Capítulo XIV
EL JUICIO DE DIOS

—¡El rey!

— ¡Paso a Su Alteza!

La guardia que don Alonso el VI ha puesto en la tienda donde se alojan Manrique y su séquito abre paso al monarca, a quien siguen su físico Aben Xalib y el conde de Cabra. Maese Sancho se inclina hasta el suelo ante el soberano, y los dos judíos que con él comparten la antecámara se inclinan también, aunque con menos reverencia, cosa de extrañar en el servilismo de que suele hacer alarde la raza semita. Don Favila, contristado, descorre el tapiz que cierra la cámara destinada en un principio a Manrique y ocupada ahora por el pajecito herido a quien el propio caballero trasladó en sus brazos solícitamente y depositó en su mismo lecho, cubierto por la magnífica piel de leopardo, regalo de un pirata tunecino al campeón castellano. A un lado del lecho de campaña, el caballero está sentado en un escabel, los brazos cruzados sobre el cobertor y encima de ellos apoyada la frente. ¿Llora, reza, medita…?

En todo su cuerpo, aflojado y laxo, hay el tremendo agotamiento de la tragedia. Sea lo que fuere aquello que ha pasado por su alma en estas horas, equivale a una vida de dolor, de angustias, de martirios… El gesto solo de este cuerpo viril y arrogante, abatido como en retorcimientos dolorosos, es de un patetismo impresionante. Al otro lado de la cama, sobre un sitial que han traído los pajes de la tienda real, se sienta un paje rubio, con melena de oro encerrada en un lindo casquete de terciopelo, que no se quita cuando el rey y sus acompañantes penetran en el aposento. Sólo se contenta con levantarse y besar la real mano del monarca. Éste se acerca al herido, que permanece en el sopor comatoso de una altísima calentura, y le mira a su vez con tan dolorida expresión, que los presentes —especialmente los dos hebreos, que han penetrado en la cámara sin ningún miramiento— se sienten intrigados. ¿A qué esta predilección exagerada del rey por el paje de uno de sus caballeros…? Mas si dentro del corazón del rey se hubiese podido penetrar allí en sus honduras más recónditas, sintiérase cómo su sangre, al golpear de la vida, repetía el nombre de la bienamada princesa mora María Isabel. El físico inspeccionó el vendaje, mas no osó de momento renovar la cura. Desolada, con esos cambios bruscos de los caracteres violentos e irreflexivos, que se arrepienten con frecuencia de sus arrebatos, doña Urraca preguntó ansiosamente al físico:

—¿Confiáis salvarla?

El viejo Aben Xalib meneó la cabeza, respondiendo, con un hilo de voz:

—Dios es el señor de la vida y de la muerte… Si la amáis, rogad por ella.

Un gemido sucedió a esta frase. Doña Urraca rompió a llorar desconsoladamente, de bruces sobre el brazal de su sillón. Salió doña Mencía de cualquier rincón donde estaba discretamente recogida y trató de consolarla con alentadoras razones. Mas el dolor de la infanta, preñado de remordimientos, no tenía consuelo. Si su doncella moría, siempre llevaría ella en el alma el lastre del recuerdo de las horas en que por el amor y los celos que por Manrique sentía la había hecho sufrir… Lloraba desconsoladamente aún la princesa cuando la cámara volvió a quedar vacía. Entonces, doña Urraca se incorporó, secas ya por repentina resolución las lágrimas de un minuto antes, y, con voz temblorosa, llamó al caballero, que aún continuaba sumido en su silencio, con los brazos cruzados sobre la cama y la frente sepultada en ellos.

—Manrique…

Éste alzó lentamente la cabeza y, con una frialdad de hielo, respondió:

—¿Qué me queréis, señora?

—Que me oigáis en esta hora en que estamos junto al lecho de una criatura que va a morir por vos.

—Sí, por mí…, ¡por mi desgraciado amor! —comentó amargamente el mozo—. ¡Pluguiera a Dios que jamás la hubiese conocido, ni me hubiese cruzado en su camino!

—Estaba escrito. Y acaso ella muera más feliz sabiéndose amada por vos de lo que hubiera vivido sin vuestro amor; pero Dios hace milagros, y yo acabo de pedirle uno para ella y para vos.

Levantó los ojos hasta la infanta el caballero; en toda la expresión de la dama había una grave dignidad que le impresionó. Esta doña Urraca altiva y mesurada era una mujer nueva que acababa de nacer en el drama.

—Sí, Manrique: acabo de hacer a Dios un voto.

—Un voto…, ¡vos!

—Sí, yo: la princesa loca, ligera, casquivana…, acaba de jurar por la salvación de su alma…

—¡Señora, pensad lo que juráis y no queráis jugar con las cosas santas! —advirtió Manrique, que conocía la inconsecuencia de la infanta y su piedad un tanto superficial.

—Harto pensado está, Manrique, que estas cosas del corazón más se han de sentir que pensar. Y de lo más profundo del mío, desgarrado por el dolor de ver a mi compañera de infancia en este trance, ha salido como un grito de socorro el voto que os digo: si Dios le concede la salud, si torna a ser la doncella linda y alegre que era la gala de mi Corte, yo, doña Urraca de Castilla…, renunciaré a mis locos devaneos y volveré al lado de mi esposo, Raimundo de Borgoña, con el ánimo decidido a ser, a su lado, una fiel y honrada mujer.

—¡Señora…! ¿Qué dijisteis? —se levantó Manrique de su asiento, asombrado.

—Lo que habéis oído, caballero. Se acabaron las locuras: os he amado; os amo, Manrique, como jamás amaré a ningún otro hombre. El motivo, lo ignoro. Cosas son éstas del amor cuyo sentido oculto nadie acierta a desentrañar. Os amo, he dicho; y en mis manos está el hacerme amar de vos, tarde o temprano. Llevamos vos y yo en nuestras almas el lazo de aquel amor de ayer; ése es vínculo que ata fuertemente. Y luego, cuando un amor es tan apasionado como el mío, acaba por ejercer una indomable sugestión sobre el hombre a quien se ama, que amor llama al amor… Yo pensaba, y como lo pensaba lo hiciera, pedir al Papa la anulación de mi matrimonio y, después, libre y dueña de acciones, obtener de mi padre el consentimiento de casarme con vos, que sois uno de los paladines más renombrados de Castilla; yo tengo estados y vos también; la fortuna nos pone a cubierto de servilismos. Retirados en alguno de mis castillos, la vida hubiera sido para nosotros cadena perfumada de flores… Contra todas estas decisiones mías, esta pobre niña dócil, mansa y buena no hubiera tenido más sino inclinar la cabeza… Y ya lo veis, Manrique: con todos los triunfos en la mano, renuncio a ganar mi juego. Es una reparación por lo de ayer y por lo de estos días… ¿Os preguntaréis el porqué de este renunciamiento?

—Señora, me estáis aturdiendo… —balbucea el caballero.

—Os amo, Manrique, y estaba segura de, a la corta o a la larga, hacerme amar de vos…

—Entonces…

—Mas he visto bien claro que ella os ama, si no más, mejor que yo. La gitana que os predijo una vez una corona, me parece recordar que os dijo también: «… os amarán dos mujeres: la una será en vuestra vida amargura y dolor; la otra dará por vos toda su sangre…» La primera soy yo. Cierto es: fui y he seguido siendo en vuestra vida amargura y dolor… En cambio, ella ha dado por vos toda su sangre.

La mano de la infanta, temblorosa, se extendía hacia el lecho donde, bajo la piel de leopardo, se dibujaba el bulto inmóvil de doña María, aletargada por la calentura.

