Capítulo XII
VIGILÁNDOLE…
Esta vez, maese Sancho y el «Caballero sin nombre» no entraron en Cataluña por el lado de Hostalrich, ni tuvieron el antojo de visitar el siniestro Gorch del Conde. Transpusieron los Pirineos por Andorra y durmieron su primera noche después de pasar la frontera en una aldehuela cuyos habitantes eran en su mayoría honrados payeses. La casa en que se hospedaron pertenecía a un payés charlatán, que solía frecuentar mucho las ferias y mercados de caballerías y otras reses menores y, por ende, estaba muy al tanto de mentirijillas, chismes y enredos de toda laya. Por la indiscreta palabrería de aquel sujeto advirtió maese Sancho el primer chispazo del incendio que en Cataluña se estaba levantando aventado por manos desconocidas.
Al día siguiente, más entrados en los feudos del Fratricida, se ampliaron sus observaciones. Maese Sancho nada dijo a Manrique, cuya tranquilidad no quería en modo alguno alterar; mas a sus solas maldijo cien y mil veces la ocurrencia del mozo de adentrarse en tierras catalanas. Él fue partidario, en un comienzo, de correrse allende los Pirineos hacia Navarra y entrar por allá sin temor a encontrarse con los espías de Berenguer Ramón… ¿A qué obedecían aquellos temores de maese Sancho? ¿Qué podían temer del soberano catalán los súbditos de Aymerico de Narbona? Porque, en fin de cuentas, sus salvaconductos les abonaban como servidores de la princesa Matilde…
Los días se le antojaban siglos al bufón. Había ensayado a desfigurar su rostro con un tinte oscuro, y quiso que Manrique lo hiciese así. Mas el mozo, cediendo a un sentimiento de vanidad, muy disculpable dados sus pocos años y la vecindad de dos mujeres bonitas, no quiso ni oírlo mentar, con lo que el desesperado bufón optó por encomendar a Dios la persona y la vida de su joven señor, que él juzgaba en un grave peligro.
Pocos días eran pasados desde que nuestros viajeros caminaban por tierras catalanas, cuando el propio Manrique se hubo de dar cuenta que el país andaba alborotado por grande y sensible marea. Recordó entonces, ante unas frases recatadas y sueltas, las historias que les contó a él y a maese Sancho —cuando caminaban hacia Francia— el huésped de Sant Celoni. A medias palabras, la gente comentaba el repentino correr del arroyo de Sant Celoni, seco desde la muerte de Ramón Berenguer, y se exaltaban hablando del renacimiento de la noble estirpe de «Cabeza de Estopa» y del posible castigo del Fratricida. La gente, visionaria y supersticiosa, esperaba un milagro. Todo aquello había surgido de repente, como si una mano oculta hubiese echado de intento una brasa encendida en aquel montón de combustible que era el pueblo catalán, descontento de Berenguer Ramón, el Fratricida, y ansioso de ver vengada la triste muerte de su conde bienamado, el gallardo «Cap d’Estopa». En secreto, recatando hasta semejar un soplo las palabras, había quien dejaba escapar la increíble verdad de que un mozo rubio y gallardo, con todas las facciones de «Cap d’Estopa», fue visto en distintos lugares del principado. Unos decían que «Cap d’Estopa» no había muerto, sino que una vieja leñadora le salvó, manteniéndole oculto en las breñas inexpugnables del Pirineo hasta este momento, en que Dios parecía señalar el instante de la justicia; otros, que sí que murió, pero que su alma volvía del otro mundo para dar al mal hermano su merecido. Sea como fuere, había quien juraba haber visto a «Cabeza de Estopa», él por él y cara a cara. Todo esto se murmuraba con sigilo bajo las campanas de las chimeneas y en el corro de las mesas de las tabernas, no sin mirar antes en torno, por si cerca o lejos había alguno de los esbirros del Fratricida; pero por muy en recato que se murmurase y comentase, la ola de murmuraciones, de ansias y de anhelos llegó hasta los recelosos oídos de Berenguer Ramón, y su policía, reforzada, se había puesto en juego para ver de aclarar de dónde salían aquellos rumores y quiénes eran los que los difundían.
Al Fratricida no le cabía la menor duda de que su hermano estaba bien muerto. Todos los pormenores del asesinato estaban presentes en su memoria; y, por si el puñal no fuese poco, hay que recordar que después del asesinato le arrojaron al lago, donde permaneció algunas horas bajo la helada agua de diciembre, hasta que los hombres de su séquito dieron con él. ¿Entonces…? Berenguer Ramón pensaba en una contrafigura; alguien cuyo parecido fuese perfecto. En aquella época, en que los señores ejercían el derecho de pernada, no era difícil encontrar parecidos asombrosos. Una sustitución de persona, un enredo burdo, pero que muy bien podía alborotar los reinos que él sabía no anduvieron nunca de acuerdo con su gobierno.
