Capítulo XI
CABEZA DE ESTOPA
Al anochecer de aquel mismo día, a la hora en que el jefe de la escolta de la condesa soberana de Borgoña regresaba al castillo, desesperado y colérico por no haber logrado hallar en su éxodo a través de campos y poblados nadie que le diera el menor indicio acerca de los raptores, una cabalgada, que no ofrecía nada de particular en su conjunto, se disponía a atravesar los límites de los estados de Borgoña.
Los soldados del castillo, auxiliados por algunos vecinos vasallos del conde don Raimundo, se habían desparramado por las cercanías de la frontera, pensando, con muy buen acuerdo, que los fugitivos habían de intentar trasponerla. En tomo a una monumental hoguera de leña de alcornoque se calentaban, en este memorable crepúsculo, dos soldados armados de todas armas y cuatro villanos bien equipados con cuchillos y hachas.
— ¿Qué os parece a vos de este negocio, maese Guido? —preguntaba una recia voz.
— ¿A mí…? —se desperezó el aludido, con desgana—; ya os dije desde un comienzo que no creía posible darles alcance, ni menos cogerlos todavía dentro de los estados del conde, nuestro señor. Cuando en el castillo advirtieron su huida, debía de hacer sus buenas nueve horas que andaban huyendo los malandrines.
— Nostramo, el jefe de la escolta, opina que deben de estar escondidos por cualquier cueva o vericueto.
— Eso es idiota.
— Poco entendido demuestra ser el jefe si eso piensa; porque el que lleva a buen fin una aventura tan arriesgada como ésta…, ¡vive Dios, que se os han burlado en vuestras propias narices!…, no es tan torpe como para quedarse entre las garras del lobo.
— No, a fe mía. Ya habrán traspuesto más de cuanto ha las fronteras y nuestra vigilancia no es sino ponerle al asno la cebada al rabo —dijo otro villano.
— El alcaide ofrece una recompensa muy crecida al que logre detenerlos… —indicó un soldado.
— Claro, como que a él y al jefe les va la cabeza en cuanto nuestro señor, el conde, se entere de que le han birlado la mujer. Mas creo, Wifredo amigo, que no seréis precisamente vos quien la gane.
— ¡Eso…!
— Ya lo veréis.
— Yo opino que debemos hacer nuestra comida tranquilamente; contar luego, entre trago y trago de buen vino, alguna historia de aparecidos y fantasmas, y, en lugar de rompemos la crisma por estos desfiladeros en una noche sin luna como la que se avecina, echamos a dormir buenamente sobre las mantas de nuestras monturas.
— ¿Y si viene el jefe…?
— El jefe hace dos horas que se largó, y necesita cuatro para ir y cuatro para volver de aquí al castillo; sin contar con que apenas llegue no se pondrá de nuevo en camino.
— Y si teméis que mande alguien para ver si cumplís la vigilancia, quede uno de nosotros en guardia permanente y avise si siente llegar gente…
— Bien está…
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En el cielo, los postreros destellos del día: sangre y oro en el horizonte. Una fresca brisa, moviendo como abanicos las frondas de un inmenso bosque de floridos frutales que despiden intensa fragancia, suave y dulce… Dentro de poco será ya noche oscura y cerrada. Los hombres, apostados en tomo a la hoguera, consumen su yantar mientras vigila uno de los soldados oreja en tierra.
— ¡Wifredo! —grita de repente, incorporándose.
— ¿Qué acontece?
— Venid vos y poned la oreja sobre el suelo, ¡vive Dios!, que me parece que, si mis oídos no me engañan, viene gente de a caballo hacia nosotros.
— ¿Gente a estas horas…?
— ¿Por qué no?
— Serán trajinantes que regresan de algún ferial.
— Más me parecen gentes de armas…
— ¿Del castillo?
— Eso temo, pardiez.
— Veamos.
— No, ¡voto al demonio!, ya no es menester que pongáis oído; que mirad por dónde vienen.
