Capítulo X
EVADIDOS

Veinticuatro horas más tarde. Anochece… La queda suena en el castillo; chirrían las cadenas del puente levadizo al caer sobre los fosos. Se releva la guardia.

El emisario de Su Grandeza el conde soberano de Borgoña ha marchado hacia la Corte de su señor a darle cumplida cuenta de la comisión que se dignó encomendarle. Las damas y doncellas de la condesa se asombran de que ésta no haya intentado coquetear con el conde de Cháteau-Bleu, como es su inveterada costumbre con todo caballero presentable que al castillo llega. Ahora, este anochecer, se la ve, llorosa y conturbada, refugiarse en el rincón más recoleto de su cámara. Despide a toda la servidumbre cuando le entran aquellos repentinos ataques de melancolía, para los cuales no habría otro remedio eficaz que sacarla del encierro y llevarla a la Corte brillante de la que su esposo y señor, resentido y airado, la desterró. Nadie sospecha nada anormal en todos estos acontecimientos, que más tarde se desmenuzarán y recordarán en trabajo de reconstrucción.

Desde sus aposentos, las doncellas sienten el rebullicio de los soldados en la sala de armas. Más tarde sobreviene el silencio. Suenan pasos pesados y recios sobre los pavimentos de los corredores y las escaleras; se siente el ruido de puertas que se abren y se cierran y de llaves que tintinean colgando de una cadena a compás del alcaide en su ronda nocturna.

Luego, nada… El canto lejano de un mochuelo; el murmullo de las aguas discurriendo sobre un lecho de riscos, allá abajo, en el cauce que rodea como foso natural la fortaleza; el soñoliento alerta de los vigías; el aislado ladrido de algún perro de guarda…

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Amanecieron las primeras luces del alba, despertando a la vida cotidiana a las gentes de la dormida fortaleza. Las doncellas de Su Grandeza procedieron a su tocado minuciosamente y, cuando estuvieron compuestas las que debían hacer la guardia durante aquel día, se dirigieron a la cámara de la condesa para despertarla y servirle en el propio lecho el desayuno. Mas, con harta sorpresa de su parte, hallaron la puerta de la antecámara cerrada a piedra y lodo y el felpudo que delante de ésta había —y en el cual dormía tendido cuan largo era, como un perro fiel, el enano don Favila— arrugado y pisoteado, sin trazas del enano… Llamaron a la puerta. Esperaron… Silencio. Aplicaron el oído y el ojo a la cerradura… Nada vieron. Dentro reinaba la más profunda oscuridad y no se sentía resollar a nadie. Sorprendidas, las doncellas se miraron. Y fueron a llamar a madama Ana, que era la camarera mayor de Su Grandeza. Madama Ana, después de mirar y escuchar en balde por la cerradura, requirió el auxilio del alcaide, quien tampoco fue más afortunado que ella en sus observaciones. Entonces, de común acuerdo y temiendo que dentro de la cámara aconteciese algo grave, decidieron poner en conocimiento del jefe de la escolta lo que ocurría. Llegó el citado jefe, hombre recio, malcarado, de pocas palabras, y, haciendo honor a su aspecto brusco, ordenó que se echase la puerta al suelo si los de dentro no respondían a las llamadas… No respondieron. La puerta cayó, arrancada de sus goznes por las hercúleas fuerzas de varios soldados, y entraron en la antecámara. Los muebles, fuera de su sitio; los sillones, tumbados; el tapiz de Asia que cubría el suelo, arrugado; derribados los candelabros sobre la repisa de la chimenea, y el desorden reinando por doquiera: todo dio idea a los que llegaban de que en la estancia, y entre el horror de las tinieblas, había tenido lugar una lucha. Entraron a continuación en la cámara reservada de la condesa. El espectáculo era allí más desolador todavía si cabe y, además, un reguero de sangre conducía en línea recta hacia la puertecita del oratorio, abierta. El lecho fue despojado de sus ropas, y hasta las ricas cortinas de sirgo habían sido arrancadas desconsideradamente del dosel y de ellas no quedaba ni rastro en el aposento. Los cabezales estaban tirados por el suelo y el velo de doña María, roto y enredado entre las tallas del sitial de su señora… Aterrados, los recién venidos miraban en tomo, sin darse aún cuenta exacta de lo que sucedía, cuando, tras de las columnas del lecho, entre éste y la pared, sintieron rebullir algo. Abiertas de par en par las vidrieras policromadas, entró la luz llena de sol de aquella mañana de primavera y, en su claridad, lograron ver que lo que rebullía no era sino un bulto informe amarrado brutalmente con cuerdas. Mirando bien, reconocieron en aquel bulto informe a una mujer, cuya cara, amoratada por la asfixia, mal les recordaba la amable fisonomía del aya de Su Grandeza. Además de estar sólidamente amarrada, habíanla amordazado tan fuertemente, que de cierto la hubieran hallado ahogada si tardan un punto más en aparecer. Fue lo primero y más urgente libertarla de mordaza y ligaduras; y tan y mientras unos cumplían este humanitario menester, otros se entraban en el lindo oratorio particular de la condesa, alumbrado a toda luz por la que entraba a raudales por el alto ventanal vecino del tajo y del barranco… Lo que vieron llenolos de horror.

