Capítulo XIII
PRISIONERO
La primera noticia que tuvo del percance el conde de Rugoso, don Diego Alvar, se la dio un mensajero de cierto personaje que andaba en negocios no muy limpios de usura. El personaje en cuestión se llamaba Andrés Belorria y andaba, a compás de la usura, mezclado en asuntos de bandidaje. Compraba a bajo precio el fruto de los secuestros y saqueos que verificaban las bandas de ladrones emboscadas en el terreno abrupto. Estas bandas, capitaneadas generalmente por delincuentes que escapaban a la horca y se dedicaban a esta vida accidentada, estaban formadas por desertores de las mesnadas del rey; saqueaban las aldeas y villorrios que tenían escasa guarnición, asaltaban a los viajeros en los caminos, y hasta daban golpes de mano en alguna ciudad, con harto atrevimiento, metiéndose por los arrabales con ingenio y astucia. Duró este estado de cosas hasta que, al llegar a un cierto punto ya intolerable, el rey tomó a su cargo el limpiar de esta plaga los bosques y los despoblados, y refieren las crónicas que a la postre lo consiguió no sin trabajo, ya que, por las especiales circunstancias interiores de los reinos en aquella época, los señores eran con frecuencia no sólo encubridores de tales bandas —que a veces estaban a su servicio para cometer por su cuenta fechorías en las algaras que hacían contra otros señores y sus castillos y haciendas—, sino imitadores de sus procedimientos de bandidaje.
Era el Andrés Belorria de origen semita, aunque habíase convertido al cristianismo más por conveniencia de su negocio que por verdadera convicción. En trato directo con el capitán de una de esas bandas de maleantes —la que sin duda debió de ayudar a dar el fallido golpe a don Gómez de Candespina—, se encargó de enviar un emisario al conde de Rugoso para exigirle el rescate de Nuño Correa y de sus demás vasallos. El asombro y la cólera del señor de Rugoso no conocieron límites. En su furor, amenazó al emisario con meterle en la sala de los tormentos y descuartizarle, mas fray Jerónimo, con sus buenas razones, le hizo comprender que el infeliz mensajero no debía nada de las andanzas de su amo, el Belorria, ni del capitán de bandidos, tras del cual también era muy posible —sugirió el buen fraile— que se ocultase alguna más alta personalidad.
Extrañóle sobremanera al conde no hallar entre la lista de los prisioneros los nombres de Manrique y maese Sancho, ni los de la infanta y sus damas. Y entonces el mensajero relató como las tres mujeres y los dos hombres a quienes se refería su señoría no fueron apresados. El mensajero no tomó parte en la acción; pero estaba en la villa adonde llevaron a los secuestrados, y no había entre ellos mujer alguna, ni paje, ni bufón…
Nuevo motivo de angustia fue éste para el conde, del cual participó la condesa, su mujer, y de las razones que se cruzaron pudo fray Jerónimo colegir que no ya la infanta de Castilla era quien preocupaba a sus señores, mas sí el doncel.
