Capítulo VIII
FRENTE A FRENTE
Los primeros momentos fueron de un embarazo invencible. Estaban solos, frente a frente, una mujer y un hombre. La mujer había amado, amaba aún al hombre con todas las fuerzas de su ser. Temperamento idealista y apasionado, su amor fue desde el momento de sentirlo algo irreal, muy por encima de bajas miserias materiales. Este amor le había servido como de coraza contra cualquier otra afición de índole más o menos frívola, y los acosos de la vanidad resbalaron por su alma sin levantar en ella polvaredas de orgullo, ni fomentar malsanos deseos, ni llenarla de ambiciones, esas ambiciones de dominio que la belleza suele llevar aparejadas en las mujeres cuando no sienten el freno de la piedad profunda o están amparadas por un gran amor como el que ella sentía. Contentábase con pasar inadvertida —no siempre lo lograba, pues su rara hermosura destellaba como un diamante— y con dedicar todas las horas libres de su existencia al recuerdo de un sueño… Así, en sus ojos había la infinita dulcedumbre de las memoranzas, y en el gesto de su boca, el trazo casi místico de las Vírgenes, tan lleno de pureza en su expresión.
Así lo vio claramente Manrique cuando, al salir los dos hombres y quedarse solo con la doncella, ésta le ofreció un escabel junto al sitial en que ella se asentaba. Él se acomodó en el liviano asiento y puso todo su afán en contemplarla, a la moribunda luz de la lámpara del oratorio, que se agotaba en oscilaciones variables y periódicos chisporroteos, y a cada instante que pasaba sentía acrecentarse la sorpresa y el asombro que la nueva hermosura de la azafata causábale… ¿Cómo pudo transformarse en tan magnífica mujer la criatura enteca, flaca y descolorida que llegara a Rugoso años atrás?
Minutos pesados como el plomo fueron estos que doña María pasó bajo la mirada investigadora, atenta y asombrada del caballero; pero, a un tiempo, minutos llenos de una intensa emoción y de una dulzura inexpresable, porque, por muy joven y muy poco dada a lances galantes que fuese la doncella, era tan clara la expresión de los rasgos todos de Manrique, que harto bien veía doña María cómo estaba prendándose de su hermosura, como de cosa nueva e inesperada, aquel mismo Manrique que en Rugoso se desvaneció de amor por la infanta antojadiza… Porque en Dios y en su ánima…, ¿no era la misma expresión acariciadora y ardiente que en los ojos de Manrique notara tantas veces con celos y con dolor, cuando, en las riberas del río o bajo el palio de los pinos, se arrullaban en pleno idilio doña Urraca y él, mientras ella, a dos pasos, sentía el desgarrarse de su corazón incomprendido? ¿No era esta misma expresión la que ahora llenaba las pardas pupilas del hombre que, en la foscor intermitente del oratorio mal alumbrado por la lámpara en agonía, la miraba con ansia, devorándola con los ojos como si no la hubiera visto nunca…?
El silencio era pesado y difícil de romper… ¿Por qué? Y no faltó más sino que, terminado el cebo, la lámpara se apagó y el oratorio quedó sin más luz que la de un blanquísimo rayo de luna que dio en entrar por el ventanal abierto sobre el campo en quietud. Este rayo de luna, que le dejaba a él en sombras, rodeábala en cambio a ella como un nimbo y no hacía otra cosa sino idealizar con su luz de ensueño el negro aterciopelado de las pupilas y el rojo clavel de los labios. Fue entonces, al mirar ese rojo de sangre y esa curva deliciosa, al hundirse como un remanso en la dulzura mansa y suave de los ojos, cuando la reminiscencia tomó a adueñarse de todo él, fuerte y avasalladora.