Maese Sancho tenía la impresión de que estaban caminando sobre un volcán a punto de estallar; lo que él rogaba a Dios era que les permitiese salir de Cataluña antes de que estallase.
Una noche, pernoctaban en cierta venta solitaria de las cercanías del Segre. En el mesón no había más gentes que las de la casa y dos negociantes que iban al valle de Arán a comprar mulos. En las cercanías, y aprovechando la proximidad de las fertilísimas huertas, una tribu de gitanos había sentado sus reales. Esto era tan frecuente que a maese Sancho no le inquietó, tanto más cuanto el huésped, incidentalmente, sacó en conversación que los había todo el año. Ni de cerca ni de lejos se nombró el asunto que al bufón preocupaba como una obsesión.
Después de la cena se acomodó cada cual como pudo. La venta era mísera, y para que la dama, los pajes y la niña enferma pudiesen ocupar las tres habitaciones disponibles, los trajinantes, el escudero y el bufón se aposentaron en las proximidades del llar, sobre repletas sacas de paja que el huésped proporcionó. Y era ya pasada la medianoche cuando, a pesar de estar cerradas todas las puertas y ventanas de la hostería, maese Sancho quiso sentir como unos pasos recatados y un leve roce de faldas, y una respiración extraña un instante no más sobre su yacente cuerpo.
¿Sueño…? ¿Era verdad que alguien le había abierto los dedos de sus cruzadas manos y metido entre sus palmas un objeto rasposo? ¿Gruñeron un punto los perros del ventero allá en la cuadra…? Maese Sancho no hubiera logrado decirlo. Apenas despierto, volvió a cerrar los ojos, rendido del caminar y de la preocupación de todo un día, Y a la mañana siguiente, al alba, cuando la costumbre de madrugar le despertó y fue a levantarse, sintió sus manos aferradas a un objeto que entre sus palmas tenía y que él sabía muy bien que no estaba en ellas cuando se durmió la noche antes. Era el objeto un trozo de pergamino, donde una, mano torpe escribió estas palabras: «Salid cuanto antes de Cataluña… Observad. Os siguen. Hay uno entre vosotros que lleva en su rostro una sentencia de muerte si los esbirros del Fratricida dan con él.
—Eleonora, la Gitana…»
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Desde aquel momento, maese Sancho ya no tuvo un punto de tranquilidad. En los caminos se volvía a mirar con ahínco a los caminantes que con la cabalgada se cruzaban, y en cada uno de ellos creía encontrar las trazas de un esbirro. En las posadas huía de comer en las mesas redondas, a trueque de llamar todavía más con ello la atención de las gentes que allí se albergaban, siempre con el temor de que alguno de aquellos frailecitos mendicantes, peregrinos que decían venir de las Cruzadas, trajinantes y hasta caballeros que se calentaban al arrimo de las chimeneas, fuesen los temidos agentes del Fratricida. Hasta el propio Manrique se hubo de dar cuenta de estos temores del bufón; pero equivocó la causa.
—Extremáis los peligros que corre la infanta, maese Sancho —le dijo un día, sonriendo de este celo admirable.
A doña María, que era muy observadora, como casi todas las personas que hablan poco, no dejó de llamarle la atención aquel inquieto vivir de maese Sancho… Una tarde, caminaban por una loma abajo, a la vista de cierto llano extenso. La azafata iba triste. Hacía días que una angustia infinita le llenaba el alma… Manrique había vuelto a ser —al menos así le parecía a ella— el juguete de la liviana princesa. Con su vestido de paje, la doncella parecía, sin embargo, más linda que nunca al enamorado caballero que, sin ella notarlo, la devoraba con la mirada amante de sus claros ojos, haciendo en su interior lindas cábalas para cuando acabase su misión y él pudiera solicitar del rey su real licencia para desposar a la doncella doña María. A mitad de la cuesta estaban cuando maese Sancho, que cerraba la comitiva, se detuvo a mirar a lo lejos. Doña María, que vio el movimiento del bufón, hizo lo propio. Y ambos a dos se dieron cuenta de que en el vértice de la montaña cuya ladera descendían se perfilaba, acusada y clara, la silueta de un hombre a caballo sobre pesado y vigoroso trotón. En la frente de maese Sancho marcose un pliegue fosco. Doña María aguardó a que pusiera en movimiento su montura para reunirse a él, en tanto Manrique —requerido por la celosa princesa— se veía obligado a colocarse junto a ella para seguirle una charla trivial.
