Capítulo VII
EL ASOMBRO DE DOÑA MARÍA
La puerta giró tan silenciosamente sobre sus engrasados goznes, que la doncella, que oraba postrada ante la Virgen del oratorio, no sintió el menor ruido ni se dio cuenta de que presencias extrañas invadían el sagrado recinto de su retiro. Mientras ella continuaba con la cabeza alzada hacia la imagen de Nuestra Señora, escultura bizantina de tosco trabajo, tres siluetas confusas fueron desprendiéndose de la oscura boca del corredor secreto. Era la primera la de don Favila, alumbrando el camino con una linterna, cuya llama, al oscilar, arrancaba sombras medrosas a la negrura del pasadizo; la segunda era la de un hombre envuelto en un tabardo con capuchón, que no lograba desfigurar la línea imperfecta de su espalda, deformada por una descomunal joroba, sobre la que bailaba inestable un precioso laúd colgando de un cordón de seda escarlata; y la tercera, apenas visible en la penumbra, correspondía a un hombre de aventajada estatura y traza gentil, no obstante la tosca envoltura del tabardo y la capucha que ocultaban su rostro y desfiguraban su persona. También, como el segundo, se colgaba a su espalda una cítara. Este personaje quedó como deslumbrado al entrever desde el corredor, que todavía no había franqueado, la visión maravillosa de la doncella con el rostro y las manos alzados hacia el altar, a su espada flotando el velo sutil de fino encaje como estela de niebla y en torno a toda ella, como un halo celeste de dichosa bienaventuranza, porque la azafata de Su Alteza la condesa soberana de Borgoña más parecía escultura de mármol, en esta misteriosa noche de primavera, cabe el retablo iluminado por la lámpara de aceite, que persona de carne y hueso. El recién llegado trovador la contemplaba como si no la hubiese visto nunca. Alguna reminiscencia le traía la mujer de hoy de la niña de ayer…, la niña delgada, aún no desarrollada, silenciosa y tímida, de los días de Rugoso, que desaparecía eclipsada, como mísero gusanillo, al lado de la espléndida belleza de mariposa de su señora la infanta doña Urraca de Castilla.
Esta mujer que ahora oraba de rodillas ante las gradas del altar, en el oratorio del castillo de Borgoña, era eso: una mujer, una mujer magnífica, la mujer espléndida que predijo el bufón cierto día al decirle que doña María era el capullo de una magnífica rosa. Aún no había visto el trovador a doña Urraca, pero dudaba de que en la actualidad pudiese eclipsar como antaño la personalidad de su azafata. Manrique sintió como una especie de mareo al darse cuenta de que en derredor de aquella figura sugestiva flotaba, como una niebla invisible, el perfume característico de su dama tapada de la noche de fiesta en la villa de Rugoso. A pesar de los tres años que iban pasados, el caballero no había olvidado aquel perfume de abolengo oriental…
— Doña María…
Con un sobresalto, la doncella salió de su éxtasis o de su ensueño —que cualquiera averigua lo que embargaba su alma en esos momentos de espera a los pies de la Virgen bizantina— y volvió los ojos instintivamente hacia el lugar en que sonara la cascada vocecilla de don Favila. Lo primero que vio fue la clara silueta del corcovado dibujándose enérgicamente sobre el fondo luminoso del farol de aceite que sostenía el enano.
— ¡Maese Sancho…! —murmuró, pasándose la mano por la frente, como entontecida por la impresión—. ¡Cómo…! ¿No me engaño? ¿Podéis ser vos, ciertamente, maese bufón?
— El mismo en carne y hueso, señora mía. No penséis que pueda ser una sombra o ánima en pena, a pesar de la fama de nigromante de que disfruto por obra y gracia de las sandeces del vulgo. Os autorizo a pellizcarme para que mejor os convenzáis, hermosa señora mía… Yo sí que dudo de si en realidad sois vos aquella niña enteca y frágil que vino a Rugoso hace tres años, acompañando a la más deliciosa de todas las princesas. ¡Cómo habéis cambiado, doña María, hasta convertiros en la maravillosa mujer que ahora sois, cuerpo de tal! ¡Quién lo dijera!
En tanto que el bufón hacía todo este razonamiento, a doña María se le paralizaba el corazón bajo el peso de inquietos pensamientos. ¡Maese Sancho…! ¡El inseparable del «Caballero sin nombre», como apellidaban a Manrique! ¿A qué venía el loco al castillo borgoñón? ¿Era comisión de su amigo y señor el caballero? ¿Qué podía ocurrirle a éste…? La condesa había escrito repetidos mensajes a sus amigos de Castilla: al conde de Candespina, a don Pedro de Lara, a todos aquellos señores más o menos enamorados de su hermosura que ella juzgaba prestos a romper lanzas por su defensa; pero entre estos caballeros, ella estaba segura de que doña Urraca no incluyó al «Caballero sin nombre». ¿A qué, pues, venía el inseparable bufón?