Al pie mismo del ventanal, agarrado con las crispadas manos al entablamento del vigoroso zócalo de roble, amarrado como un fardo por gruesos cordeles, más recios y más ásperos aún que los de doña Mencía, estaba el infeliz don Favila, amordazado también y bañado en su propia sangre, que formaba alrededor de él un charco sobre el cual reposaba su menguada persona… El rostro, desfigurado por el horror, tenía una serie de tremendas moraduras, entre las cuales ofrecía un aspecto más grave la que le comprendía todo un lado de la cara, incluyendo un ojo, casi negro, y la nariz, aplastada al parecer por algún golpe brutal. El desgraciado enano había perdido por completo el conocimiento. Desde el ventanal caía sobre el cauce una larga cuerda hecha con las ropas del lecho y las cortinas del dosel, a más de una escala muy fuerte de seda, cuyos garfios se afincaban en la misma repisa de la ventana. De la infanta de Castilla y de su azafata no pudieron hallar la más leve huella.

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Cuando consiguieron volver en sí al medio muerto don Favila, víctima de brutales golpes —según podía colegirse por las terribles moraduras que se le encontraron en todo el cuerpo y por el golpe que le reventó en sangre las narices y aun los oídos, como asegurara doña Mencía—, procedieron a interrogarle, como habían hecho con el aya tan pronto fue repuesta de su desmayo. Y las declaraciones de entrambos personajes fueron en un todo conformes, sin que ninguno de ellos incurriese en la más ligera contradicción.

El día anterior, cuando la condesa se retiró a su cámara, despidió a sus doncellas, como solía hacer con frecuencia si no estaba de humor. Con ella quedaron sus dos damas castellanas y el enano don Favila, en derredor de la chimenea del aposento, bien repleta de leños. La infanta no hablaba, y los demás respetaban su silencio y su pesadumbre. En esto, sin sentir el más leve ruido ni colegir siquiera por dónde pudieran haber entrado en la cámara, como si por arte de magia fuese, vieron alargarse dos sombras delante de sus asombrados ojos. Y al volverse se hallaron con la cámara llena de gentes enmascaradas que, armadas de puñales, les conminaron a no pronunciar un solo grito. Claro está que tampoco hubieran podido pronunciarlo aunque quisiesen, porque la lengua se les quedó a los cuatro pegada al paladar, del susto, y la garganta parecía que un garfio la apretaba sin misericordia. Los dos que hablaron hiciéronlo en un francés correcto y puro… Aprovechando el instante de pánico de los aterrados y sorprendidos personajes, los enmascarados cogieron sin más miramientos a la infanta y a su azafata y, después de amordazarlas, cargaron con ellas como si fuesen fardos y desaparecieron por la puertecilla del oratorio.

Mientras tal sucedía en las personas de doña Urraca y doña María, otros malandrines cometían el desafuero de amordazar y amarrar, como una res brava destinada al sacrificio, a la muy respetable persona del aya de Su Grandeza, y como ella se defendiese con patadas y arañazos, la vapulearon sin compasión, como podía verse por las moraduras de sus brazos, sus piernas y su mismo rostro. En cuanto al enano, nadie se había cuidado de su exigua personeja, mas al ver que los golfines se llevaban a las dos jóvenes, se escabulló tras de los raptores y luchó denodadamente con ellos cuanto sus débiles fuerzas le consintieron, hasta que, exasperados, los delincuentes comenzaron a golpearle bestialmente y luego le redujeron a la impotencia, amordazándole y atándole como habían hecho con la dueña. Todo ello había acontecido entre las once y las doce de la noche anterior.