—¿Qué es lo que mirabais, maese Sancho, que os hace fruncir el ceño como si cosa mala fuera? —interrogó, curiosa e inquieta, la doncella.
—¡Cuerpo de tal, doña María, que hace un momento he visto visiones!
—¿Cómo visiones?
—Sí, mi señora. Una figura se ha perfilado a nuestra espalda sobre el lomo de esa sierra que acabamos de pasar. Heme vuelto a mirar descuidadamente con la curiosidad propia de un caminante que ve a otro seguir su misma senda. Y héte aquí que, en un punto, caballo y caballero han desaparecido de mi vista ni más ni menos que como si de nosotros se ocultasen.
Un pliegue de inquietud arrugó la frente de la azafata.
—¿Y pensáis en mal…?
—¿Cómo no, doña María? Estamos corriendo una aventura harto escabrosa para que los dedos no se me antojen huéspedes.
—¿Teméis que Raimundo de Borgoña haya lanzado a sus esbirros en nuestro seguimiento, y que el conde Berenguer Ramón, que no es muy buen amigo del monarca castellano, no haya opuesto impedimentos a su tarea?
—¡Temo tantas cosas, mi señora! Vos no sabéis…
—¡Ah, maese Sancho, muy turbado os veo, y quiera Dios que me equivoque al pensar que en esa turbación tiene más parte el caballero don Manrique que la infanta de Castilla!
Permanecía impenetrable el bufón; mas un secreto instinto le estaba diciendo que hacía mal en no confiarse a la lealtad de aquella doncella, que tanto y tan desinteresadamente amaba a Manrique.
—Decidme —apremió, nerviosa, doña María—. ¿Es él quien corre un peligro?
Tras una breve pausa, el bufón respondió con frase seca:
—Sí, corre un grave riesgo.
—¡Dios mío…!
—¿No han llegado a vuestros oídos esos rumores que corren por los estados catalanes?
—¿Qué rumores, maese Sancho? ¿La historia trágica de ese conde mellizo del actual, que fue asesinado hace años? ¿La aparición de esa fuente seca desde entonces…? ¿La esperanza, para mí absurda e infundada, de que el muerto no haya muerto?
—Todo eso, sí.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros, con Manrique…?
—Si el secreto que me amordaza no me vedara hablar, vos veríais bien claro lo que el caballero tiene que ver en ello; mas, así y todo, os ruego, doña María, que me ayudéis a guardarle… Manrique es temerario e imprudente, como todos los hombres valerosos, y no ve el peligro que le cerca. Pudiera caer en un lazo sin la vigilancia constante de los que le amamos.
—Me hacéis temblar, maese Sancho.
—Escuchadme; poneos más junto a mí; dejad que vuestro caballo cabalgue junto al mío… Así, no miréis hacia Manrique; dejadle ahora en su plática con doña Urraca, de la que va a sacar, pesia a mí, lo que el negro del sermón, y estadme muy atenta…
—Hablad.
—Días pasados recibí esta misiva.
El pergamino firmado por Eleonora, la gitana, tembló un momento entre las manos de doña María. Cuando lo devolvió a maese Sancho, el color había huido de las mejillas de rosa de la doncella.
—¿Vais comprendiendo?
—Acaso. Creo comprender que hay un parecido inexplicable que puede perder a Manrique.
—Eso es; y urge salir de tierras catalanas y entrarse por Castilla cuanto antes, y todavía allí no estaré yo cierto de que ese demonio que se llama Fratricida no intente un golpe contra el pobre mozo. Mas en tanto que no nos es posible otra cosa que caminar por estos malaventurados estados, hay que celar al mozo con cien ojos. Oídme: existe al final de nuestra ruta un lugar que suele ser el punto último de aquellos que hacen la misma jornada que nosotros hacemos; el hombre que nos sigue debe suponer que allá vamos a pasar la noche. Hay que convencer a Manrique de modo que consienta en no llegar al lugar dicho, sino que se conforme a quedarse en cierto mas, que yo conozco de muchos años y que está escondido entre un verdadero bosque de frutales, a la orilla del Segre. Eso hay que hacerlo con bastante rapidez, para que el hombre que ahora, en cuanto doblemos esta vertiente por la cual subimos, nos va a perder de vista, crea que hemos subido ya la otra cuesta, que repta enfrente y se descuelga luego sobre el valle donde el lugar se asienta, cuando él venga a dar cara a la cuesta mencionada. Así creerá que hemos entrado ya en el lugar, cuando nosotros quedaremos tras él, en el mas… Y no será eso sólo, sino que mañana continuará su camino hacia delante, pensando en alcanzamos, cuando nosotros iremos a la zaga… ¿Eh? ¿Qué es aquello que aparece en el lomo de la sierra? —terminó el bufón, volviéndose y casi empinándose sobre los estribos de su montura.
