Capítulo III
CAMINO DE BORGOÑA
—Que Dios te ayude, Manrique; contigo van mi bendición y mis buenos deseos.
—Os veo afligido, mi señor…
—Sí tal, ¿a que voy a negarlo? Vive dentro de mí como una aprensión de futuros peligros… Quisiera seguirte en ese viaje por tierras de Francia, como te he seguido hasta ahora por los campos de batalla en algaras y rotas…
—¡Señor…! Vuestra grandeza fue para mí como un padre, y en verdad que no sé de qué modo agradecerle ese celo desmedido que muchas veces no comprendo, porque al fin y a la postre… ¿qué soy yo para vuestra grandeza sino un extraño recogido y criado por caridad?
A esta indirecta del mozo, el conde de Rugoso se abstiene de responder; es en balde que el joven caballero trate de apartar el velo de esta terrible incógnita de su nacimiento; el señor no se cuartea y calla a piedra y lodo. La entrevista fina sin que el joven consiga hallar un resquicio por el que entre la luz en su inquieta alma. Sólo ve, sí, que el señor está hondamente preocupado por la comisión real y que le abruma la imposibilidad —como ha dicho— de seguirle en su aventura.
—Manrique, contaré los días que tardes en volver.
—Volveré lo más pronto posible, mi señor.
—Cuenta que vas a vértelas con una mujer endiablada.
—No la temo, señor; la conocí en Rugoso.
—En fin, que Dios te ayude y el santo arcángel San Rafael, abogado de los caminantes, te vuelva con bien.
—Así sea. Y a vos.
Media hora más tarde, por una poterna de la casa solariega de don Gustio Ansúrez, deudo del de Rugoso, donde se hospedan éste y su escolta, salen dos embozados con sendos mantos pardos, sobre los cuales se aprietan unas capuchas que los defienden de los menudos copos de nieve con los que se despide el reciente temporal… Los que a pesar de la nieve se agrupan bajo los soportales de la Plaza Mayor comentan en voz recatada cuando ven pasar a los dos personajes a pie, sin séquito ninguno ni bagajes que den a entender que dan comienzo a un largo viaje.
—Ved al «Caballero sin nombre» y a ese corcovado ridículo que le acompaña a todas partes. ¿Adónde irán sus mercedes con el temporal que corre y en guisa tan recatada?
—¿Preguntar hais menester, don Hernando? ¿No es la traza de aventura galante, así Dios me valga? Seguid al caballero y, ¡voto al diablo!, que le veréis meterse por uno de esos barrios de los arrabales donde hay zurcidoras de voluntades que bailan al son del oro encerrado en las mallas de un bolsillo…
—¿Qué sabéis vos? Tal vez vaya en busca de una piedra afrodisíaca con que vencer por la magia y el hechizo lo que no pudo por vías naturales.
—No digáis tal, que al caballero le sobran apostura y gentileza para volver locas a todas las damas de la ciudad.
—Ya será un poco menos…
—¿Y a qué, entonces, lleva consigo a ese grotesco rodrigón con joroba de bufón, sino a negociar cosas misteriosas? ¡Cuerpo de tal!, que no iréis a convencerme de que va a una cita galante con semejante escudero…
—Ese hombre me espeluzna, ¿lo creeréis? Y conste que no soy cobarde.
—Sí; se cuentan cosas de él…
—Por los estados del conde de Rugoso corre la voz de que maese Sancho, que así le llaman, es un mago; entiende de maleficios y hechicerías, y sabe de talismanes misteriosos que dan la suerte y protegen la vida de las personas. No en balde acompaña siempre a este «Caballero sin nombre», que también es otro enigma, y, no en balde también, la suerte de don Manrique es singular, que bien le veis vencer en los lances de guerra sin un arañazo y ganar en justas, pasos y torneos.
—Y enamorar a las mujeres, de cualquier clase y condición que fueren…
—El jorobeta tiene parte con el diablo, y el caballero, a lo mejor, le ha vendido al Malo su alma y…
—Cuentan que una vez el conde lo encerró en un torreón por no sé qué acto de rebeldía que cometiera, y al amanecer del día siguiente había desaparecido sin dejar rastro, a pesar de no tener el encierro resquicio por donde escapar.
—Y cuentan también que, desde entonces, un alma en pena se paseaba por el torreón al filo de la medianoche… Hasta que apareció el caballero y cesó la aparición. Y cosa de encantamiento debió de ser el que una buena mañana maese Sancho saliese por el puente levadizo a lomos de un buen caballo cuando jamás habíase atrevido a montar sino muías mansas o hacaneas viejas, y, lo que es peor, sin la joroba…
—¡Vamos…!
—Como os lo digo, don Garcés. Mi escudero lo oyó referir a uno de los soldados de Rugoso que hacían la guardia sobre el rastrillo aquel amanecer. ¿Creéis por ventura que es cosa natural y corriente que un hombre se quite y se ponga una joroba a su placer?
—No en mis días.
