Capítulo XII
ANTE EL REY DON ALONSO VI

En la penumbra amable del mesón, acogedor y fresco, los dos hombres se sientan ante una mesa. Acaban de tocar las doce campanadas del Angelus y hace un día de tanto calor en Castilla, que el viento que sopla abrasa como fuego.

Por las rúas empedradas de la heroica ciudad de Toledo, convertida eventualmente en Corte de don Alonso el VI, apenas transita tal cual honrado artesano o menestral que desde su taller se traslada a su hogar en busca de un bien ganado sustento. Cae el sol a raudales sobre el espejo limpio y caudaloso del Tajo, y al cielo no lo empaña una nube…

En la sala del mesón, de techo abovedado, no hay moscas, que en la calle pululan en enjambres. Todo aparece limpio y aseado. Acude el mesonero, gordo y afable, a saludar a sus huéspedes y preguntarles en comedidas frases lo que desean de comer o de beber. De los dos recién llegados, a quienes la hija y la criada del mesón contemplan con evidente curiosidad, uno es un jorobado que lleva cascabeles en su bonete, señal clara de su cargo de bufón en casa de elevado personaje, bien vestido y mejor calzado con fuertes borceguíes de camino; el otro es un joven de gallardo y airoso continente, cabellera rubia y ojos de expresión audaz y dominante, del color de la hoja de una espada. Una graciosa monterilla de terciopelo verde, donde se prende con un rico joyel de esmeraldas una larga pluma de faisán dorado, cubre su cabeza, y, al sentarse, se desprende de un manto pardo que le envuelve y se muestra gentilmente vestido con un rico traje de brocado verde acuchillado de blanco.

— Dios os guarde, señores míos. ¿En qué puedo serviros? —preguntó, meloso, el posadero.

—En darnos de comer, ¡voto al diablo!, que llegamos de una larga caminata con un hambre de lobo —responde el corcovado.

—Pues llegáis a buen punto, que, por cierto, hoy mismo me han traído unos magníficos perniles de jabalí y las mejores truchas que se pescan en el contorno por toda la ribera del Tajo.

—Que me place, buen mesonero. Decid a vuestra hija que nos sirva un plato de vuestro cocido familiar, que bien valdrá la comida de caliente para nuestros estómagos, hartos de fiambres, y luego podéis servimos, si gustáis, algo de esas famosas truchas y de ese sabroso jabalí, rociado todo con buen vino, que sospecho no faltará en vuestra cueva.

—No, por cierto; vino de la Rioja, y del mejor…

—Pues a catarlo.

El paje —pues al mesonero no le cabía duda de que lo era, y de muy buena casa a juzgar por el aspecto principal y por la indumentaria— no había despegado los labios… Mira en tomo atentamente cuanto ve, con esa afición del mozo que no ha estado nunca en una ciudad; observa la entrada y salida de los parroquianos que vienen a beber un refresco o un vaso de buen vino al paso para sus hogares; recoge todos los pormenores del conjunto, y sus ojos, de un gris de acero, se hunden en la perspectiva de la plaza (Zocodover legendario), mitad en sol, mitad en sombra, por la cual los escasos transeúntes perfilan siluetas alargadas y extrañas, cuando no grotescas…

La maritornes del mesón es guapa, fresca, morena, amable… Limpia concienzudamente, con un gran paño de lino, la madera de la mesa y sobre ella extiende la hogaza rubia y blanca, el salero de cerámica, unas escudillas de madera, los vasos de estaño y el pichel de barro donde acaba de escanciar su vino el huésped. A través de la puerta, mal defendida de las moscas y el calor por una cortina de sirgo —lujo excesivo en esta época—, se ve a un alfajeme que despacha bajo los soportales a su parroquia, rasurando incansablemente a los buenos menestrales de la villa y aderezándoles los cabellos lindamente en línea recta sobre la frente y una melena por detrás.

Trae la criada el cocido castellano, que huele a chorizo ahumado de un exquisito sabor, y un mozo viene con un plato de truchas y otro de pierna de jabalí suculentamente aderezada. Pone además sobre la mesa frescas lechugas en ensalada y tomates y cebolletas en mezcla, adobadas con aceite y vinagre. Las frutas de la temporada rebosan en una gran escudilla de barro que quiere ser ya un avance de la cerámica de Talavera, con sus grecas y sus pajaritas en el fondo. Y junto a los platos de madera, el cuchillo de hoja ancha y mango corto y la vulgar cuchara de estaño, que hacen fruncir un poco el ceño, quizá menospreciando su grosería de material y de hechura, al refinado doncel, hecho a comer en el lujoso ambiente de un señorial castillo donde la vajilla es de plata, y los cuchillos y cucharas, de oro.