Haciendo visera con la mano, doña María le respondió:
—Paréceme, maese Sancho, ni más ni menos que una caravana de gitanos.
El corazón de maese Sancho golpeó con furia en su pecho y un leve tinte rosa animó sus facciones.
—¿Hay que temerles…? —se inquietó la perspicaz doncella.
—No a fe mía: son amigos nuestros.
Y sin cambiar ya más palabras sobre el particular, se separaron un tanto. No habrían andado ni media legua de camino, cuando doña María detuvo su montura con un leve quejido.
Manrique, que estaba en gran conversación con la infanta, oyó, a pesar de ello, este quejido que en su corazón, tan lleno de ternura para la doncella, halló un eco inmediato. Y aunque doña María no creía en el amor del caballero desde que maese Sancho, a la puerta del oratorio, le aconsejó que no le diese oídos, y aunque doña Urraca no la dejaba ni a sol ni a sombra, dando con esta asiduidad a que le forzaba —mal que al mozo le pesara— la sensación de que Manrique andaba otra vez enredado en la tela de araña de aquellos amores de otro tiempo; a pesar de todo esto, decimos, doña María sabía —tal como ella conocía al caballero— que, por humanidad y por cortesía, no dejaría sin respuesta su quejido.
—¿Qué os acontece, doña María? —exclamó, deteniendo su caballo y volviéndose hacia la azafata, que (a él se le antojó a la luz crepuscular) había palidecido.
—No lo sé… Acabo de sentir como un vahído… —murmuró ella con débil voz, pasándose maquinalmente la mano por el rostro.
Doña Urraca, contrariada porque su plática había sido rota en un punto interesante, no se dignó mirar a su azafata ni detuvo siquiera el trotar de su cabalgadura; este desdén causo una sorda cólera al caballero, quien, queriendo resarcirse del despego de su señora a la doncella, llegóse solícito hasta ella y observóla con inquieta mirada, que removió ilusiones en la desesperada alma de doña María, mientras doña Mencía insinuaba:
—Debe de ser el cansancio. Son muchos días de caminar sin tregua. ¡Si se pudiese hallar una casa más cerca de donde estamos que ese lugar donde debemos hacer noche…!
—¿Queréis, por ventura, dormir en un pajar, como hicimos en aquel mas del Ampurdán, doña Mencía? —replicó, con voz agria, la contrariada infanta—. Vayamos al lugar sin más demora. Poned vuestros caballos al galope y ahorremos tiempo.
No era esto lo que a los planes de maese Sancho convenía. Lanzó una súbita mirada a doña María por sobre la espalda de Manrique, ansiosamente inclinado hacia ella, y otro nuevo quejido respondió a la egoísta proposición de doña Urraca.
—No creo que esta dama esté para resistir un galope —insinuó el bufón—. Ni siquiera para aguantarse en la silla mucho rato.
—Pues bien: cogedla en brazos y llevadla a la grupa de vuestro caballo, maese Sancho.
—Imposible, nostrama. Mi caballo ha perdido una herradura, y harto será si sube esa cuesta conmigo solo…
—Venid…
Manrique había descendido de su trotón y estaba junto al de doña María. Antes de que doña Urraca tuviese lugar de decir alguna frase en contra, la doncella dejóse caer como quien desfallece entre los vigorosos brazos del caballero, y un punto después se hallaba no a la grupa, sino sentada sobre el arzón de la silla de Manrique. La infanta, colérica, dio un fustazo a su caballo y echó a andar sendero adelante. Con un mundo de ironía detúvola maese Sancho.
—¡Eh…! ¡Eh…! ¿Hacia dónde corre Vuestra Grandeza de ese modo? ¡No es muy agradable desandar camino, creo yo…! ¡Volved grupas, cuerpo de tal, y seguidme, si es que no queréis dormir sola en la posada del lugar, señora mía!