—Debe de ser mi destino desdichado el de hacer sufrir a quienes me aman: vedlo… Ella y vos habéis padecido por mí. Mas, basta ya: el sacrificio de mi amor, por su salud.

—¿Y si muere…? —murmura como un eco el caballero.

Doña Urraca cierra los ojos, dominando con valentía una postrera vacilación.

—Si muere…, por su recuerdo y por vuestra felicidad, mantendré mi promesa.

—¡Oh señora…! Vuestra Grandeza no desmiente la noble sangre que corre por sus venas —balbucea Manrique, besando agradecido la mano de la princesa.

Doña Urraca responde solamente con un suspiro y corta la plática con una orden perentoria:

—Id, señor caballero, a comunicar al rey, mi padre, la decisión que acabo de tomar. Yo velo en tanto.

Manrique sale de la cámara. En el aposento inmediato, maese Sancho cruza con él una mirada, y en ella llega a leer el mozo que el bufón, siguiendo su costumbre, ha estado escuchando tras del cortinaje.

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Ocho días más, durante los cuales Manrique ha creído enloquecer de angustia y de zozobra. Doña Urraca ha velado con incansable solicitud, que la redime de sus pasadas faltas, junto a la cama de su linda azafata. El rey ha aplanado el camino desde su tienda a la de Manrique; el físico de Su Alteza, Aben Xalib, ha puesto en prensa su cerebro y a contribución toda su ciencia, cuando el rey le ha dicho, en el secreto de su cámara, en momentos que nadie les oía:

—¡Sálvala y te hago rico!

Doña Mencía ha rezado todo cuanto es capaz de rezar una mujer profundamente creyente; don Favila no ha comido pan a manteles ni se ha separado de la cama de la doncella herida, como un pobre perro agradecido; maese Sancho ha vivido con el corazón destrozado, que también él ama a la doncella… Pero el dolor y las inquietudes de maese Sancho son muy complicados. Desea que se salve doña María y se horroriza pensando que al despertar a la vida será sólo para sentir nuevamente desgarrado su corazón. Ahora no bajo el hierro del puñal asesino, pero sí bajo la imposición brutal del destino, que ha de separarla por fuerza del hombre a quien ama, por el que acaba de derramar toda su sangre y del cual ella espera, como es lógico, la compensación de un amor profundo en justa correspondencia a ese amor suyo que la ha llevado hasta la inmolación… La actitud de los hebreos es difícil: esperan… ¿Qué esperan? ¿Qué grave negocio los lleva a Castilla? ¿Y qué tiene que ver la enfermedad de la doncella con su negocio para que así esperen…? Mas no es, ciertamente, por ella por quien aguardan los dos hebreos, sino por Manrique, a quien comprende su misión y el cual, hasta que no esté doña María fuera de peligro, no podrá tener clara la cabeza para ocuparse de ningún asunto. Como el rey, ni más ni menos. Puede decirse que el campamento entero está pendiente de la vida del paje del «Caballero sin nombre»… ¿Por qué…? Misterio.

Por fin, un día, el físico Aben Xalib afirma que doña María se halla fuera de peligro y que puede responder de su vida. El capellán de Su Alteza recibe orden de entonar un Te Deum en acción de gracias. Y maese Sancho recibe otra orden:

—Caballero don Illán de Moncada, servíos procurarnos una audiencia privada con Su Alteza el rey don Alonso.

Y maese Sancho —a quien acaban de llamar «caballero don Illán de Moncada»— ni se asombra de este tratamiento ni de este nuevo nombre. Se contenta con inclinarse ante Moisés Hansel y su hijo David, como un cortesano ante el mayordomo de su rey.

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El centinela que guardaba la puerta de la tienda de Manrique se apartó para dejar paso al bufón. Conocía sus pasos. Extrañóle no sentir el ruidito alegre de sus cascabeles; pero no hizo alto en ello. Quizá le molestasen al paje enfermo, y por eso… Mas cuando la conocida voz de maese Sancho le dio las buenas noches, quedóse embobado, como quien ve visiones, porque la voz era, en efecto, la del bufón, pero su joroba había desaparecido, y maese Sancho vestía ahora, como un caballero rico, vistoso traje de brocado. Quedóse, viéndole ir, lleno de pasmo, y entonces se le vino a las mientes lo que días antes le contó un soldado del conde de Rugoso acerca de sus pretendidas inteligencias con el diablo. Claro está que un hombre que se ponía y se quitaba tan aína una joroba no podía ser cristiano viejo. Todo ello era cosa de magia. El soldado, amedrentado, se santiguó y rezó un paternóster.

Llegó maese Sancho sin novedad a la puerta de la tienda donde ondeaba el pabellón real y pidió licencia al oficial de guardia para entrar, cosa que el caballero le negó con razones corteses; porque Su Alteza conferenciaba en aquel punto con los señores de su Consejo.

—Está bien, caballero. Para cuando termine Su Alteza, tendréis la bondad, y por ello os quedaré muy obligado, de hacer llegar a manos de Su Alteza esta sortija, y le diréis que la persona a quien se la dio hace años, en una ocasión en que ni Su Alteza ni yo olvidaremos… desea verle en el acto… Añadidle que el negocio que me trae a distraer su trabajo, bien a pesar mío, es de naturaleza tan reservada y secreta, que tan sólo deben conocer que se me ha concedido la audiencia Su Alteza y vos, caballero.

El guardián miró, con cierto asombrado desconcierto, a maese Sancho; luego le ofreció asiento y, olfateando misión secreta y conocedor de la complicada política de la Corte, prometióse a sí mismo servir al recién llegado con todo celo y diligencia.

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— Su Alteza os espera, señor caballero —anunció, pasado un buen rato, el caballero de servicio.

—No perderéis nada por el celo que habéis puesto en servirme —contestóle maese Sancho al tiempo que se alzaba para cruzar la puerta de la cámara real, cuya cortina sostenía un pajecito tan lindo que al bufón le hizo recordar a la pobre doña María. Y no fue dueño de contener un suspiro. ¡Ella sería la única a quien perjudicaría el nuevo orden de cosas, pobrecilla!

Entró en la cámara donde estaba el rey sentado ante una mesa llena de pergaminos, diciendo bien claro, con su desorden, que acababa de sostener una laboriosa conferencia para la cual fue menester consultar muchos datos. Al entrar maese Sancho, alzó la cabeza para mirarle, y un gesto de extrañeza se dibujó en su expresivo rostro.

—Caballero…, os quiero conocer; mas no se me alcanza… —comenzó a decir el rey, perplejo.

—Me conoce Vuestra Alteza de cierto día en que llegué a Toledo, acompañando a la infanta doña Urraca libertada del secuestro de don Gómez de Candespina por el «Caballero sin nombre», mi señor… Soy su bufón.

Nuevo asombro en el inteligente rostro del rey, cuyos ojos parecieron buscar los cascabeles y la joroba ausentes.

—¿Vos… un bufón? ¡Vive Dios, que me confundís, señor mío! Porque, en efecto, recuerdo que a un bufón, con bonete lleno de cascabeles y una joroba descomunal, fue a quien entregué yo mismo este anillo con el cual le prometí abrirle las puertas de mi cámara si algún día lo necesitaba.

—Y por Dios que Vuestra Alteza ha cumplido como caballero que es; por lo cual le doy las gracias en mi nombre y en el de los que me han enviado.

—¿Los que os han enviado…?

—Comencemos, señor, por el principio si os place.

—Como gustéis.