El huésped, que olfatea dos parroquianos de los que pagan bien, se acerca a cerciorarse de que el servicio está en su punto.

— Buen día de calor han elegido vuesas mercedes, señores míos, para viajar… —insinúa, apoyándose tras del respaldo de una silla vacía.

— Cierto, el día es fuerte. Día típico de verano castellano. La tierra, bajo los pies, abrasa, y hasta el aire es caliente y quema el rostro… —afirma el paje.

— ¿Venís de lejos?

— De tierras de Ávila —contesta presto el bufón, despistando.

— Buen terreno.

— Sí.

— ¿Y es la primera vez que venís a Toledo?

— La primera.

— Mal día habéis escogido entonces, mis buenos señores.

— ¿Cómo así?

— ¿No han reparado vuesas mercedes en el aspecto taciturno de la villa? A bien que si en ella no estuvisteis antes, mal podéis establecer comparaciones. Mas si ya la conocieseis de antaño, veríais que una sombra pesa sobre nosotros, como sobre el ánimo de nuestro señor el rey don Alonso, que Dios guarde mil veces…

Se descubre reverente el mesonero al mentar a la majestad del rey, y le imitan solemnemente el jorobado y el paje, arremetiendo acto seguido con el plato de garbanzos, repollo y otras mezclas que sigue a la sopa.

— ¿Acontece algo en la Corte…? —pregunta el curioso bufón.

— Acontece la mayor desgracia para los que en Castilla seguimos el bando de la infanta doña Urraca. ¿Pues que no habéis oído mentar en venta o posada durante vuestro camino la desaparición de la princesa?

— ¿Desaparecida, decís? Explicaos, buen hombre. Y no lamentéis harto esa desaparición…, que acaso pudiera ser muy del agrado de vuestra infanta, que, si la fama no miente, es enamoradiza y ligera de cascos y anda a la greña con su padre, el rey, cada y cuando se enamorisca de un nuevo galán. ¿Quién os dice que doña Urraca no ha huido con… don Gómez de Candespina, por ejemplo? —insinuó el corcovado, malicioso.

Una severa mirada del doncel le detuvo, y el huésped, mirando receloso a diestro y siniestro, añadió en voz baja:

— ¡Por Santa María la Blanca, teneos, seor loco, y no mentéis cosas tan serias, que hay espías por todas partes y pudiéramos dar con nuestros huesos en alguna no muy confortable mazmorra! Vuesas mercedes no saben cómo andan buscando a quien pueda dar un solo indicio, por leve que sea, de esta misteriosa desaparición, que, aquí entre nosotros…, también yo, como vuesas mercedes, no las tengo todas conmigo de que no haya sido combinada de antemano con el famoso conde. Anda la princesa, según refieren, harto encaprichada de ese valiente caballero; y anda él harto resentido del rey, que le ha tenido preso en un calabozo durante tres meses; y está la principal nobleza de Castilla harto empeñada también en que a la infanta no se le dé esposo extranjero, sino que doña Urraca case con ese conde de Candespina, para que, en el fondo, la desaparición pueda tener más meollo del que aparenta.

— ¿Y cómo fue la cosa, huésped amigo? —pregunta el paje sirviéndose una tajada de vaca, chorizo y un buen trozo de tocino fresco.

— ¡Qué sé yo…! Cuentan que la infanta andaba desterrada por tierras de Castilla. Según otros, estaba como presa en cierto castillo de un conde por orden de don Alonso. Claro es que esto eran cosas de la reina doña Berta, que, según se dice, odia a su entenada. A la reina le interesa que la hijastra case con señor extranjero para quitársela de encima y usar ella sola de influencia, en la voluntad del rey, el cual es por demás aficionado a los entronques con gente de afuera (díganlo, si no, sus propios matrimonios con princesas de otros estados), y la nobleza quiere que la que un día ha de ser reina de Castilla no les traiga un señor de lejanas tierras… Encerrado estaba el de Candespina por el amor de la infanta, cuando le puso el señor rey en libertad bajo palabra de que tales amores quedaran definitivamente rotos. Prometió don Gómez. El rey trató del casamiento de su hija con el príncipe Raimundo de Borgoña; mandóla llamar para celebrar esponsales y bodas y púsose la infanta en camino con su séquito. Tranquilamente venían haciendo sus jornadas, cuando, según cuentan los escasos hombres que han logrado escapar, les salió una noche en un desfiladero una banda de forajidos que robó a la princesa y a sus damas…

— ¡Vive Cristo!

