Capítulo III
LAS COQUETERÍAS DE DOÑA ELVIRA

Braceaba con movimientos rítmicos y seguros entre las cristalinas aguas del río. Sorteaba la corriente con la destreza de quien conoce el peligro. El sol ponía sus primeros rayos sobre su cabeza, salpicada de gotitas de agua que parecían diamantes. Los pájaros que habitaban la fronda tenían revuelos de locura y cantos que penetraban cerebro adentro, ensordeciéndole. Era toda la Naturaleza como una loca orgía de dulzuras, colores y perfumes. Toda esta armoniosa sinfonía primaveral hallaba eco perfecto y adecuado en aquella otra primaveral adolescencia pletórica de Manrique, que saboreaba ampliamente el placer de vivir mientras se hundía una y otra vez en la clara linfa del río.

Todos los días, desafiando las recriminaciones de fray Jerónimo, a quien horrorizaba el pensamiento de que la corriente le arrastrase, el doncel saltaba de la cama para atravesar la poterna y echarse a nadar en el río aun en los días más crudos y desapacibles del invierno. Su vitalidad de adolescente sano, normal y robusto necesitaba este tónico excelente del agua fría; como precisaba el galope furioso sobre un corcel veloz a campo traviesa; como hacíale falta el rato de esgrima en la sala de armas con el entendido alcaide del castillo, su maestro.

Esta naturaleza ardiente, impetuosa y pletórica necesitaba la válvula expansiva del ejercicio físico, cuanto más violento, mejor, y, comprendiéndolo así su preceptor, el comprensivo y docto fray Jerónimo, esforzábase en compaginar prudentemente los estudios que la condesa había ordenado cursase el paje con toda clase de ejercicios corporales.

Desde el alféizar de un ventanal, dos muchachas contemplaban el aparecer y desaparecer del mozuelo entre los cañaverales de la ribera. Era la una rubia, de buena talla y desarrollo completo y perfecto, a pesar de su juventud, que se adivinaba extrema. Sus formas venustas se acusaban magníficas bajo el suntuoso brocado de su vestido azul Llevaba los brazos descubiertos y la garganta surgía de un escote cuadrado que había escandalizado un poco a la austera condesa de Rugoso, poco familiarizada con las atrevidas modas que a la Corte de Castilla llegaban trasponiendo la barrera del Pirineo merced al cosmopolitismo acentuado del rey Alfonso VI y a la influencia que en dicha Corte dejó la difunta reina francesa doña Constanza. El traje de doña Elvira —la joven se llamaba doña Elvira— habíale parecido a la condesa de un descoco atrevido, y sólo se decidió a contemporizar con él cuando la dueña, doña Mencía, que la acompañaba, explicó que su señora vestía al uso de la Corte de Francia, que era la más adelantada en el complicado arte de la moda, y que en ello andaban gustosos los padres de la dama.

Un collar de turquesas esplendía su bello tono azul sobre la nacarada piel del escote, y pesados aros de oro y pedrería tintineaban al chocar unos con otros en los torneados brazos de la muchacha. El cabello era rubio, de ese oro intenso de las espigas maduras, y, partido en raya, formábale dos trenzas gruesas y tan largas, que, luego de caerle por sobre el pecho, terminaban en dos puntas rizadas como borlas bastante más abajo del talle.

De un azul intenso los rasgados ojos; fino el arco de las cejas; espesas y rizadas las pestañas, roja y sensual la boca… («¡Qué boca, santo Dios! ¡Qué boca de tentación, inquietante y prevaricadora!», se dijo la condesa), y, en las mejillas, dos hoyuelos graciosos y tiernos, prestos a dibujarse a la menor sonrisa. Sí, verdaderamente, la damita era una tentación desde la punta de sus escarpines de brocado hasta la toca de finísimo lino que intentaba aprisionar vanamente aquellos rizos en revuelo que se escapaban rebeldes como sortijillas de oro sobre su frente, sobre sus orejas, sobre su nuca… ¡Maravillosa criatura! Pues… ¿y qué diremos de la expresión indescifrable de su fisonomía? ¡Qué enigma! ¿Eran de ángel o de demonio aquellos ojos inocentes a ratos, tiernos y dulces en ocasiones, de mirada traviesa y maligna de chiquillo luego, y ensombrecidos por prematuros anhelos de pasión —turbadores y violentos, que pusieron los pelos de punta a fray Jerónimo— otras veces? ¿Niña o mujer? Y sobre todo ello, el aire cándido y pícaro a la vez de una ingenua.