La cabalgada tenía una traza corriente. Nada en ella levantaba sospechas. Iba delante un caballo blanco al trote y sobre él un hombre envuelto en una especie de hopalanda que no lograba disimular la imponente joroba que desfiguraba su espalda. Como una musiquita tenue, el ruido de los cascabeles, que adornaban su gorro, se elevaba por encima de los mil rumores que venían del bosque. Tras del corcovado personaje venían, caballeros gentilmente en dos caballos del país, dos pajecillos de corta edad cubiertos con sendos mantos y tocados con airosas monterillas adornadas con plumas de faisán. A continuación, otra cabalgadura, en la que se asentaba un sirviente sobre la balumba de los bagajes, cantuseando una tonadilla en francés muy puro, y luego, en una yegua ampulosa y mansa, asentada sobre una especie de jamugas con cobertores de brocado, una dama bien abrigada en su manto orlado de pieles y cubierta con el espeso velo bordado que la costumbre ponía en semejante época sobre la cabeza y la cara de toda dama de condición. A un lado de esta dama cabalgaba cierto hombre joven, de rostro agraciado y ojos enérgicos, vestido y armado como pudiera estarlo un escudero noble de cualquier casa ilustre. Cerraba la marcha una litera, cuyas cortinillas iban desplegadas, llevada a brazos por cuatro robustos mocetones vestidos con tabardos encapuchados… Los soldados, al ver cerca a la cabalgada, se levantaron para cortarles el paso.
—¡Alto!
—¿Quiénes sois?
La cabalgada se detuvo dócilmente. Desde su caballo blanco, el bufón respondió cortésmente:
—Somos gentes honradas que hacemos nuestro camino.
—¿Adónde os dirigís?
—A la vecina villa, donde pensamos pernoctar.
—¿De dónde venís?
—De visitar al Santo Ermitaño en su cueva para impetrarle la salud de una desgraciada niña enferma que viene en esa litera.
—¿Sois borgoñones?
—No tal. Pertenecemos al séquito de la muy alta, noble y poderosa condesa soberana de Narbona, Matilde de Calabria, hija del soberano de Calabria y Rulla, Roberto Guiscardo, la cual, al ver tan enferma a la única hija de su camarista mayor, aquí presente… —y la mano del bufón señalaba a la dama encubierta bajo su velo—, le permitió venir a visitar a vuestro Santo Ermitaño, cuya fama de virtud y de don de milagros ha llegado a todos los confines de la isla de Francia…
—Milagroso es en verdad el Ermitaño —asintió, halagado, uno de los soldados, que era paisano del santo—. ¿Y encontró alivio la niña?
—Así lo esperamos. Al menos, está haciendo el viaje de vuelta sin gritar ni lanzar aquellos terribles quejidos que nos abren las carnes cuando los sentimos. Vedla; viene dormida, el angelito, bajo los cobertores de su litera…
Y el bufón, echando pie a tierra, trató de conducir a los soldados hasta la silla de manos, cuyas cortinillas levantó, con ademán invitatorio. Sin acercarse, poseído del temor de turbar el reposo de la doliente, los dos hombres de armas miraron desde el sitio en que estaban, y, en efecto, vieron bajo los ricos cobertores de lana y sedas el menguado bulto de una criatura, cuya cabeza, envuelta en el velo, descansaba sobre cojines de damasco. Esta criatura parecía dormir profundamente; tal era su inmovilidad.
—¡Teneos! No la despertéis, bufón. Seguid vuestro camino, y haga el Señor que las oraciones del Santo Ermitaño alcancen la salud de la pobre niña; pero antes de separamos, decidnos si habéis visto en vuestro camino gentes de extraña catadura…
—No os comprendo. ¿Qué queréis decir, buen amigo?
—Han desaparecido del castillo de Borgoña… dos damas de la servidumbre de la condesa, raptadas, a lo que parece, por los enmascarados, y andamos como locos dos días buscándolos…
—Nada vimos, buen hombre. Hemos venido directos desde la ermita del santo por senderos de atajo para ahorrar tiempo; pero, ahora que nombráis, paréceme haber visto en una venta, al amanecer del día de hoy, unos hombres a caballo, llevando a la grupa a dos mujeres envueltas en mantos encapuchados.
—¿De veras? ¿Y dónde queda esa venta?
—En una dirección completamente opuesta a la que seguís. Vosotros vais hacia la frontera, y la venta parece estar mirando hacia el interior. De manera que, si deseáis encontrar a esos malandrines, tendréis que volver al castillo y, desde allí, caminar hacia el interior de los estados…
—¿No recordáis el nombre de la venta?
—No; soy extranjero, y ninguno de nosotros sintió la curiosidad de preguntarlo.
—Está bien. Que Dios os guarde.
—Ya vosotros.
La cabalgada continuó su marcha perezosa, como conviene a quienes acompañan al paso la litera donde reposa una niñita enferma. A la vista misma de los soldados cruzaron el lomo de la sierra donde unos hitos encalados señalaban la línea de la frontera de Borgoña, y, a la luz expirante del día, sobre el cielo oscuro, donde el oro y la sangre del crepúsculo se habían ya esfumado, vieron bambolearse bien siluetada la pequeña litera y sus conductores. Momentos más tarde, la silla de manos se desvanecía tras de la pendiente de la montaña, y del paso de la cabalgada no quedaba en los ámbitos sino el flotante perfume oriental que se desprendía sin duda del tocado de la ilustre dama que montaba la mansa yegua.