Recordó como si la viviera aquella hora de misterio en que una mujer desconocida llamó con palabras de realidad a su alma dormida en el ensueño del amor primero, como en el sopor de ardiente calentura. Las palabras de aquella mujer le rajaron el alma como un puñal, pero fueron ciertas y más tarde las comprobó dictadas por un deseo de evitarle males mayores. Aquella noche de fiesta, la noche del día en que había pasado de doncel, de niño casi, a hombre al consagrarse con la victoria que alcanzó sobre don Vidal de Oñate, se desdobló también su alma… Conoció el dolor; supo traiciones y falacias femeninas; se rompió su orgullo maltratado en mil pedazos; vivió diez años en una hora bajo el encanto de unos ojos semejantes a los que ahora le estaban mirando como prendidos en la hechicería de sus pupilas pardas. Todo lo que él creía en la vida hermoso y noble, se le apareció como ruin y miserable, se derrumbó su hermoso castillo de naipes. Aquellos ojos sombríos que salían por los agujeros de un antifaz de seda negra eran exactos en color y en expresión a estos ojos de la doncella, que ahora, bajo la luz de la luna, parecía una imagen tallada en mármol, tan blanca y quieta estaba. Y la boca que salía por bajo los encajes de la máscara era ciertamente tan roja y tan tentadora como estos labios un poco temblorosos de doña María… No era una revelación, mas era una sospecha que prendía con fuerza en el ánimo del mozo. Y el perfume oriental que, a pesar de los años, no había olvidado su despierto olfato, diría él que era el mismo que aquella noche seguía a su desconocida como un rastro.
Una incomodidad que iba convirtiéndose en molestia física se adueña por puntos de doña María, y por romper este maleficio del silencio —cómplice de emociones locas— intentó decir al azar cualquier frase.
—¿Qué ha sido de vuestra vida, Manrique, en estos años? —murmuró, con tenue voz.
—He vivido en sueños, señora —respondió el mozo, con un suspiro.
—¿Cómo así? No me parece que en sueños se pueda llegar a realizar tan grande número de hazañas prodigiosas como las que de vos cuenta la fama, ni que durmiendo se conquiste ese estado de la Realenga del que os ha hecho merced bien merecida el rey nuestro señor con una ejecutoria de nobleza que dicen se trocará harto pronto en título en Castilla…
—Pues, me creáis o no, todo ello lo realicé sin saber cómo. Parece que mi vida quedó interrumpida y rota aquella mañana en que bajo el árbol en que administraban justicia los condes de Rugoso, maese Sancho me descubrió el incógnito de la infanta de Castilla. Después, todo lo que haya realizado hélo hecho como obedeciendo fatalmente a una fuerza interior, sin darme yo mismo razón del porqué de mis actos ni del motivo que los informaba…
—El golpe fue cruel… —insistió la doncella, con un resquemor de celos—. Mas no creo que os haya impedido amar a otras mujeres. De esas caídas, la juventud dicen que se levanta.
—¿Amar a otras mujeres…? Según, doña María. Si llamáis amar a desflorar el placer donde os sale al paso…; a sembrar de sonrisas y palabras bonitas el corazón de una mujer propicia a seguiros el dulce juego del galanteo…; a tomar lo que os dan generosas y audaces ciertas damas desaprensivas…, cierto: yo os diría que, «así», he amado a tantas… que no recuerdo el número…
—Mas… ¿y como a «ella»? —preguntó doña María con angustia.
—No vais a creerme. Como a «ella», sólo he amado a una sombra.
—¿A una sombra?
—Más que a ella; porque de ella esperé y tuve una correspondencia; ella me dio algo en cambio de ese amor que le tenía; pero la sombra a quien aludo jamás pudo ser otra cosa que un jirón de niebla impalpable… Y hace tres años que esa sombra sin nombre es la que informa todos los anhelos y todos los movimientos de mi alma.
—No os comprendo bien.
—Es una historia extraña.
—Contádmela.
—Si os interesa…
—¿Cómo no, si es vuestra?
—Pues oídme.