Trató de hacer hablar al mensajero con súplicas y amenazas, mas pronto se hubo de convencer de que en realidad el infeliz no sabía más de lo que dijera, y, así, dándole el precio del rescate de don Nuño Correa y demás vasallos de Rugoso, dejóle marchar. Aquel mismo día, sin más tardanza, el conde en persona montó a caballo, armado de todas armas, con sus caballeros, y emprendió una concienzuda búsqueda del doncel, terreno adelante, en dirección a Toledo…
Desolada quedó la condesa, no ya porque quería al doncel como a hijo propio, sino porque extrañas aprensiones comenzaron a inquietarle el ánimo. Jamás, hasta aquel instante, en sus veinte años de casada, se le había ocurrido a esa mujer sencilla dudar de la fidelidad de su esposo y señor. El cielo no quiso conceder a su matrimonio la gloria de un hijo que heredara sus magníficos estados y su nombre insigne. La mujer se había conformado y, en su buena fe, siempre creyó que el marido había tenido igual resignación con los altos destinos. Y ahora, en aquella hora cruda, el dolor descorrió como un velo ante ella, y de su corazón subieron presentimientos extraños, y de su mente se elevaron pensamientos angustiosos y dudas amargas. ¿Cómo fue tan necia ella, que había creído de buena fe aquella simple fábula del saqueo de la aldea y del encuentro del niño…? De una aldea le trajeron, sí; pero no después de ningún combate, a pesar de cuanto dijesen los caballeros y los mesnaderos… En la aldea solían criarse los hijos de los grandes señores, permaneciendo en casa de sus nodrizas hasta la edad, poco más o menos, que tendría Manrique cuando le llevaron a Rugoso… Una amarga ola de celos, como no los sintiera jamás en su apacible y serena vida, le llenó el alma y se le subió en lágrimas y congoja hasta los ojos… Mientras el conde, desesperado, corría por su feudo y traspasaba los límites de sus estados para continuar la busca en los ajenos, ella se entregaba a un dolor sin medida en la recoleta soledad de su cámara… Ahora se daba cuenta de tantas cosas…: del aspecto fino y principal del doncel, de la especial gracia elegante de sus maneras, del empeño que don Diego puso en que al niño se le diese aquella educación verdaderamente no ya de gran señor, sino de príncipe… Y este estallido final de su esposo, este volverse loco y echar a correr en pesquisa del desaparecido muchacho, eran tan elocuentes…
Pese a sus celos, hemos de confesar, en honor de la noble alma de la condesa, que ni un punto perdió en su corazón el diapasón de siempre, el cariño que ella misma sentía por el niño. Al fin y al cabo…, ¿no le crió ella a sus costumbres y a sus gustos? ¿No le formó a su placer? ¿Conocía, acaso, el infeliz otra madre que ella? Y al traérselo su marido, ¿no le había dado la mayor prueba de confianza poniendo en sus manos el tesoro que para él y para la casa de Rugoso era este hijo que había de perpetuarla?
Días inacabables pasaron; ella, en la amargura y la inquietud; él, en el desespero de la inútil búsqueda. Y, una tarde, el conde llegó al castillo fatigado, rendido, sin haber logrado hallar el más mínimo rastro de Manrique.
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Bajo un sol de justicia y a marchas forzadas, caminaban hacia Rugoso el loco y el paje. Urgíale a éste llegar cuanto antes para comunicar a su señor la nueva de la merced que el rey le hiciera y enseñarle la cadena de oro, insignia de la Orden de caballería, que el propio monarca desprendió de su cuello para ponerla en el suyo. Creía el mozo, en su alegría ingenua de muchacho, que el de Rugoso había de holgarse de su buena fortuna. Y, luego, deseaba solicitar su licencia para ponerse al frente de las huestes cuyo mando le ofreciera don Alonso. No olvidaba Manrique lo que debía al conde, ni deseaba desnaturalizarse de él, aun cuando de momento hubiese de pasar al servicio del rey, que le había hecho merced.
Rememoraba, mientras caminaba bajo el sol de fuego, todos los pormenores de su ingreso en la Orden de caballería, que, conforme iba pasando el tiempo, le parecía sueño muy bello y singular… ¿Sería posible? Recordaba la vela de las armas bajo las frescas bóvedas de una gran iglesia… El día anterior había observado la vigilia que prescribían los estatutos de la Orden, y desde el mediodía en adelante «había tomado un baño» y lavado su cabeza con las manos. Después su padrino, el conde de Cabra, le ofreció unos magníficos paños confeccionados en forma elegante que él había usado con el regodeo de quien sabe apreciar el refinamiento y el lujo. Extendido en el lecho de la cámara que ocupaba en el palacio, don García, en funciones de caballero oficiante, le calzó y vistió, acompañándole después a la iglesia para velar las armas. Eran éstas magníficas y de una labor artística valiosa, regalo de la infanta doña Urraca a su salvador. También la infanta intentó dar a Manrique una banda con sus colores, mas con razones mesuradas y discretas, en las que palpitaba su gratitud por tamaña merced, el doncel respondióle que ya en otro tiempo admitió los colores de otra dama cuyo nombre y cuyo rostro desconocía, pero a la cual había prometido honrarlo. Estaba presente doña María en este punto, y, como la mirase incidentalmente el paje, diose cuenta de que un repentino rubor le empurpuraba el rostro, sin que él acertase a explicarse la causa. Ocurrían muchas cosas inexplicables para Manrique en los últimos tiempos para que este simple pormenor le preocupase más tiempo que el necesario.
