I
Peroquienapestasí, se preguntó Gabriel, crispado. Te pongas como te pongas, no se lavan jamás. El periódico dice que en París no llegan al 11 por 100 los pisos con cuarto de baño, y no es que la cosa me sorprenda, pero uno puede lavarse de mil formas. Ninguno de estos debe de hacer grandes esfuerzos. Claro que tampoco hay motivo para suponer que los han escogido entre los más guarros de París. Están aquí por casualidad. No veo por qué la gente de la estación de Austerlitz va a oler peor que la de la estación de Lyon. No, no hay motivo. Y, sin embargo, ¡qué olor!
Gabriel sacó de la manga un pañuelo de seda de color malva y se tapó las narices.
—¿De dónde sale esta peste? —dijo una mujer en voz alta.
No pensaba en sí misma. No era egoísta. Se refería a los efluvios desprendidos por aquel caballero.
—Esto, señora mía —contestó Gabriel de bote pronto—, esto es Barbouze, un perfume de Fior.
—Atufar así a la gente tendría que estar prohibido —siguió el vejestorio, consciente de sus derechos.
—Si no ando equivocado, señora mía, usted cree que su fragancia natural deja chiquitas a las rosas. Pues nada de eso, señora mía, nada de eso.
—¿Has oído? —exclamó la mujer dirigiéndose a un tipejo que se encontraba junto a ella y que probablemente estaba autorizado por la ley a cepillársela dentro de un orden—. ¿Has oído como me falta este guarro?
El tipejo consideró la corpulencia de Gabriel y se dijo: es un grandullón, pero los grandullones suelen resultar unos pedazos de pan, jamás abusan de su fuerza para no parecer cobardes… Y, sacando pecho, gritó:
—¡Eh, gorila, por aquí dicen que apestas!
Gabriel suspiró. Tener que recurrir, una vez más, a la violencia. ¡Cuán nauseabunda obligación! Siempre lo mismo, desde que el primer homínido apareció en la Tierra. Pero lo que se impone, se impone. Él no tenía la culpa de que los débiles se empeñasen en jorobar el mundo. Aun así decidió conceder la última oportunidad a aquella mosquita muerta.
—Repite lo que has dicho —contestó.
El tipejo, ligeramente sorprendido al ver que la mole le replicaba, tardó unos segundos en perfilar la respuesta ad hoc.
—Repetir, ¿qué?
Chúpate esa, pensó el tipejo. Lo malo era que el armario de luna, errequerre, se inclinaba ya hacia él profiriendo un octosílabo monofásico:
—Loqueacabasdedecir…
El tipejo empezó a asustarse. Había sonado su hora, el momento de esgrimir un escudo verbal, cualquiera que fuese. Le salió un alejandrino:
—Nadie le ha dado permiso para tutearme.
—Gallina —dijo lacónicamente Gabriel.
Y levanta el brazo como para descargar un mamporro. Su interlocutor, sin insistir, se deja caer entre las piernas de sus vecinos. Está a punto de llorar. En eso, por suerte, llega el tren a la estación y cambia el tercio. La aromática chusma dirige su mirada multitentacular hacia los recién llegados, que desfilan ante ellos. En cabeza, apretando el paso, figuran los ejecutivos, con un sansonite en la mano por todo equipaje e ínfulas de saber viajar mejor que nadie.
Gabriel mira a lo lejos. Seguro que estas dos vienen en cola, con las mujeres ya se sabe, siempre las últimas. Pero no, junto a él aparece una mocosa, que le dice:
—Soy Zazie. Y apuesto a que tú eres el tío Gabriel.
—En efecto —responde solemnemente el interpelado—. Sí, soy tu tío Gabriel.
La mocosa se echa a reír. Gabriel, sonriendo con cortesía, la levanta hasta la altura de sus labios, le da un beso, recibe otro y la deja otra vez en el suelo.
—Hueles raro —dice la niña.
—Barbouze de Fior —explica el coloso.
—¿Me pondrás una gota detrás de las orejas?
—Es un perfume for men.
—Ahí la tienes —dice Jeanne Lalochère, asomando por fin—. Te has empeñado en ocuparte de ella, así que ahí la tienes.
