Capítulo VIII
DESENGAÑO
Dio un tirón al coleto de maese Sancho, y éste se volvió con desgana.
—¡Ah…! ¿Sois vos? —dijo con una centella en los ojos que desmentía esta desgana.
—Yo, sí.
—¿Todo hecho?
—Todo.
—¿Costó?
—Bastante. Llamadla a ella y partamos antes de que el paje se sacuda la impresión y eche a correr en nuestro seguimiento.
—¿No le hicisteis prometer que no os seguiría?
—Lo hice, mas no fío mucho en su promesa. Está atrozmente interesado…
—Bien, saldremos en seguida hacia el castillo.
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Cuando la dama tapada desapareció entre el gentío, el doncel, fiel a la palabra empeñada, no intentó seguirla. Quedose mirando como un alucinado el lugar donde había estado junto a él, tratando de explicarse si todo fue un sueño o si, en efecto, una mujer misteriosa estuvo hablándole de cosas más misteriosas aún. Y luego, pasándose la mano por la frente como para espantar quiméricas ideas, echó a andar lentamente hacia la plaza de los soportales.
En la vida de Manrique, lisa y clara como el cristal, jamás habían tenido cabida los enigmas, a excepción hecha del de su nacimiento, que, bien mirado, tampoco lo era en aquella época calamitosa de guerras. ¡Tantos estaban en su caso…! Mil impresiones confusas batallaban en su ánimo y mil pensamientos diferentes bullían en su inteligencia, principalmente la contrariedad inmensa de saber lo que ya sospechaba: que doña Elvira estaba muy por encima de su condición y que su padre no le permitiría esperar a que él, Manrique, se abriese paso en su existencia, sino que, muy al contrario, la casarían en dos puñados quizá, para cortar de raíz aquella liviana afición a coquetear que tan a las claras mostraba la doncella. Después, la pena intensa de saberse burlado; entretenimiento sabroso para las vacaciones de una niña de la Corte que se aburre en el campo, acostumbrada como está al humo de la vanidad y a la espuma frívola del galanteo… Claro que él, cuando comenzó aquellos escarceos, tampoco pensaba ciertamente en darles consistencia: ella le buscaba, y él se dejó querer; pero su juventud leal, que aún no sabía de dobleces, falsías y egoísmos, se enredó bien presto en las mallas de una devoción de amor; y ahora su herida sangraba y el caballo de su orgullo maltratado se encabritaba fiero, exigiéndole un desquite… Pero ¿cuál…?
¿Aquella Mariluces, fresca y hermosa, pero villana, cuya belleza había inquietado un punto a doña Elvira…? ¿Cualquiera de las doncellas de la condesa, muy bonitas algunas y de muy buenas casas? ¿La propia azafata de doña Elvira, tan quieta, tan dulce, tan aristocrática, que tantas veces había sorprendido la atención del mozo con la distinción principesca de su talante, y… los comentarios de maese Sancho, que se las daba de entendido en la materia y que aseguraba que la azafata sería, andando el tiempo, tan hermosa o más que su señora? Ninguna le parecía bastante deslumbradora para darle en rostro a doña Elvira. Y, además, su sentido común le decía que todo aquel desplante sería ridículo e inútil; que su postura resultaría mucho más noble y digna haciéndose el ignorante y tomando las cosas con filosofía, tal como vinieren. ¿Tú me dejas? Yo me conformo. ¿Tú no me has querido lo bastante para tomarme en serio? Pues ya ves que igual me ha sucedido a mí. ¿Yo he sido en tu vida un recurso contra el aburrimiento? ¿Y qué otra cosa has sido tú en la mía? Cuando te ha parecido, has tirado el juguete que ya te hastiaba…; pero es que el juguete ya sabía que ése era su destino y lo aceptó de antemano. El destierro era penoso para ti y el castillo iba siendo muy aburrido para mí… Los dos procuramos buscar, uno en otro, el medio de hacer la vida más agradable. Nada más.