Manrique se acercó más al sitial de la azafata y, al verle acercarse, ella tuvo ese movimiento instintivo de replegar su brial para hacerle sitio. Este pormenor, tan leve en apariencia, tomó a recordarle vivamente al mozo la noche en que conoció a su tapada. También aquélla, cuando él se le acercó en el hostal solicitando asiento a su lado, tuvo ese mismo ademán de recogerse la falda, y, como bajo el influjo de una imperiosa sugerencia, el caballero volvió a evocar otros detalles y a compararlos con estos de ahora. Así, vio que las manos de doña María tenían un raro parecido con aquellas otras manos de su desconocida y que, también como los de «ella», poseían una extraña elocuencia en sus ademanes… Ahora le escuchaba en actitud atenta, las manos cruzadas sobre el brocado de su halda, la cabeza un tanto retrepada contra el respaldar del sitial, el perfil de santa gótica emergiendo preciso entre la luz de plata de la luna y entornados los ojos tras la cortina de unas largas pestañas rizadas… Y con el corazón revuelto en locos aleteos, el mozo dio principio a la vulgar historia de una noche de fiesta en la que un paje audaz y mimado creyó encontrar una dulce aventura.
—La mujer era deliciosa, os doy mi palabra; y yo la seguí creyéndome el héroe de una aventura galante. Fuimos hasta la plazuela donde manaba la fuente, y allí me dio la puñalada la desconocida.
—¿Os dio la puñalada?
—Sí, porque allí comenzó a descorrer el velo que ocultaba la para mí incógnita personalidad de… doña Elvira.
—¿Ella os dijo…?
—Nada en concreto; hizo un llamamiento a mi buen sentido, diciéndome que yo no estaba a la altura de la condición de doña Elvira y que jamás su padre consentiría en otro enlace sino en el que al cabo de muy pocos días iba a celebrarse. Como yo no quisiera creerla, me citó al día siguiente bajo el árbol de la justicia y me dijo que el bufón (que, al parecer, estaba de todo bien enterado) me daría tan claras pruebas de cuanto ella afirmaba, que ya no me quedaría después la menor duda…
—¿Y os las dio…?
—Sí.
—¿Y no habéis podido sacarle a maese Sancho quién fuera la dama encubierta?
—No; vos no conocéis a maese Sancho cuando da en callarse. Es una tumba.
—¿Ni la dama en cuestión dejó ningún resquicio por el que pudierais colegir su personalidad?
—Nada. Me dijo que era de la Corte… Y en la Corte he vivido yo después y en vano la he buscado. Ni un pormenor me lo ha recordado en ninguna de las mujeres que allí he conocido.
—¿Y qué más os da, al fin y al cabo, conocer o no a vuestra tapada misteriosa?
—¡Es que ha llegado a ser para mí la razón de vivir, doña María! —soltó, con ímpetu, el mozo.
—No seáis sentimental, Manrique. Es imposible que una mujer apenas entrevista…
—Pues es mi obsesión. En cuanto tengo un momento de reposo, veo sus ojos… y su boca… y su sonrisa…
De un modo inconsciente y rápido, que fue por sí solo una revelación, la azafata se tapó vivamente el rostro con la mano.
—No ha habido un solo acto heroico en mi vida que yo no lo haya realizado con el pensamiento puesto en ella. Al despedimos dióme como recuerdo una cinta con sus colores. Esa cinta no se ha separado nunca de mí. Acompañome a las batallas, a las justas, a lo torneos, a los juicios de Dios… Y, como un talismán, salvome de todos los peligros…
—Y en la Corte de Castilla y León hay numerosas damas que sienten unos celos enormes hacia esa dama desconocida cuya divisa habéis puesto tan alta…
—¡Vive Dios, que daría media vida por encontrarla y decirle cómo cumplí mi promesa!