Junto a ella quedaba totalmente oscurecida y borrosa la personalidad tímida y modesta de doña María, su azafata. Parecía más joven que doña Elvira. Quizá no lo fuese; pero el desarrollo magnífico de la una y las trazas infantiles de la otra ponían entre ellas sensible diferencia. Estaba doña María en esa fase de la mujer en que solamente un experto muy entendido en la materia puede adivinar una belleza embrionaria en un conjunto de brazos y piernas muy largos, facciones incorrectas e imprecisas, piel descolorida y opaca por el trabajo del crecimiento y movimientos huraños y torpes, hijos de la conciencia de la propia inferioridad. Sin embargo, pese a su talle desgarbado y a sus facciones imprecisas, dos cosas saltaban a la vista en doña María: la magnificencia de unos ojos soberbios, de puro abolengo árabe, ojos de una elocuencia sugestiva, de una mirada que hubiera podido ser magnética si el recato y la cortedad de la doncella no los velara de continuo tras la cortina de las más preciosas pestañas que pudieran soñarse; la magnificencia de estos ojos, y el aire de exquisita y suprema distinción con que sabía llevar sus trajes de seda a pesar de que, por las líneas infantiles de su cuerpo, parecían colgados de una percha. Sus mangas se ceñían en la misma muñeca, y un pecherín de gasas sutiles llegaba hasta plegarse en una graciosa gorguerilla en torno al cuello. Aun estando al servicio de doña Elvira, no imitaba sus modas francesas, traídas de aquella Corte por la segunda esposa del rey, doña Constanza, viuda del conde de Chalons, muerta ya al comienzo de esta verídica historia.

Cansadas del viaje —larga cabalgada de varios días—, las dos niñas buscaron el lecho muy temprano la noche antes; y al alba, los cantos de los pájaros anidados en su propio vitral las despertaron. Abrió doña Elvira la vidriera policromada y se desbordó en un grito de admiración ante el paisaje espléndido que acariciaba el sol naciente con sus rayos. Llamó a doña María, que en la cámara contigua terminaba de vestirse.

— ¡Oh, venid, daos prisa, doña María! Es el espectáculo más bello que soñasteis. En verdad que en nuestro palacio castellano jamás pude ver que desde un ventanal se divisaran tales maravillas. Venid presto, os digo. Después peinaréis vuestras trenzas. ¡Es maravilloso!

— ¿No exageráis, doña Elvira? —dijo una vocecita a través del hueco de la puertecilla abierta en el espesor del muro para comunicar las dos cámaras.

— No tal. Es como si mirásemos una estampa en uno de aquellos libros que nos hacía estudiar don Juan Carrasco. Hay, tras los muros de la villa, una planicie llena de huertas, y en ellas se comban los frutales al peso de sus varas floridas. Las hay blancas, rosadas, encendidas y pálidas. Es como el jardín de las hadas de los romances o de las leyendas. Más allá hay como una playa de arena lisa y desnuda; más allá todavía, como una espesura de chopos, cañas y adelfas florecidas de blanco, de rosa, de grana…, lirios azules y amarillos como los que teníamos en nuestra casa, junto al estanque. Y detrás…, ¡qué maravilla, doña María! El río… Pero un río limpio, claro, como si fuese de cristal. Desde aquí parece una cinta de plata. Y a la orilla opuesta, otra barrera de chopos, y follaje, y otra faja de playa arenosa, y más huertas… ¡y un pinar que sube…, sube, lamiendo toda la ladera de un monte muy alto! ¡Oh, doña María! ¿Vos creéis que nuestra huéspeda, la condesa, nos permitirá trepar un día hasta la cima de ese monte?

— ¿Por qué no?

— ¿Qué se verá desde sus cumbres?

— Seguramente, más campos. Y más ríos. Y algún pueblo. Y olivares, y tierra de cereal.

— Pero ¿aún no salís? ¿Cómo tardáis de tal guisa, perezosa?

Salió al fin doña María, lavada, peinada, correcta. Parose, deslumbrada como doña Elvira.