— ¡Voto a cien mil diablos!

— Parece que todos los caballeros de la escolta han sido igualmente presos, comenzando por el muy noble señor don Pedro de Lara, que la mandaba. Nada se ha logrado poner en claro sino eso; el rey espera de un día a otro que alguien venga a pedirle rescate, mas pasan los días, y los bandidos, si es que lo son, no dan señales de vida.

— ¡Es extraño, a fe mía!

— ¿Verdad que sí, señor doncel? Eso mismo nos decimos todos, y por ello pensamos que no serán malandrines los que hayan robado a la infanta. Y todo el mundo piensa en don Gómez de Candespina.

El paje y el bufón cambian una mirada de inteligencia y se sirven las substanciosas truchas sin un comentario.

— Y, entre tanto, el compromiso del rey es grande, porque el príncipe de Borgoña viene de camino y está al caer para celebrar sus bodas con la desaparecida infanta. La Corte está consternada, y la ciudad, en un ambiente de violencia… Don Alonso ha mandado hacer pregones, ofreciendo crecidas recompensas a quienes le puedan dar un solo indicio que aclare el lugar donde pueda encontrarse la infanta… Y mucho me tono, señores míos, que estemos a las puertas de una contienda civil, porque los ánimos están muy encrespados y porque si es, en efecto, don Gómez el que ha secuestrado a la princesa, no la entregará tan aína sino por la fuerza, ya que, además de su pasión por la infanta, sostendrán su resistencia los señores de la nobleza; ricoshomes, infanzones, caballeros y muchos villanos tomarán su partido en contra del rey…, ¡y la guerra será la ruina para todos! Y las contiendas civiles son terribles.

— Cierto.

Cuando, un rato más tarde, salieron de la hostería los dos personajes, el jorobeta tocó de un codazo a su compañero, el doncel.

— Ahora podríais contestar al aya de la infanta sobre la pregunta que os hizo la noche del ataque. Bien claro está que no fueron malandrines los que intentaron robar a doña Urraca, sino la mesnada del conde don Gómez de Candespina, que malhaya amén por los siglos de los siglos. Ea, daos priesa, Manrique, y no os embobéis mirando el tráfico, que los buenos vecinos de Toledo van a conoceros que venís del feudo. Vayamos cuanto antes adonde nos aguardan y cumplamos de una vez esta misión que nos hemos impuesto y que acaso el rey no nos agradezca en todo lo que para nosotros ha supuesto de padecimientos… y de valor para vos, muchacho, que habéis tenido que desenvainar vuestra daga repetidas veces para defender a la infanta durante estos días de éxodo.

— Todavía ha debido ser mi valor mayor para realizar otro sacrificio superior al de defender a tres indefensas mujeres. Vos no sabéis cómo estoy encaprichado por, esa dama, maese Sancho, pese a sus inconsecuencias y a sus mudanzas, y lo valiente que se necesita ser para dejarla escapar ahora que se me ha venido a las manos.

— ¡Teneos, desgraciado, bellaco que sois! ¡Eso hubiera sido un acto digno de mi bonete y mis cascabeles! Andad, andad adelante, y no volváis la vista atrás ni penséis en lo que pudo haber sido, sino en lo que real y fatalmente es, Manrique. Ved de llenaros de conformación y dad de mano a este primer sueño amoroso, que no es más que eso: un sueño…, algo que, conforme viene, se va… Aventadlo como un jirón de humo…

Por las estrechas calles, de traza notoriamente árabe, el sol trazaba apenas una leve franja en el centro de la rúa empedrada de guijarritos de río. De vez en cuando, un arco ponía la nota elegante y típica de una arquitectura introducida por la invasión morisca… Camino del arrabal hacia donde se dirigían para recoger a las tres mujeres, apenas encontraban a nadie a esta hora, que va siendo la del yantar.

Llegan al fin a una casita miserable, empotrada casi en un lienzo de las murallas de la ciudad por la parte del puente de Alcántara. A través de las almenas del recinto fortificado se vislumbran los cigarrales en todo su opulento verdor y el Tajo, majestuoso, rondando el cabezo donde se asienta la villa en un círculo casi cerrado. El panorama es amplio y agradable.

