Capítulo XIV
MISTERIO
Ha pasado la noche y todo un día. Ha vuelto a llegar otra noche… A la condesa se le ha dicho que el paje salió en comisión de servicio por su señor. Un poco se resintió la señora de que, antes de hacerlo y luego de tan prolongada ausencia, el muchacho no hubiese pasado por su cámara a besar su mano, mas se le dijo que el servicio era urgente, y así se conformó algún tanto. Cien viajes hizo maese Sancho hasta la torre de Poniente con la esperanza de convencer al paje de que debía obedecer las órdenes del conde sin discutirlas, que ya el rey y don Diego se entenderían; mas no hubo forma de reducir aquella terquedad, que al bufón se le antojaba muy digna y que en el fondo de su alma levantaba leve y viva emoción.
Cada ida y venida del loco a la torre era seguida de un cambio de impresiones con el de Rugoso, que a cada nueva respuesta se sentía más descorazonado y perplejo…
—No es de extrañar…, no es de extrañar… —murmuraba, midiendo su cámara de arriba abajo con pasos pesados y torpes—; es ley de herencia… ¡«Soberbio como un rey», dice el dicho!
Así, en este vano ir y venir y tratar de reducir la terquedad del joven caballero sin nombre, pasa el día, entra la noche y avanza el alba… Al amanecer, maese Sancho, que apenas ha dormido un par de horas, nervioso y desasosegado, vuelve a emprender el camino de la torre. Están oscuros los corredores y las escaleras del castillo, llenos de escondrijos y recovecos, y lleva el loco un farol de aceite que oscila, levantando sombras fantasmales de los rincones. Por las aspilleras y las ojivas penetra el olor de las flores que crecen en las huertas cercanas y en las riberas del río…, ¡el río donde tan dulces horas pasaron el doncel de Rugoso y la infanta de Castilla; donde la azafata conoció el tormento de amar y la hiel de los celos; donde la dueña de Su Alteza escuchó los madrigales, toscos pero sabrosos, de Nuño Correa! Vientos de poesía aquéllos, que presagiaban esta tormenta de ahora con aquel levantar ilusiones y abrir horizontes de ambición y de gloria, porque si «ella», con sus trenzas de oro y sus ojos de color del cielo, no hubiese venido a Rugoso a encender en el alma virgen del paje ardores de tentación, jamás a él se le hubiese ocurrido lanzarse a la conquista de nombre, gloria y posición, que harto bien avenido andaba con su destino, el infeliz…
Tras su éxodo silencioso y lento, maese Sancho llega junto a la puerta en arco rebajado del torreón. Es la postrera tentativa antes de que salga el emisario que su señoría el de Rugoso se dispone a enviar al hebreo Moisés Hansel. Maese Sancho invoca mentalmente al apóstol Santiago, ni más ni menos que como si fuese a librar una batalla, y ordena brevemente al centinela que le abra la puerta.
Dos soldados fornidos custodian esta entrada sin saber a punto fijo por qué la custodian, ni qué hizo el paje para que le encierren, ni por qué el alcaide los amenazó con colgarlos de una almena si abrían la boca para contar a nadie lo que estaba pasando. A la voz del loco, a quien saben en privanza con el señor, abre uno de ellos con una llave enorme la pasada puerta, que gruñe sobre sus goznes. Entra el bufón, y la puerta se vuelve a cerrar pesadamente. En la estancia, a través de las angostas aspilleras, entra apenas la indecisa claridad del día. Todavía brillan los luceros sobre el raso del cielo. Cantan los pájaros desperezándose en los nidos.
Maese Sancho se dirige hacia el lecho de campaña sito en un ángulo de la torre y murmura, tendiendo el brazo para tocar al doncel:
—Manrique…, Manrique…
Su mano busca vanamente; no encuentra el bulto del cuerpo dormido.
—¡Vive Dios, que tenéis mal dormir! ¿Adónde habréis ido a parar, pesia a mí? Despertaos, rapaz, que tengo que deciros…
Al tiempo que habla, con la linterna busca por todos los rincones de la torre, sin ver al doncel.
—¡Dejaos estar de chanzas, que me caigo de sueño, Manrique, hijo! ¿A que os metistes bajo la cama al sentirme entrar? ¡Ea, salid!
Escudriña por bajo del lecho y, con un pasmo que acaba con toda su serenidad, se da cuenta de que Manrique no está tampoco bajo la cama. ¿Dónde, santo Dios…? Las aspilleras del torreón, muy estrechas, aún pudieran permitir el paso de un cuerpo ágil y elástico como el del joven caballero, mas hay que tener en cuenta que la torre está sobre un cortado, y bajo el ala del edificio en que se asienta hay un centenar de metros en corte vertical hasta llegar al cauce de un barranco que hace de foso natural. Tampoco tiene salidas subterráneas, ni trampas que conduzcan a pasadizos insospechados, porque el loco conoce a palmos el plano de la fortaleza y está de ello seguro. Por algo el conde ha mandado que se le encierre en esta torre inexpugnable, de la cual es por completo imposible el evadirse… ¿Entonces…?
