Capítulo VI
EL TORNEO
— ¡Doña María…!
La azafata, asomada al vitral, no respondió a esta llamada perentoria de la dueña, que parecía alarmada por algo. En vista de ello, llegóse al hueco del ventanal ojivo, subió tres peldaños que la separaban del piso de losa basta de la cámara y la tocó levemente en un hombro, con ligera impaciencia.
—Doña María…
Volvióse lentamente la dama, con cansancio. Había en sus ojos una fatiga inmensa, igual que si la vida la aplastase como carga demasiado pesada para sus jóvenes fuerzas. Doña Mencía murmuró, inquieta:
—¿Todavía no ha regresado nuestra señora?
—Todavía no.
—¡Dios mío!
—Al salir de la capilla me dijo lindamente que no necesitaba mi compañía, y era sin duda porque la esperaba el doncel en aquel corredor que mira al patio de armas. Bien estará con él, mano a mano, platicando en la soledad del pasadizo…
—¡Qué pesada carga la de vigilar a esta niña indócil, doña María…!
—Cierto.
—Y más ahora, con esta pléyade de caballeros que han llegado con el conde de Rugoso. Ellos vienen hambrientos de galanteos, y ella está siempre a punto para volver loco a cualquiera que le plazca…
—Lo siento por el paje, doña Mencía.
—El paje fue un tonto creyendo en el amor de doña Elvira… Doña Elvira es un girasol.
—¡Ay, sí! Ahora, el pobrecillo doncel sabe lo que son celos y va de cabeza tras de una sonrisa de nuestra hermosa señora.
—Más le valiera haber puesto sus ojos en otra…
La mirada de doña Mencía, harto elocuente, turbó a doña María hasta el extremo de encenderla en rubores como una rosa. Bajó sus magníficos ojos árabes y tartamudeó un;
—No sé…
—Yo, sí. ¿Acaso vos no le hubieseis amado mejor?
—Callad, doña Mencía. ¿Cómo osáis compararme con mi señora? Imaginad un triste escarabajo al lado de una linda mariposa… ¿De dónde bueno había de reparar en mí el señor doncel?
—Pues él se lo pierde; porque pensar que doña Elvira sea constante a un amor más de tres meses es pedirle peras a un olmo, sin contar con que su casamiento está decidido…
—¿Con quién…? ¿Os lo dijo acaso ese mensajero que llegó ayer de la Corte?
—No, nada me dijo en concreto, doña María. Solamente que el casamiento que la…, bueno, de nuestra señora, está decidido. ¿Con quién? ¡Qué importa! Sea el que fuere aquel que haya elegido su padre, no será de su gusto, aunque sólo sea por espíritu de contradicción.
—O por la sospecha de que la elección ha partido de su madrastra.
—Puede ser. Se odian cordialmente.
—¿A dónde nos llevará el destino, doña Mencía? Porqué pienso que ni vos ni yo abandonaremos a doña Elvira…
—No por cierto. La vi nacer y la he criado como si fuese mi propia hija. Jamás la abandonaré aunque haya de seguirla al extranjero.
—Duro sería dejar nuestra hermosa patria, en verdad, doña Mencía; mas yo tampoco pienso separarme de la que ha sido y es para mí una hermana… Con todos sus defectos, es noble, es generosa, es buena…; su corazón se deshace ante el dolor, y parte de su mala fama de frívola y de inconsecuente se debe a la impetuosidad de sus sentimientos. Es impulsiva.
—¿Cómo la estudiasteis tan bien, doña María…?
—Soy observadora. Los que no tenemos otra misión en la vida que la de ser como el reflejo de otras vidas, vivimos tanto en silencio, que tenemos sobrado espacio para estudiar las almas que cerca de nosotros alientan.
—Silencio; ahí viene nuestra señora.
Como un torbellino delicioso —oro y azul: cabellos y ojos maravillosos—, la joven señora entró en la cámara donde azafata y dueña se inquietaban por su tardanza. Cada mejilla era una rosa; su boca tenía esa sonrisa tierna y un poco temblorosa de los que acaban de saborear una emoción de amor. Ella sabría qué de dulzura tuvo el escarceo que con el paje acababa de sortear en la penumbra del pasadizo.
Doña María, al verla, tuvo la intuición de la escena feliz, y, sin poderlo remediar, se sintió palidecer mientras el corazón le flaqueaba un punto bajo una mal defendida emoción de celos. El aire de la dama era, en cambio, de una franca alarma.
—Mal rato nos hicisteis pasar, doña Elvira —empezó a decir doña Mencía, con ceñudo talante.