— ¡Oh! ¿Qué es aquello? ¿No veis? —exclamó de pronto, asiendo nerviosa por un brazo a su señora.

— ¿Dónde…? ¿Qué?

—Allí en el río…

—No veo…

—Sí. ¡Un hombre! ¡Un hombre que se ahoga!

—No digáis, ¡por Dios!

—¡Sí, doña Elvira! Vedle cómo bracea, luchando con la corriente. Será menester llamar para que acudan en su auxilio.

Doña Elvira, haciendo pantalla con la mano, trataba de convencerse de la certeza de estas apreciaciones.

—Veis visiones, doña María. No es ningún hombre que se ahoga. Es, sencillamente, alguien que nada tranquilamente en el río. Ved…, ahora remonta la corriente en grandes brazadas. ¡Quién pudiera bañarse en ese río, como ese villano, entre lirios y adelfas en flor…! —suspiró con deleite doña Elvira.

Manrique, ignorante de la observación de que era objeto desde el vitral del camarín, seguía remontando y descendiendo la corriente del río. Al fin, la cabeza del paje, que sobresalía entre las aguas, y los brazos, que levantaban montañitas de espumas; quedaron tan por completo recatados tras el espeso muro de un cañaveral, que doña Elvira no pudo verle más. El mozo había ganado la ribera y, oculto en la discreta enramada, que ojos humanos no podían penetrar, hacía su tocado metido en la espaciosa oquedad de un viejo álamo cuyo vacío tronco ofrecía como un camarín. Luego salió a la playa llevando una gran brazada de flores —adelfas, lirios, margaritas y gencianas— de las que crecían al borde de la ribera. Estas flores, destinadas a adornar el altar de la capilla donde se veneraba una Virgencita negra, eran como un desagravio para fray Jerónimo, quien, como dijimos, no veía con buenos ojos la diaria excursión acuática del doncel.

Cuando doña Elvira volvió a verle, su apolínea figura se destacaba sobre el fondo verde de las frondas con perfección estatuaria. Plació a la dama la apostura y gentileza del paje y llamole poderosamente la atención el aire señoril de su persona.

—No era un villano el que se bañaba, doña María —observó.

—No. Es sin duda un paje de su señoría la condesa. Ved que lleva los colores de su casa.

—Eso advierto. Mas ¿lo visteis vos anoche en el estrado?

—No recuerdo.

Manrique, al entrar en el sendero que cruzaba las puertas, se topó con Mariluces, la hija del molinero de La Kambla, que venía seguramente de hacer su provisión en el mercado o tal vez de vender los barbos y las truchas que su padre pescaba en la presa del molino. Era la moza guapa y garrida y llevaba a mal traer y de cabeza a todo el mocerío de la villa. Conocedora del poder de su belleza, tenía el empaque de una infanta cuando hablaba con los rústicos villanos; pero se deshacía en mieles y era humilde y gentil cuando el paje de la condesa descendía a honrarla con una palabra amable. Era extraño el concepto que de Manrique se tenía en el lugar. Todo el mundo sabía que era un huérfano recogido por caridad; pero todo el mundo le miraba como si perteneciese a una noble estirpe. Bien es verdad que el cariño de los condes le dio una educación de gran señor y que él, discreto y avisado, supo aprovecharla. Quizás el vulgo, con su certero instinto, adivinaba en él un destino brillante.

—Mirad, doña María. Temo que el señor paje esté galanteando a esa villana que acaba de tropezarse con él —tomó a observar doña Elvira—. ¡Y es garrida la moza!

Ciertamente era garrida y linda; pero Manrique en todo pensaba menos en galanteos. Charló con ella un rato, enterándose de cómo andaba la pesca en la presa del molino, y se invitó a sí mismo a ir una de aquellas tardes a echar la red, lo cual pareció complacer mucho a Mariluces. Después de lo dicho, ella saludó con una gentil reverencia y él se despidió de la doncella con unos cariñosos golpecitos dados con su ahusada mano en la aterciopelada mejilla de la moza. Esto hizo fruncir el ceño —no sabemos por qué— a doña Elvira, poniendo un comentario en su linda boca, un comentario que a la vez fue pregunta:

—¿Os parece que son novios, doña María?