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Después de una charla confidencial, los tres hombres que en la cámara real han permanecido tres horas largas sienten una punzante inquietud en los minutos que tarda el conde de Cabra en dar entrada en la estancia al conde de Rugoso y a Manrique.

Llega el primero, emocionado y grave; y el segundo, sereno, muy ajeno a lo que se le espera; con más ganas de quedarse junto al lecho de doña María, que ya comienza a hablar, que de andarse con pláticas de política o de guerra en la regia tienda. Mas la orden del monarca ha sido perentoria y hay que obedecerla… Al entrar en la estancia Manrique, pónense en pie todos los presentes, incluso el propio don Alonso… Manrique entiende que esta cortesía se le guarda al conde de Rugoso, aunque no deja de extrañarle que luego nadie se siente hasta que él lo haga. Al propio tiempo, y a la luz de los candelabros encendidos, mira a maese Sancho y se asombra de verle llevar tan galana y garridamente un traje de caballero. ¿A santo de qué un miserable bufón está aquí, en la tienda real, ataviado como si fuese el propio conde de Cabra? ¿Qué es aquello? ¡Cielos! ¿Cómo puede ser maese Sancho este individuo de espalda tan lisa? ¿Y su magnífica joroba, honra y prez de su cargo de bufón? ¿Y los dos hebreos? ¿A qué han venido estos hombres a la cámara real? ¿Y cómo es que se han despojado de sus ropas de mercaderes semitas y van ataviados, ahora, con ricos trajes de caballero, espada al cinto, y collares de oro, y ricos joyeles en los gorros…? Manrique no sabe qué pensar de todo esto. ¿Y qué hace en aquel rincón, tras el sitial de Moisés Hansel, el villano de maese Mateo, el huésped de la posada de Sant Celoni?

—Os he llamado, Manrique amigo —comienza a decir sosegadamente el rey—, para contaros una historia. Mas antes me habéis de permitir que os presente a estos caballeros catalanes, que por vuestro bien han venido, con mil fatigas, desde lejanas tierras… He aquí al señor don Ramón Folch, conde de Cardona, y al muy ilustre señor don Bernardo Guillelmo, conde de Cerdaña, que en esta tienda y en este momento representan a la nobleza catalana…

Pusiéronse en pie los ilustres señores y perfilaron ante Manrique la más profunda reverencia, con asombro del mozo; y hasta que el joven tomó nuevamente asiento permanecieron en pie los dos señores.

Y entonces fue cuando el rey de Castilla comenzó a referir la historia que una noche, en la posada de maese Mateo, oyó por primera vez Manrique.

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—Este niño, que todos creían muerto, no murió, caballero Manrique —terminó el rey gravemente cuando hubo acabado de relatar el crimen del Gorch del Conde.

—¿No…? —balbuceó Manrique, lleno de aprensiones. (¿Por qué sus interrogadores ojos se alzaron hasta el conde de Rugoso?)

—No, caballero, no murió. Al pedir la tutela el Fratricida, los barones catalanes tuvieron el justificado temor de que el tío tratase de quitar de en medio al sobrino, como antes había suprimido a su padre. Entonces hicieron correr la voz de que había muerto de una de esas enfermedades tan frecuentes en la infancia, y, de acuerdo con su madre, le entregaron a la tutela del conde de Rugoso, hermano de doña Sancha, la esposa de don Bernardo Guillelmo. Fue trasladado a tierras de Castilla el tierno príncipe bajo la salvaguarda fidelísima del que fue camarero del conde Ramón Berenguer, «Cabeza de Estopa», su malogrado padre. Y para no despertar las sospechas de los espías del Fratricida, el caballero don Illán de Moncada tuvo que ponerse una joroba postiza y adornar su bonete con los cascabeles de la locura…

Volvióse Manrique vivamente hacia maese Sancho.

—¿Vos…?

—Yo, señor.

Entonces… El cerebro de Manrique se oscurecía bajo el peso de pensamientos encontrados y de difícil solución. Todo él era una niebla. El rey demandó entonces al mozo:

—¿Recordáis algo de vuestra primera infancia, Manrique?

—Nada, señor.

—¿Ni habéis pensado jamás en que pudierais llevar un nombre ilustre?

—¿Yo…? ¡Pecador y cuitado de mí, qué había, de pensar si todos me dijeron que era un infeliz recogido por caridad del conde, mi señor!

—Artilugios para despistar a los esbirros del Fratricida.

—Señor, no me atrevo a comprenderos.

—¿Y nada os dijo la educación de príncipe que os daban?

—Solamente pensaba que mi señor era harto espléndido conmigo.

—Pues ya hemos llegado al fin de nuestra historia, «Caballero sin nombre». De hoy en adelante ya no podréis decir que no lo tenéis, porque, en Dios y en mi ánima, que sois hijo de uno de los príncipes más insignes de la cristiandad.

Manrique se había puesto en pie, perdido el color, y con voz flaca interrogó:

—¿Quién fue mi padre, señor?

—El conde Ramón Berenguer II de Barcelona, llamado más comúnmente «Cabeza de Estopa».

La voz gutural de Eleonora, la gitana, pareció sonar en los oídos del muchacho como aquella tarde de primavera en que en la linde de un bosque la oyó exclamar aquel inexplicable ¡«Cap d’Estopa»! que le dejó asombrado.

—Entonces, señor, soy sobrino de ese infame príncipe que asesinó a mi padre.

—Así es.

Manrique se dejó caer, abatido, sobre su sitial. Acudieron los dos caballeros a su lado.

—Sois, en efecto, su sobrino, y soberano, conjuntamente con él, del condado de Barcelona —aclaró don Bernardo Guillelmo.

—Y os llamáis, como vuestro padre, Ramón Berenguer… —dijo don Ramón Folch de Cardona.

—¡Ramón Berenguer! —murmuró el mozo en voz queda.

—No en balde corrió la fuente de Sant Celoni desde la noche en que Su Alteza, mi señor, pisó las cercanías del Gorch del Conde… —insinuó el huésped.

Manrique se levantó de pronto. Era ya el soberano, lleno de toda la majestad de su realeza; dio a besar su mano a todos los presentes y abrazó estrechamente al conde de Rugoso, primero, y al fiel don Illán de Moncada, después. Luego, hincando la rodilla, trató de besar la mano de don Alonso el VI, mas éste le detuvo a medio camino y a su vez le abrazó estrechamente.

—Señor y amigo —díjole entonces Manrique, con voz conmovida—; una gracia más he de pedir a la bondad de Vuestra Alteza.

—Vos diréis, conde de Barcelona.

—Hay en el mundo un hombre que lleva las manos tintas en la sangre de mi padre. Yo no puedo empuñar las riendas del gobierno de ese noble pueblo catalán, que gime bajo su tiranía, sin lavar antes la mancha que empaña mi nombre, ni vengar aquel horrendo crimen. Os pido, señor y amigo mío, que ante vos y en el Campo de la Verdad de la muy noble ciudad de Valladolid se celebre el juicio de Dios.

