finge no darse cuenta.
—No se los he pedido irisados.
—¿Cómo?
—Color arco-iris.
—Ese modelo no lo tengo ahora. Y los demás tampoco.
—¿No son cordones de zapatos lo que hay en aquella caja?
Gridoux gruñe:
—¡Oiga! No me gusta que metan las narices en mis cosas.
—No será usted capaz de negarse a vender un par de cordones de zapatos a un hombre que los necesita… Sería como negarle pan a un hambriento.
—No intente conmoverme.
—¿Y un par de zapatos? ¿Se negaría a vender un par de zapatos?
—Usted mismo se ha perdido —dijo Gridoux.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque yo soy zapatero y no vendedor de zapatos. «Ne sutor ultra crepidam», como decían los antiguos. ¿Comprende el latín? «Usque non ascendam anch’io son pittore adiós amigos»,[7] amén y toma del frasco. Pero me olvidaba de que todo esto no está a su alcance, porque no es usted cura, sino poli.
—Me gustaría saber de dónde se saca usted eso.
—Poli o sátiro.
El fulano se encogió tranquilamente de hombros y dijo sin convicción ni amargura:
—Insultos, ese es el agradecimiento que uno recibe por devolver una niña extraviada a sus familiares. Insultos.
Y, tras suspirar profundamente, añade:
—¡Claro que vaya familiares!
Gridoux separó las posaderas de la silla para preguntar en tono de malas pulgas:
—¿Qué tienen de malo sus familiares? ¿Tiene usted algo contra ellos?
—¡Oh, nada! (sonrisa).
—Diga, diga…
—El tío es una tía.
—¡Falso! —aulló Gridoux—. ¡Completamente falso! Le prohíbo decir eso.
—Usted no puede prohibirme nada, amigo, no recibo órdenes de usted.
—Gabriel —declaró Gridoux solemnemente— es un ciudadano respetable, respetable y honorable. En el barrio todo el mundo le aprecia.
—Una seductora.
—¡Estoy empezando a hartarme de sus aires de superioridad! Le repito que Gabriel no es lo que usted se piensa. ¿Está claro?
—Demuéstrelo —dijo el fulano.
—Nada más fácil —contestó Gridoux—. Está casado.
—Eso no prueba nada —dijo el otro—. También Enrique III, por poner un ejemplo, estaba casado.
—¿Con quién? (sonrisa).
—Con Louise de Vaudemont.
Gridoux se rió sarcásticamente.
—Si esa buena mujer hubiera sido reina de Francia, se sabría.
—Y se sabe.
—Lo sabrá usted de oírlo en la tele (mueca). ¿Se cree las bolas que cuentan por ese trasto?
—Está en todos los libros.
—¿Incluso en la guía de teléfonos?
El fulano no supo qué responder.
—¿Ve? —concluyó Gridoux con sencillez.
Y añadió estas palabras etéreas:
—Créame, no hay que juzgar a la gente por las apariencias. Gabriel actúa en un local de maricas disfrazado de sevillana. Se lo reconozco. Pero ¿qué demuestra eso? ¿Qué demuestra? Venga, deme el zapato, le pondré el cordón.
El fulano se descalzó, sosteniéndose a la pata coja hasta el término de la operación.
—Eso no demuestra nada —siguió diciendo Gridoux—, excepto una cosa: que así se divierten los tontos. Un gigante vestido de torero apenas haría sonreír, pero vista a ese mismo gigante de sevillana y ya verá cómo el personal se despiporra. Y eso no es todo. Gabriel interpreta también la muerte del cisne igualito que en la ópera. Con tuna. Y entonces sí que los espectadores se parten de risa. Dirá usted que la tontería humana es infinita, de acuerdo, pero se trata de un oficio como cualquier otro, ¿no?
—¡Vaya oficio! —se limitó a decir el fulano.
—¿Cómo que vaya oficio? —replicó Gridoux mirándolo de arriba abajo—. ¿Y usted qué? ¿Acaso está orgulloso de su oficio?
El fulano no contestó.
(Pausa doble.)
—Aquí tiene su zapato con el cordón nuevo —siguió Gridoux.
—¿Cuánto es?
—Nada —dijo Gridoux.
Y añadió:
—Es usted hombre de pocas palabras, ¿eh?
—¿Cómo se atreve a decirme eso? Al fin y al cabo soy yo quien ha venido a hablar con usted.