Mas la doncella le cortó el réspice graciosamente, mientras revolaba como una mariposa en tomo a las flores colocadas en ventrudos jarros de barro cocido, aspirando su aroma, quizá para ocultar una deliciosa turbación que traía como rastro de su escena con Manrique. La falda de brocado amarillo, color de moda por aquella época, flotaba como una enorme margarita en el alegre ambiente de la risueña cámara, llena de sol.
—No comencéis vuestro sermón tan presto en esta mañana tan hermosa, mi querida aya; preparaos a disfrutar conmigo, en cambio, de un espectáculo brillante que van a proporcionamos los caballeros de su señoría el conde.
—¿Un torneo, acaso…?
—Van a correr toros y a jugar cañas en el lugar. Ya están poniendo unas tribunas para nosotras en la pared de la casa del Concejo. Acudirán villanos y caballeros de otros pueblos…
—Y vos seréis la reina de la fiesta y podréis hacer conquistas a placer…
El tono de doña María era áspero. Doña Elvira la miró atentamente:
—¡Cualquiera pensaría que os molestan mis triunfos! —reprochó.
—No a fe. Lo que me molesta es que hagáis padecer al paje. Ya os dije en un principio que le dejaseis en paz.
—En paz le dejé. ¿Tengo yo acaso la culpa de que se haya enamorado de mí como un idiota, el bellaco…?
—¿Cómo tenéis atrevimiento para decir tal cosa, si le habéis vuelto loco con vuestras coqueterías?
—Pienso, doña María, que os interesáis por Manrique más de cuanto ha…
—Me intereso por vos y no por él; que me duele pensar que el día que salgamos de Rugoso puedan decir las gentes que jugasteis con el corazón de ese infeliz… como un juguete que se rompe o se tira cuando ya no nos place… ¡Eso no habla, ciertamente, en favor de ninguna mujer de bien!
—Pienso, doña María, que me estáis faltando…
—Perdonadme entonces… No fue tal mi intención. Mas está visto que no podemos tocar este asunto sin rozar asperezas…
—Porque estáis celosa.
—¿Yo…?
—Vos. ¿Creéis que no veo que andáis sin sueño por el doncel? Y de muy buen grado os lo cediera si él consintiese.
—¡Tan poco le amáis…! —se dolió la azafata.
—Muy al contrario. Le amo tanto y tan bien como jamás quise a otro hombre. Y porque bien le quiero, desearía alejar de él el dolor que entraña el amar a una mujer de mi condición. Porque decidme, las dos, si gustáis: ¿en qué van a parar estas misas, en cuanto mi padre se entere, sino en sacarme de Rugoso y…, ¡Dios no lo quiera!, encerrar al paje como ha encerrado al conde de…?
—¡Silencio!
—Las paredes oyen, mi señora —advirtió doña María—. Mas eso lo tenéis solucionado bien presto diciéndole quién sois vos, que es lo que debisteis hacer el primer día, en lugar de volverle los cascos…
—Tiempo habrá para ello. Mientras…, ¡soñemos!
—¡Me desesperáis, doña Elvira!
—Sois tonta, doña María. ¿Creéis por ventura que el doncel sea tan corto de entendederas como para pensar que un casamiento sea posible entre una dama de mi calidad (que harto se adivina tras del incógnito) y un desgraciado como él, sin nombre conocido siquiera…?
—¡Doña Elvira, lo que decís os condena todavía más! —exclamó la dama, escandalizada—. Precisamente por ser él quien es y vos ser quien sois, jamás debisteis alentar la afición que en él despertó vuestra hermosura.
—Pero a mí me gustaba, y hoy le quiero…, y un amor como éste no es de despreciar en una vida como la mía… Al menos sabré cómo se quiere y podré decir siempre que alguien me quiso «solamente por mí», sin deslumbrarse por el espejuelo de riquezas, honores y condición… ¿Hasta eso quiere quitarme vuestro rígido criterio, mi querida aya? Más adelante, cuando la vida mía sea triste y doliente, sólo este recuerdo de juventud la alegrará como una lucecita… Vos, doña María, podréis amar: nadie coartará vuestro albedrío. No tenéis prisa… Yo atrapo un atisbo de ventura con las dos manos, de miedo a que el destino, que va a caer sobre mí implacable, me escamotee hasta esa probabilidad… ¡Ya basta de filosofías y de cosas tristes! Sacadme mis briales de brocado para elegir entre ellos; y mis joyas mejores para presentarme en la tribuna con mi tía, la condesa, como corresponde al lugar que ocupa. Y adornaos vosotras como cumple a vuestra condición y a mi deseo. ¡Ah…!, después recibiré a esos dos mercaderes judíos que llegan de Alemania con esa nueva tela de moda. Y para calmar vuestros gruñidos, os haré merced de unos collares muy lindos que también traen de Bagdad. ¡Despachad presto, que mi tía, la condesa, aguarda!