Un silencio lleno de emoción; después, la voz de don Bernardo Guillelmo henchida de satisfecho orgullo:

—¡Vive Dios, que así lo pensábamos también, señor, toda la nobleza catalana…! Sois hijo legítimo de un príncipe ilustre y de una noble princesa; y no miente en verdad la sangre que por vuestras venas corre. Habéis cumplido la mayor edad. Ha terminado el plazo que nosotros mismos nos impusimos en aquella famosa reunión que los barones celebraron en mi palacio y que don Ramón Folch y don Illán de Moncada, aquí presentes, deben de recordar en todos sus pormenores. En ella decidimos ocultaros, daros por muerto, velar por vos…, y cuando fueseis un hombre, encomendaros a vos mismo la venganza del asesinato de vuestro egregio padre… Hemos seguido paso a paso vuestra vida, vuestro desarrollo, vuestros triunfos… Don Illán, bajo el bonete del bufón, era la inteligencia que dirigía vuestros progresos y la fidelidad que vigilaba por vuestra seguridad. Él y nuestro buen pariente, el de Rugoso, sufrieron en silencio por vos, días y días, y llevaron a cuestas el secreto de Estado que ponía en peligro constante sus vidas. Mas ¡vive Cristo!, que sus esfuerzos por educaros y por guardaros no fueron baldíos y que, en verdad, sois el bravo cachorro de león que nosotros esperábamos que fuera el hijo de «Cabeza de Estopa» y de Matilde Guiscardo… Creo, señor, que la venganza de vuestro padre queda en buenas manos.

Al parlamento de don Bernardo Guillelmo sucedió otro silencio. Después, Ramón Berenguer, conde de Barcelona, dijo al rey de Castilla:

—Os ruego, señor, me permitáis enviar emisarios al Fratricida emplazándole para el juicio de Dios.

—Sí haré; mas no seréis vos, sino yo mismo quien le emplace, que en vuestro nombre tomo a mi cargo el hacer justicia; y así no podrá negarse so pretexto de una superchería, porque al rey de Castilla no podrá excusarse el Fratricida…

—Ahora, señores, os ruego me permitáis considerarme muy honrado en teneros en estos reales como huéspedes muy ilustres, y pienso que es inútil guardar por más tiempo el secreto… Conde de Barcelona: esta noche ocuparéis en mi mesa el puesto de honor que os corresponde como a quien sois.

Castilla, heroica e hidalga, hablaba por boca de su soberano. Los barones catalanes se daban el parabién por esta cordial acogida de don Alonso y esperaban, con fundamento, que la amistad especialísima que el rey había tenido siempre —aun sin conocerle— para el pobre Manrique aumentaría al presente y aun se traduciría en un trato de alianza entre los dos Estados, muy conveniente en aquella época.

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Rezaba doña Urraca en su aposento, sobre un reclinatorio de tallas góticas, cuando doña Mencía fue a darle la nueva, toda alborotada.

—¿No sabéis, mi señora?

—¿Qué?

—Me lo acaba de contar maese Sancho…, que ya no es maese Sancho, ni bufón, ni tiene joroba, ni lleva bonete con cascabeles…, sino que es un caballero de la alta nobleza catalana y se llama don Illán de Moncada…

Doña Urraca miró a su aya asustada, pensando acaso que se había trastornado con todas las emociones recientes.

—¿Qué simplezas estáis diciendo, doña Mencía?

—Digo, y así Dios me salve, que todo esto parece un cuento, mi señora. Imaginaos que hace años reinaban juntos en Barcelona dos hermanos gemelos…

—Bueno…, ¿también a vos os ha trastornado la mollera esa historia que nos han contado, desde Figueras hasta Tarragona, en todos los mesones, masías y posadas de Cataluña…? Bien, mujer: reinaban conjuntamente dos hermanos, y uno de ellos asesinó al otro. Eso es viejo: la historia de todos los países está llena de esos crímenes de ambición. No veo…

—Veréis, señora, veréis… Oídme: dejó el muerto, a quien llamaban «Cabeza de Estopa», un hijo apenas de un mes. Este niño, su madre lo entregó, para su mejor salvaguarda, a la nobleza barcelonesa, y, andando el tiempo, el Fratricida, que no había querido al comienzo saber nada del sobrino, reclamó la tutela, sin duda con la intención de eliminarlo. Entonces los barones catalanes lo entregaron al conde de Rugoso…

Doña Urraca, que hasta aquel momento no había prestado atención, alzó con interés los ojos de su misal gótico…

—¿El conde de Rugoso, decís…?

—Sí, el conde de Rugoso, vuestro pariente. El conde simuló haber encontrado al niño en el saqueo de un lugar… y le dio en su castillo una educación de príncipe.

Los ojos de doña Urraca reflejaban un asombro inaudito.

—Quiéreme parecer, doña Mencía, que me estáis relatando la historia de Manrique, el doncel de Rugoso.

—Así es, mi señora.

—¿Entonces…, ese joven paje que yo conocí y amé era…?

—El conde Ramón Berenguer III de Barcelona… —afirmó la dama.

Un gemido y el sordo ruido de un cuerpo que se desploma respondieron a esta afirmación. Dama y princesa se precipitaron a descorrer el cortinaje que hacía oficios de puerta entre las dos cámaras de la tienda destinadas a los supuestos pajes, y, con dolor, vieron tendida a doña María, que no había podido resistir, en su flaqueza, la amargura de este nuevo golpe… Recién levantada, apenas se le permitía dar algunos pasos por su aposento. El nombre de Manrique la acercó a la cortina divisoria, y allí comprendió que acababa de perder para siempre al hombre que amaba con todo su corazón… Ahora se explicó todo el empeño de maese Sancho en separarla de Manrique…, en evitar que su afición tomase vuelos. Maese Sancho sabía quién era el mozo y daba por cierto que la razón de Estado debería imponerse en el momento en que el joven supiese su verdadera personalidad…

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Cuando aquella noche Manrique penetró en la antecámara de las dos damas, halló aguardándole a doña Urraca. La princesa se levantó ceremoniosamente y saludó a Ramón Berenguer con una reverencia de Corte.

—Recibid mil parabienes, príncipe y señor, por la dichosa nueva que os restituye vuestro nombre insigne. Ya veis como Eleonora no se equivocó… —sonrió suavemente.

—¡Oh…! ¿Ya sabéis…?

—Todo.

—¿Y ella?

Doña Urraca suspiró tristemente:

—Ella casi ha muerto de la impresión.

—¿Qué…? —se alarmó Berenguer—. Decidme.

—El físico del rey la asistió, y a duras penas pudo sacarla de su desmayo…

—No comprendo… Debía alegrarse…

—Señor… Ella misma os dará la triste explicación que vuestro ofuscado cerebro no alcanza a daros. Tengo el encargo de llevaros a su lado. Entrad, si gustáis.

Era otra mujer, la dama altiva, hecha a moverse entre el protocolo cortesano. Si Ramón Berenguer no hubiese estado como entontecido por tantas impresiones, se hubiera dado cuenta de que, con el cambio de su persona, todas las cosas y todos los seres que le rodeaban tenían que adquirir una fisonomía nueva.

En la cámara de doña María, ésta aguardaba, macilenta y pálida, pero con una belleza interesante y nueva, que a los ojos del caballero por quien ofreció su vida era más espléndida y maravillosa que nunca, porque era, además de la indiscutible hermosura de su cuerpo, la hermosura sin rival de su alma que había rendido la de él. Al verle entrar, logró ponerse trabajosamente en pie, y aunque, por su mucha debilidad, no pudo adelantarse a rendirle pleitesía, hízolo apoyándose sobre los brazales de su sitial, diciéndole con voz flaca y débil:

—Os doy albricias, señor, por vuestro buen suceso…

Una tristeza inmensa rezumaba de su voz, de su gesto, de su actitud. Doña Urraca cerró discretamente el cortinaje y se retiró a su cámara (cuentan las crónicas que a derramar también lágrimas amargas), y allí quedaron solos, torturados y en pleno martirio, aquellos dos corazones.