—Todo irá bien —dice Gabriel.
—¿Puedo fiarme de ti? Compréndelo, no quiero que termine violada por toda la familia.
—Pero mami, sabes de sobra que la última vez llegaste en el momento junto.
—De todos modos —dice Jeanne Lalochère— no quiero que vuelvas a las andadas.
—Puedes estar tranquila —dice Gabriel.
—De acuerdo. Entonces lo dicho: volvemos a encontrarnos aquí pasado mañana para coger el tren de las seis y sesenta.
—En las salidas.
—Se sobrentiende —dice Jeanne Lalochère—. Por cierto: ¿qué tal anda tu mujer?
—Bien, gracias. ¿No vas a venir a vernos?
—No tendré tiempo.
—Siempre es así cuando se trae entre manos un maromo —dice Zazie—. La familia, entonces, le importa un bledo.
—Baybay, chata. Chao, Gaby.
Se va.
Zazie comenta lo sucedido:
—Está majara.
Gabriel se encoge de hombros. No dice nada.
Le quita la maleta a Zazie. Solo entonces dice:
—En marcha.
Y se lanza hacia delante, proyectando a derecha e izquierda todo lo que le sale al paso. Zazie trota detrás.
—Tío —aúlla—. ¿Tomamos el metro?
—No.
—¿Cómo que no?
Frenazo. Gabriel la imita, se vuelve, deja en el suelo la maleta y aclara:
—Como lo oyes: no. Hoy, nasti. Están de huelga.
—¿De huelga?
—Como lo oyes: de huelga. El metro, ese medio de transporte eminentemente parisino, dormita bajo tierra, porque los taladradores de billetes se han cruzado de instrumentos.
—¡Cerdos! —exclama Zazie—. ¡Cabrones! ¡Hacerme eso a mí!
—No solo a ti —dice Gabriel con objetividad.
—¡Me importa un comino! Soy yo la que pago el pato, sí, yo, que estaba tan contenta, tan feliz y tan contenta y tan… todo, porque iba a pasearme en el metro. ¡Mierda, mierda, mierda!
—Tienes que hacerte a la idea —dijo Gabriel, que a veces revestía sus palabras con un tomismo de raíz ligeramente kantiana.
Y enseguida, pasando al plano de la cosubjetividad, añadió:
—Y además aprieta el paso, charlatana. Charles nos espera.[1]
—¡Pues anda que no es viejo! —exclamó Zazie, enfurecida—. Ese chiste viene hasta en las Memorias del general Vermot.
—Te estás pasando de lista —dijo Gabriel—. Charles es un amiguete que tiene un taxi. Le he dicho que nos lo reserve precisamente por la huelga. ¿En-ten-di-do? ¡Pues en marcha!
Volvió a coger la maleta con una mano mientras con la otra tiraba de Zazie.
Charles, efectivamente, los esperaba leyendo la sección de Corazones Solitarios en una revista. Llevaba ya varios años en busca de una jamona a la que hacer donación de sus cuarenta y cinco castañas. Pero invariablemente encontraba demasiado tontas o demasiado sosas a todas las que contaban sus penas en las hojas de aquel semanario. Taimadas o hipócritas. Olfateaba la paja entre las vigas de sus lamentaciones y no tardaba en descubrir la mala leche escondida bajo la que más aires de bobalicona se daba.
—Buenos días, pequeña —le dijo a Zazie sin mirarla, colocándose cuidadosamente la revista bajo el trasero.
—No está mal su cacharro —contestó Zazie.
—Sube —dijo Gabriel— y no seas esnob.
—Esnob lo será tu padre.
—La sobrinita no se chupa el dedo —dijo Charles, metiendo la llave en su agujero y girándola para encender el motor.
Gabriel, con mano ligera a la par que vigorosa, envía a su sobrina al fondo del taxi y se sienta a su lado. Zazie protesta.
—Me aplastas —grita furibunda.
—Esto promete —comenta lacónicamente Charles con voz suave.
Y arranca.
Un trecho. Después, con gesto grandilocuente, Gabriel señala el paisaje.