Doña María y doña Mencía también manifestaron al doncel, con espléndidos dones, su gratitud. Puede decirse que aquel mozo dichoso fue el feliz objeto mimado de la Corte de don Alonso el VI durante aquellos días mágicos, como si un hado amigo presidiera aquel destino de ser amado y considerado doquiera que se hallase.
Toda la Corte hubo de tomar parte en el acto solemne de armarle caballero: era el mismo rey quien le armaba. Merced extraordinaria, pues no solían los monarcas hacer uso con frecuencia de este privilegio de armar caballeros, negocio que solían encomendar a los grandes señores de sus reinos. Tampoco era corriente —y estaba por completo fuera de las costumbres de la época— el que fuese armado caballero un sujeto que careciese en absoluto de antecedentes de linaje. Los mayores realces sociales radicaban entonces en la nobleza, y, así, el ser caballero tenía grandes deberes y exigencias, por lo cual no debe extrañarse que se requiriese como condición precisa que el aspirante perteneciera a una casta limpia. Más «allá van leyes do quieren reyes», que dijo más tarde el refrán, y a don Alonso le pareció que bastaba su real fianza para el ingreso del mancebo en la Orden, por lo que nadie en la Corte fue osado a discutir su voluntad.
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El fausto y ceremonial desplegados para la recepción de Manrique en la Orden de caballería asombró a la misma Corte, cuanto más al mismo doncel. Fueron convocados al acto todos los nobles, ricoshomes, infanzones y caballeros del rey, y las damas más hermosas y linajudas de Castilla se tuvieron por muy honradas en recibir la real invitación. Así, pues, cuando llegó el momento en que Manrique debía oír la misa del alba, la gran nave del templo se encontró llena del más lujoso cortejo que el doncel pudiese soñar nunca. Maese Sancho contemplaba todo aquel despliegue suntuoso con una satisfacción que se le escapaba por los ojos, colocado en primera fila y vestido con una ropilla nueva que le regaló la infanta a cuyo séquito fue agregado en la ceremonia. Le placía este homenaje al doncel querido, aunque, si se hubiese podido adentrar alguien en el recinto cerrado de su corazón, hubiera podido leer en él una grave inquietud y una perplejidad muy semejantes al descontento ante el nuevo giro que, con el ingreso en la Orden de caballería, iba a tomar la vida de Manrique…
No perdieron de vista dos pares de ojos —en verdad debiéramos decir cientos de pares de ojos, mas nos concretamos a lo que interesa— la figura gallarda del aspirante en todos los momentos más o menos solemnes de la ceremonia. Doña María, vestida de carmesí y velos bordados en oro, no veía a los donceles y caballeros que la asediaban en sus cortejos —Ya se estaba dando cuenta Manrique de que la azafata era en la Corte un personaje—, fija su mirada solamente en el paje de Rugoso. En cuanto a doña Urraca, no disimulaba lo más mínimo el capricho, apasionado y vehemente, como todos los sentimientos de su impulsiva naturaleza, que sentía por Manrique.