Con un gesto contrariado, doña Urraca obedeció; sus ojos, celosos y sombríos, vinieron a posarse un momento sobre la cabeza de doña María, recostada sobre el pecho de Manrique, con los ojos cerrados y el color muerto, como si estuviese desmayada. El caballero la ceñía con la ternura solícita con que una madre pudiera amparar a un pequeñuelo. La infanta maldijo a doña María y a su inoportuna indisposición… Y quizá durante un instante se arrepintió de no haber dado oídos a los consejos de su padre, el rey, ni a las instancias de Manrique cuando le decían la conveniencia de reconciliarse con su esposo, porque lo cierto era que este «Caballero sin nombre», a cuya sola vista se había inflamado con locas esperanzas la liviana princesa, le estaba resultando tan imposible de rendir como pudiera serlo cualquiera de los Santos Varones del Yermo.
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Tan pronto como concluyeron el frugal yantar, la infanta, cuellivuelta y enfurruñada, retirose a su cuarto. Siguiola, con mirada socarrona, maese Sancho, y, como quien no lo hace, puso sus ojos, llenos de elocuencia, en doña María, que, sentada en un escabel, la cabeza apoyada contra el muro, fingía pasar el malestar de una mala digestión hecha después de un desmayo. Casi a la vez, Manrique, que durante todo el yantar no despegó los labios, malhumorado quizá de ver la actitud de doña Urraca, salióse al campo abriendo el postigo. Ahora, la mirada de maese Sancho tornose, de socarrona, en inquieta, y, como si le hubiesen apretado un resorte, el paje se alzó de su escabel y saliose también por el postigo…
La noche era de primavera; con lo que no es menester agregar que estaba llena de esas mil sutiles armonías y fragancias que bullen entre el silencio del tibio ambiente bajo la suave luz de miles de estrellas. El pajecito alcanzó a ver a Manrique paseando con talante aburrido bajo el boscaje en flor de los ciruelos, y, decidida a no perderle de vista —con una inquieta sospecha dentro del alma después de su conversación con el bufón aquel anochecer—, fue a sentarse sobre el tronco caído de un nogal que alguien arrimara a la puerta a guisa de sofá. En el silencio se oían los pasos del caballero yendo y viniendo bajo los floridos frutales. A doña María, cada uno de dichos pasos se le clavaba en el alma, angustiada por extraña y viva aprensión, y en la oscura noche sus bellos ojos trataban de horadar el misterio para descubrir Dios sabe qué desconocidos peligros. Mientras, arriba, en la menguada estancia de la hostería, la caprichosa princesa devoraba unos absurdos y rabiosos celos que de repente la habían acometido. Y así, en la quietud de la noche, miles de pasiones distintas bullían como insectos devoradores avivándose en el misterio de las almas.
Cuando más silenciosa y quieta se hallaba doña María, sintió, con sobresalto, que una mano se posaba suavemente sobre su hombro.
Volvióse, creyendo que era el bufón, y tornó de su ensueño por lejanas mansiones de quimera al encontrarse cara a cara con el caballero, serio, triste y fatigado.
—¡Sois vos…! —murmuró en voz muy queda—. Pensé que sería maese Sancho.
—Vuestro amigo… —dijo el mozo, con cierta amarga reconvención.
—Mi amigo, sí. Lo fue ya en Rugoso, cuando…
Se interrumpió y sus oscuros ojos se hundieron en el recuerdo de los días en que pasara incomprendida junto a este mismo hombre que en este instante estaba a su lado, en la noche callada, quizá tan alejado como entonces, aunque las apariencias parecieran asegurar otra cosa.
—¿Cuándo…? —animó Manrique ansiosamente.
—Cuando yo no era más que esa cosita insignificante que se eclipsaba junto a la hermosura maravillosa de la infanta de Castilla —terminó doña María, rompiendo el dique de sus contestaciones.
—¡Desde entonces acá han pasado tantas cosas, doña María…! La venda ha caído y los ciegos han visto. Y lo que han visto les ha dejado deslumbrados, podéis creerme: tan brillante ha sido la mudanza de vuestra belleza, señora mía…
—Lindo madrigal, señor caballero —contestó con ironía la doncella—; no miente la fama que asegura sois maestro en el sutil e ingenioso arte del galanteo…
Manrique se quedó un punto mirando a doña María, con el ceño fruncido. No había vuelto a hablarle a solas desde la noche en que tuvieron su memorable entrevista en el oratorio. Después, las incidencias del caminar, el cuidado de guardar a la infanta y la absorbente e insaciable coquetería de ésta, atándole a su lado sin dejarle un momento de respiro, les mantuvieron alejados por fuerza. Cierto era que tampoco doña María había buscado las ocasiones de encontrarse.