Así hablaba el hombrecito sensato y razonable que Manrique llevaba dentro; pero aunque sus razonamientos eran aceptados y aun aplaudidos por su cabeza, su corazón sangraba… ¡El dolor sin nombre de la primera ilusión quebrada! Todo fue mentira; sus palabras de amor, sus dulces juramentos, sus promesas tiernas… Magnífica lección esta que acababa de darle brutalmente la primera mujer a quien amó…
Nunca supo el doncel cómo transcurrió para él el resto de la noche. Vagamente recordó más tarde que había estado paseando con Mariluces y que todo el concurso les miraba, no sabía si porque ella era muy hermosa o porque él era el héroe de la jornada. Después, los caballeros del conde y muchos forasteros vinieron a sacarle del lado de la moza y se lo llevaron al mesón a beber por la guerra y por el amor. Luego se escabulló de la orgía conforme pudo, consciente de la filípica que le iban a endosar de común acuerdo la condesa y fray Jerónimo, y cuando don Ramiro Avendaño le cogió del jubón para impedirle escapar, el viejo judío que había estado en el castillo el día antes vendiendo a las damas de la condesa preciosas mercaderías se mezcló en el asunto, convenciendo al caballero de que debía dejar marchar al doncel a cumplir en el castillo sus deberes.
Y el mozo, luego de dar las gracias al hebreo cortésmente, emprendió el camino de Rugoso, acompañado de los dos judíos, que, por lo visto, llevaban el mismo rumbo que él, Mas éstos caminaban tras él, no sabemos si casual o intencionadamente, y cualquiera que les hubiese visto quizás hubiera pensado que guardaban la misma actitud de respeto que la ordenanza prescribe cuando dos palaciegos escoltan a un príncipe.
Solamente se dio cuenta Manrique —sumido en sus cavilaciones y su pesadumbre— cuando hubieron salido de la villa, y entonces volvióse a ellos y con su gracia afable, que le ganaba todas las voluntades, preguntóles:
—Paréceme, señores mercaderes, que lleváis el mismo camino que yo…
—Así es, señor doncel —respondió el más joven—. Maese Sancho nos ha hecho saber que Su Grandeza el conde de Rugoso desea ver mañana unas armas florentinas que traemos y que están depositadas en el castillo para mayor seguridad, ya que parece ser que estos contornos andan infestados de golfines.
—A la vez nos ha invitado a dormir seguros en el recinto amurallado de la fortaleza.
—Marchemos, entonces, juntos, si no os molesta mi compañía —ofreció Manrique.
—Nunca molesta la juventud, que es alegre, cuando se junta a la vejez; la alegra como un rayo de sol —aceptó galantemente el señor Moisés Hansel.
—Mucho me temo entonces, señor, que mi compañía no os sirva de solaz, porque esta noche me encuentro triste como un monje que ha meditado en su celda sobre la muerte.
—¿Cómo así? ¡Vos, el vencedor de la justa de esta mañana, a quien las damas se comen con los ojos, diciéndole con cada uno de ellos un encendido madrigal! —bromeó David Hansel.
—Vosotros, que habéis vivido más que yo, debéis saber cómo se llena el corazón de hiel cuando el amor se va… —suspiró el mozo, a quien el alma se le abría en ansia de confidencias.
—¡Bah…! ¿Querellas de amor…? No valen la pena. No sufráis por ella, sea quien sea. Sois harto mozo para que el desengaño proyecte sombras en vuestra vida.
—Así será, señor; pero esta noche os juro que lo veo todo negro.
—De momento, tal vez. Mañana amanecerá más claro después de la tormenta…
—¡Ay…!
—Si sois ambicioso, debéis apartar el amor de vuestro camino; no será en él otra cosa que un obstáculo que os lo entorpecerá. No consintáis jamás que los brazos de una mujer se anuden a vuestro cuello cuando suene el clarín del combate.
—Los que dentro de ellos mismos llevan el ansia de elevarse más arriba de su condición, deben segar con mano fuerte todas las debilidades del corazón, que atan al suelo e impiden volar hacia la altura. Y vos, señor doncel, lleváis escrita en la frente la señal de los que triunfan. El amor pudiera seros fatal, anular vuestro esfuerzo y hacer que fracase vuestra vida miserablemente, como fracasaron otras. No permitáis que al león que en vos se despierta le lime las uñas una coqueta para trocarle en perro faldero…
—¡Cómo…! ¿Por qué me habláis así? ¿Vos sabéis acaso…?