—¡Ah París! —exclama en tono conciliador—. ¡Hermosa ciudad! Mira a tu alrededor. ¿No te parece bonito?
—Me la suda —dice Zazie—. Lo único que me interesaba era ir en metro.
—¡En metro! —brama Gabriel—. ¡En metro! ¡Pues ahí lo tienes!
Y hace un garabato en el aire con el dedo. Zazie frunce las cejas. No se fía.
—¿Eso es el metro? —repite—. ¿El metro? —añade con desprecio—. El metro va por debajo … ¿O no?
—Es el elevado —dice Gabriel.
—Entonces no es el metro.
—Espera que te explique —contesta Gabriel—. El metro sale a veces a la superficie y luego vuelve bajo tierra.
—Cuentos.
Gabriel hace un gesto de impotencia. Luego, para cambiar de conversación, repite el garabato.
—¿Y aquello? —ruge—. ¡Mira! ¡Es el Panteón!
—Lo que hay que oír —dice Charles sin volverse.
Conducía despacio para que la mocosa pudiera ver la ciudad e instruirse al mismo tiempo.
—¿Por qué? ¿No es el Panteón? —pregunta Gabriel.
En la pregunta se percibe un tono de burla.
—No —dice Charles con firmeza-. No y mil veces no. Eso no es el Panteón.
—Conque no, ¿eh? ¿Y qué es, según tú?
El tono de burla se hace casi ofensivo para el taxista, que sin embargo se apresura a confesar su derrota.
—No lo sé.
—¿Ves?
—Pero no es el Panteón.
A pesar de todo se cierra en banda.
—Vamos a preguntárselo a alguien —propone Gabriel.
—Los peatones son siempre gilipollas.
—En eso tiene razón —comenta Zazie con serenidad.
Gabriel no insiste. Acaba de descubrir otro motivo de entusiasmo.
—¡Y eso —exclama—, eso es…!
Una eurekación de su cuñado le quita la palabra.
—¡Lo encontré! —aúlla—. ¡No era el Panteón, sino la estación de Lyon! ¡Sin la menor duda!
—Puede ser —dice Gabriel en tono desenvuelto—, pero es cosa del pasado. No removamos el asunto. En cambio mira ahí, pequeña, y dime si no es cosa fina… Me refiero a la arquitectura. Son los Inválidos.
—¿Te has vuelto loco? —dice Charles—. ¿Eso los Inválidos?
—Muy bien. Dinos entonces lo que es.
—No estoy muy seguro —dice Charles—, pero en todo caso será el cuartel de Reuilly.
—¡Buenos estáis los dos! —dice Zazie con indulgencia.
—Zazie —declara Gabriel adoptando sin esforzarse el tono más ampuloso de su repertorio—, si de verdad quieres ver los Inválidos y la verdadera tumba del verdadero Napoleón, yo te acompañaré.
—Napoleón me la suda —replica Zazie—. No me interesa lo más mínimo ese gordinflas con su sombrero de tontaina.
—Entonces, ¿qué es lo que te interesa?
Zazie no contesta.
—Sí —interviene Charles con inesperada cortesía—, ¿qué es lo que te interesa?
—El metro.
Gabriel dice: ¡ah! Charles no dice nada. Al cabo de unos instantes, Gabriel prosigue su discurso y repite: ¡ah!
—¿Y hasta cuándo va a durar la huelga? —pregunta Zazie subrayando ferozmente cada palabra.
—No lo sé —dice Gabriel—. No entiendo de política.
—No se trata de política —dice Charles—, sino de manduca.
—¿Y usted, señor —le pregunta Zazie—, hace huelga alguna vez?
—¡Claro que sí! Hay que hacerla para que suban las tarifas.
—Con un cascajo como este más valdría que bajaran. No he visto una cosa igual. ¿Lo encontró en las orillas del Marne?
—Casi hemos llegado —dice Gabriel en tono conciliador—. Ahí está el estanco de la esquina.
—¿De qué esquina? —pregunta irónicamente Charles.
—De la esquina de la calle donde vivo —contesta ingenuamente Gabriel.
—Pues has vuelto a colarte —dice Charles.