—Yo creo… que también ella se holgaría de encontrar a su caballero; y aunque los celos de saber que cortejó a otras la inquietasen un tanto, se vería feliz de sentir con qué especie de culto conservó y honró su memoria… el «Caballero sin nombre».
—¿Vos lo pensáis así?
—Claro.
—Supongamos que fueseis vos la dama… ¿Os alegraría hallar a vuestro paladín?
—Cierto que sí.
—Y si le encontraseis…, ¿qué recompensa daríais a su devoción nunca desmentida y a la fortaleza de su brazo?
Un minuto de silencio reinó en el oratorio; pareció un siglo. Después la voz de doña María resbaló por el silencio con un enronquecimiento y un tremolar de emoción:
—Todo el amor de mi alma sería poco para pagar tan constante adhesión.
—¡Doña María!
—Sí; mas, por desgracia, yo no soy la que vos habéis amado tan idead y noblemente —hubo tan recia energía y tan repentina frialdad en el acento de la azafata, que todas las sospechas de Manrique se hubieran venido al suelo si la voz que le gritaba dentro del alma no se hubiese dejado oír con una fuerza avasalladora. Acercóse más a ella y le cogió fuertemente ambas manos entre las suyas, pese a los esfuerzos de ella, aterrada, por desasirse.
—¿Estáis segura de no ser vos…? ¿A qué ese empeño en negar…? ¿No os delata el perfume oriental que dejasteis como mi rastro aquella noche y que es el mismo que flota ahora en todo el oratorio…? ¡Hacía tres años que no lo percibía…! ¿Es que os avergonzáis de haber sentido por mí ese cariño cuya calidad y naturaleza no me importa averiguar? ¿Ese cariño que os llevó a darme un aviso amistoso, que ojalá me hubieseis dado antes de que «ella» jugara inicuamente con mi corazón…? ¿Por qué no descubrir la verdad, señora? Ved vuestra divisa: descolorida, sucia, ajada… Sabe de las fatigas y miserias de la guerra. Tan vieja y deslucida… ¡y tan respetada y honrada a pesar de ello! ¿A quién la hubierais dado que se jugase por ella la vida como me la he jugado yo…, sin saber siquiera a quién pertenecía…? ¡Os he amado como se ama a Dios, sin veros nunca! El más ideal y más puro de todos los amores. No tendréis queja. Y ahora la Providencia nos junta impensadamente…
—¿Nos junta…? —murmuró doña María lentamente, sin pensar en negar.
—¿No lo veis?
—¿Y ella, Manrique?
—Ella tiene un esposo y un deber que cumplir.
—Ella no nos dejará amamos.
—¿Quién es ella para torcer los designios de Dios?
—Su inmensa vanidad no podrá consentir que, ante sus ojos, el que fue su juguete se tome en el amante de otra mujer.
—Dejad entonces su servicio…
—¡Nunca!
—¿Por qué?
—Me necesita: es desgraciada y llora…
—Esposo tiene, que la adora y que casó con ella ilusionado. Que cumpla sus deberes, en lugar de buscar conflictos —dijo, con inusitada dureza, el joven.
—¿Habéis venido a eso desde tierras de Castilla…?
—Sí
—No lo conseguiréis, Manrique.
—Peor para ella.
—Y para mí…
—¿Por qué para vos, doña María?
—Porque una de dos: o su padre la dejará entregada a Raimundo de Borgoña, y éste, por dignidad, tendrá que mantenerla en encierro y alejada de la Corte, o la reclamará en tierras de Castilla…, y en tanto se tramita la anulación de su matrimonio, que es lo que ella quiere, nos meterán en un convento a las tres.
—¿A las tres?
—Claro: a la infanta, a su aya, doña Mencía…, y a mí.
—Eso será lo que será, porque si vos me amaseis…
Doña María alzó vivamente los ojos, caídos hacia el suelo, y por vez primera miró a Manrique cara a cara…
—Tengo miedo de amaros.
—¡Miedo de amarme! ¿Por qué?