Apenas el cortinaje cayó, cuando el conde de Barcelona corrió a sentarse a los pies de doña María, en un escabel, como era su cariñosa y amante costumbre de siempre, después de obligarla a ella, dulcemente, a tomar asiento otra vez en su sitial. Y con voz quebrantada por una honda emoción, el mozo murmuró:

—Decís que os alegra mi buena fortuna y, sin embargo, veo lágrimas en vuestros ojos y rezuma amargura vuestra voz…

—Es que mi alma está destrozada, príncipe.

—¿Por qué causa, señora?

—Porque os pierdo.

—¡Vive Dios, que si yo lo pensara así ni un solo momento, de buen grado renunciara a llevar el nombre de mi padre! —exclamó fogosamente el enamorado conde.

—Vos no sabéis lo que os habláis, Manrique…, quiero decir, señor —corrigió doña María suavemente—. Vuestro nacimiento y vuestra condición os obligan a cumplir como bueno. Hay, además, un pueblo que espera de vos su liberación; y están todos los sacrificios que por vos se han impuesto esos señores catalanes.

—Razones harto respetables, en verdad; y yo no pienso defraudar ninguna de esas esperanzas, siempre que vos, doña María, consintáis en ser mi mujer y en compartir conmigo el peso de esa corona que tan sin esperarla se me viene a las sienes.

—¡Vos estáis loco!

—Por vos, sí; más enamorado que nunca, ya lo veis, ahora que conozco lo que valéis. Es cierto; estoy loco por la más maravillosa hermosura que encontré en mis días. Y seréis mi mujer o yo renunciaré a ese trono que no me tienta lo más mínimo.

—Entre el trono y yo…, ¿seríais capaz de elegir…?

—A vos, ¿qué duda cabe?

—¡Oh Dios mío! ¡Qué grandísima desdicha! —gimió, con un sollozo que desgarró a Ramón Berenguer, la dulce niña.

—¿Por qué desdicha?

—Porque la razón de Estado es inflexible; lo sé porque anduve toda mi vida en torno a los reyes. Soy harto niña todavía, mas en mis cortos años vi casarse al rey, nuestro señor, con esa reina Berta sin amor, y llorar en sus ratos de nostalgia a la dulce princesa Zaida, la bienamada. Y el casamiento de la infanta doña Elvira con don García, el conde de Cabra, se hizo bien a disgusto de los dos, sólo porque al rey le plugo así ordenarlo en desagravio de unas razones un tanto duras que dirigiera al conde; y ninguno de los dos son felices. En cuanto a nuestra señora la infanta doña Urraca…, ¿qué voy a deciros que vos no sepáis? Vuestra Alteza hará bien en darme al olvido lo más pronto que pueda y en disponerse a sacrificarse por las conveniencias de su Estado… ¡Oh! ¿Por qué no seré yo la infanta de Castilla, en lugar de una pobre azafata, sin nombre ni padres conocidos? —se desesperó la doncella.

Ramón Berenguer, más decidido a cada nueva razón que ella le opusiera, le tomó las manos dulcemente, con una suavidad y una ternura tan persuasivas, que la infeliz muchacha creyó, desolada, que no podría resistir a este asalto de enternecimiento.

—Si fuerais la infanta de Castilla, no os amaría más… —dijo el conde.

—Sus labios afirmaron con un beso sobre la palma temblorosa de las pobres manos esta declaración.

—Pero si yo fuese la infanta de Castilla, no estaría pasando este dolor de muerte; porque con la infanta no habría obstáculo para que se desposara el conde de Barcelona.

—Ni con vos tampoco. Antes renunciaré a mis derechos, ya os lo he dicho… Os amo, doña María.

—No aumentéis mis pesares con esta obstinación, príncipe. Vuestros barones no lo consentirán jamás…, y harán bien, que fuera mengua para vuestra realeza tener por mujer a una infeliz criatura desconocida.

—¡Y yo os juro que no he de dejar de amaros, pese a quien pese! Y como este amor, que vos habéis pagado con vuestra sangre, es algo lleno de veneración y de respeto, que yo no pienso profanar jamás bastardeándolo; como vos no sois de la madera de que se forjaron esas mujeres de la Historia que dieron hijos bastardos a los reyes…, quiere decirse que ceñiréis conmigo mi corona, o allá se las hayan los barones y sus exigencias, y el Estado barcelonés, y todas esas pequeñeces que sólo han venido a complicarme la vida. Ni faena le ha de faltar a mi brazo, ni hazañas a mi ambición en esta Corte de Castilla, ni el rey me aprecia en tan poco que no me dé estados en su reino. Y tan felices o más seremos en nuestra medianía de señores feudales, como en la gloria de la soberanía y la realeza.

—¡No sabéis lo que os decís, príncipe!

—¡Lo sé perfectamente, princesa mía!

Doña María sonrió tristemente de este ardimiento de Ramón Berenguer… Bien sabía ella lo que había que esperar de él en cuanto los cortesanos se mezclaran en este vedado de su amor, con los artilugios y los razonamientos sinuosos de la razón de Estado, en cuanto la astuta diplomacia comenzara a tergiversar las cosas y hacer ver lo blanco negro… La vida en la Corte enseñó tantas cosas a doña María…

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Pero como otros asuntos de mucho más interés que estos de amores estaban sobre el tapete durante aquellos días, ni don Illán de Moncada —a quien no se le perdía de vista la importancia de tratar de este negocio cuando fuera el momento— ni los condes de Cardona y de Cerdaña se dieron por entendidos del enamoramiento del príncipe. Andaba doña Urraca triste, grave y parca de palabras, cuidando amorosamente a su azafata y viéndose venir el nublado de la reconciliación con su marido y el traslado forzoso a los estados de Borgoña. Y de esta tristeza participaba la azafata, a quien el mundo se le caía encima cuando pensaba en la Corte borgoñona, donde si triunfó su espléndida hermosura, jamás, en cambio, fue tan feliz como durante aquel caminar por riscos, valles y desfiladeros, bajo su disfraz de paje, junto al caballero amado. Tampoco don Favila y el aya las tenían todas consigo pensando en el recibimiento poco agradable que podía hacerles su señor, Raimundo de Borgoña, después de lo pasado. Y mientras estas pobres gentes miraban hacia un porvenir harto nublado, aguardaban la vuelta de los emisarios que fueron a Barcelona a emplazar, de parte del monarca castellano, al Fratricida para que compareciese al juicio de Dios en el Campo de la Verdad de Valladolid.

La primera impresión de Berenguer Ramón II fue de terror cuando recibió la embajada del rey de Castilla y por ella supo que ante él se presentaba a desafiarle, apelando al tremendo juicio de Dios, el hijo de su hermano Ramón Berenguer. La sombra de «Cabeza de Estopa», con su alegre sonrisa y sus ojos leales, oscureció sus insomnios desde este punto y hora. Reunió el Consejo de sus favoritos y casi los abrumó con su cólera cuando todos a una le aconsejaron que aceptase el reto si no quería, a los ojos de Europa, ser tachado realmente de asesino.

Hay que hacer constar que estos señores catalanes que estaban en la privanza del Fratricida creían, ciertamente, en la inocencia de su señor. No es de extrañar, por tanto, que, lealmente también, le aconsejaran que aceptase el reto de aquel sujeto que «decía» ser su sobrino Ramón Berenguer; porque el Fratricida, en su desesperación y en su terror, había tratado de desfigurar la verdad de los hechos diciendo que se trataba no de su sobrino, muerto en la infancia, sino de un impostor que se hacía llamar conde de Barcelona… Mas tanto hubo de pesar la fuerza de los argumentos de sus cortesanos en el ánimo del conde, que al fin, temeroso de que se le tachase de cobarde y hasta se sospechase de su pretendida inocencia en el crimen de asesinato de que se le acusaba, viose, mal de su grado, obligado a aceptar el juicio de Dios que le proponía, en nombre de su sobrino, el monarca castellano.