—¿Cómo? —se asombra Gabriel—. ¿Te atreves a decir que ese estanco no es el que yo digo?
—¡Ah, no! —estalla Zazie—. Otra vez, no …
—No —responde Charles a Gabriel—, ese estanco no es el que tú dices.
—Tienes razón —reconoce Gabriel al pasar por delante del estanco—, no he estado ahí en mi vida.
—Tío —pregunta Zazie—, cuando dices chorradas como esta, ¿lo haces a posta o sin querer?
—Lo hago para que te diviertas, hermosa —contesta Gabriel.
—No te devanes los sesos —dice Charles a Zazie—. Lo hace sin querer.
—¡Valiente imbécil! —exclama Zazie.
—La verdad es —dice Charles— que unas veces lo hace a posta y otras no.
—¡La verdad! —estalla Gabriel (gesto)—. ¡Como si tú supieras con qué se come! ¡Como si alguien lo supiera! Todo eso (gesto), todo eso son camelos. El Panteón, los Inválidos, el cuartel de Reuilly, el estanco de la esquina, todo un camelo, un cuento chino…
Y añade, abrumado:
—¡Olalá! ¡Qué pequeñeces!
—¿Nos paramos a tomar un aperitivo? —propone Charles.
—No es mala idea.
—¿En La Cave?
—¿En Saint-Germain-des-Prés? —pregunta Zazie, excitada.
—Pero criatura —dice Gabriel—, ¿cómo se te ocurre eso? En todo París no hay otro sitio más pasado de moda.
—Si pretendes insinuar que estoy atrasada —dice Zazie—, tendré que recordarte que eres un matusa.
—¿Has oído? —dice Gabriel.
—¡Qué le vas a hacer! —exclama Charles—. Es la nueva generación.
—¿La nueva generación? —dice Zazie—. La nueva generación me toca …
—Está bien, está bien —corta Gabriel—. Te hemos comprendido … ¿Y si fuéramos al bar de la esquina?
—¿La esquina de verdad? —pregunta Charles.
—Sí —dice Gabriel—. Y luego te quedas a cenar con nosotros.
—¿No habíamos quedado en eso?
—Sí.
—¿Entonces?
—Entonces nada… Me limito a confirmarlo.
—No hay nada que confirmar, puesto que estábamos de acuerdo.
—Digamos, entonces, que te lo recuerdo por si se te había olvidado.
—No se me había olvidado.
—Entonces te quedas a cenar.
—¿En qué quedamos? —exclama Zazie—. ¿Hay o no hay aperitivo?
Gabriel se escurre hábil y velozmente de la cabina. Los tres vuelven a agruparse alrededor de una mesa instalada en la acera. La camarera se aproxima con cachaza. Zazie expresa inmediatamente sus deseos.
—Una coca —pide.
—No tenemos —le contestan.
—¡Pues vaya sitio! —exclama.
Rebosa indignación.
—Para mí —dice Charles— un tinto.
—Y para mí —dice Gabriel— una granadina. ¿Tú qué quieres? —le pregunta a Zazie.
—Ya lo sabes: una coca.
—Te han dicho que no tienen.
—Pues es lo que quiero.
—Por más que te empeñes —dice Gabriel con exquisita paciencia—, de poco va a servirte si no hay.
—¿Por qué no tienen? —pregunta Zazie a la camarera.
—Pssch… (gesto).
—¿No te gustaría una clara con limón, Zazie? —propone Gabriel.
—Quie-ro-u-na-co-ca. ¿Es que hablo en chino?
Todos meditan. La camarera se rasca el muslo.
—Aquí al lado tienen —dice por fin—. En el Italiano.
—Muy bien —dice Charles—. ¿Y qué pasa con ese tinto? ¿Viene o no viene?
La camarera va a buscarlo. Gabriel se levanta sin decir nada. Desaparece a buen paso y vuelve enseguida con una botella por la que asoman dos pajas. La coloca delante de Zazie.
—Toma, pequeña —dice con gesto rumboso.
Zazie coge silenciosamente la botella y chupa del canuto.
—¿Ves? —dice Gabriel a su compinche—. No era tan difícil. A los niños hay que entenderlos.