En el mismo instante en que los soldados, indecisos sobre lo que hacer debían, se asentaban en tomo a la hoguera para calentar sus manos, una carcajada semejante al cacareo de una gallina salía a borbotones del interior de la litera, y la fea cabeza de don Favila, envuelta en un velo de mujer, se encuadraba en la ventanilla para otear el paisaje de libertad y anchura.
A esta risa contestó seguidamente otra carcajada juvenil y alegre. El señor escudero estaba contento. Y los señores pajecitos también se sintieron contagiados de hilaridad, soltando la espita de sus risas de cristal. A todo lo cual, formaron coro, discretamente, la dama de la yegua y los cascabeles de maese bufón.
Tan pronto como llegaron al fondo de la vertiente y subieron por la falda de la montaña opuesta, bien adentrados ya en los estados vecinos y ocultos completamente a los ojos de los soldados de Raimundo de Borgoña, el escudero que cabalgaba junto a la dama de las jamugas dio el alto, y la breve cabalgada se detuvo en las sombras de la noche, bajo el palio sideral del estrellado cielo, que, a su escasa claridad, apenas permitía difuminar los contornos de sus perfiles.
—Ya podéis soltar las varas de la litera, amigos. Hemos llegado a tierras de salvación y no hemos de menester vuestro concurso —dijo, dirigiéndose a los hombres que conducían la silla de manos.
—¿Y qué hacemos de esta litera, nostramo? —preguntó uno de ellos.
—Vais a verlo, cuerpo de tal —se echó a reír el bufón—.
¡Eh, amigo don Favila, saltad al suelo si no queréis convertiros en pavesa!
Minutos más tarde, la litera ardía, crepitando, y, a sus rojizos resplandores, maese Sancho entregaba a los tres leñadores un bolsillo repleto, entre cuyas mallas se escapaban destellos de oro. El mozo que conducía la mula con los bagajes cedió su asiento a don Favila e, incorporándose a sus compañeros, después de ayudar al enano a encaramarse sobre la balumba, recibió respetuosamente las postreras instrucciones del escudero.
—Si acaso encontráis a alguien que os pregunte, diréis que venís de ayudar a bien morir a un vuestro pariente que vivía en la villa inmediata. No habéis visto ni rastro de nada que se parezca a enmascarados raptores, ni a doncellas robadas, ni mucho menos a enanos ni a damas de cierta edad…
—Comprendido.
—Si otra vez nos necesitáis para algo, nostramo, ya sabéis dónde cae la cabaña del guardabosque Camilo. Los tiempos son malos y la munificencia del conde, nuestro señor, no es tanta que permita a sus vasallos vivir con grandes abundancias. Además, Camilo y sus hijos son agradecidos y no olvidan cómo el buen don Favila ha curado las fiebres a Malvina cuando ésta estuvo tan enferma este invierno. Por encima de la nieve cruzaba, con peligro de hundirse en un ventisquero, el buen enano para venir a nuestra cabaña a asistir a mi mujer; y cuando comenzó a mejorar, si tuvo buen caldo, buen vino y huevos frescos fue porque nuestra señora, la condesa, por su mano se dignó enviarlos.
—Está bien; en ese bolsillo tenéis oro bastante para no padecer más miserias en lo que os quede de existencia. Cerrad vuestra boca, que en ello os va la vida.
—Cierto, que si el conde se entera de nuestra jugada, sabemos de sobra que nuestras piltrafas servirán de alimento a los cuervos.
—Pues regresad cuanto antes a vuestra cabaña y que Dios os guarde…
Apenas los tres guardabosques desaparecieron vertiente arriba y mientras vigilaban prudentemente la cremación completa de la litera, los viajeros rompieron el dique de su mutismo; sobre todo, los dos lindos pajecitos, que, adormilados sobre sus monturas durante todo el largo camino, no habían dicho esta boca es mía.
—¡A Dios gracias, estamos a salvo! —murmuró una vocecilla tras del embozo del manto.
El escudero se acercó al pajecito que acababa de hablar y, rozándose sus monturas, dijo en voz tan queda que el otro paje, un tanto apartado, no pudo descifrar sus palabras:
—Hubiera sido la primera vez que el «Caballero sin nombre» no cumpliese una palabra empeñada. Os prometí sacaros del castillo y del poder de vuestro marido.