Al acabar la misa de alba, llegóse a él el caballero que había de armarle, que era el rey; el paje, rodilla en tierra, ofrecióle, cumpliendo con el ritual, los dones de costumbre, verificado lo cual besó el ara. Preguntóle el rey «si quería recibir orden de caballería», y, habiéndole contestado afirmativamente, tomó a preguntarle «si la mantendría como debe mantenerla». Dijo Manrique que sí, hizo una seña el maestro de ceremonias a la reina y a la infanta, que estaban en dos sitiales a derecha e izquierda del rey —enfrente del infante don Sancho—, y, bajo la clara luz del amanecer y los resplandores de los hachones, descendieron de su estrado y avanzaron hacia el aspirante, como dos nubes de oro… Iban las dos mujeres vestidas de brocado amarillo y llevaban vestidos y velos bordados suntuosamente en oro y piedras preciosas… Manrique recordaba —durante su éxodo bajo el sol de fuego por los anchos campos castellanos— el pormenor de las trenzas de oro de doña Urraca cayéndole sobre el pecho y de los negros cabellos de la reina doña Berta escapándose en rizos rebeldes bajo el encaje de sus velos. Los azules ojos de la infanta castellana y los negros de la reina bailaban contradanzas sorprendentes en la confusión de sus recuerdos y de los colores que impresionaron su retina en aquellos momentos memorables. Las dos egregias damas le calzaron las espuelas de oro, presente de la reina; después, el rey le ciñó la espada de que le hizo merced aquel simpático y desdichado infante don Sancho, que, con su ayo don García, debía morir, con muchos otros grandes señores, en la batalla de Uclés.
Sacada la hoja de la vaina, don Alonso le tomó el triple juramento de «no vacilar en peligro, de morir por su ley, su señor y su tierra», dándole la pescozada y besándole luego… Después del rey le besaron todos los caballeros presentes y, por fin, el padrino le desciñó la espada y se la entregó… El corazón del muchacho, en este momento, sintió tal emoción que, por un instante, él mismo creyó que iba a rompérsele. ¡Caballero! ¡Su sueño, al fin, realizado! ¡Ya era caballero! Pronto conquistaría un estado y, con él, un nombre.
Bajo el sol de fuego, Manrique rememora, y acaso experimenta un algo de aprensión, pensando cómo tomará su natural señor, don Diego Alvar, conde de Rugoso, esta inesperada merced que el rey le ha concedido y que le obligará, durante cierto tiempo al menos, a batallar entre los caballeros de la mesnada real. El bufón, por su parte, no despega los labios, no parece contento, y Manrique, al advertirlo, siente una vaga inquietud. Una alarma incontenible se adueña de la mirada, ordinariamente enigmática, del loco. La nota el joven… y en vano intenta explicársela.
—Me quiere parecer, maese Sancho, que no os alegra mi buena fortuna.
—¿Cómo así, don Manrique?
—¿Ya me dais tratamiento?
—Sois caballero…
—¡Vive Dios, que si el serlo me ha de privar del afecto y de la confianza de mis amigos hay para renegar de esta merced, señor bufón! —protesta Manrique.
—Todo lo bueno está bien; y de hoy en adelante, mi afecto no estará reñido con el respeto que se debe a vuestra nueva condición.
—No finjáis. Mi elevación no os agrada.
—Me preocupa solamente.
—¿No la esperabais?
—Sí, la esperaba, a fe mía; mas no tan pronto ni en estas circunstancias. Siempre creí que llegaría un momento en que dejaríais de ser paje para vestir la loriga y el yelmo. Pensé, además, que otras manos os armaran caballero…
—¿Acaso no es gran honra que hayan sido las del rey nuestro señor?
—Honra grande, en verdad, mas no inmerecida —dice con altivez el loco—; que no otra cosa se os es debida por…
—¿Por qué os detenéis? ¿Qué ibais a decir?
—Nada.
—¡Por vida mía que estáis enigmático, maese Sancho, y que me corten una oreja si os comprendo!
—Día vendrá.
—Decidme al menos la razón de esta contrariedad que en vos advierto.
—Os diré solamente… que os habéis adelantado a vuestro destino; que no era la hora fijada en vuestra vida para que en ella surgiera este acontecimiento, que por fuerza ha de torcer el curso de vuestro porvenir, si Dios no lo remedia. Por lo demás… me alegra vuestra buena fortuna… ¡Algún día sabréis y comprenderéis hasta qué punto, señor caballero!