En la casita —donde les dieron hospitalidad con sólo pronunciar unas palabras que les indicó Eleonora— aguardan las tres damas disfrazadas de villanas, con sus amplias sayas de paño oscuro y sus ajustados corpiños de vellorí. Todo este indumento pudieron adquirirlo en el primer lugar adonde dieron con su cuerpo después del ataque nocturno, merced a las gestiones de las gitanas de la tribu de Eleonora. Las dos jóvenes están muy bien con este atavío de villanas, pero doña Mencía ha tenido que sufrir las burlas del impenitente bufón a causa de su imponente gordura, que las sayas cortas y el jubón apretado patentizaban más. El éxodo por caminos y breñas, caminando por las noches y durmiendo por el día; refugiándose unas veces en los poblados y otras bajo los árboles, en las parideras y chozas de los pastores, comiendo lo que se podía, teniendo que defenderlas Manrique más de una vez contra las osadías de los villanos o las rapacerías de los maleantes. El éxodo en busca de la Corte, teniendo que encubrir las personalidades, que sin esta ocultación les hubieran proporcionado toda clase de facilidades, fue duro y penoso. Ahora, ya en la ciudad, donde temporalmente ha fijado don Alonso su Corte para complacer a la caprichosa reina Berta, que adora el ambiente árabe de la villa recién conquistada y gusta de bañarse entre el verdor de los cigarrales en las riberas del Tajo, como siglos antes se bañó La Cava, las tres damas sienten una extraña impresión, que en la dueña es de franco albedrío y en las dos damas de alegría y pesar al propio tiempo… Van a volver al seno de aquella Corte refinada, elegante y selecta de Castilla…, pero van a tener que separarse del mozo a quien las dos adoran: la infanta, con el caprichoso y mudable afecto de que sólo es capaz su inconsecuente naturaleza; la azafata, con uno de esos amores que aparecen sin saber cómo y que se ahíncan en el alma, permanentes, sin que basten a arrancarlos todos los esfuerzos de la voluntad a pesar de no estar mantenidos por el más nimio apoyo de ninguna esperanza. Una angustia creciente va llenando el ánimo de doña María cuando, en esta hora solitaria de la siesta —en que los buenos toledanos duermen en la frescura de sus cámaras, entre sábanas de lino—, atraviesa la ciudad cogida del brazo del paje, con el aire perfectamente asustado de una aldeana que acude a la ciudad por primera vez. Ya no verá más a Manrique. Él se volverá a su castillo de Rugoso a servir a su señora, la condesa, y a continuar sus lecciones de humanidades con el bueno de fray Jerónimo. Más adelante, su señor le llevará a la guerra. Pasarán los años… Será harto difícil que vuelvan a encontrarse… Ella está destinada a vivir a la sombra de esta princesa rubia y antojadiza; tendrá que seguirla a sus estados de Borgoña… Él será un guerrero que pasará sus mejores años combatiendo a los moros… Nunca más volverán a encontrarse.

En la puerta del palacio —recios muros con aspilleras, foso, puente, torres y puerta con clavos enormes, de forma perfectamente morisca—, el centinela pone un obstáculo a su entrada. El grupo es harto miserable para que este soldado consienta que pase sin trámites previos. El bufón le ordena, entre dos juramentos, que llame al montero de guardia o al jefe de la fuerza, y el soldado lo hace por conducto de un cuerno que toca repetidas veces, a cuyo sonido acude un personaje malcarado, armado de daga, cuchillo de misericordia, espada y otras armas, y que trae puesto sobre la cabeza un capacete de acero.

— ¿Qué deseáis, bellacos, para venir a estas horas a turbar el reposo de la casa real? —pregunta con malos modos.

— Ver al rey nuestro señor —dice tan campante el bufón, con tal serenidad, que el personaje del capacete se le queda mirando, asombrado, en verdad, de su audacia.

— En Dios y en mi ánima, que si no llevarais esos cascabeles que pregonan vuestra locura, sería bastante vuestra exigencia para reputaros como lo que sois, maese bufón. ¿De cuándo acá los miserables vasallos son osados a interrumpir el reposo de un soberano?

— Desde que traen nuevas de tal naturaleza para ese soberano, que del lecho se levantara no ahora, sino a la media noche y en lo mejor del sueño, como pudiera siquiera sospechar que hay a la puerta de su palacio quien viene a dárselas.

— ¡Vive Dios, que si traéis nuevas de la señora infanta, hais de decírmelo presto, buen hombre! —se suaviza el personaje.

— No en mis días, maese bellaco. A nadie que no sea el rey nuestro señor diremos una palabra de lo que traemos —dice el paje, interviniendo resueltamente.

El hombre del capacete mira un punto al doncel; y la energía de sus ojos le da una impresión de mando y el aire todo de su persona —pese a su indumento maltratado por los días de viaje—, tan principal y calificado, le sugieren quizá la sospecha de que se halla ante alguien a quien acaso no convenga desobedecer. También sus ojos abotagados miran por bajo de la línea de acero de su capacete a las tres mujeres; mas en ellas no encuentra nada familiar, y el rostro es invisible bajo las tocas con que procuran recatarse.