Los enmascarados, fuesen quienes fuesen, debían de estar a aquellas horas muy cerca de la frontera de Borgoña, si ya no la habían pasado. El enano aseguraba haber oído, antes de desvanecerse, el galope rápido y sostenido de muchos caballos en la lejanía.

Para el alcaide, el jefe de la escolta y las demás gentes del castillo era incomprensible cómo habían podido entrar y salir de la fortaleza los raptores, máxime por aquella parte del edificio, que parecía colgada sobre el vacío. Claro que la escala suspendida sobre el cauce del barranco explicaba muchas cosas; pero, así y todo, debían de poseer una agilidad singular, a toda prueba, para haber descendido cargados con los cuerpos de las dos mujeres, y, una vez en los cimientos del castillo —porque la escala terminaba allí—, tuvieron que bajar agarrándose con pies y manos al talud rocoso hasta descender al fondo del barranco, convertido en foso natural; y luego tomar a subir la rampa de granito de la orilla opuesta hasta verse en el bosque de frutales que se extendía llanura adelante… Incomprensible.

Un soldado viejo, nacido en el castillo, recordó entonces al alcaide que desde el oratorio se decía que salía al campo un corredor por bajo de los fosos. El alcaide, en efecto, recordó este pormenor. Envió a buscar su manojo de llaves y, rebuscando, dio con las del corredor, tan mohosas que bien claro decían que no fueron usadas para la escapatoria… Intentaron abrir con ellas la puertecilla del oratorio, mas no lo pudieron conseguir, tan llena de moho debía de estar la cerradura tras de tantísimos años de no funcionar, ya que el castillo —para caso de asalto y sitio— tenía un magnífico corredor subterráneo, de todos conocido, que se había usado con frecuencia para salir y entrar cuando las nieves cercaban la enorme fábrica.

El alcaide se encogió de hombros y aconsejó al jefe de la escolta que fuese pensando en enviar gentes que dieran alcance a los fugitivos antes de que traspusieran los lindes del estado de su señor y Raimundo de Borgoña, al verse burlado y mal servido, le hiciese colgar de una almena. El cómo y la manera de la evasión o rapto —que el avisado alcaide no las tenía todas consigo— ya no importaba; lo esencial era que el conde no se enterase de lo acontecido.

El jefe de la escolta, que no era hombre de muy avisada inteligencia, se decidió a seguir el prudente consejo del alcaide.

Éste, tras de ordenar que curasen y atendiesen a los dos lastimados, ordenoles perentoriamente que no se moviesen de las habitaciones de la condesa, donde quedaban confinados mientras se aclaraban los hechos… El alcaide era hombre desconfiado y receloso, y aunque las moraduras y la sangre de don Favila eran prueba contundente de que ninguna parte hubieron en el secuestro, su prudencia le ordenó obrar con cautela. Quedaron, pues, el enano y doña Mencía encerrados en los aposentos de la condesa su señora, mientras un centenar de soldados se diseminaban por los terrenos colindantes, a la busca y captura de los raptores. A la puerta de la antecámara, que daba a un amplio corredor y precisamente en el sitio en que don Favila solía guardar el sueño de su señora, acostado sobre su felpudo, quedaron de vigilancia dos centinelas.

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El día pasó sin que pudiesen adquirir ninguna nueva que aclarase el misterio. Los enlaces que fueron acompañando a los soldados regresaban para relevarse y no traían novedad digna de mención. Nadie había visto ni rastro de gentes enmascaradas, ni se había sentido galopar de caballos, ni siquiera trote, por caminos o atajos. Los pastores que salieron con las primeras luces del alba y los guardabosques que comenzaron su ronda al clarear el día no vieron nada que de cerca o de lejos se pareciese a una cabalgada llevando dos mujeres… Por la noche, el propio jefe de la escolta salió a realizar por sí mismo sus pesquisas, aterrado sólo de pensar que si no aparecía la condesa tendría que dar parte a su señor el conde de esta desaparición. La cólera y desesperación de Raimundo de Borgoña serían seguramente terribles, porque todos sabían cómo había llegado a enamorarse de la traviesa infanta el desdeñado caballero.