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Lleno de arcos de cedro y flores silvestres el camino que conducía desde el castillo hasta la plaza con soportales del lugar, ofrecía el aspecto de las grandes solemnidades populares. Las tribunas de la plaza estaban llenas de hijosdalgo, infanzones y caballeros de otros feudos, que por la fama de los festejos llegaban a presenciarlos y a tomar parte en ellos. Había sido anunciada por pregoneros en los diversos lugares del contorno la justa que los caballeros del conde de Rugoso ofrecían a sus compañeros de otros condados, y a aceptarla venían armados como era uso y costumbre y acompañados de sus escuderos y pajes. El gentío llenaba la plaza cuando la condesa de Rugoso, seguida de su corte como una soberana, subió lentamente los peldaños de su tribuna, donde dos doseles esplendían la riqueza de sus damascos rojos solicitando la atención y la curiosidad de los asistentes; porque el conde, rodeado de sus caballeros no inscritos para el torneo, ocupaba otra tribuna. Mas bien pronto los comentarios tuvieron cumplida respuesta al ver que, de los dos sitiales, uno era ocupado por la condesa y el otro por una maravillosa dama rubia vestida de brocado blanco y adornada con perlas, que, al levantarse el largo velo bordado en oro, descubrió la cara más hechicera que pudieran contemplar ojos humanos. En pos de las dos ilustres damas caminaba maese Sancho hecho un brazo de mar con su vestido verde y blanco y la más nutrida colección de cascabeles adornando su ropilla y su bonete; y junto a él Nuño Correa, severamente ataviado de tonos oscuros, y llevando el manto amarillo con armiños blancos de doña Elvira iba Manrique, el paje, más gallardo que nunca en la gala de su traje de fiesta, mas con semblante sombrío y ceño adusto.
Debajo de la tribuna de la condesa, en unos asientos preparados para otros invitados de menor cuantía, se aposentaron silenciosamente, con aire humilde y movimientos discretos, Moisés Hansel y su hijo David.
Por circunstancias diversas, no habían logrado desde que llegaron a Rugoso echarle la vista encima al doncel, que andaba siempre metido entre las faldas de doña Elvira. De un modo circunspecto, el más viejo de los dos mercaderes alzó la mirada hasta la tribuna y escudriñó detenidamente el grupo de pajes que seguían a las damas. ¿Cuál sería…? ¿Aquél de ojos castaños y mediana estatura…? No, tal vez, harto joven… Manrique debía de ser mayor. ¿El otro, morenito y avispado…, alto, espigadillo…? Maese Sancho dijo que era rubio como el trigo en sazón. ¿Éste de talante simpático que reía con la doncella vestida de brocado rosa y rizos oscuros…?
—Señor…
Volvióse el judío al sentir sobre su hombro el liviano roce de una mano respetuosa.
—Ahora mismo pensaba en ti, Sancho amigo…
—Sí, me llamabais con el deseo para que os dijera…
—Justo.
—Es aquél.
Los cascabeles del bufón repiquetearon alegres al ligero movimiento que hizo tendiendo su brazo en dirección al grupo de pajes. Moisés Hansel vio a un adolescente de aventajada estatura, magníficamente proporcionado, vestido, con lujo que demostraba la predilección que la condesa sentía por él, con los colores de Rugoso. Estaba inclinado hablándole al oído a una dama tocada con velos bordados en oro, largas sartas de perlas y suntuosos brocados blancos; y el oro de la melena del paje y el de las largas trenzas de la dama se mezclaban sobre él hombro de ésta… ¡Santo Dios, y qué expresión más clara la de aquellos dos rostros!
El anciano hebreo, poseído de una emoción tan intensa que le privó del uso de la palabra durante buen rato, contempló en silencio al doncel. Luego se volvió hacia el corcovado y murmuró, todavía con la voz flaca:
—¡Es igual que «él»!
—Ya os lo dije.
—Alto, gallardo, rubio, con los ojos claros…
—Y, como «él», amable y cariñoso.
Ahora Manrique reía; y su alegría ponía en su juventud un encanto más; y la dama le envolvía en una mirada tan llena de seducción, que el hebreo reaccionó súbitamente.
—¿Quién es «ella»? —preguntó con una alarma.
Encogióse de hombros el bufón.