—Sé que la dama de ojos azules y trenzas de oro que os coronó en el torneo podrá ser muy bella, mas no es, ciertamente, la mujer que os hará, con su aliento y sus consejos, escalar la cumbre de vuestras ambiciones. Es de las hembras que sólo quieren a un hombre para su entretenimiento y su solaz; que no comprenden el vuelo amplio de un espíritu caballeresco, ni le secundan en él; que el sentimiento de la religión y de la patria, por el que están dando la vida tantos gloriosos hijos de Castilla, no la conmueve, ni le arrancará jamás un sacrificio. Egoísta y frívola… ¿Me equivoco, joven?
—Acaso no, anciano…
Detuviéronse cerca del camino de ronda, y el viejo respiró fuerte, como el que se quita un peso de encima. La noche se había llenado de un resplandor de luna, y, bajo su palio, entraron por sobre el puente, que aún continuaba tendido, en espera de los caballeros que estaban en la villa tomando parte en el refocilo. Manrique, cada vez más próximo a la locura en el torbellino de impresiones fortísimas que le estaban sacudiendo desde la prima noche, se despidió cortésmente de los dos judíos en el aposento de maese Sancho, que estaba dolos mientras leía un mugriento tratado de cetrería, y, a pasos leves, para que las damas de su señora, que eran, como la mayoría de las mujeres, fisgonas y noticieras, no le sintiesen, trató de entrar en su aposento. Mas antes de que llegase a la puerta de él, se abrió otra que caía sobre el mismo corredor, y la gentil silueta de la azafata de doña Elvira se perfiló sobre el vano, llevando en la mano una luz prendida en candelabro de plata.
Hízose a un lado el doncel, quitándose la monterilla de terciopelo, donde una linda pluma de faisán sujeta con un joyel de esmeraldas se balanceaba gentil.
—Dios os guarde, Manrique… —saludó la azafata con una leve turbación que al paje le escapó (no estaba él para fijarse en dibujos con el atarantamiento que tenía encima), pero que a maese Sancho no se le hubiese pasado por alto.
—Y a vos.
—¿Ahora volvéis de la villa?
—En este instante.
—¿No os placen los fuegos de artificio?
—Sí tal, mas he creído que había ya abusado con hartura de la licencia que se me concedió. ¿Y doña Elvira? ¿Duerme…?
Una leve contrariedad tremoló en la voz de doña María. ¡Aun a pesar de saber lo que sabía…, siempre ella dominando en su pensamiento!
—No; véla…, paladea el triunfo que le ha ofrendado vuestro brazo… y las lisonjas con que la han cubierto los caballeros de Rugoso y de otros señoríos. No hay ricohombre ni infanzón que hoy no se haya sentido deslumbrado por su hermosura y por su gracia… Y ella, ¡vos la conocéis harto!, se ha esponjado, al calor de sus requiebros, como un girasol cara al mediodía en el mes de junio.
—¡Malhaya amén su condición tornadiza…! —dijo entre dientes el paje, apretando los puños con rabia—. ¡Lástima de tiempo que puse en cortejarla!
—Yo no diría tal. El tiempo, en una juventud como la vuestra, no tiene importancia…
—¡Mas la tiene el amor que puse en ella… y que ella no ha sabido conservar, cuando os juro que era lo mejor de mi ser!
—No habléis mal del amor de doña Elvira: os dio cuanto podía dar. No es culpa suya si Dios la hizo así: frágil, ligera, alada y tornadiza en sus sentires; más propicia a los amoríos, espuma de pasión, que a los grandes amores, esencia de las almas… Vos la tomasteis como es; y no os cumple hacerla responsable si no ha cumplido la realización del ideal que vos forjasteis. Os ha amado… cuanto ella puede amar. Yo os lo fío.
—Ahora, al término de nuestra estancia en Rugoso, igual os fuera que os amase con un amor de esos que sólo se acaban con la vida, que con este amor insubstancial, más lleno de vanidades que de sentimientos, porque de todos modos os habríais de separar de ella lo mismo. Y así, sabiendo que no rompéis un corazón al despediros, el adiós será menos punzante para vos… y para ella.