—¿Y no es tampoco cosa de magia o de encantamiento ese dominar todas las voluntades? Sin nombre y todo, como está el caballero, ya veis que el rey nuestro señor le distingue hasta el punto de darle asiento en Cortes, cuando ninguno de nosotros, hijosdalgo y nobles, hemos logrado alcanzar semejante prerrogativa…
—Cierto.
—Y cosa de hechizo es también que el conde de Rugoso, que le encerró por rebelde en su castillo, saliera luego a buscarle en persona y no comiera pan a manteles, como aquel que dice, hasta hallarle como le halló en la Corte encuadrado entre los caballeros del rey. Como que dicen sus vasallos que, desde la noche en que el mozo se escapó por malas artes del torreón donde le tenían preso, el conde cogió una hipocondría y un mal de ánimo que ni el sabio Aben-Xalib, el físico de Su Alteza, consiguió sanarle, y hasta que no encontró al caballero, no sanó.
—Después le ha seguido a las algaras y las rotas como un escudero, ni más ni menos, atento y vigilante día y noche, como si tuviese miedo de que el aire se lo robara otra vez… ¿Encontráis todo eso natural, don Hernando, tratándose de un ricohome, pariente del rey…, y de un miserable doncel recién ascendido por un capricho de Su Alteza al rango de caballero, un sujeto sin nombre, recogido y criado por caridad en los estados de don Diego Alvar…?
—Mosca tiene el guisado, en efecto, mi señor don Lope; mas no seré yo quien me meta a averiguar lo que maldito me importa, que si todo ello sucede por vía de encantamiento, miedo me da hurgar en tal cosa, no me alcance en venganza algún hechizo. Y si el encantamiento es sólo llanamente la voluntad del rey, que de la nada levanta un favorito, como tantas veces nos enseñó la Historia que otros monarcas lo hicieron, guárdeme Dios de meterme en libros de caballerías, que si es mala la magia, peor es el antojo de los reyes para permitirnos los súbditos investigar y poner en claro las razones y el porqué de estas voluntades regias… Allá se las hayan don Alonso con su debilidad por el don Manrique, y el don Manrique con su suerte loca, y el de Rugoso con su celo en guardar al caballero, y el corcovado con sus malas artes, si es que las hubo en todo lo hecho.
—Bien decís, don Garcés.
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A la salida del burgo encontraron a un servidor de don Gustio esperándoles con los caballos del diestro. Eran ambos fogosos, con la edad en la boca y una estampa magnífica: negro como la noche y de pura raza árabe el del caballero; y, en contraste, blanco, fuerte y nervioso el potro del bufón, en el cual montó el discutido maese Sancho con una ligereza y soltura que hubiese pasmado a los caballeros que a esas horas aún estaban ocupándose de él bajo los soportales de la Plaza Mayor.
—¿Pusiste comida, León? —preguntó maese Sancho al mozo.
—Sí, señor bufón; en las alforjas lleva vuestra señoría un pollo asado, fiambres, huevos, dulces secos, frutas, lomo curado…
—Basta, basta, León; di al repostero que no olvidaremos sus buenos servicios don Manrique y un servidor, y que cuando regresemos de nuestra peregrinación al sepulcro del glorioso Apóstol traeremos para él y para ti unas reliquias del señor San Yago.
—Que me huelgo, seor loco, y bien recibidas serán las reliquias. Ahí, en esa bota, lleváis vino… Y el santo arcángel San Rafael os depare buen viaje.
—Amén.
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—La nevada arrecia, señor.
—Ya te he dicho mil veces, cabezota, que no me llames «señor» cuando estemos solos. Y menos ahora, en que nadie debe sospechar nuestra identidad.
—Bien está. Os digo… Bueno, quiero decirte que la nevada arrecia, Manrique.
—Eso es. Pues envuélvete bien en tu manto y cálate lo mejor que puedas la capucha.
—Ya está.
—Espolea si es menester ese caballo y procuremos salvar cuanto antes los alrededores de la villa.
—¿Espolearle? ¡Si se me escapa de las manos! Bien cumplió Su Alteza la promesa de enviarte buenos potros.
—Y ya los necesitamos, que el viaje es largo.
—¿De veras? Tú dirás a qué sitio nos dirigimos, porque aunque no te has ido de la lengua ni el canto de un alfiler, me da el olfato que eso del voto al Apóstol y la peregrinación al sepulcro es puro cuento.
—Acertaste, maese Sancho. En peregrinación vamos, mas no al sepulcro del señor San Yago, sino a cierto castillo.
—¡Huy! ¿Castillo dices? ¿Y en comisión real?
—Sí.
—¿No será otro cuento eso de la comisión real? ¿No iremos por tu cuenta y riesgo?
—No, que ya viste como Su Alteza me dio caballos, oro y documentos…
—¿Vas de embajador?
—Algo por el estilo.
—Más me place que andar dando tajos y mandobles por algaras y rotas.
—Pues no los das tan mal, maese bufón, ni te veo tan acobardado cuando el fragor de la batalla pasa sobre tu cabeza.
—¡Pchs…! A todo se acostumbra uno. De perro faldero de su señoría la condesa, la suerte, mejor dicho, la ley que te tengo, me ha llevado a servirte de escudero, y en verdad que me place casi más este oficio, que es de hombres, que no aquel andar exprimiéndose la calavera todas las mañanas al abrir los ojos para ver de confeccionar nuevas gracias con las que hace reír a las aburridas damas y doncellas de su señoría.