—¡Amasteis a tantas! ¡Y la amasteis tanto a ella!
—¡Y ahora no amo sino a vos, después de estar tres años adorando vuestra sombra sin saber que era la vuestra…! ¡Doña María! ¿Por qué me buscasteis aquella noche de fiesta?
—Porque estabais en peligro y… os amaba…
—¡Me amabais!
—¡Desde tanto tiempo…!
—¡Dios mío!
—Desde la primera mañana que os vi, cuando «ella» os echó la rosa desde el ventanal de su cámara…
—Y habréis sufrido…
—Como los condenados del infierno, Manrique. Mi sangre es ardiente…, tal vez llevo en ella atavismos árabes, y mi orgullo, inmenso. Juzgad, si podéis, cómo se desgarraría mi corazón al veros tan suyo…, al darme cuenta de que pasabais por mi lado sin que su belleza deslumbradora os permitiera fijar un punto los ojos en mí… Maese Sancho se dio perfecta cuenta.
—¡Y yo no! —murmuró, con dolor, el caballero.
—Y ahora, mi desdicha de ayer me toma recelosa y pienso que no podréis en vano vivir junto a «ella» sin sentir cómo se encienden las brasas del rescoldo.
—¡No…! Vos sois mi dama encubierta; la que me dio el brazalete que hay colgado en mi cuello como un talismán; la que me entregó, confiada, sus colores; lo desconocido, lo inquietante, que llenó mis vigilias; el sueño hecho carne y tan cumplido, tan hermoso… como jamás pude imaginarlo. Yo no he amado jamás, doña María; yo despierto de un sopor en este instante y comienzo a vivir y a amar al veros. Todo lo que os quise sin saber quién erais, no es nada en comparación de lo que siento ahora.
—¡Manrique! Me dais miedo…
—¡Yo!
—Sois demasiado impulsivo y…, a veces, estos entusiasmos tan rápidos se desvanecen de pronto como surgieron.
—Hace tres años que os amo, doña María.
—¿Ya sabéis que fue a mí? Yo no os lo he dicho…
—No negasteis tampoco. Y desde que entré en este oratorio estoy diciéndome que vuestros ojos son iguales y vuestros labios idénticos a los de aquella tapada misteriosa…
—¿Por qué me adivináis ahora y entonces no, Manrique?
—Porque entonces un mal querer me ponía venda espesa en los ojos.
—¡Tan claro como os dije que os amaba!
—Cierto. ¡Y yo tan torpe…! Decidme que fuisteis vos; que yo lo oiga. Creo que soy juguete de un mal sueño.
—Yo fui, Manrique, de acuerdo con maese Sancho, que me lo pidió. Ya hacía días que, a mí, unas se me iban y otras se me venían, mas ¿quién osa descubrir el incógnito de una princesa? Sufría…, ¡cómo sufría! Ya no me importaba el que no me quisierais a mí y la adoraseis a «ella». Eso era lo de menos; padecía a toda hora pensando en el dolor que os iba a desgarrar cuando llegase el momento de descubrir la verdad, y hubiera sido capaz de Dios sabe qué locuras por evitároslo.
—¡Cómo podré pagaros…!
—Amadme mucho…, si os dejan.
—Con pasión, aunque no me dejen.
El caballero se inclinó a besar rendidamente las dos manos, que aún continuaban entre las suyas. Doña María estaba casi asustada de esta inesperada dicha, y el corazón le galopaba como desenfrenado corcel, y fue suerte que la puerta se abriera para dar entrada a don Favila y a maese Sancho, porque el ambiente se caldeaba y el muñeco del arco y de la aljaba se iba sintiendo asaz retozón, sin que llegara a contenerle en sus audacias la santidad del lugar en que se hallaban. La actitud de la pareja era tan elocuente, que por sí sola hablaba… Maese Sancho, al darse cuenta de ella, tuvo un imperceptible fruncimiento de cejas.