Al hacerse de noche, el alcaide entró en las habitaciones de doña Urraca y se tomó el trabajo de clavar las maderas de los ventanales. Esta operación hizo que, a escondidas, la dueña y el enano cambiasen una irónica y burlona sonrisa. No se fiaban de ellos. Bien estaba. Por segunda vez trató el alcaide de abrir la puertecilla del oratorio, lo cual consiguió al fin tras de emplear mucho aceite y mucha paciencia, pero su desencanto fue enorme cuando a los pocos pasos que dio en el corredor se vio detenido por un desprendimiento del muro, sin resquicio alguno ni señal de que por entre aquella muralla natural de escombros y piedras hubiese pasado un ser humano en Dios sabe cuántos años. Porque la verdad era que desde que él era alcaide —y hacía largo tiempo—, jamás se le había pasado por las mientes explorar esta salida, que en los planos del castillo se señalaba apenas, por insignificante, como destinada, más que a usos de guerra, a usos particulares del servicio de las castellanas. A través de los escombros derrumbados no se percibía ni el más leve rumor. El alcaide suponía que a la otra parte de aquel montón daba comienzo la escalera que descendía, empotrada en el interior de los gruesos muros, hasta buscar la base de la fortaleza y luego, convertida en pasadizo abovedado, cruzar a la otra parte de los fosos por bajo del cauce del barranco.

Repentinamente tranquilizado, salió del oratorio, cerrando con doble vuelta de llave la puertecilla. El enano le vio salir de la cámara con una mirada inquieta, en la que podía leerse este pensamiento:

«Con tal que no se le ocurra poner centinelas a la otra parte de los fosos, en el lugar en que termina el pasadizo…»

Pero se tranquilizó a sí mismo al decirse que el alcaide, que no había entrado nunca en él, ignoraba seguramente el sitio en que se abría esta salida.

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Al amanecer del día siguiente salieron nuevos refuerzos a explorar los campos y las villas del contorno. El jefe de la escolta estaba desesperado.

Hacia las nueve pensaron en entrarles el desayuno a los dos detenidos. Un paje y una doncella, encargados de este menester, entraron por la puerta custodiada por los centinelas. Ni en la cámara, ni en la antecámara, ni en el oratorio había nadie… ¿Qué se había hecho del aya de Su Grandeza y del enano don Favila…? Las ventanas continuaban clavadas y la puerta del oratorio —la ya famosa puertecilla que daba al pasadizo secreto— cerrada tan herméticamente como si en un siglo no se hubiese abierto.

El paje y la doncella salieron, huyendo y dando gritos, de las habitaciones de la condesa, repentinamente poseídos de un temor sobrenatural. Pensaron en el demonio. Todo esto era cosa de magia, y don Favila no iba a misa ni se confesaba. Don Favila debía de tener parte con el diablo; era un mago, un hechicero… Convertido en ligerísimo vilano —por arte del Malo—, habría huido a través de cualquier rendija, llevándose a la dueña, trocada en leve voluta de humo o jirón de niebla…

El castillo entero dio como buena esta afirmación, y cuando, una hora más tarde, el mayordomo ordenó que se limpiasen los aposentos de la condesa y se llegaron, atemorizadas, las mujeres del servicio a limpiar la enorme mancha de sangre que envolvió el cuerpo del enano en la noche trágica, la hallaron no negra y corrompida como fuera de esperar, sino roja, inodora, como si estuviese fresca y recién derramada… Se alborotó el castillo; fantasearon de lo lindo pajes, dueñas y doncellas; fueron en peregrinación a la ventana a cuyo pie estaba la mancha roja de la sangre del enano, y, puesto que don Favila no iba a misa ni se confesaba y, por ende, no podía ser santo, convinieron en que realmente era un demonio en figura mortal; acaso el propio demonio Asmodeo, que tentaba a la condesa para que no diese oídos a los requerimientos de su esposo y viviese enredada en aquella red de liviandades y tonterías disfrazadas de arte.

El reverendo padre fray Bernardo, vestido de ornamentos sagrados, trenzó con el hisopo complicados exorcismos para sacar al demonio de tales aposentos malditos, y en todo el castillo y en el lugar comenzaron, incansables, las rogativas para que, por la intercesión del valeroso arcángel San Miguel, lograsen los soldados del conde Raimundo rescatar a su señora la condesa de las garras de Satanás. ¡Pobrecita condesa y pobrecita azafata! ¿Qué horrores estarían pasando…? Los salmos imprecatorios llenaban, como ondas, en murmullos que se renovaban, las amplias estancias del castillo.