Todo lo mira detenidamente el loco; parece un policía en labor de investigación; y al mirar a plena luz el lecho, advierte que en él faltan las dos gruesas sábanas de lino. Se acerca a una de las aspilleras… La altura sobre el tajo es tan elevada, que casi siente el vértigo… En el fondo del cauce se balancean las copas de los chopos, y ponen su nota plateada los álamos blancos. A la luz, ya más acentuada, de la aurora, el bufón advierte un jirón blanco que cuelga perpendicularmente sobre el barranco, paralelo al muro de la torre y cuyo extremo se viene a perder entre los macizos de aulagas y espliegos que crecen entre las peñas del tajo. ¡Las sábanas de lino de la cama del paje…! Por allí se ha escapado; por aquella aspillera, como una culebra… Se ha descolgado, con el auxilio de las sábanas, hasta llegar al pie del torreón, y, desde allí, con su habilidad de mozo acostumbrado a trepar y descender por los vericuetos de la montaña, ha bajado hasta el cauce del barranco… ¿Cuánto tiempo hace de esto? ¿Dos horas? ¿Tres…? ¿Cuánto camino puede haber andado, sin caballo, a pie, por los atajos de la sierra, que él conoce como un pastor? ¿Dónde estará ya?
Lo primero que la clara inteligencia del bufón advierte es que hay que callar lo acontecido; no armar polvareda en tomo al nombre ni a la persona de Manrique, porque ello fuera levantar una pista que pudieran seguir otros sabuesos. Silencio…, silencio…
Cuidadosamente tira de las sábanas hasta subirlas y echarlas encima de la cama. En un rincón está la soberbia armadura, mas no la espada, ni el collar de oro, ni las espuelas… Sobre la tosca mesa de pino, entre el velón apagado y un reloj de arena, hay un trozo de pergamino donde se lee un solo renglón: «No me tengáis por desagradecido, señor; algún día os devolveré cuanto os debo. Oiréis hablar del “Caballero sin nombre".»
Maese Sancho, con el pergamino en la mano, da dos golpes en la puerta.
—¡Abre, Martín!
Un chirrido; el pesado portón gira con esfuerzo…
—Duerme como un lirón, hijo… —explica al centinela.
Éste acepta la explicación sin un comentario, cierra la puerta y toma a su guardia, paso arriba, paso abajo, rítmico, monótono.
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—¡Señor…, señor!
—¿Eh?
—¡Despertaos noramala, sobrino y primo mío, que hay novedades!
El conde se endereza sobre sus almohadas y mira adormilado al loco, cuyo ceño hosco no adivina entre las telarañas del sueño.
—¿Qué pasa? ¿Le convenciste, al fin?
—¡Convencerle! ¡Malhaya amén la hora en que se me pasó por las mientes irme a descabezar un sueño!
—Me asustas, maese Sancho.
—Más lo estoy yo, nostramo.
—Pues habla de una vez.
—¿Estamos solos?
—¿Quién quieres que escuche tras de las puertas a estas horas, malandrín?
—No me fío de vuestra cámara, nostramo…
—Receloso estás, maese bufón. Pues acércate a mi lecho y habla bajo.
—Amado primo mío…, el pájaro ha volado. No sólo lleva el azor en la leyenda de su casta, y le llevará en la divisa de su escudo, sino que yo diría también que le lleva dentro de él, pecador de mí, según lo que he visto…
—¿Quieres decir que Manrique se ha escapado?
—Eso mismo.
—Tú no estás bueno de la cabeza, maese bufón.
—Os digo que jamás estuve tan cuerdo. Manrique se ha descolgado con la ayuda de las sábanas de su lecho hasta el pie de la torre, y desde allí debe de haber sido para él un juego el echar a correr por entre las peñas y el matojal.
—¡Cristo santo! —exclama el conde, llevándose las manos a la cabeza con desespero.
—Conque ved qué hacéis, nostramo, porque la liebre ya debe de estar trasponiendo los límites de vuestros estados.
—¡Maldición!
—No perdáis el tiempo en votos y maldiciones, nostramo, que ése no es el camino para ir al huerto.
—En Dios y en mi ánima, que tienes razón, maese Sancho —dice el conde tirándose de la cama prestamente—. Ayúdame a vestir… Juzgo que ya no es caso de escribir pergaminos y enviar un emisario cualquiera; hay que mandar a quien sepa y pueda explicar los hechos con toda suerte de pormenores y a quien, a la vez, tenga bastantes recursos para llegar hasta… el hebreo, sin despertar las sospechas aquí ni allí… ¿Me entiendes, loco?
—Os entiendo, amado primo mío. Iré yo…
—No comeré pan a manteles, ni me afeitaré la barba, ni me cortaré el cabello, hasta que te vea volver, Sancho.