Y los emisarios del rey de Castilla regresaron al real de Aledo trayendo la nueva de que el soberano de Barcelona se trasladaba seguidamente a la ciudad de Valladolid, sitio designado para celebrar en ella el solemnísimo acto del juicio de Dios.

Tan pronto el rey don Alonso el VI supo esta nueva, ordenó a sus caballeros que se aprestasen a partir en su seguimiento, formando parte de su séquito. Muchos dicen las crónicas que fueron los que le siguieron aceptando su invitación; y ello pudo hacerse sin reparo, toda vez que llegaban nuevas de Sevilla según las cuales el viejo Al-Motamid y Yusuf-Bén-Texufin se entretenían sobradamente en sus preparativos de combate sobre Aledo, y ello daba suficiente lugar para ir sin apresuramientos a Valladolid, presenciar el juicio de Dios y volverse otra vez al real de Aledo a esperar la acometida de los almorávides.

Salió, pues, el rey de Castilla con el conde de Barcelona y los ilustres señores catalanes, su séquito de caballeros y hombres de armas, las damas y el enano don Favila, camino de Valladolid, calculando que podrían llegar a la ciudad un par de días antes de que lo hiciera el Fratricida.

Por si las acusaciones concretas y fundadas de los dos condes barceloneses y de don Illán de Moncada fuesen poco para convencer a don Alonso de la culpabilidad del Fratricida, estaba allí el detenido, el Hombre que, bien pagado por su señor, debió haber asesinado por la espalda a Ramón Berenguer si la abnegación de una mujer enamorada no se hubiese interpuesto entre él y el puñal. El hombre había venido siguiendo a la cabalgada durante todo el viaje. En dos ocasiones anduvo muy cerca de conseguir su intento, y solamente la Providencia, valiéndose de instrumentos inesperados, le hizo fracasar. Ahora, en el tormento, el asesino confesó su crimen, y bien claro decía quién le impulsó a cometerlo.

Doña María, casi repuesta de su gravísima herida, seguía en una litera la marcha de la comitiva, y ni todas las exigencias de la ordenanza fueron bastantes para impedir que Ramón Berenguer caminase como un rendido caballero al lado de su silla de manos todos los ratos que podía escamotear a sus deberes de cortesía respecto al rey… Doña Urraca, grave y mesurada, era la amiga buena y cariñosa de la doncella. Su altivez era bastante a disimular el fracaso de sus ilusiones, y este orgullo la salvó de una situación desairada. Solía también cabalgar con frecuencia junto a la ventanilla de la litera, atendiendo a doña María con ternura, que Ramón Berenguer le solía agradecer sonriendo. Y de vez en cuando, doña María llamaba a maese Sancho, su amigo de Rugoso, su compañero de viaje, el que con ella compartió las inquietudes de aquel éxodo reciente por tierras extrañas.

Don Illán de Moncada acudía y ella le hacía relatar toda la trágica historia de «Cabeza de Estopa» y de Matilde Guiscardo, con las incidencias a que había ido dando lugar la educación y el cuidado de Manrique.

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El día 13 de julio del año de gracia de 1104, una gran muchedumbre, compuesta de gentes de todas clases y condiciones, ocupaba el Campo de la Verdad de la ciudad de Valladolid. Esta multitud se apiñaba conforme podía en las gradas que a manera de anfiteatro rodeaban el extenso cuadrilongo, y aunque las conversaciones se sucedían sin intervalo, daba la pauta en todas ellas un matiz de terror, como acontece siempre que se está cerca de algún acontecimiento que tiene visos de sobrenatural.

A la parte de afuera del recinto cercado de galerías se apiñaba otra muchedumbre menos afortunada: la que no había podido lograr entrar en el lugar de la liza. Estas gentes, ya que no podían presenciar el juicio de Dios, se conformaban con ver la entrada en el campo de la liza del lucido cortejo que debía acompañar al rey. En medio de uno de los lados del paralelogramo se alzaba una tribuna empenachada con el estandarte real, y bajo el dosel que la cubría estaban el trono de Sus Altezas y el de la infanta, rodeados de sendos escabeles para las damas y caballeros del séquito.

A las once en punto de una mañana de estío, en que el sol caía a plomo sobre el Campo de la Verdad, cuando la muchedumbre se apiñaba curiosa ante la proximidad del terrible espectáculo, dio comienzo éste, con el toque lento y repetido de una campana cuyos graves sones llenaron el aire de un eco de tragedia. Era la campana mayor de la iglesia principal.

Después de este repetido y lento toque, que tenía dejos funerales, viose llegar a la comitiva de Su Alteza el rey don Alonso el VI. Llegaba éste caballero en un soberbio bayo oscuro enjaezado a usanza árabe, con gualdrapas de ñecos de oro y bordados extraños en colores brillantes; llevaba su manto de Corte, su corona y su cetro; ceñía espada y cabalgaba con toda la majestad que le era propia. (Así cuentan los cronistas de la época cuando relatan este interesante episodio). Tras de él iban la reina doña Berta, llevando a su derecha a la infanta doña Urraca, más rubia, hermosa y elegante que nunca, y a la izquierda, a doña María, bellísima sin comparación —según dijeron en voz recatada todos los caballeros de la Corte que seguían el cortejo y todos los menestrales, villanos y hombres de armas que presenciaban el paso de la comitiva real—, pero con la agonía de la muerte pintada en sus facciones, de las que el color huido y la crispación trágica daban buena cuenta del estado de su alma.

Luego venían el infante don Sancho y los altos dignatarios del reino, amén del arzobispo de Valladolid y el de Toledo, seguidos de una verdadera multitud de caballeros cuyos trajes, recamados de oro y pedrería, deslumbraban a la luz del sol en el incendio estival… Entrose el monarca en la liza, aclamado por una ensordecedora algarabía de la muchedumbre —siempre fue este rey muy amado y bienquisto de su pueblo—, y, saludando a diestro y siniestro, subió a tomar posesión de su trono bajo el dosel recamado de oro, con borlas y flecos áureos que, al vientecillo sutil que corría, oscilaban, poniendo reflejos suaves y discretos de un brillo agradable. Encima de la tribuna real flameaban al viento, entre gallardetes de distintos colores, el pendón real y el de Castilla… Subieron, tras de don Alonso, la reina, la infanta y su azafata, seguidas de doña Mencía y de las damas del séquito, entre cuyas faldas el curioso don Favila se había apresurado a escurrirse, y, sin ruido ni alharacas, con la grave mesura que el acto que iba a celebrarse requería, tomaron asiento cada cual en su escaño, sitial o silla. Apenas estuvieron colocados, y como si sólo eso esperasen para hacer su aparición, entraron en el campo Ramón Berenguer, conde de Barcelona, y sus dos padrinos, que eran el conde de Cabra, don García, y el de Rugoso.