Pero a doña María no le interesaba el asunto y, se encogió de hombros. La magnífica belleza de doña Elvira contaba además con el incentivo de una coquetería que era algo consubstancial con su naturaleza. Era coqueta desde la cabeza a los pies: coqueta con los hombres, coqueta con las mujeres, coqueta con ella misma cuando no tenía sujeto mejor con quien serlo. Ver un hombre —y más si era mozo y gallardo— y no ensayar a Volverle los cascos a la jineta, era cosa imposible. Donde ella estaba no admitía rivalidades de otras mujeres, y en sus conquistas era insaciable. Mariposa frívola hecha de colores y luz sutil que un soplo podría deshacer, su corazón vivía al día sentimientos prendidos con alfileres. Nada consistente y perdurable la encadenaba. Logrado el afán, apartaba el corazón que cautivó, como se aparta un juguete que hastía. Todo era en ella espuma de impresión… Doña María, que conocía su temperamento audaz y caprichoso, tembló por el paje. Hiciera el cielo que a la hermosa coqueta no se le ocurriera tomarle por entretenimiento durante su estancia en Rugoso.

Mientras tanto, Manrique había cruzado una poterna abierta en el muro y adelantaba a buen paso por una especie de jardín extendido entre las murallas y la maciza fábrica del castillo-palacio, bien ajeno a que, desde las alturas, dos ojos como dos luceros seguían con deleite los armoniosos movimientos de su figura, a la cual la indumentaria usada por los donceles favorecía, acusando su gallardía. El placer de esta contemplación inquietó tan profundamente a la timorata doña María, que tocó el hombro de su señora con un contacto apremiante; y su voz era severa cual la de una vieja abadesa al observar:

—Creo que haríamos bien en retirarnos del ventanal, doña Elvira.

—¿Por qué? —protestó ésta, mientras seguía en vano tratando de escudriñar las espesuras por donde el paje había desaparecido.

—Porque no me parece espectáculo adecuado para vos ni para mí —empezó a decir doña María.

—¡Ja, ja, ja! Sois harto gazmoña, doña María, y en verdad que os tengo lástima si habéis de vivir con vuestros repulgos en la Corte… Mejor sería que vistieseis el hábito…

—A veces, también yo lo pienso así… —dijo gravemente la azafata.

—¡Bah! ¿Qué apostamos a que ya os enfadasteis?

—Ya sabéis que no me enfado; y menos con vos —se rindió doña María, vencida por la dulzura cariciosa del beso con que la coqueta doña Elvira supo acompañar sus anteriores palabras.

¡Siempre aquella ternura a flor de labio, venciendo corazones!

—¿Queréis que nos divirtamos un rato? ¿Qué apostáis a que el doncel va a tener que mirar hacia arriba… aunque no quiera?

—Os ruego, doña Elvira, que me hagáis gracia de vuestras travesuras. Harto las conozco. Pensad que su señoría la condesa es una dama seria y austera a quien no holgarán seguramente vuestras bromas —insinuó, vehemente, la alarmada azafata.

—¡Bah! La condesa es una vieja beata que jamás ha debido de conocer el encanto de ser bella, traviesa y joven. Es peluda y gorda. Habrá sido fea en sus tiempos. En ella, el ser recatada y virtuosa ha tenido que ser por fuerza una necesidad, porque, decidme: ¿qué esforzado paladín pone cerco a una fortaleza semejante?

—Vuestras palabras son irreverentes. La condesa es vuestra parienta y os da hospitalidad.

—Cierto. La condesa es mi carcelero, y Rugoso, una prisión —suspiró doña Elvira.

—Bien: sea como decís; pero fue por vuestra culpa. Sin vuestros devaneos con don Gómez de Candespina, ni vos ni yo estaríamos aquí, sino en la Corte… Siquiera que el castigo os sirva de lección y no comencéis a ensayar nuevas diabluras. Dejad en paz al paje.

Una carcajada maravillosa, verdadera cascada musical, fue la respuesta de doña Elvira… Al mismo tiempo, algo que tenía entre manos se escapó de ellas y fue a caer, revoloteando como un pájaro herido, ante los mismos pies de Manrique… Simultáneamente fue solicitada la atención del paje por la caída del objeto y por la fresca y armoniosa carcajada. Levantó los ojos… Y toda la coquetería insaciable de doña Elvira debió de darse por satisfecha al ver el deslumbrado asombro que inmovilizó al doncel cuando aquella visión de nácar, oro y azul, encuadrada en la policromía del ventanal, sorprendió su retina.