Dominando su extraña turbación, su angustia inmensa, la doncella tendió su temblorosa mano al loco, tratando de darle la bienvenida con corteses razones, que salieron atropelladas y balbucientes de sus labios. Al hacerlo así, se había colocado dentro de la zona de luz de la linterna de don Favila, y Manrique, que podíala ver a su placer, deteniéndose extasiado en la peregrina e insospechada hermosura de su antigua amiga de Rugoso, no sabía qué admirar más, si la luz intensa y apasionada de aquellos ojos negros tan suaves que parecían acariciar cuando miraban, si la curva dulce y tierna de los labios tan rojos como flor de granado, o la perfección estatuaria de la figura, su distinción ingénita, su discreta elegancia…
—¿A qué venís al castillo del conde Raimundo de Borgoña, maese Sancho, disfrazado y sin que nadie os llame, que yo sepa…? —rompió por fin a preguntar, incapaz de contener ya ni un punto su curioso anhelo.
—Por Castilla se dice que Su Alteza la infanta está prisionera…
—En efecto, así es. Aun cuando esta prisión parezca a los de afuera atenuada por mil pormenores de cortesía (Raimundo de Borgoña es un hombre galante), en realidad estamos prisioneras. Nos encierran los muros de este castillo inexpugnable y nos cela la inflexible vigilancia de un carcelero disfrazado de señor. Cualquiera a quien preguntéis os dirá que el jefe de la escolta de mi señora doña Urraca es un noble caballero y entendido capitán. Mas yo os agrego que es también un cancerbero incorruptible y que los días de nuestra pobre princesa se agostan en flor bajo la férula incomprensiva de ese hombre.
—¿Ha mucho tiempo que estáis en esta fortaleza?
—Va para un año.
—¿Y ello fue…?
—Como siempre, las ligerezas impremeditadas de la infanta; ese su revolar inquieto de mariposa, sin mala intención, mas con apariencias que la suelen condenar. Aquí, como en la Corte de Castilla, su belleza sin par y su travesura llevan revueltos a los caballeros borgoñones, y las imprudencias de una y de otros han acabado con la paciencia del conde mi señor.
—¿Vos opináis que la razón es del marido…?
—Claro, pero ya la conocía el conde antes de casarse y ya sabía de su malaventurada veleidad y de su afición a los hombres, más por vanidad de saberse admirada que por malos fines… ¿A qué se asombra ahora de que esa mujer, que casó con él contra todo el torrente de su voluntad, busque en el oropel de sus triunfos vanidosos la comprensión al vacío de su vida interna?
—¡Pero él la ama!
—¿Y qué más da, si ella le aborrece?
—Mala soldadura tiene entonces esta cadena rota…
—Mala.
—¿Vos no creéis que ella se dé a razones y se convenza de que a su dignidad de mujer, de esposa y de princesa conviene una reconciliación?
Doña María se encogió de hombros, dubitativa.
—No, no lo creo. Mi señora está sobradamente harta del conde don Raimundo, de su Corte, de sus estados y hasta de sus caballeros, que ya es decir… Y sólo piensa en que alguien de la Corte de su padre venga a sacarla de este encierro donde se agosta en flor su juventud. Para ello envió mensajes a todos sus amigos…
—¡No…! ¡A todos, no! —replicó una voz ardiente, saliendo desde la negrura del corredor.
El grito ahogado que salió de la garganta de doña María confundió sus ecos, corredor adelante, con esta voz viril que parecía venir de otro mundo. Y la silueta del «Caballero sin nombre» salió de las sombras, resaltando, precisa y clara, ante los asombrados ojos de la azafata.
—¡Vos! —exclamó, apoyándose contra un sitial, en franco desfallecimiento.
—¿Os sorprende acaso?
La capucha del joven cayó hacia atrás, empujada por su nerviosa mano, y descubrió el agraciado y varonil semblante del caballero.
—¡Manrique! —murmuró dulcemente la doncella, como arrastrada por un ensueño.
—Yo, el paje de Rugoso; el juguete de un mes de aburrimiento. Yo, solamente yo, he merecido la confianza del rey nuestro señor para venir a desempeñar comisión tan arriesgada como la que Su Alteza me ha encomendado. ¡Y vive Dios que me huelgo, doña María, de ser elegido, porque así he logrado ver la más maravillosa hermosura que mis ojos pudieran contemplar! —concluyó, con un fuego contenido, el impetuoso caballero.
—Aprendisteis a cortejar en la vecindad de la Corte, caballero… —respondió, con deliciosa reserva, la doncella, toda ruborizada al sentir sobre su rostro los ávidos y deslumbrados ojos del joven.