—¿Traéis audiencia? —insiste.

—¡Traemos cien mil legiones de demonios, voto a tal, grandísimo bellaco…! —se enfurece Manrique, a quien van hartando ya estos circunloquios—. No es sino que venimos quince jornadas afrontando el calor, los peligros, el hambre y las incomodidades de una caminata sólo por dar al señor rey las nuevas de su hija, y aún venís con trámites y ceremonias de la ordenanza. ¡Dejadnos entrar en el acto, o yo mismo, pecador de mí, me abriré paso, mal que os pese, y diré al rey a lo que da lugar el importuno celo de sus servidores!

Como el nervioso puño del doncel se fija amenazante sobre una daga cuyo puño embutido de piedras preciosas —regalo del conde su señor después de la justa en que venció a don Vidal de Oñate— da una idea de riqueza al del capacete, éste vacila un punto, indeciso, en conceder la entrada que de él solicitan.

En esto, en las alturas del recinto amurallado por sobre la puerta asoma la cara de otro personaje a quien de cierto han atraído las voces de Manrique, extrañas en la hora del sagrado reposo de la siesta, que nadie osa turbar en el palacio (la reina duerme después de su baño y el rey descansa del trabajar de sus negocios de Estado), y que exclama, con voz educada y cortés:

—¿Qué es lo que acontece, don Suero Pérez de Orozco, que a la cámara real llegan tan destempladas voces?

Don Suero se amilana ante este personaje, un tanto afeminado en su elegante y refinada cortesía (bien se advierte en él al palaciego), y responde, suavizando su áspera voz de guerrero:

—¿Qué quiere Vuestra Grandeza que acontezca, señor canciller, sino que estos malpocados villanos pretenden que Su Alteza les conceda una audiencia a estas horas?

—Si el asunto que traen lo merece, ¿por qué no ha de concedérseles? Bien sabéis, señor don Suero, que el rey nuestro señor, que Dios guarde, está siempre presto a atender las demandas de sus súbditos.

—Mas también sabéis vos, señor conde de Cabra, que las siestas de Sus Altezas son sagradas… —se incomodó don Suero.

—Verdad es, mas ya os dije que tales pueden ser los asuntos que traigan estas gentes, que Su Alteza, en lugar de agradeceros la dilación, os la reproche. Decid, señor doncel, que bien veo por vuestros colores que lo sois del muy alto y poderoso señor conde de Rugoso, pariente de nuestro señor el rey…

Al ir estas palabras, el caballero don Suero Pérez de Orozco mira al paje con cierta inquietud, temeroso de que su comportamiento de un punto antes le acarree consecuencias; que, aunque guerrero, ya sabe, por sus cortas estancias en la Corte, que de una palabra más o menos cortés con ciertas gentes se pueden derivar consecuencias desagradables para los que aspiran a medrar por el favor real.

—Pertenezco, en efecto, a la casa de Su Grandeza el señor conde de Rugoso, y deseo ver a nuestro señor el rey para darle algunas noticias sobre el paradero de la señora infanta desaparecida. He hecho para ello quince largas jornadas, arrostrando molestias y peligros…, bien lo dice mi aspecto… Os ruego, señor conde de Cabra, que roguéis a Su Alteza se sirva recibirme.

Estas palabras, dichas con aplomo por Manrique, caen en el silencio como el estallido de una bombarda. Don Suero se siente aniquilado. El ayo del infante don Sancho y cuñado del rey, don García, conde de Cabra, se muestra radiante.

—¡Sí hará, señor doncel, sí hará!; que llevamos sin sueño muchos días con el alma en un hilo, pensando en lo que haya podido ser de mi sobrina doña Urraca. Franqueadle la puerta al señor paje en el acto, señor don Suero Pérez de Orozco.

—Yo os ruego, señor, que Vuestra Grandeza permita entrar y esperarme en un rincón del patio a estas dos mozas y su madre, que me acompañan; como asimismo a mi compañero el bufón, que, como yo, pertenece a la casa de mi señor el conde.

—Entren todos cuatro y aguarden donde mejor les cuadre —concede el cortés ayo del príncipe.