—Vos sabéis, señor, que maese Sancho tiene tanto interés por lo menos como podáis tener vos en todo este negocio.
—Parte sin perder un punto: aquí tienes un bolsillo repleto de oro. Toma mi mejor caballo… y que Dios te guíe.
—Amén.
En la barbacana, dos soldados advierten la salida de maese Sancho, el loco. El alcaide ordena bajar el rastrillo, y por sobre el puente se sienten, rebotando, los cascos de un potro fogoso y ágil, que es el orgullo de las cuadras de Rugoso. Apenas el sol quiere aparecer, entre resplandores color de rosa, en la lejanía, tras de unos montes. Uno de los soldados se acerca al otro y, amedrentado, observa:
—Me está queriendo parecer, García, que pasan en el castillo cosas extrañas…
—¿Qué cosas?
—¿Tú crees en la magia?
—No, a fe mía, que soy cristiano viejo.
—Pues mira esa figura que sale por encima del puente y que ahora toma el camino de ronda…
El soldado obedece la insinuación y mira.
—¡Voto al diablo!
—¡Jesús! No mientes al Malo en esta hora y en este momento —dice, santiguándose, su compañero.
—¿No es ése maese Sancho, el loco?
—Tal me quiso parecer.
—¿Y adónde va ese malandrín de bufón, que siempre ha cabalgado en muías mansas, como los abades, caballero en el potro más fogoso de las cuadras de nuestro señor?
—Y, sobre todo, García…, y así Dios me perdone…, ¿no se le ha desaparecido al bufón, de repente, la joroba? ¿No veis, ¡cuerpo de tal!, qué espalda más lisa nos muestra?
—Os lo harán los ojos, cansados de velar, Lope.
—Me harán un demonio que os lleve; ¿pues qué no le veis como yo, sino que sois terco y no queréis daros a partido? Cosa de magia es, que muda a los hombres de viejos en jóvenes y de corcovados en gallardos…, ¡vive Dios!, que en cuanto salga de la guardia voy a consultarle lo que me pasa al fraile y a darme un baño de agua bendita…
Un rayo de sol, el primero, baña en este punto la figura del bufón caballero en el potro. Es su traza firme y segura, y hasta airosa y gallarda, como la de un hombre acostumbrado a cabalgar en monturas de brío. ¿Quién se lo hubiera figurado de aquel bufón melindroso que no encontraba mula ni hacanea bastantemente mansa para su miedo? Ahora se afirma en la silla con naturalidad, y el sol, al bañarle, pone de relieve, en efecto, la lisura de una espalda erguida y eréctil como la de un joven.
—¡Jesucristo! —exclama García, santiguándose.
— ¿Os convencéis?
— No sino cosa del diablo tiene que ser esta mudanza, Lope amigo…
— Y más os diré… en secreto, si me dais palabra de guardarlo.
— Que me muera esta noche si abro el pico.
— Pues oíd. La carne se me pone de gallina sólo de nombrarlo. En el torreón de Poniente debe de haber un preso.
— ¿Un preso?
— Sí; Ramiro y Jaime hicieron guardia ayer todo el día, y ni por más que les tiramos de la lengua pudimos sacarles quién era el desdichado.
— ¿Y eso qué? Casi siempre suele haber un preso, o varios, en estas fortalezas.
— Escuchad: esta medianoche, al filo de la una, empezó a flotar una nube blanca desde la almena delantera del torreón hasta el pie del cimiento.
— Os lo harían los ojos.
— Sí, como ahora. Estaba bien despierto, García.
—Fantasma no sería…
—¡Yo qué sé! Alma en pena, o visión, o lo que fuera, ha estado flotando al viento hasta hace un rato, al apuntar la aurora, que la he visto yo con estos ojos subir, subir… como una niebla, hasta entrarse por el agujero de la aspillera.
—¡Lope!
—¡García!
—No me gusta esto…
—Ni a mí.
—Será cosa de hacérselo saber a fray Jerónimo…
Al acabar el día, hasta en la última casa de Rugoso se sabía que en el torreón de Poniente había un fantasma blanco que se asomaba al filo de la medianoche por la aspillera y tomaba a entrarse al asomar la aurora; que en la torre de Poniente había habido un preso y que su desaparición coincidió con la aparición del fantasma. La gente estaba aterrada. Buscaban los talismanes y las piedras de magia en el fondo de los arcones para colgárselos al cuello dentro de unas bolsitas; rezaban sin descanso —curiosa mezcla de religión y de superstición— y se asomaban, medrosicos, al filo de las doce para mirar hacia el torreón con el afán malsano de ver el fantasma…
Le veían. Todos ellos hubieran jurado que, a la medianoche, una especie de jirón de niebla blanco bajaba desde la aspillera de la torre y flotaba en tomo de ella. ¿El ánima del prisionero desaparecido, acaso muerto en el tormento o en lo más profundo de los calabozos de Rugoso?
La gente contestaba a esta pregunta haciendo la señal de la cruz…