—Dicen que es sobrina de mi señora la condesa.
—Vos ¿lo creéis?
—No; podrá ser, en efecto, su sobrina, mas hay un misterio en tomo a ella que no he logrado desentrañar…
—Maese Sancho…
—Señor…
—Ha más de doce años que dejasteis mi casa y mis estados y os vinisteis a las nobles tierras de Castilla sin otra comisión que la de velar por un niño.
—¿No cumplí como bueno, mi señor?
—Sí, a fe. Mas estamos en el trance más difícil de esta empresa. Ese joven halcón parece que trata de ensayar el vuelo de sus alas…, y fuera grave escollo en el camino de su vida dejarle atarse con la cadena de un amor.
—Comprendo.
—Procuraréis por todos los medios que estén a vuestro alcance que ese idilio que advierto no pase adelante.
Se hará así, señor. Mas ved que acaso conviniera… Se trata de una dama principal…
—Aunque fuera la propia infanta de Castilla —respondió con suprema altivez el anciano.
—Obedeceré, señor —prometió humildemente maese Sancho.
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El torneo tocaba ya a su fin, y el vencedor era a todas luces aquel valiente caballero don Vidal de Oñate, de la vecina casa de Carrión, que había ido haciendo morder el polvo a todos los contrincantes que con él quisieron luchar. Para los caballeros de otros señoríos, y más aún para los de Rugoso, esto resultaba intolerable; pero ya todos habían combatido y sido derrotados ante la bravura y el fuerte brazo del campeón. Solo quedaba el propio conde de Rugoso, el cual, al oír que los heraldos anunciaban que el vencedor estaba presto a combatir nuevamente con quien quisiera medir con él sus armas en singular combate, hizo mención de salir de su tribuna para armarse en la tienda destinada al efecto. Ya llamaban sus escuderos al heraldo, y el más antiguo de ellos tenía en la lengua el reto en nombre de su señor, cuando apareció en la justa un jinete caballero en un brioso potro blanco como el ampo de la nieve. El talante del caballero era gallardo, la celada le ocultaba el rostro y a los requerimientos del mariscal respondió que tenía hecho voto al apóstol Santiago de no descubrir su faz hasta que hubiese dado muerte a no menos de doscientos moros. Solicitó permiso para luchar con don Vidal de Oñate por el honor de Rugoso y, concedido que le fue, luego de algunos cabildeos —pues algunos de los jueces se resistían a dar entrada en el palenque a un desconocido—, comenzó el más desmedido y fiero combate que imaginarse puede.
Seguían los dos judíos y el bufón las idas y venidas, los botes de lanza y el ataque y defensa del desconocido, con secreta simpatía, deseándole un triunfo rápido y brillante, para que él, a su vez, pudiese elegir a la reina del Amor y la Belleza que había de coronarlo de laurel en premio de su victoria. El combate era encarnizado. Un silencio profundo reinaba en el palenque. Justaba maravillosamente don Vidal, experto en aquellas lides; pero parecía de acero el contrincante, fuerte, ligero, certero, rápido… Bien pronto se advirtió que su juego consistía en cansar al contrario. La pluma blanca de su casco iba y venía al viento desplegando su oriental opulencia; blanco era también el lazo que adornaba como un brazalete su brazo de hierro… Maese Sancho, al fijarse en esta coincidencia, tuvo un leve estremecimiento de alarma. Disimulado, miró a la tribuna de la condesa y aun se empinó sobre la punta de sus borceguíes para ver algo que debía de interesarle mucho. Entonces cambió de color y también él se tomó blanco como la pluma del caballero… Doña Elvira miraba con atención el torneo, y en honor de la verdad hay que decir que la expresión frívola y ligera de su fisonomía había desaparecido para dejar plaza a una apasionada ansiedad… Doña María, retrepada contra el respaldo de su asiento, envuelta en sus velos y en sus brocados amarillos, tenía los ojos cerrados, muerto el color y rígidos los labios, que se movían como si rezaran.