—Llamadme como siempre —se impacienta el mozo.
—Eso ya no podrá ser nunca jamás.
—¡Sois terco como vuestra mula, maese bufón!
—No me la nombréis. ¿Qué habrá sido del pobre animal?
—¿Qué queréis que haya sido, pecador de mí, sino que habrán hecho moneda de ella, vendiéndola a buen precio a cualquier abad o clérigo? Más siento yo mi caballo cuatralbo; y aun hemos de dar gracias al Señor de que la munificencia de nuestro rey os haya hecho merced de esa yegua mansa, y a mí, de este potro fogoso que vuela como el viento…, es decir, que volaría si no temiese dejaros atrás, solo con vuestro mal humor.
Así discurren los dos compañeros de viaje bajo el sol ardiente, a través de los calcinados y anchos caminos de Castilla.
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—¡Ah del castillo!
—¿Quién va?
—¿Tan desfigurados volvemos, bergante, malandrín, que mal fin hayas, que no conoces a maese Sancho el loco y… al doncel de su señoría el conde?
—¡Cómo! ¿De verdad sois vosotros, maese Sancho?
—No, sino mi sombra pecadora que vuelve del otro mundo para tirarte de las orejas como no mandes abrir ipso facto una poterna o tirar el rastrillo.
—¡Voto a Cribas, que no entiendo esos latines, mas sí se me alcanza que estáis incomodado, y no quiero yo bromas con locos a media noche…!
—¿Abres o no, bellaco?
—En seguida, seor loco.
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—¡Basta, basta de algarabía y de jolgorio! No, ya veis que no se nos han llevado brujas, ni nos han desollado los golfines. Llamadme ahora al camarero de nostramo. Necesito verle.
—Pues vedle aquí.
—Que me huelgo, Fernán, de hallaros tan a punto.
—Y yo de veros volver sano y salvo. Aquí temíamos que os hubiesen dado pasaporte para el otro mundo, y mi señor, el conde, ha perdido peso de la hipocondría que se le ha apoderado pensando en lo que habría podido ser de vosotros. De mi señora, ¿qué voy a deciros? Lloraba día y noche por su doncel querido y su loco más querido aún, y de las damas de sus señorías no quiero deciros, porque a suspiros entristecían la casa…
— Bueno está ya, seor burlón. Lo hayáis o no sentido, es el caso que acá estamos de vuelta; porque este fantasmón que aquí veis enfundado en esta soberbia armadura ya habréis caído en la cuenta de que es… el señor doncel. Conque abreviemos. ¿Duerme nostramo?
—Véla. Hace días que le sorprenden en pie las luces de la aurora.
—Pues id y decidle si puede recibirnos.
—Voy volando.
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—¿Vuestra señoría da su licencia?
—Pasad adelante en buen hora, señores bergantes, que ha más de cuanto ha que no duermo, en espera de una mala noticia. ¿Qué os aconteció, ¡cuerpo de tal!, para no dar señales de vida en tanto tiempo, grandísimos bellacos?
—Señor, nos salieron al camino unos maleantes y…
—Sí, sí; de eso ya estoy enterado, que buenos dineros me costó el rescate de Nuño Correa y los demás servidores de mi casa que acompañaban a la infanta… Mas ¿dónde os metisteis vosotros para estar tantos días mudos como carpas?
—Fuimos a salto de mata, huyendo con las tres damas, señor. Hoy dormíamos en un lugar; mañana, bajo un árbol; ellas se disfrazaron de villanas, y nosotros agenciamos unos pollinos de una tribu de gitanos para conducirlas hasta Toledo…
—¿De Toledo venís?
—De la Corte, nostramo, de ver al rey…
—Mira, bufón, que no estoy para chanzas.
—Que os diga aquí el señor doncel si es chanza… Si el rey no nos recibió y habló con nosotros mano a mano, ni nos dio a besar la suya, que por cierto no está tan rasposa como la vuestra, ni me puso a mí en el dedo este anillo, que mal pagado bien podrá valer…
—¡Maese Sancho, que os cuelgo de una almena! ¡No agotéis mi paciencia después de haberme tenido tantos días y tantas noches con el alma en un hilo…!