—¿El adiós…?
Manrique recordó, con un escalofrío, su reciente conversación con la dama del antifaz. ¿Quién era ella, que estaba tan al tanto de las andanzas futuras de doña Elvira como para adelantarle momentos antes esta partida que ahora le confirmaba la azafata?
—Sí, señor Manrique. Esta tarde, mientras vos andabais de refocilo con los caballeros, vuestros amigos; mientras cortejabais un poco a Mariluces…, que todo se sabe…, llegaron dos emisarios de mi señor, el padre de doña Elvira, con un mensaje en el que se le ordena ponerse en camino lo más presto posible hacia la Corte…
—¡Conque es cierto…!
La azafata sonrió, un poquito irónica ante esta exclamación que el doncel se hizo para sí propio y que daba como a entender que alguien antes que ella le había estado predicando la inmediata partida de doña Elvira.
—Claro que es cierto, paje amigo. Por eso os dije que igual fuese que el amor de doña Elvira se igualase al de Hero y Leandro, porque de todas maneras moriría aplastado bajo la losa de esta separación ahora y de un olvido inevitable más tarde. Os separan muchas cosas, Manrique…
—¿Por qué no me hablasteis así el primer día, doña María, antes que yo me dejase prender en las redes de sus ojos, de su gracia, de su sonrisa…?
—Porque todo hubiera sido inútil si a ella le placía conquistaros. Sois harto joven e inexperto para escapar a su sapientísima coquetería; ricoshombres y caballeros curtidos en las lides galantes, expertos cortesanos, maestros del amor, no lograron sustraerse a su hechizo…; ¿qué hubierais hecho vos, sino luchar en vano como una mosca enredada en telarañas? Sin contar con que a quien os hubiese hablado así, en aquellos primeros días de calentura amorosa, le hubierais cordialmente aborrecido.
—Acaso…
—Descansad, Manrique, en la esperanza de un amor verdadero, que en nada se parecerá a este alucinamiento de la imaginación, más propicio a llenar vuestra vanidad que vuestra alma. Más adelante…, cuando seáis más hombre… Y no paséis jamás junto a una mujer sin concederle una mirada deslumbrado por los atractivos de otra.
—¿Qué me queréis decir, doña María…?
—Que a veces se pasa junto al oro y no se le distingue del oropel, cegados por los falsos destellos del similor… Es mi consejo. Mañana nos diremos adiós. Ahora dejadme llevarle a mi señora su pañuelo, que dejó olvidado en el estrado de la condesa, y vayámonos los dos a buscar el reposo de nuestros lechos. Vos lo habéis ganado bien en esta jornada brillante que os consagró en el palenque como valeroso adalid; y yo… estoy rendida de preparar el equipaje de mi señora desde que llegaron los emisarios.
—¿No salisteis a dar un paseo esta tarde?
—Ni esta tarde ni esta noche me he movido de junto a doña Elvira.
—Pensé que bajaríais a la villa.
—Imposible; llegaron esas nuevas, y doña Elvira tuvo que contestar a la misiva de su padre. A más de que la condesa no hubiera consentido que anduviéramos mezcladas entre la plebe…
—Con un manto y un antifaz y bien acompañadas por mí, por ejemplo…
—No, yo tampoco hubiese alentado ese deseo en doña Elvira, caso de que lo manifestase… Doña Mencía y yo tenemos grande responsabilidad…, y doña Elvira es tan ligera de cascos que da miedo pensar en dejarla moverse en un medio propicio a la aventura… Buenas noches, señor Manrique.
—Guárdeos Dios, señora…
La gentil figura de la azafata se perdió entre el juego de luz y sombras proyectado sobre los pelados muros del tortuoso corredor, lleno de escondrijos y recovecos. Y el paje, atontado más a cada instante, no tuvo alientos para encerrarse a combatir su insomnio en la cámara que, desde pequeñito, ocupaba entre las de fray Jerónimo y el bufón, como dos mastines que le celaran. Caviloso, triste, mohíno, fuese a vagar como alma en pena cabe las almenas de la torre del homenaje, desde donde vio palidecer las estrellas y amanecer el alba del día que debía ser decisivo en la historia de su corazón.