El otro pajecillo volvió la cabeza hacia las estrellas, y maese Sancho se condolió al ver la triste expresión de sus peregrinos ojos oscuros, que parecían llenos de todas las sombras de la noche…
—Cúmpleos, señora, felicitar a doña Mencía porque se nos ha revelado como una hábil farsanta —indicó el enano mientras, con la punta de su larga vara, que le entregó el mozo para con ella hostigar si fuese menester a la cabalgadura, removía las brasas de la hoguera en que estaba consumiéndose la silla de manos.
—¿Cierto? —dijo, volviéndose vivamente, el pajecito que hablaba con el escudero.
—¡Tantas eran las ansias que me acosaban, mi señora, por salir de aquella prisión! —suspiró doña Mencía—. Hubiese sido capaz de mayores cosas aún. Podría suceder que el rey, nuestro señor, montase en cólera y nos encerrase a su vez en algún castillo, mas no me importa si está enclavado en tierras de Castilla y desde sus aspilleras pueda ver el cielo azul, y el sol brillante, y los campos de España… Bien cumplisteis los dos —dijo el bufón, con aire satisfecho.
—Solamente un temor me acuciaba; mejor dicho, dos.
—¿Cuáles, don Favila?
—Que el físico de Su Grandeza se empeñase en curarnos las moraduras a la señora aya y a mí… Y que las mujeres del servicio se diesen prisa a limpiar el charco de sangre en que hallaron mi pobre cuerpo…
—¿Cómo así?
—Porque los tintes de que me serví son buenos, pero tintes al fin…, y no hubiesen resistido el fregoteo mucho tiempo.
—¡Ja, ja, ja!
—Y que cuando el malpocado del alcaide, que malos mengues carguen con él, se empeñó en abrir la puertecilla del pasadizo secreto, os encontrase al final del mismo a todos vosotros aguardándonos, conforme habíamos convenido, mientras los soldados os buscaban como desatinados por los estados del conde.
El escudero observó:
—Ya lo preveíamos.
—Por algo, cuando abrió, se encontró con aquel desprendimiento del muro.
—No comprendo…
—Muy fácil: un poco más abajo, en plena escalera, había, en efecto, un pequeño derrumbamiento. Nosotros lo agrandamos y transportamos las piedras al sitio en que el alcaide las halló. Luego con nuestros cuchillos socavamos la pared, y de ella cayó la tierra suficiente para dar al montón de escorias todo el aspecto de un desprendimiento. A la otra parte estábamos nosotros vigilantes.
—¿Y si hubiesen intentado abrir camino a través del montón…?
—No nos hubieran encontrado. Mientras ellos lo hacían, nosotros habríamos corrido hasta la cabaña de Camilo, donde, como dispusisteis vos, estaban preparados los caballos. Y allá nos hubiésemos estado ocultos aguardándoos, según lo convinimos de antemano.
—Ahora todo está pasado. A correr hacia el villorrio más próximo, donde pasaremos la noche; y mañana, en cuanto amanezca, a hacer camino.
Sin un comentario, la cabalgada, viendo cómo se apagaban los restos de la hoguera, obedeció la sugerencia del joven escudero y, en la serenidad de la noche primaveral, comenzó a moverse en dirección a las luces de cierta aldea que se columbraba en la lejanía.
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Quien hubiere seguido a la curiosa cabalgada, no dejara de extrañar que, una vez dentro de los estados del conde Aymerico de Narbona, se dirigiese en línea recta al castillo que durante la época de las cacerías ocupaban los soberanos de este Estado. Ni que, llegados a la orilla del puente levadizo, dieran una contraseña que, oída por los guardianes, les franqueara la entrada seguidamente. Después de lo cual, el mayordomo de la condesa Matilde introdújolos sin más antesalas a la presencia de la insigne hija de Roberto Guiscardo. Es decir, introdujo solamente a maese Sancho, tan y mientras pajes, escudero y enano, con la dueña que los acompañaba, aguardaban en una amplia cámara a que concluyese esta secreta conferencia, por saber el contenido de la cual hubiese dado una oreja el curioso don Favila.