—¡Malos mengues me coman si miento! Que lo diga don Manrique.
—¿Eh…? ¿Por qué le llamas «don Manrique», pesia a mí?
—Señor…, porque Su Alteza el rey don Alonso le ha armado caballero, y me parece a mí que ya no es bien que un miserable loco le hable así, sin más ni más, de tú por tú.
—¡Caballero…! ¿El rey dices que le armó caballero? ¡Voto va!
—Sí, mi señor; me armó caballero ante toda la Corte; fue mi padrino don García, el conde de Cabra, ayo del infante don Sancho y cuñado del rey; me pusieron las espuelas la reina doña Berta y la infanta doña Urraca, y Su Alteza es quien me ha regalado esta armadura y el caballo en que vine montado.
—¿Y todo eso en pago…?
—De haber salvado la vida y el honor de la infanta de Castilla, que, sin mi intervención, hubiese caído de cierto en manos del conde don Gómez de Candespina.
—Bien está, mas el ser caballero os impone ahora deberes que antes no teníais.
—Cierto; me impone el deber de ir a la guerra.
—¿E iréis…?
—Claro que sí, mandando a los mesnaderos del rey. Él me ofreció un puesto principal entre sus caballeros.
—¡No será, vive Cristo, mientras a mí el cuerpo me haga sombra!
—No veo, señor, cómo hayáis de impedirlo…
—¿No es bastante prohibirlo?
—Mucho os respeto, señor, y mucho os debo; mas pensad qué grande honor y merced me hizo el rey al conferirme la Orden de caballería y darme un puesto entre sus caballeros. Y que desde el momento en que de él recibí merced, soy su vasallo.
—Jamás. Antes lo sois mío.
—Mas vos, señor, que también sois vasallo de Su Alteza, no me pondréis en el caso de tener que dar al rey una negativa…
—¿Y si lo hiciera?
—Entonces…, señor…, mucho siento lo que os voy a decir; mas ya que vos no tenéis en cuenta mi porvenir ni la necesidad en que estoy de abrirme camino en el mundo…
—¿Por qué os detenéis, ¡vive Dios!, bellaco? Acabad lo que ibais a decir…
El aspecto de su señoría el conde es fiero; los ojos le brillan, aunque el bufón advierte que, más que rabia, quizás es alarma lo que en ellos reluce. Echa mano al tabardo con capuchón verde oscuro con el que Manrique ha venido cubriendo el esplendor de su soberbia armadura y se lo arranca brusco, sin que el mozo haga un solo movimiento para impedirlo. Solamente, pasado un instante, su voz, mesurada y digna, se eleva dominando un temblor de cólera que ahoga en respeto.
—En Dios y en mi ánima, que si otro que vos fuera quien me hubiese puesto la mano encima, no lo consintiera, señor don Diego Alvar. Mas errado andáis si creéis que por fuerza y con violencia hais de torcer mis deseos, que si vos me llamáis vuestro vasallo, y yo me huelgo en serlo de vos antes que del rey, no soy en verdad vuestro esclavo. Y, así, pensad las cosas con prudencia y mesura y ved de enviar a Su Alteza un mensajero diciéndole…
—¿Qué…?
—Que me lleváis con vos a la guerra; que me releve del puesto de honor que me concedió entre sus caballeros… Yo iré con vos tan gustoso como con él…
—¡Jamás!
La mirada de maese Sancho se cruza con angustia con la del conde. En los ojos de estos dos hombres, tan inteligente el bufón, tan valiente el señor, hay una desorientación llena de pánico.
—Entonces, señor, mucho siento deciros que iré al frente de los mesnaderos de don Alonso el VI, mal que os pese.
—¡No haréis tal, pesia a mí, que antes os encerraré en una torre, como a un rebelde que sois! —exclama, desatentado, el conde.