Extático, miró insaciablemente a la belleza triunfante que desde el alféizar le sonreía seductora, hasta que, sustrayéndose a su encanto, inclinóse a recoger el sutil pañizuelo de encaje que había caído a sus pies. Lo alzó…, lo miró… Un intenso perfume se desprendía de él. Doña Elvira, acostumbrada a las maneras galantes de la Corte, creyó que Manrique iba a besar la diminuta pieza y a guardarla después en su escarcela. Mas su desilusión fue grande al ver como el muchacho se inclinaba a recoger una piedra y trataba de envolverla con el pañuelo para, evidentemente, arrojarla hacia arriba.

—¡Oh! Pero ¿no veis eso, doña María? —exclamó en voz baja la corrida damisela—. ¿A que para devolverme el pañuelo nos salta un ojo de una pedrada el gran bellaco?

—Será que, como buen enamorado, guarda todas sus delicadezas para la villana —remachó con ironía doña María.

Manrique no pudo oír este rápido diálogo a la distancia en que se encontraba; pero, muy cuerdamente, debió de pensar que era expuesto lanzar el pañuelo con la piedra, pues aunque tenía certeras la vista y la mano, una desviación podría lastimar a las dos damas o quebrar un vitral. Y entonces, arrancando una gran rosa grana de un cercano rosal, amarró a su tallo el pañizuelo y lo arrojó certeramente al ventanal. Extendió las manos doña Elvira para recogerlo en el aire, pero, por rápido que fuese este movimiento, ya había sentido sobre sus labios y bajo las nerviosas aletas de su nariz el blando choque y el suave perfume de la rosa. Con un mundo de coquetería la retuvo sobre su boca, y Manrique se preguntó si la estaba besando. Después la deslizó al borde de su escote y se quedó mirándole con los ojos entornados, las trenzas sobre el pecho y la espalda apoyada en escorzo contra el marco del vitral. El paje, insensible a toda esta sabia maniobra, saludó con su montera de terciopelo y entróse en el castillo tranquilamente.

Con una mirada socarrona e irónica, doña María contemplaba la gentil silueta de su compañera, un tanto enfurruñada.

—¿Por qué me miráis así, doña María? —gritó, bajando del alféizar, doña Elvira y dando contra el suelo una colérica patadita.

—Por esta vez habéis fracasado, mi bella señora —respondió la azafata suavemente—. Pensabais que el doncel iba a sentir el dardo y, con pretexto de devolveros el pañuelo, buscar una entrevista.

Doña Elvira enrojeció, despechada.

—¿Tan difícil pensáis que sería para mí la conquista de ese muñeco? —desdeñó.

—No tal. Me consta que le volveríais loco. Pero no lo intentaréis.

—¿Quién sabe…? Sería un juego lindo quitárselo a la villana.

—Sería algo cruel y despiadado. Amaros es una delicia; pero tras de vuestro amor hay algo trágico, porque vos no podréis dar jamás lo que prometéis. Os pertenecéis a vuestro padre y señor, que dispondrá de vuestra mano cuando y como le convenga. Os ruego, doña Elvira, por segunda vez, que dejéis en paz al paje.

Las finas cejas de la caprichosa doña Elvira se fruncieron en un ceño de terquedad, y sus hombros se alzaron en un movimiento de impaciencia. A tal punto de la plática, abrióse la pesada puerta del camerín y entró en él, con aire alarmado, la dueña doña Mencía. Ocupaba cerca de doña Elvira, desde la más tierna infancia de ésta, el cargo de aya; y en verdad que su tremenda responsabilidad la abrumaba, pues la jovencita no era fácil de educar ni de dirigir, y, sin la piedad que le inspiraba su orfandad —doña Elvira quedó sin madre muy tempranamente y su madrastra la aborrecía—, hubiera hecho renuncia de su cargo, que no necesitaba, porque era rica, y que le proporcionaba una serie no interrumpida de disgustos. Desde su aposento había presenciado la parte de la escena que atañó al paje en aquella linda comedia y, conocedora profunda de la coquetería y la ligereza de doña Elvira, no tuvo en verdad que poner muy en prensa su magín para reconstruir la parte que en la farsa había desempeñado su educanda.