Iba armado de todas armas el conde, con una soberbia armadura que aquella misma mañana recibiera del rey como presente. Era, en verdad, la armadura que correspondía a un príncipe soberano. Sobre su casco flotaba al viento una magnífica pluma blanca. Detrás del campeón y sus padrinos venían dos escuderos, uno de los cuales era el fidelísimo Nuño Correa, y otro, el caballero don Illán de Moncada, que no se desdeñó de ejercer este oficio ni quiso abandonar a su muy amado príncipe en este trance supremo y decisivo de su vida, cuando, después de tantos años, era llegada la hora de la justicia. Llevaba Nuño Correa la lanza del «Caballero sin nombre» y el escudo famoso cuya divisa le brindó el rey en la primera entrevista: el azor llevando en el pico una espada… El joven soberano de Barcelona llevaba el semblante sereno y casi alegre: era en verdad para él una hora dichosa la que iba a vivir. Sabía que tenía, al fin, un nombre, y por la honra de ese nombre iba a batirse con el asesino de su padre. Nada mejor podía pedirle a la Providencia un caballero… En pos del campeón, padrinos y escuderos venían formando el séquito de aquél, el conde de Cabra, los condes catalanes de Cardona y Cerdaña y multitud de caballeros castellanos de la primera nobleza del reino, sus amigos… Decir que toda aquella multitud de curiosos de dentro y de fuera de la liza no habían fervientes votos por la victoria del interesante príncipe catalán fuera negar un hecho palmario. Las mujeres, prendadas de su gallardía y su desgracia, maldecían al Fratricida; y los hombres, admiradores del valor nunca desmentido del paladín, le deseaban un triunfo rotundo. Cerraba la marcha un numeroso grupo de pajes vestidos con los colores de sus dueños. La gitana de cabellos blancos y rostro de inspirada, que había logrado colocarse en una de las primeras gradas con maese Mateo, miraba enternecida al que un día se llamó Manrique, mientras éste, con sus padrinos al lado y seguido de su cortejo, daba la vuelta al campo de la liza, según era uso y costumbre… Mil bendiciones seguían el paso del campeón. La gitana apretó suavemente contra su pecho un amuleto y pronunció unas palabras cabalísticas en su jerga, después de lo cual quedó tranquila, con la mirada prendida de la apuesta figura del conde Ramón Berenguer, quien, terminada la vuelta de ritual, se despidió de todo su séquito. Tomó de manos de sus fieles escuderos lanza, espada y escudo, les dio a besar su mano y, con un ademán, ordenó a todos que le dejasen solo con sus padrinos… Bajaron de los caballos los señores y, entregándolos en manos de los escuderos, que los sacaron de la liza, fueron a colocarse en unas gradas que les estaban reservadas.

Un toque de trompeta hendió entonces los aires; y a sus sones, como a un conjuro, el conde de Cabra tomó de manos del conde Ramón Berenguer el guante de desafío y fue a depositarlo a los pies del rey, diciendo, mientras doblaba su rodilla ante el trono:

—Señor y rey nuestro: he aquí a don Ramón Berenguer, conde de Barcelona, que por mis manos deposita a vuestros pies este guante, prenda de combate, declarando que está dispuesto a cumplir con su deber de caballero, sosteniendo contra todos, lanza en ristre y espada en mano, que Berenguer Ramón II, conde soberano de Barcelona, llamado «el Fratricida», es culpable de asesinato en la persona de su hermano Ramón Berenguer II, llamado «Cabeza de Estopa», muerto con premeditación y alevosía el día seis de diciembre del año de gracia de mil ochenta y dos, junto al lago llamado Gorch del Conde, en el camino que hay entre las villas de Hostalrich y Sant Celoni… Reta a juicio de Dios al Fratricida toda la nobleza catalana y elige campeón al dicho conde Ramón Berenguer, hijo del muerto.

—Si el Fratricida no quisiere combatir, reta igualmente a cualquiera que quisiere servirle de campeón, y para luchar por la honra de su nombre y la justicia de su causa, y para vengar la sangre de su señor y padre, vilmente asesinado, os demanda licencia.

Este parlamento fue oído en un silencio tan profundo que hubiese podido escucharse hasta el latir de los corazones. El rey se levantó de su trono para responder al conde de Cabra con voz solemne:

—Preste juramento el conde Ramón Berenguer de que su querella es justa y conforme al código de honor.

Levantóse, entonces, el arzobispo de Valladolid y, tomando un misal de manos de un paje lo presentó abierto por una página de los Santos Evangelios al joven campeón, el cual, con voz entera y recia, juró, con la mano puesta sobre el libro… Apenas había terminado esta breve ceremonia, cuando tornaron a sentirse los clarines, y el público empezó a rebullir en un estado de nerviosismo que no le permitía dominar ni sus movimientos ni sus palabras, formando así un murmullo semejante al de una tormenta lejana. Y a los sones del clarín, tornó a abrirse el campo de la liza y apareció el Fratricida montado a caballo, con su acompañamiento… El regio lujo de sus arreos nada tenía que envidiar al de don Alonso el VI y contrastaba con la simplicidad austera de Manrique, cuyo solo esplendor consistía en la soberbia armadura con trabajos de oro sobre el fino acero. Una pluma negra empenachaba su casco; la visera, levantada, permitía ver un semblante desencajado pese a todos los esfuerzos de su audacia, el cual era ya por sí solo una evidente acusación. Seguíale el séquito de caballeros catalanes adictos a él, todos muy bien aderezados, como los padrinos y los escuderos que sostenían sus armas y el escudo de la Casa de Barcelona. Apenas hubo entrado en el Campo de la Verdad, cuando un heraldo de armas le detuvo, preguntándole nombre, rango, condición y lo que deseaba; a lo que, haciendo un esfuerzo y echando mano de todo su orgullo soberano, hubo de contestar el Fratricida con voz que quiso ser entera y le falló a las dos palabras, convirtiéndose en una especie de ronquido:

—Soy noble y caballero, y vengo aquí para sostener con la lanza y con la espada mi inocencia en el crimen que se me imputa…

Entonces una voz, saliendo de las gradas más bajas, hendió los aires vibrante como una saeta:

—¡Mientes…! ¡Mientes, Fratricida! ¡No eres inocente! ¡Mataste a tu hermano en el bosque y le echaste muerto en el Gorch…! ¡Caín…! ¡Caín…! ¡Acuérdate de la puñalada con que quisiste cerrar sus labios…! ¿No me conoces…? Vengo del reino de los muertos para acusarte. ¡Soy Eleonora, la gitana!

En medio del imponente silencio de la muchedumbre, resonó esta voz como si, en efecto, llegase del otro mundo. Nadie pensó en obligar a Eleonora al silencio, tan sobrecogidos estaban de oírla. En cuanto al Fratricida, viósele palidecer hasta tomarse ceniciento, como si le acongojaran las angustias de la muerte, y vacilar en su silla y hasta hacer un ligero movimiento como para obligar a su caballo a salir del palenque. Mas, en este punto, la nerviosa mano de su sobrino Ramón Berenguer detiene por las bridas a su caballo y, con voz indignada, le conmina:

—¡No os vayáis, vive Dios, conde, porque, si eludís el combate, os juro por mi padre asesinado que os declararé cobarde en todas las cortes de Europa!

Aquí, la sangre real del Fratricida se alborotó con la amenaza, y, revolviéndose como áspid, exclamó, apartando con violencia las manos del joven, que aún sostenían a su caballo:

—¡Perro! ¡Yo combatiré contigo aunque no seas sino un impostor que usurpa la persona de mi sobrino muerto!