El doncel se alza de hombros con un desdén inmenso, y su actitud es magnífica cuando reta al conde con un:
—Vuestra Grandeza dará cuenta al rey de este desaguisado y a la Orden de caballería de este atropello…
—¡Voto al diablo!
—Señor… —le contiene el bufón—. Ved que es un niño y no sabe lo que habla… Manrique: vos no podéis comprenderlo, pero todo esto es por vuestro bien.
—¡Malhaya sea ese bien que no deseo! ¡Y malhaya sean también vuestras intrigas, que desde hace dos años me están cerrando el camino de la gloria! El recogerme y criarme, señor don Diego Alvar, no os da derecho a convertirme en un juguete de vuestros antojos.
—¿Olvidáis, cuitado, que tengo sobre vos derecho de vida o muerte, como mi vasallo que sois?
—Eso sí, matadme si os place; mas no me convirtáis en un sujeto ridículo, del que andan burlándose damas y caballeros. Mejor quisiera verme en la horca… que llevar esta vida humillante, siempre pegado a los briales de las mujeres, como perro faldero. ¿Y es todo eso lo que vuestro amor quiere hacer de mí? ¡Matadme!
—¡Vive Dios, que al fin lo haré, tal estáis encendiendo mi cólera, señor… caballero! Basta ya. ¡Nuño Correa! ¡Señor don Lope Aguado! ¡Acudid!
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—¿Ya?
—Ya, señor.
—Encerrado queda en el torreón de Poniente, con centinelas a la puerta; mas ved, señor, que ése es harto rigor para un mozo que acaba de salvar a la infanta de Castilla y que anda bienquisto del rey… —se atrevió a insinuar Nuño Correa.
Teneos, Nuño; nadie os pide opinión, ni os importa este negocio. Retiraos.
Con un suspiro se retira el escudero. Ama al doncel y siente que haya caído en desgracia, pobre mozo… Cuando se quedan solos el señor y maese Sancho, éste baja de las alturas del respaldo del sitial de su amo —donde, según su inveterada costumbre, tomó asiento— y se queda mirando al conde con perplejidad.
—¿Y ahora, mi señor…? —pregunta, con un hilo de voz.
—Ahora, maese Sancho, no veo ya la manera de impedir que el águila que vive dentro de él despliegue las alas.
—¡Qué conflicto!
—Sí, el rey le reclamará. La única solución hubiera sido llevarle conmigo a la algara próxima, en que mis gentes han de tomar parte con las del rey, y alegar que le necesito porque se me han quedado en el castillo caballeros heridos…
—¿No es ello, precisamente, lo que os propone el doncel?
—Eso es; mas ya sabéis vos que ni yo ni el rey somos quiénes para decidir sobre el porvenir de Manrique.
—Únicamente diciéndole al rey…
—¡Callad, insensato! Hay que guardar al muchacho como se guarda un tesoro. Es pronto. Don Alonso, como todos los monarcas, es ambicioso… ¿No calculáis lo que podría acontecer si él y el Fratricida se pusiesen de acuerdo, conocido el secreto que deben ignorar? Por el momento, el rey de Castilla no puede ser nuestro aliado; no es sino un nuevo peligro del cual hay que guardar al mozo…
—Verdad. ¿Entonces…?
—Ya comprenderéis que le he encerrado para ganar tiempo; para impedir de momento su salida, mientras envío un emisario a… Moisés Hansel.
—Cierto, cierto, señor: vuestra responsabilidad es harto grande. Bueno será que los que asumieron la tutela decidan.
—Pues en vos confío para que no cunda la nueva por el castillo. Interesa que nadie sepa que Manrique está encerrado. Llamad al alcaide y decidle que ponga un cerrojo en la boca de los centinelas que hacen guardia a la puerta de la torre de Poniente. Hay que impedir que se levante el polvo de una sospecha… Mientras tanto…, Dios dirá.
—Eso, Dios dirá —repite, como un eco, maese Sancho.
Los dos hombres, el señor y el bufón, parecen como aplastados por una losa.