—¿Por qué habláis así, cuando vengo a vuestro lado con el ansia de una compenetración y de un acercamiento? Mi alma camina sola por un sendero falso y llega a vos en demanda de una ruta segura… ¿Por qué me recibís así, después de saber, como sabéis, la verdad de mis adentros, señora?
—Vuestra fama no os abandona, caballero… Sois para todas y para ninguna. Decidme quién puede fiar en las lindas palabras de un galán que para cualquier mujer, dama o villana, tiene siempre a punto una declaración de amor.
—¡A vos os han hablado mal de mí, por fuerza! —saltó, ofendido, Manrique…
—No…
—En la manera de decir que no, decís que sí. ¡Y vive Dios que no me engaño un ápice en sospechar de ese malandrín de bufón, que así Dios confunda!
—¡Pobre maese Sancho! —intentó reír doña María.
—¿Pobre…? ¡Malhaya sea la hora en que se me ocurrió traérmelo a la zaga, en lugar de fiar esta misión en manos de Nuño Correa! ¡No sé qué empecatado empeño tiene ese hombre en desbaratarme todo intento de amores, y más si ellos recaen en dama de calidad! A fe mía, que en todo esto existe un misterio de los varios que me rondan desde hace algunos meses, y, ¡voto a tal!, que ya voy escamándome…
Un leve estremecimiento, que pasó inadvertido para Manrique, en la ofuscación de su cólera, sacudió los nervios de doña María.
—No penséis mal de maese Sancho, Manrique; sois vos mismo quien, sin hablar, cometéis la imprudencia de decirlo todo
—¡Ya os juré aquella…! —comenzó a decir.
—¿Y cuántas veces le habéis jurado lo mismo a mi señora? —atajó ella.
—¡Permita Dios que se acabe pronto este éxodo, que no emprendí por mi voluntad, sino por mandamiento del rey, nuestro señor, y entonces yo os pueda demostrar…! ¡Voto va, que no parece sino que tengáis ojos y no veáis, y entendimiento y no queráis entender la situación en que se encuentra un hombre cerca de una mujer como doña Urraca, que, además de coqueta y ligera, es infanta de Castilla! —exclamó, exasperado, el mozo.
Palideció doña María en la sombra.
—No os canséis, Manrique: entre vos y yo estará siempre ella.
—¿Por qué ha de estarlo?
—Porque es harto fuerte el antojo o el querer que polvos siente, y está acostumbrada a que nada resista a su voluntad.
—¿Y a mí qué se me da de sus antojos y sus voluntades, si es a vos a quien amo?
—Aun teniendo segura vuestra constancia, que es cosa harto dudosa, tened en cuenta que este amor estaría sentenciado a muerte apenas nacido. En cuanto ella parase mientes en él. La infanta es altiva y no consentiría jamás que una humilde azafata ocupase en el corazón del hombre elegido el lugar que para ella desean su amor… o su capricho. Curad de que no os encierre en una mazmorra por rebelde y a mí me confine en un claustro de por vida.
—¿Y qué adelantaría con ello? El amor no se impone a la fuerza; y yo no la amo. Es a vos a quien quiero.
Un tenue ruido se produjo sobre las cabezas de los dos muchachos sentados sobre el tronco, tan suave y tan tenue que ninguno de los dos lo percibió. Sin embargo, sobre sus cabezas acababa de entreabrirse un ventanuco y, tras de él, unos oídos celosos escuchaban acaso su mala ventura, que, como dice el dicho: «El que escucha, su mal oye».
—Yo os suplico, Manrique, que no tratéis de quebrantar mi reserva… —empezó a decir doña María, medio vencida ya. (Al fin y al cabo…, ¿qué sabía maese Sancho de las interioridades de Manrique? Algún día tenía que llegar en que, por fin, se enamorase de verdad).
Manrique contestó alguna frase de esas que suelen parecer a los oídos enamorados música del cielo, y su brazo se deslizó amorosamente sobre las manos de la doncella, atrayéndola hacia sí dulcemente. Los momentos, cortos o largos, que siguieron fueron aventados por el grito que la propia doña María dio al levantar los ojos y ver flamear enfrente de ella, sobre las aguas de un menguado lago que había delante de la masía, el incendio formidable de algo lejano, con llamas que se retorcían.
Manrique se irguió y miró a lo lejos. Entonces advirtieron que el fuego se había producido en el lugar cercano, donde una casa ardía por los cuatro costados.