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Cuando el caballero de la blanca pluma desarzonó a don Vidal de Oñate de un brioso bote de lanza llevado ya el combate al terreno violento de la ofensiva, en todo el palenque resonó un grito unánime como si hubiese sido articulado por una sola garganta. El de la blanca pluma echó pie a tierra, puso manO a la espada y aguardó a que su adversario diese señales de querer defenderse; mas no las dio don Vidal, sino que con un quejido pareció demandar tregua. Entonces el caballero desconocido le puso el pie sobre el cuello, y en todos los ámbitos de la liza estalló un aplauso que ensordeció a la muchedumbre como un trueno. Miles de comentarios, que denotaban la más aguda curiosidad, siguieron a todos los pormenores de la acostumbrada apoteosis del vencedor. Los clarines y los timbales tocaron una marcha triunfal cuando el caballero se acercó al pie de la tribuna del conde para solicitar de él la venia de nombrar a la reina del Amor y de la Belleza. La expectación era enorme cuando el vencedor, seguido del conde y de toda una corte de caballeros, se detuvo frente a la tribuna de la condesa y, sin vacilar un solo instante, cual si de antemano en su corazón ya la tuviese elegida, depositó a los pies de doña Elvira la corona de laurel dorado que le acababa de entregar el conde y que él había llevado en la punta de su lanza. Como era uso y costumbre, tambores, clarines y atabales estallaron en una especie de marcha con cadencias marciales, y los heraldos proclamaron a doña Elvira reina del Amor y de la Belleza, siendo entusiastamente aplaudida por la enardecida multitud.
No haremos la descripción del tumulto que siguió: vítores, aplausos, gritos de júbilo… Mientras, la dama había tomado, con mano trémula, la corona y la sostuvo, aguardando quizás a que el caballero se quitase el casco; mas éste guardaba rigurosamente su voto y jamás hubiera consentido en descubrir su semblante si el de Rugoso, picado también de la curiosidad por conocer al esforzado paladín de doña Elvira, no le cortase él mismo, de un tajo de su afilada daga, la correa que le sujetaba el casco por debajo de la barbilla y, con muy pocos repulgos y menos respeto al pretendido voto, no le sacase, sin más ni más, aquella especie de capacete empenachado.
A la sola vista de la cara del caballero acontecieron varias cosas: palideció el de Rugoso como si de repente se diese cuenta de que había corrido un gravísimo riesgo… ¿Qué hubiera podido pasar si el paladín hubiese sido herido de gravedad? Dio un «¡Ay!» de angustia la condesa; se dejó caer en su asiento, desfallecida, doña María…, y sonrió doña Elvira, satisfecha de poder probar hasta qué punto era capaz de amarla un hombre… ¡Oh, cruel inconsciencia de la coquetería!
El anciano judío, que había presenciado toda la escena con ansiedad, como si una intuición maravillosa le dijese cuál era la persona que bajo la armadura se escondía, cambió una entusiasta mirada con maese Sancho y no fue dueño de contener esta exclamación:
—¡Voto va, seor loco, que el mozo es un buen cachorro de león!
—¡Vive Cristo, que no niega la casta, y que su bravura no le tiene envidia a la de… su padre! —murmuró el más joven de los dos hebreos.
En tanto, doña Elvira había encajado la corona sobre los cabellos de oro del doncel, pues no otro que Manrique era el vencedor caballero de la pluma blanca; y sólo entonces diéronse cuenta algunas damas de que por el guantelete le corría al paje un delgado hilillo de sangre, que sin duda debía de ser efecto de alguna herida en el antebrazo. No hizo mención doña Elvira de pensar en enjugársela; harto tenía con hincharse como un pavo real con el honor de ser aclamada reina de un tan efímero cuanto poético reinado como lo era este del Amor y la Belleza, mas su azafata, aturdida y alarmada, temiendo Dios sabe qué complicaciones para la preciosa salud del paje, desenrolló vivamente su propio velo, maravilla de gasas sutiles con bordados de oro y perlas, y, sin tener en cuenta su alto precio, arrancolo de un tirón y limpió con él aquella sangre de Manrique, mientras susurraba aterrada:
—¡Dios mío…! ¡Os han herido!
Sólo entonces pareció darse cuenta del accidente doña Elvira.
—¡Os han herido! —exclamó.
—No tal: es un arañazo sin importancia, que no me impedirá bailar con vos esta noche… —sonrió alegremente el paje.
El judío anciano tornó a tirar del coleto a maese Sancho y, con ceño adusto y tono de dominio, que contrastó un punto con la humildad de su indumento y con el servilismo hipócrita de los hijos de Jacob, volvió a ordenar por segunda vez en aquella noche, mirando hosco a doña Elvira:
—Ved de que ese idilio termine, maese Sancho…
Manrique, al ceñir la corona de laureles dorados, pensó en Eleonora, la gitana.
«Acertó la vieja bruja. Heme aquí coronado… ¡Lindo reino el mío, mas tan corto…! En fin, más vale algo que nada. Y puede que éste sea el comienzo, si mi señor el conde, en vista de que sirvo para algo más que para andar entre los briales de las damas, se decide a llevarme a la guerra».