El escándalo que siguió a estas palabras injuriosas fue algo que resiste toda descripción, si hemos de creer a los cronistas. La multitud rugía amenazando al Fratricida, y hubiérase arrojado sobre él, y acaso le despedazara, si los heraldos, escuderos y hombres de armas no lo hubiesen impedido a duras penas. El conde de Rugoso y los de Cerdaña y Cardona, don Illán de Moncada y Eleonora gritaban, afirmando la evidencia de la personalidad de Manrique. Por su fe de caballeros juraron los catalanes y el castellano; y aún hubo más, porque, habiendo hecho un llamamiento a la buena fe de los caballeros catalanes que acompañaban al Fratricida para que se acercasen a mirar a cierta señal que en una oreja tenía el joven conde, dijesen si no era en todo igual a la que tenía su padre en el propio sitio. Y los catalanes, de buena fe afirmaron ser igual. Además de esto, don Bernardo Guillelmo declaró, con voz tonante que dominó el tumulto, poniéndose ante el trono, con la mano sobre los Santos Evangelios:

—Juro por Dios y por mi honor de caballero que el que llamamos Ramón Berenguer, que antes se llamó Manrique, es, en efecto, el hijo legítimo del conde Ramón Berenguer II, llamado «Cabeza de Estopa», y de la princesa soberana de Narbona, Matilde Guiscardo, que recientemente le ha reconocido como hijo en su dicho castillo de Narbona; que me fue entregado por las propias manos de la señora princesa Matilde, por el temor de que su cuñado le asesinara como había asesinado a «Cabeza de Estopa»; que mi mujer, doña Sancha, y yo, de acuerdo con los barones catalanes reunidos en Cortes, procedimos a su crianza y llevamos su tutela; y que ese mismo niño fue entregado por mí en las propias manos del muy ilustre señor castellano don Diego Alvar. Ahora hable el castellano.

Se adelantó el conde de Rugoso, resuelto, y puso las manos sobre los Evangelios y juró con voz entera:

—Juro por Dios y por mi honor de caballero que este mozo, que se llamó Manrique, es el mismo que me fue entregado por el muy ilustre señor conde de Cerdaña; que yo le crié y eduqué; que sólo raras veces se separó de mi lado, y que cuando lo hizo fue siempre bajo la inmediata custodia del caballero catalán don Illán de Moncada, conocido por maese Sancho. Hable don Illán.

—Juro por Dios, y por mi honor de caballero, y por la salvación de mi alma, y sin confesión muera, y fuera de sagrado me entierren, y los perros destrocen mis despojos si miento, que este a quien llamaron Manrique es, en efecto, el niño que dio a luz el seis de noviembre del año de gracia de mil ochenta y dos Su Alteza la princesa Matilde Guiscardo.

Otro clamoreo furioso se alzó como un oleaje. Ya hasta los señores de su séquito no sabían qué pensar del Fratricida. En medio del griterío, Manrique recobró el dominio de su voz, enronquecida por violenta cólera, y gritó, exasperado, dirigiéndose a su tío:

—¡Toma tu lanza y prepárate a morir, Caín!

Sin osar pronunciar una palabra, tal de anudada tenía la angustia su garganta, el conde Berenguer Ramón, como sentenciado a muerte, llegóse hasta los pies del monarca de Castilla, alzó con mano temblorosa el guante de desafío y dijo:

—¿Me otorga Vuestra Alteza su real licencia para combatir?

—Jurad —dijo el rey, con voz breve.

Juró, demudado y lívido. Seguidamente, los dos campeones se calaron la visera. Al verlos frente a frente, el heraldo exclamó:

—¡Cumplid vuestro deber, señores caballeros!

Luego, encarándose con el público, prohibió, bajo pena de muerte, el que nadie turbase a los combatientes con un grito, ni una palabra, ni una señal. Hecho lo cual, se retiró a un extremo de la liza.

El rey, que tenía en su mano el guante de batalla, señal del desafío, lo echó a la liza, y con este gesto dio comienzo el combate.

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Desde el primer momento la lucha tuvo caracteres violentos y salvajes. Todo el horror de la tragedia pasada revivía; en Berenguer Ramón era el odio que tuviera al padre concentrado ahora en el hijo que venía a malograrle el fruto de su crimen; en el joven conde Ramón Berenguer era la noble y justa ansia de vengar el asesinato de su padre y reivindicar sus derechos a la soberanía de un Estado del que trataban violentamente de despojarle, con la vida, como despojaron a su progenitor.

El conde Berenguer Ramón, ni era cobarde ni inhábil, mas se hallaba tan enfurecido que, desde el primer momento, los hombres entendidos en estos lances se dieron cuenta de que tenía en contra esta desventaja contra la serena limpieza del juego de su contrario, que atacaba y se defendía sin aceleramiento y sin ofuscarse. Como si la mano de Dios guiase sus golpes, eran éstos certeros y duros. Al juego traidor de su adversario, respondía Manrique con una destreza tan leal y con un dominio tal de sus nervios, con una sangre fría tan patente, que más que un combate a muerte parecía aquello un torneo donde la vida no peligraba.

Después de inútiles botes de lanza y choques violentos, el conde Berenguer Ramón arremetió, ciego de cólera, contra su sobrino lanza en ristre. Todo el campo se crispó de horror, temiendo que le pasara de parte a parte, y solamente por la amenaza de muerte que había hecho el heraldo pudo la muchedumbre dominar un alarido. A este alarido hubiese seguido de cierto un rugido de victoria al ver cómo el joven conde, resistiendo heroicamente este formidable bote de lanza, embistió a su vez con tal arresto que logró desarzonar a su enemigo… Perdidos los estribos, con una maldición, se vino al suelo pesadamente el conde Berenguer Ramón. Se desenredó como pudo, y aquí todos advirtieron cómo la hidalguía del sobrino quiso darle tiempo para ello, cuando pudo muy bien haberle asestado una estocada aprovechando el momento y las circunstancias. Y, echando mano a la espada, empezó el más formidable asalto entre dos hombres igualmente diestros en el manejo de las armas.

En silencio rezaba doña María su plegaria con insistencia dolorosa:

—Santa Madre de Dios, sálvale… Santa Madre de Dios, dale la victoria…

De repente, un habilísimo juego de Manrique desarmó al conde Berenguer Ramón, y su espada saltó en dos pedazos con silbido siniestro… Después, el golpe sordo de un cuerpo que cae pesadamente sobre la arena, y el joven conde de Barcelona puso sobre el cuello del vencido su pie, y sobre su garganta, donde saltaban las arterias en pulsaciones locas, la punta de aquella su espada nunca vencida. Y ya la punta iba a hundirse en la carne del vencido, cuando el ángel de la misericordia, encarnado en una mujer, rompió el silencio con su voz divina:

—¡Perdonadle, príncipe y señor!

Manrique miró a doña María, en pie, con las manos unidas como en muda plegaria, y su espada se deslizó, sin herir, por sobre el cuello del vencido. Mas cuando esperaban todos que se levantase y continuase el combate, oyeron su frágil voz saliendo entre los agujeros de la celada:

—Me habéis vencido, sobrino y señor, confieso mi crimen… ¡Por el ángel que acaba de imploraros mi perdón, dádmelo si no queréis que muera desesperado, y sed lo bastante generoso para dejarme vivir lo preciso para hacer expiación y penitencia por mi crimen…!

El silencio más impresionante respondió a estas palabras. Manrique levantó su espada y miró al rey don Alonso, que se puso en pie.

—Nos le declaramos vencido… —dijo el rey.

Y aunque a doña María bien se la podía condenar a muerte por hablar, quebrantando la prohibición, nadie pensó sino en felicitarla por su intervención generosa.

Envainó el conde soberano de Barcelona, Ramón Berenguer, su invicta espada y dejó en el suelo al vencido con estas frases:

—Que Dios te perdone, como yo te perdono…

Después de lo cual, lo primero que vio al volverse cara a la multitud fue a los caballeros catalanes del séquito del Fratricida que, allí mismo, rodilla en tierra, le reconocían como soberano y señor y le rendían pleito homenaje.