—¡Fuego…! ¡Hay que acudir en socorro de…! —comenzó a insinuar el caballero.
Mas la doncella se abrazó a él y le retuvo.
—¡No vayáis…! Ese fuego no os importa a vos. Mirad que comprometéis el secreto del incógnito de la infanta…
El terror que se desprendía de los ojos de la dama pareció asombrar a Manrique.
—¿Por qué os asustáis, doña María? ¿Es solamente por el peligro que puede correr el incógnito de doña Urraca?
—¡Es por vos, Manrique! No sé por qué; no me lo preguntéis… El corazón me grita que no os deje exponeros.
—Exponerme… ¿a qué?
—¡Oh Dios mío! No lo sé yo misma; no os lo puedo decir… Mas no vayáis, os lo ruego, por…
—¿Por qué o por quién me lo rogáis? —preguntó el caballero sonriendo, encubriendo bajo esa sonrisa una dulce ansiedad.
—¡Por mí! Si es cierto que me amáis… como decís… —se decidió a decir doña María.
Pero los celos de la infanta pudieron más que su decoro; y antes que oír a Manrique ceder a las instancias de la doncella —que invocaba su amor—, prefirió imponerse con la reciedumbre de su autoridad. Por el ventanuco entornado se asomó la rubia cabeza de doña Urraca, y de sus fruncidos labios, con orgullo, cayeron, terminantes como una orden, estas frías palabras:
—Os prohíbo terminantemente, caballero, que deis un solo paso. Recordad, si os place, que estáis al servicio de la infanta de Castilla.
Tras lo cual la ventanuca se cerró con un golpetazo iracundo, y doña María dejó caer los brazos, con suspiros de desaliento que parecieron decir al joven: «¿Qué os decía hace un instante, caballero?»
—No importa; os amo, señora, a pesar de «ella»… —respondió con orgullo el mozo.
Apareció maese Sancho, con su sonrisita socarrona. Manrique le lanzó una rencorosa mirada (ya le iban dando mala espina los manejos del bufón por separarle de toda mujer que a él le parecía que podía ser en su vida un serio amor), y doña María se subió lentamente al camaranchón que debía compartir con su cuellivuelta y cejijunta señora. Mas, antes de desaparecer, entre el bufón y la doncella cruzose una mirada compenetrativa.
Al siguiente día, la cabalgada continuó su camino. Clareaba cuando entraron en el lugar donde la noche antes tuviera desarrollo el siniestro. Todavía los vecinos trataban de apagar los restos del incendio. Acarreando cubos y cántaros de agua de la fuente, podía asegurarse que el gentío que llenaba la calle ante el edificio casi derruido no se había acostado durante la noche.
Entre los espectadores del siniestro espectáculo estaba toda una tribu de gitanos, con sus carretas, sus jamelgos fláccidos, sus perros hambrientos, sus cabras amaestradas, sus gatos y demás atalajes. Esta tribu debió de haber acampado en los alrededores del lugar y era, a no dudarlo, la que la tarde antes caminaba a la zaga de nuestros amigos.
La cabalgada se detuvo un instante, sin poder atravesar el compacto montón de los atribulados vecinos.
—¡Pobre Marcelina! Se la han dejado en la miseria… —decía un hombre.
—Ya ves; ella se defendía tan bien con su mesón y, si es o no es, iba criando a toda su «canalla» —afirmaba otro.
El bufón mezclóse en la plática y preguntó:
—¿Ha sido casual el incendio, hermano, o quizás intencionado?
—¿Qué voy a deciros? —dijo cortésmente el payés volviendo hacia maese Sancho sus ojos abotagados de no dormir—. A Marcelina la quiere todo el pueblo, y no me parece que ningún vecino tenga tan malas entrañas como para dejar en la miseria a una pobre viuda. Hay que pensar en una de esas casualidades que en todas las cosas pueden ocurrir; descuidos, que siempre los hay…
—Mira, Jordi, que en eso hay quien no está de tu opinión… —se aventuró a intervenir el otro payés que con él hablaba un momento antes.
—¿Quieres decir, Sisquet?
—Y claro que digo. La tía Layeta dice que a prima noche vio por la callejuela de detrás de la posada a un hombre desconocido que miraba y remiraba la portella por donde entran los carros; y que hasta hizo intención de probar a empujarla, para ver si por ella se podía entrar. La portella estaba, como siempre, entornada no más, y el hombre se entró en el patio… Tú ya sabes que en el patio están los establos, y los cobertizos para los carros, y los graneros llenos de forraje y pienso para las bestias…
—¿Y qué…?