—¡Válame el cielo, doña Elvira, que andáis tocada de la cabeza! —exclamó con una expresión trágica, que hizo sonreír a la observadora doña María, alzando hacia el firmamento los brazos, cargados de ajorcas—. ¿Hasta en este desierto habéis de empeñaros en llevar a maltraer al primer infeliz que se os pone ante los ojos? Creo, Dios me perdone, que seríais capaz, con tal de divertiros, hasta de probar a trastornar los sesos del último soldado de la guardia.

—¿Por qué no? ¿Acaso un soldado no es un hombre igual que el mejor caballero de la Corte? —dijo con estudiada impertinencia la doncella.

Soliviantada, doña Mencía se rebeló.

—¿Escucháis semejante desatino, doña María? —preguntó dirigiéndose a la azafata, que no ocultaba tampoco su desagrado.

—Hace un gran rato, señora, que estoy viendo y oyendo esos desatinos que os escandalizan con razón —respondió gravemente doña María.

—¡Rancia! —le increpó, socarrona, doña Elvira—. ¿De qué Os sirve ser joven si vivís como una momia? Pensáis como si tuvierais cien años. A fe mía, que ni una ni otra me comprendéis. ¿Es un crimen ser hermosa… y saber que lo soy? ¿Es pecado amar el sol, las flores, la alegría, todo lo que sea placer y belleza?

—Callad, doña Elvira, y no os expreséis así; pensáis como una pagana… —corrigió el aya.

—Dios puso en mí el amor por todo lo armónico, por todo lo bello. No creo que eso tenga nada que ver con el paganismo, doña Mencía. Yo adoro la vida, queche recibido de Dios, y quiero gozarla ampliamente. ¿Por qué se han de contrariar todas mis inclinaciones?

—Se habla mucho en la Corte de vuestro travieso ingenio, de vuestra coquetería sin medida —reprochó el aya.

—Ya lo sé, pero no dicen de otras. ¿Qué hice yo más que ellas? Como yo, lucieron su hermosura; como yo, se dejaron amar.

—Vos ocupáis una tan alta condición… —murmuró doña María—. Y los que están en la altura deben dar ejemplo.

—En fin, sea como fuere, el caso es que vuestros devaneos con don Gómez de Candespina nos han traído a las tres a este destierro. Y milagro será que, si os empeñáis en jugar al amor bajo los ojos de esta austera condesa de Rugoso, no os encierre vuestro padre en un torreón cualquiera de un castillo aislado y sombrío de Castilla… Y a nosotras con vos, naturalmente.

—Con lo cual vos seríais harto desgraciada, mi buena aya; pero acaso mi madrastra sintiérase feliz.

—No penséis mal… —objetó doña María.

—Sois necia, doña María. Precisamente estoy en Rugoso desterrada porque a ella le conviene; es deshonesto y escandaloso el que una doncella libre como el aire se deje cortejar por un caballero que a ninguna mujer empeñó su palabra de esposo, mas, por lo visto, no tiene importancia el que mi madrastra, harta ya de mi padre hasta los pelos, se haya enamorado del conde de Candespina.

—¡Doña Elvira!

—¡Doña Elvira!

—No alcéis el grito, porque es el evangelio. Yo estoy aquí porque soy en la Corte un estorbo. Y más os digo: casarme ha mi señor padre el mejor día por consejo de esa mujer, pero yo os juro que, como el novio no sea de mi agrado, me casaré con él, mas no podrán forzarme a vivir como una buena esposa.

—¿Qué osáis decir?

—Estáis loca.

—¡Loca, sí, loca! Y acabaré de enloquecer en este destierro. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!

Y ante el asombro y el dolor de aya y azafata, la hermosa muchacha rompió a llorar con tanta rabia, desconsuelo y rebeldía, que ambas mujeres se dijeron sin palabras que quizás había sido peor el remedio que la enfermedad y que tal vez, en esta naturaleza apasionada y vehemente, fuera mejor la suave disciplina del cariño que la dura y férrea de aquel «mando y ordeno» a la cual la estaba sometiendo su padre. Hombre al fin, y hombre de aquella época, ¿qué podía saber de delicadezas educativas…? Doña Mencía pensó que a doña Elvira le estaba haciendo mucha falta su madre.