—¿Cortejar…? En Dios y en mi ánima os juro que mis palabras salieron como vivo torrente de mi corazón, deslumbrado por vuestra belleza, doña María…, y por el recuerdo de otros días felices en que fuisteis mi amiga…
Suspiró la azafata. Su amiga, sí, pero bien hubiera podido ser otra cosa más que amiga si él, entonces, no estuviese absorbido completamente en el amor de aquella princesa casquivana. Entonces, la hermosura traviesa y alocada de doña Urraca la eclipsó hasta el punto de que el doncel paso por su lado sin concederle siquiera una mirada. Ahora… Bien sabía ella que había cambiado mucho; que su persona, tanto en lo físico como en lo moral, experimentó cabal y completo desdoblamiento; que podía afrontar sin temor la comparación con su señora…; pero así y todo, un repentino desaliento la invadió y sus frases dejaron escapar lo que sentía.
—Yo fui vuestra amiga y ella vuestro amor. Y el amor es frágil, ya lo veis. Porque el de ella se desvaneció como jirón de niebla en cuanto os perdió de vista. La prueba la tenéis en que ni tan siquiera os ha pedido auxilio, como lo ha hecho con el conde de Candespina y con don Pedro de Lara… ¿Quién se acuerda ya de aquel amor que se encendió cierta mañana de primavera y murió una tarde de estío…? Y mi amistad ha resistido al tiempo y a la ausencia; no ha habido un día, durante estos tres años, en que yo no haya elevado al cielo por vos una plegaria. Y ahora estáis aquí; aún ignoro el motivo, pero estáis aquí. ¡Y bien sabe Dios que tiemblo de que os volváis a enredar en la tela de araña de esa coquetería desdichada que fluye, aun contra su voluntad, de toda la persona de la infanta!
—Yo os juro…
—No juréis nada. Cuando anda de por medio el niño del arco y de la aljaba, es harto imprudente jurar, Manrique.
—Yo no la amo ya.
—La amasteis un día. ¿Por ventura habéis escarbado en las cenizas para estar seguro de que no queda ningún tizón encendido entre el rescoldo? Y su hermosura es algo que ciega y maravilla.
Suspiró el caballero, pero en el fondo de este suspiro don Favila y el bufón pudieron apreciar una cierta ironía que a la azafata escapó, confusa como andaba en dominar su propia emoción.
—¿Siempre tan hermosa?
—Más a cada día que pasa.
—¿Qué hace ahora?
—En este momento recibe a un emisario de su esposo, el conde, que trata por todos los medios de llegar a una reconciliación.
—¿El conde la ama?
—Sí, y además de amarla teme al rey de Castilla…
—¡Vive Cristo, que debe temerle, porque el orgullo castellano no resistirá esta afrenta de encerrar a su infanta como a una prisionera cualquiera en una fortaleza! Otros medios hay para entenderse en una situación parecida, y no es de caballeros… —comenzó a decir el bufón.
—Silencio, maese Sancho. El orgullo castellano está soliviantado, y en verdad os digo que si el matrimonio no se aviene por las buenas, Raimundo de Borgoña hará muy bien en entenderse directamente con su suegro y llegar a un acuerdo de demanda de divorcio, antes que intentar retener por la fuerza a esta princesa indomable, porque eso pudiera traer muy malas consecuencias. Una guerra estalla por cualquier motivo, y en guerra con Castilla, no creo yo que le tocase al borgoñón la mejor parte. ¿Decís que un emisario…?
—Acaba de llegar. ¿No le sentisteis?
—Sentimos caballos que cruzaban el puente. Mas en ello apareció el señor enano y nos habló muy gentilmente para conducirnos hasta este oratorio. ¿Creéis que se entenderán…? —insistió Manrique.
—No lo espero.
—¿Qué remedio pondremos, entonces, a esta situación…?
—No existe más que uno: que nos saquéis como podáis de esta prisión y, con vos, nos llevéis a tierras de Castilla.
El semblante de Manrique estaba hermético. Por más que le miró, doña María no pudo poner en claro cuál era la impresión producida por la insinuación expresada. Ya no era Manrique el pajecillo ingenuo cuyos sentimientos se leían tan claramente en sus ojos. Ahora, la vida le había golpeado y era un hombre de experiencia. Al punto en que maese Sancho iba a hablar, se sintió un ruido bien perceptible en la lejanía… Don Favila venteó como un perro de caza y dijo:
— Es en la antecámara de nostrama. Sin duda llegan las doncellas a componer a la condesa para tomar asiento en el comedor… Venid, maese bufón, conmigo a guardar la puerta de este oratorio por la parte que da a la cámara.
— ¿No entrarán en ella las doncellas?
— No creo. La condesa está advertida y lo impediría. Mas, por si acaso, nosotros guardaremos la entrada. En cuanto a vos, señor caballero, os dejo abierta la entrada del corredor secretó. Si algún peligro hubiere, sentiréis mis toses reiteradas y aquí, la señora azafata, os encerrará en el pasadizo… Cuando señora y doncellas desaparezcan en el comedor, os traeré viandas y comeréis conmigo en el oratorio… Dios nos perdonará por esta vez la irreverencia.
El minúsculo don Favila, semejante a un gnomo de leyenda, desapareció tras la puertecilla del oratorio, arrastrando en pos al corvocado y cerrando luego, cuidadosamente y sin ruido, la maciza puerta de roble.