—Pues que todo eso arde con facilidad, Jordi.
—¿Pero el hombre…?
—El hombre, que la tía Layeta jura y perjura que no era del pueblo, entró en el patio por la portella y tornó a salir al cabo de un rato, mirando receloso en tomo antes de trasponer los umbrales de la portella…
—Sigo sin entender qué tiene que ver todo ello con el incendio.
—No seas cabut, hombre. El sujeto se marchó calle abajo, y la tía Layeta cenó y se quedó junto al llar, esperando a su nieto, que estaba al llegar de Lérida. Cuenta que se adormiló con ese sueño que no es sueño precisamente, porque todos los ruidos que se producen se sienten; y como estaba pendiente de los pasos del nieto, una pisada que se oyera en la calle la despertaba con un sobresalto. Así fue como hacia las diez o poco menos sintió pasos recatados por sobre el empedrado de la calle, y, asomándose, vio al hombre de antes que se escabullía por la rendija de la portella entreabierta. Estuvo dentro como un rato y tomó a salir; esta vez corriendo, como si le fuesen a los talones. A poco, el mozo de la Marcelina pasó los cerrojos a la portella, como todas las noches; y no se habría pasado ni un cuarto cuando se sintió relinchar a las bestias y comenzaron a verse las llamas sobre los muros del patio…
—¡Hombre…!
—Y el Llorens dice que un sujeto talmente igual al que la tía Layeta vio entrar y salir en la posada ató un buen caballo cuatralbo al tronco de uno de los olivos grandes que hay a la entrada de su mas, a la salida del pueblo. Cuando se acostó el Llorens, el animal estaba amarrado al árbol, y cuando le levantaron los gritos de su mujer diciéndole que fuese a apagar el fuego, el caballo había desaparecido… Por cierto que se le quiso parecer que sobre el camino de la Sella rebotaban las herraduras de una bestia que galopaba alejándose del lugar… ¿Qué encuentras?
—¡Hombre…! Podría ser; pero ¿quién quiere mal a la Marcelina?
—Date, Jordi, date; que bien pudieran no querer mal a la Marcelina, sino a alguno de los huéspedes que dormían en la posada.
—¡Voto va, que no es mala manera de deshacerse de uno arruinando a quien no debe nada!
El pajecillo de melena oscura y ojos de terciopelo que había estado oyendo toda esta plática tras del bufón —rozándose las grupas de sus lustrosos y nerviosos caballos— se estremeció al oír las últimas palabras del payés y, pálido e inquieto, miró a maese Sancho. La mirada de éste fue aquiescente, pero era también sombría, y un mundo de cólera se revolvía en su fondo. Bajo su grosero tabardo de camino, sus fuertes puños se crisparon en amenaza, y entre sus apretados dientes salieron, solamente inteligibles para él, estas palabras, que, de oírlas, el lindo paje no hubiera podido comprender:
—¡Oh, Berenguer Ramón…, Caín, mal hermano! ¡Plegue a Dios que llegue la hora en que yo pueda verte espada en mano delante de mí o de cualquiera de los barones catalanes, y el juicio de Dios caiga implacable sobre tu cabeza, mil veces maldita, por fratricida!
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El enfado de la infanta se había resuelto en algunas lágrimas y unos pocos suspiros que por galantería tuvo que atender, enjugar y consolar el caballero Manrique. Y ahora, mientras el sol sale y los vecinos del lugar apagan el incendio del mesón, se ve obligado a caminar junto a ella y, ¡triste es confesarlo, pobre doña María!, a su pesar —hombre al fin—, va sintiéndose envuelto en la ola de seducción que se desprende de la coqueta infanta, sin acordarse de que tras él, a dos pasos, otra mujer camina triste y amargada, viendo como, en fin de cuentas, el bufón tuvo razón al decirle que el caballero era un girasol… Lágrimas silenciosas caen por aquellas mejillas tersas, donde el color ha huido para dejar la palidez del sufrir; mas le ama tan bien y tanto, que el padecer no es otra cosa en su alma sino crisol donde la querencia se purifica de toda escoria humana; y, elevada al sumo grado de la perfección, no es ya el amor humano, lleno de egoísmo, sino ese sentimiento depurado que se llama abnegación… No importa que Manrique la deje por el pasatiempo que le brinda la veleidad de doña Urraca; ella vigilará para alejar de él los peligros que le cercan y, si fuera preciso interponerse entre Manrique y la muerte, lo haría sin vacilar.