Terminada la entrevista del bufón y la princesa, ésta mandó alojar convenientemente a los recién llegados, a quienes un criado, que ya conocen nuestros lectores, sirvió abundante y suculento yantar. Al alba del nuevo día, la cabalgada salió del castillo provista no sólo de dos buenos guías del terreno, sí que también de los necesarios salvaconductos para atravesar sin obstáculo los estados de Narbona y adentrarse en otros sin que sus soberanos osaran poner reparos a la camarista de Su Grandeza la condesa Matilde, que viajaba camino de Montserrat para impetrar la protección de la famosa Virgen para su hijita enferma, acompañada de su escudero, su bufón y sus pajes. Mas lo que ninguno de los habitantes del castillo, ni tampoco ninguno de los compañeros de viaje del bufón, pudo saber, fue lo que aconteció aquella noche en el castillo de Narbona, entre una y dos de la madrugada en que debían partir…
Ello fue que, al filo de la medianoche, maese Sancho llegose con pasos ledos hasta la puerta de la cámara de la condesa Matilde y en el entablamento dio unos golpecitos convenidos. Acudió a abrir la propia condesa y dio entrada al bufón. Allí cambiaron algunas frases en una lengua que Manrique no hubiese entendido, ni doña Urraca, doña Mencía y la azafata tampoco. Tras de lo cual, muy conmovida la princesa y harto emocionado el bufón, se pusieron en movimiento por los corredores del castillo. Iba delante la princesa, como más conocedora del terreno, llevando en la mano una linterna, cebada con aceite, que temblaba en su mano, alterada por una agitación inexplicable, y la seguía maese Sancho, sin apenas osar dejar caer los pies sobre las baldosas, de miedo a hacer ruido. Recorrieron una vasta estancia desierta, cruzaron adustos y fríos corredores… Se adivinaba que esta parte del castillo permanecía deshabitada. Subieron luego cierta escalerilla y se hallaron en un reducido aposento situado en el segundo piso de la soberbia edificación. Estaba la estancia lindamente amueblada y tenía en el fondo una chimenea en la que debía de hacer mucho tiempo que no se encendía lumbre.
—La cámara de mi hija Clotilde… —aclaró la princesa.
La solitaria habitación estaba cubierta de esa capa sutil de polvo que ofrecen los aposentos que no se limpian a diario; la condesa se llegó hasta la chimenea y buscó, contándolos, uno de los capullos de rosa que, en guirnalda, adornaban el frontis, tallados en piedra de mármol blanco, pero el resorte que buscaba no funcionó.
—Debo de haber contado mal… —dijo en voz baja.
Tomó a contar y a apretar. En efecto, había contado mal. Esta vez, el resorte funcionó y el fondo de la chimenea cayó hacia atrás lenta y silenciosamente, con una precisión matemática. Maese Sancho, por un momento, creyó encontrarse ante el boquete de una puerta, mas en cuanto sus ojos se habituaron a las tinieblas, dióse cuenta de que lo que tenía delante era un cortinaje de damasco que colgaba en pliegues hasta el suelo. Entonces la princesa Matilde, con la voz quebrada, dijo:
—Como os he dicho, ésta es la cámara de mi hija, ausente ahora del castillo, mas en la antigüedad, y antes de que el castillo fuese la vasta fábrica que hoy veis, fue la cámara de las castellanas de Narbona. Esta estancia que hay a la otra parte de esta cortina es, como ya supondréis, la cámara de los castellanos, que comunicaban por este secreto pasadizo con la de sus esposas… Y ahora sólo me resta deciros, amigo mío, que… ese joven…, el escudero de la dama a quien acompañáis… —y la voz de la condesa casi se ahogó en emoción—, ha sido aposentado por mi mayordomo en la cámara que antiguamente fue de los condes de Narbona. A la otra parte de esta cortina duerme el escudero… Mostrádmelo, señor…
Al hablar así, la condesa hacía, con un lindo puñalito marfileño que había sacado de su limosnero, un corte de arriba abajo en el damasco del cortinaje. Maese Sancho sintió como la princesa le empujaba hacia delante y comprendió su deseo.
Tomó la linterna, que había quedado en el suelo, apartó la cortina y entró…
Enfrente de la dama, el farol de aceite, con su menguada lucecita, alumbró un lecho, bajo un dosel con corona de nueve perlas. El bufón llegóse hasta él y, con mano suave, apartó las cortinas de sirgo. Entonces la lucecita del farol osciló sobre la cabellera de oro de Manrique, revuelta en rizos sobre el cabezal de floxal, y cayó por fin sobre los ojos cerrados en dulce y tranquilo sueño y sobre la boca entreabierta por feliz sonrisa, donde el fino bigote rubio ponía como un trazo de virilidad, en pugna en este instante con la dulzura casi femenil de su expresión.
La princesa Matilde era una mujer enérgica, si hemos de creer a sus biógrafos; pero maese Sancho, al entrar, la encontró arrodillada sobre las frías losas del llar de la chimenea, sollozando desesperadamente. De entre sus sollozos, solamente tres palabras fueron inteligibles para el bufón. Con las manos cruzadas sobre el duro suelo y contra ellas apoyada en desespero la bella frente, la pobre mujer repetía, ahogándose:
—¡Cabeza de Estopa…!