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Siguiendo a don García, Manrique recorre las estancias, los patios, las escaleras, los corredores del palacio. El lujo de la Corte no le aplasta; dijérase que le es familiar. Hay que tener en cuenta que un castillo feudal como el de Rugoso no es otra cosa que una corte pequeñita. Mas no es precisamente el hábito de su vida en el castillo de sus señores lo que le hace mirar con indiferencia cuanto a su paso ve; es otra cosa lejana, como una reminiscencia que le familiariza con el aspecto y con las costumbres palaciegas. Dijérase que, en una existencia anterior, este joven campesino vivió en una corte…

Ante la cámara donde el rey descansa, el montero de guardia hace su vigilia. El conde de Cabra ordena a este hombre que despierte al rey, y el montero da suavemente unos golpes con los nudillos sobre el tablero de la puerta. Casi a la vez, la agradable voz de don Alonso responde, soñolienta:

—¿Quién va?

—El señor ayo de Su Alteza el infante, señor, que me ordena demandaros licencia para entrar.

—Entre en buena hora… —concede la voz del rey al otro lado de la puerta.

Manrique siente una leve emoción al poner los pies, sucios de polvo del camino, en la cámara del monarca castellano. Hay una media luz acogedora que llena de pronto la estancia al descorrer el camarero las cortinas de sirgo que ocultan los altos ventanales moriscos. Los frisos árabes, el zócalo, los artesonados y las vidrieras son de un arte singular. En la semipenumbra destellan suavemente irisaciones de oro… De un pebetero sube hacia el techo un tenue hilillo de humo perfumado de sándalo y almizcle. Cojines orientales cubren el suelo, despojado de los tapices de Arabia por el calor, y en un lecho muy bajo, siguiendo la costumbre musulmana adquirida en su estancia en la Corte de Almamún y en sus visitas al Motámir de Sevilla, el rey se incorpora al ver aparecer al marido de su hermana la infanta doña Elvira de Toro.

Tras el saludo reverente del palaciego, el doncel dobla la rodilla con perfecta gracia, y es tan gentil y simpática su sola presencia, que el rey, súbitamente conquistado, le tiende con gesto casi paternal su mano, cuidada en el ocio, que tan ruda y valiente ha sido en las batallas.

—Os presento, señor, a este doncel de nuestro amado pariente de Rugoso, que, según dice, viene a traemos nuevas de doña Urraca…

El monarca se sienta vivamente al borde de su lecho; ya no siente sueño ni molestia física de ninguna clase.

—¿Qué me dices, paje?

—Señor, lo que acaba de decir a Vuestra Alteza el señor conde de Cabra es muy cierto. Vengo a decir a Vuestra Alteza dónde se encuentra la señora infanta.

—¿Viva? —exclama el rey con ansiedad.

—Viva y sana, a Dios gracias, señor.

—¿Y sin tropiezos en su honor…? Dime, que esto es lo que más me preocupa, paje —insiste el rey, inquieto.

—¿Y para qué llevo yo daga al cinto sino para que ese honor de vuestra hija no haya sufrido la menor merma? —responde con altivez el mozo.

El rey y el conde sonríen de esta simpática fanfarronada.

—Que me huelgo, doncel, y te doy las gracias. Con sólo que pienses que el conde de Borgoña, su prometido esposo, está para llegar de un día a otro, comprenderás cuál ha sido mi angustia durante los días precedentes. ¿Y cómo fue ello?

—Salimos de Rugoso un buen día con la escolta que Vuestra Alteza envió por la infanta. Al llegar a cierto desfiladero al filo de la medianoche…

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Al concluir Manrique su relato, el rey tarda unos momentos en hablar. No sabe cómo darle las gracias a este mozo que, con exposición de su vida, ha logrado arrancar a doña Urraca de los brazos de don Gómez de Candespina, conjurando con ello el peligro de una guerra civil.

—De manera que la infanta…

—Abajo queda, señor, con su dama doña María y su aya doña Mencía.

—¡Cómo! ¿Son ellas las tres villanas que os acompañan? Os felicito por vuestro arte en disfrazarlas, doncel —dice el conde de Cabra.

—¡Traedlas, vive Dios, en el acto a mi presencia! —ordena el rey.

—Traed también, si Su Alteza no se opone, a mi compañero el bufón, que conmigo ha compartido todos los peligros de estas duras jornadas…

—Sí, traedle, conde, que me holgaré de poder darle las gracias —concede el rey.

Sale el conde con una reverencia profunda y respetuosa y solos quedan el monarca y el paje, sin que éste se sienta intimidado lo más mínimo ante el prestigio y la grandeza de esta gran figura de su tiempo: Alonso VI.