—Sí, pero no contesta a las preguntas que se le hacen.
—¿A cuáles, por ejemplo?
—¿Le gustan las espinacas?
—Con curruscos las paso, pero no me vuelven loco.
Gridoux se quedó pensativo. Al cabo de un instante lanzó una andanada de juramentos en voz baja.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el fulano.
—Daría cualquier cosa por saber qué diablos busca usted por aquí.
—He venido a traer una niña extraviada a casa de sus familiares.
—Terminará por conseguir que me lo crea.
—Y la cosa me ha traído no pocos quebraderos de cabeza.
—Nada grave —dijo Gridoux.
—No me refiero al asunto del rey de la seguidilla y de la princesa de los yins azules (pausa). Hay cosas peores.
El fulano había terminado de anudarse el zapato.
—Cosas peores —repitió.
—¿Cuáles? —preguntó Gridoux, impresionado.
—He devuelto la niña a sus parientes, pero me he perdido yo.
—¡Hombre! Eso no tiene importancia —dijo Gridoux, tranquilizado—. Coja usted la primera a la izquierda y un poco más abajo encontrará la estación del metro. Como ve, no es difícil.
—No se trata de eso. Soy yo, yo, quien me he perdido.
—No le entiendo —dijo Gridoux, de nuevo algo inquieto.
—Hágame preguntas, hágame preguntas y enseguida lo entenderá.
—Pero usted no contesta a las preguntas.
—¡Qué injusticia! Como si no le hubiera contestado a lo de las espinacas.
Gridoux se rascó la cabeza.
—A ver, dígame por ejemplo…
Pero no fue capaz de seguir. Estaba desconcertado.
—Venga —insistía el fulano—, venga…
(Pausa.) Gridoux bajó la mirada.
El fulano vino en su ayuda.
—Por ejemplo: ¿le interesaría saber mi nombre?
—Sí —dijo Gridoux—, eso es, su nombre.
—Pues no lo sé.
Gridoux levantó la mirada.
—¡Venga ya! —dijo.
—Le digo que no lo sé.
—¿Y eso por qué?
—Sin por qué. Sencillamente no lo sé. Nunca me lo aprendí de memoria.
(Pausa).
—Se está burlando de mí —dijo Gridoux.
—¿Por qué iba a burlarme?
—¿Es necesario aprenderse el nombre de uno de memoria?
—Usted —dijo el fulano—, ¿cómo se llama?
—Gridoux —contestó ingenuamente Gridoux.
—¿Cómo sabe su nombre de memoria?
—Pues es verdad —murmuró Gridoux.
—Pero en mi caso lo peor es que tampoco sé si alguna vez he tenido nombre.
—¿Nombre?
—Nombre.
—No es posible —murmuró Gridoux, abrumado.
—Posible, posible, ¿qué significa esa palabra cuando, sencillamente, es así?
—¿De verdad no ha tenido nunca un nombre?
—Eso parece.
—¿Y la cosa no le ha creado problemas?
—No demasiados.
(Pausa.)
El fulano repitió:
—No demasiados.
(Pausa.)
—¿Y su edad? —preguntó bruscamente Gridoux—. ¿Tampoco sabe su edad?
—En efecto —contestó el fulano—. Puede apostar a que no la sé.
Gridoux examinó atentamente el rostro de su interlocutor.
—Debe andar por los…
Se interrumpió.
—No es fácil de calcular —murmuró.
—¿Verdad? Así que cuando me pregunta por mi profesión, ya ve que no puedo decírsela, aunque quiera.
—Claro que no —admitió Gridoux con angustia.
El fulano, al oír el ruido de un motor catarroso, se volvió. Un taxi del año de la pera pasaba por la calle. En su interior iban Gabriel y Zazie.
—Parece que el personal sale de paseo —dijo el fulano.
Gridoux no hizo ningún comentario. Ojalá su interlocutor se fuera también a pasear.
—Gracias por el cordón.
—De nada —dijo Gridoux.
—¿Dónde decía usted que estaba el metro? ¿Por allí? (gesto).
—Eso es. Por allí.
—Es una información muy útil —comentó el fulano—. Sobre todo teniendo en cuenta que hay huelga.
—Por lo menos puede echar un vistazo al plano —dijo Gridoux.
Empezó a martillear con ahínco una suela y el fulano se marchó.