Es el rey un hombre de aventajada estatura y rostro agraciado e inteligente. Todo su aspecto es refinado, elegante y señoril. Es el monarca cosmopolita que ha vivido en cortes extranjeras y de ellas ha copiado todo lo que podía favorecerle; es el príncipe diplomático que sabe navegar en las aguas de la política de entonces; es el gobernante de firmes y acertadas decisiones que conduce a sus vasallos hacia el mejoramiento merced a sabias leyes. Todo esto lo sabe el doncel, pues la fama del buen discurso del monarca castellano-leonés llega a todos los confines de sus estados; y lo que no sabe, lo intuye el mozo. Se da cuenta, con su fina percepción de muchacho inteligente, que está delante de un hombre que no sólo es rey, sino que merece y puede serlo por sus excepcionales condiciones de jefe de estado.

También el monarca estudia con su mirada de águila, experta en el examen de los hombres, el aspecto audaz, sereno y resuelto del doncel; y le llama la atención no sólo la gallardía y belleza del adolescente, sino su talante de innata aristocracia. Como tantos otros lo pensaron antes que él, se dice el rey que el paje del conde de Rugoso tiene todo el aspecto de un joven príncipe. Este breve examen es cortado, al fin, por la palabra suave y ponderada del monarca.

—Hay una recompensa destinada al que diera nuevas sobre el paradero de la infanta: esa recompensa es vuestra, señor doncel… —Ya no le tutea; hay un matiz de consideración y de respeto en la voz del rey.

—Dadla a los pobres, señor, que yo no he menester más recompensa que la satisfacción de haber prestado un servicio a mi rey.

El soberano vuelve a mirarle fijamente; ya no son solamente su aspecto y su porte los que evocan la figura de un joven príncipe; ahora son también el rasgo generoso y la palabra altiva.

—¿Cómo os llamáis, paje? ¿A qué familia pertenecéis? —pregunta vivamente.

—No lo sé, señor… —dice el muchacho, con un sonrojo.

—¿Cómo así…? ¿Bastardo, acaso?

—¡Pluguiese al cielo que lo fuese, que, bastardo, conocería el nombre de mi padre, y, así, lo ignoro! —contesta, con violencia contenida, Manrique, como aquel a quien molesta tratar del asunto.

—¿Entonces…?

—Me encontró el conde, mi señor, en el saqueo de una aldea que tomó a los moros hace diez años. Y me recogió y me crió, y me ha dado educación.

—Digna acción de un señor cristiano y caballero, a fe mía. ¿Vuestro nombre de pila sí lo sabréis?

—No lo recuerdo. ¡Era tan niño! Mas mi señor me bautizo con el de Manrique. Y Manrique me llaman, para serviros.

—Pues bien: ¿qué deseáis de mí, Manrique? ¿En qué puedo agradeceros vuestro servicio? ¿Qué merced queréis como recuerdo de la gratitud del rey?

Un instante se cruzaron las dos miradas: la del rey era atenta, esperando; la del doncel tuvo por un momento el destellar brillante de una espada. Este destello no pasó inadvertido para don Alonso el VI.

—Señor, mi mayor ambición sería ir a la guerra…

—¿De verdad? ¿Y por qué no os ha llevado ya vuestro señor, el conde? Ya no sois tan niño…

—Y acabo de vencer en una justa al caballero don Vidal de Oñate; lo cual probará a Vuestra Alteza que estoy suficientemente diestro en el manejo de las armas y el caballo para que se me permita ir a batallar contra el moro.

—¿Así pues…?

—Señor, el conde, mi dueño, influido acaso por mi señora, la condesa, que ve para mí peligros imaginarios en la guerra, se ha negado a incorporarme a sus mesnadas siempre que se lo he pedido.

Torna a mirar el rey, más atentamente si cabe, la fisonomía enérgica, la mirada despierta y audaz y la traza vigorosa y fuerte del paje y, como el mismo Manrique, no se explica la razón de la sistemática negativa del de Rugoso.

—¿Y el señor doncel tiene ambición…?

—De gloria, señor, y de llegar a ser alguien… y de no tener que bajar la cabeza abochornado cuando alguien me vuelva a preguntar «cómo me llamo».

—Legítima ambición. ¿Qué diríais si yo…, por ejemplo…, os armase caballero y os diese el mando de una mesnada de las que han de salir muy en breve a combatir en algara…?

El brillo de los ojos de acero del doncel es tan intenso que, por un momento, se deslumbra don Alonso el VI. Hinca el mozo la rodilla, al tiempo que la puerta se abre y, así, las tres damas disfrazadas de villanas que entran tras el conde don García pueden oír como el mozo, con un temblor de emoción, mientras besa la real mano que le hace merced, murmura un:

—¡Señor…!

—Mañana, si Dios es servido, comenzaréis a velar vuestras armas en nuestra iglesia principal. El señor conde de Cabra, aquí presente, tendrá a honra el ser vuestro padrino. Yo os daré el espaldarazo, y la reina, mi mujer, y mi hija, la infanta, os calzarán la espuela. Sois un ave de amplio vuelo, doncel, y a fe mía que me tendría a pecado el cortaros las alas. Brilla en vuestra mirada la audacia del halcón y el destello del acero… Y, a propósito: vuestra divisa, que labraréis en vuestro escudo, bien puede ser un halcón o azor (como vos le llaméis), teniendo una espada en el pico… Campo os doy, doncel, en que explayaros; de vos depende conquistar, con la punta de vuestra espada y vuestra lanza de caballero, el nombre que os falta y la ejecutoria de nobleza que cuadrará bien a vuestro aspecto elegante y refinado. Más adelante habrá repartimiento de tierras y de estados… Quizás os toque en suerte un feudo con un castillo señorial… No, por favor: excusad acciones de gracias. Me molestan. Ésta es mi mano: besadla.

Y, volviéndose hacia la infanta, que aguarda con expresión feliz, contenta de ver a su padre premiar a su salvador, le abre los brazos, en los que doña Urraca se precipita impulsivamente. Cuando de ellos se desprende con mohín de niña mimada —hasta su mismo padre se ve envuelto, cuando la tiene cerca, en esa cálida ola de simpatía, y de ahí, quizá, los celos de la madrastra, que lucha en vano por destruir el estrecho vínculo que une al padre y a la hija—, se dirige hacia el bufón y, cogiéndole por una mano, le arrastra hacia el rey, que en pie yergue su alta estatura con majestad.

—Padre y señor: éste es maese Sancho, el loco de mi tía la condesa. Ved si para él os queda alguna merced que repartir; que la ganó con su paciencia, primero, alegrando mis días de destierro en aquel aislado castillo y, luego, con su valor y su astucia en el camino hacia acá.

—A vos no puedo haceros caballero, ni daros una hueste que mandar… —sonríe el rey.

—No, yo no quiero más honor que la dicha de haber visto al más grande monarca de nuestra época.

—Besad mi mano además, y recordad siempre que este anillo que en el dedo os pongo os fue dado por vuestro rey en agradecimiento de vuestro comportamiento con la infanta. Él será como un talismán que os abrirá las puertas de mi cámara, si alguna vez necesitáis llegar a ella.

El bufón se retira, ajustándose bien la sortija. En el fondo de su enigmática mirada fulge una luz de emoción; la misma que ha brillado antes, cuando el rey ha dicho a Manrique que debe colocar como divisa en su escudo un azor… ¡Un azor…! Vuela la memoria del bufón por los campos de recuerdos lejanos… ¡Un azor…! Siempre ha manifestado el loco una particular predilección por estas aves, a las cuales coloca en rango superior la afición por la cetrería, que en esa época comienza a alcanzar todo su apogeo. Y no es que maese Sancho sea precisamente cazador. Mas —se ignora por qué— la sola vista de un halcón amaestrado, o azor, como también se le llama, le inspira una súbita ternura que parece subir como íntima marea desde el fondo de recuerdos amontonados en sus secretas moradas.

Pensando en estas cosas y paladeando estos recuerdos, el loco no se da cuenta de cómo el rey saluda rendidamente al aya de su hija, con su cortesía y galanura de gentilísimo caballero, ni cómo, al llegarse a él doña María para besar su mano respetuosamente, con aquella su deliciosa timidez de ingenua, al monarca se le desborda de toda la actitud una intensa ternura, muy parecida a la que ha llenado sus ojos un momento antes, cuando estrechaba en sus brazos a su hija. Hay un instante en que éstos parece que vayan a abrirse para apretar sobre su corazón a la lindísima azafata de la infanta doña Urraca, mas sólo es un momento rápido; el rey reacciona y vuelve a ser el señor que condesciende a recibir el pleito homenaje de una dama del séquito de su hija, la princesa.

Seguidamente, el rey manda llamar a su montero de guardia. Le ordena que comparezca el mayordomo de su casa y, una vez comparecido este suntuoso y protocolario personaje, dícele que prepare posada para el paje y para el bufón.

Como la mirada del mayordomo se pose con asombro sobre los aludidos, el rey aclara, con frase que no admite réplica:

—Son los salvadores de mi hija, la señora infanta…

Y señala al grupo de las tres villanas. El mayordomo las mira y las reconoce al fin con estupor. Suena como una catarata de cristal la risa de la infanta de Castilla…