—Que me huelgo, bufón.
—¿Y para quién es la embajada, Manrique, si puede saberse…?
—¿No adivinas?
—¡No, a fe mía! ¿Qué he de adivinar, pesia a mí?
—¿Ni te dice nada el camino que hemos cogido?
—¿Qué va a decirme, si casi no lo veo a través de la cellisca que nos ciega?
—¿Y entre los claros que te deja, no adviertes que es el de Zaragoza?
—¡Jesucristo! ¿A Zaragoza vamos, Manrique? ¡Por vida mía, que el reyezuelo moro de ese reino, que nunca ha podido ver a don Alonso ni en pintura, mucho me temo de que no nos haga una cogida muy cordial! ¿Y a qué vamos a Zaragoza en víspera de esa gran algara que se prepara contra los almorávides, con los que anda aliado el reyecillo de taifas?
—¿Quién te ha dicho, parlanchín sempiterno, que hayamos de quedamos en Zaragoza, ni siquiera que hayamos de entrar en el reino?
—Entonces… ¿a qué cogemos ese camino?
—Para entramos por los estados de Aragón hasta dar coa tierras catalanas, y ya en ellas…
—¡Tierras catalanas…! ¡Vos vais a tierras catalanas, mi señor!
—¿Qué es eso, maese Sancho? ¿Otra vez «señor» y tratamiento de vos? ¿Cómo he de decirte…? ¿Y a qué ese agitamiento inexplicable? ¿Qué tiene de particular que yo me meta o me deje de meter por tierras catalanas…?
—Nada, hijo; es que… como… Verás, como Su Alteza el rey don Alonso el VI dicen que no anda en muy buenas relaciones con Berenguer Ramón II, el conde de Barcelona…, pues… Sí, eso es; de pronto, me ha dado un poco de miedo pensar que tú… y yo… vamos a metemos en sus estados así, sin más ni más. Eso es.
—El conde de Barcelona no se nos va a comer.
—¡Hum…!
—Además, has de saber que ese señor no se enterará siquiera de nuestro paso por sus estados.
—¿Cómo así?
—Porque vamos de tránsito.
—¿Más lejos?
—A buscar el Pirineo por Gerona y trasponer sus cumbres…
—¿Estás loco? ¡En esta época! Se nos comerán los lobos; nos destrozarán los osos…
—¿Y para qué llevamos cuchillos de misericordia, dagas, espadas y puñales?
—Mal negocio, Manrique.
—A ver si a la postre vas a resultarme un cobarde y heme de arrepentir de no haber traído en tu lugar a Nuño Correa.
—¿Quién te dijo que me trajeses a mí?
—Nadie; te elegí yo… Pensé que en esta cruzada difícil que vamos a emprender, una cruzada en la cual juega mi ambición el logro de todos sus deseos, me serían de indiscutible ayuda tu ingenio, tu inteligencia y tu devoción. ¿Qué es eso? ¿Es que te emocionas, maese Sancho?
—¡Qué va! Es que…, ¿sabes?, se me entró en un ojo, ¡maldito sea!, un granizo, y por eso… ¿Conque me escogiste a mí con preferencia a tu valiente escudero Nuño Correa? ¡Pues júrote, Manrique, que no te habrás de arrepentir de tu preferencia y que sabré estar a la altura de todos los peligros con que hombres, lobos, osos o jabalíes nos amenacen!
—¡Ay, maese bufón! Me temo que necesitaré más de tu ingenio que de tu brazo. Porque la cruzada no va a ser contra lobos, osos ni jabalíes, aparte que encontremos algunos en los picos del Pirineo, sino contra zorras astutas.
—¡Lléveme el diablo si no andan faldas de por medio!
—Acertaste.
—¿Y están del otro lado de los Pirineos esas faldas?
—Justo.
—¡Pues mal rayo me parta si no vamos a la Borgoña a entendemos con ese diablo de cabellos de oro que te trastornó el seso en el castillo va para tres años! ¡Maldita sea…! ¿Y Su Alteza cómo te envía a ti, caballero galán y mozo, para que esa loca se inflame como la estopa en cuanto te vea, en lugar de mandar, pongo por caso, a don Gustio Ansúrez, que se cae de viejo…? Poco prudente anduvo Su Alteza en esta ocasión…
—¡Qué sabes tú…! ¡Cuando él lo hizo…! Se trata de convencer a la infanta para que vuelva a la amistad y gracia del conde don Raimundo. Parece que, por una ligereza de doña Urraca, a quien el conde no ha caído en gracia solamente porque la forzaron a casarse con él, el marido ha tenido que sacarla de la Corte y poco menos que desterrarla en un castillo.
—Ya, siempre la misma. ¿Y será fácil empresa para ti el reconciliarla con el borgoñón y hacerle que ponga en él sus preferencias? ¿No se encaprichará otra vez de tu buena traza como se encaprichó hace tres años…?
—Olvidas, maese Sancho, que ya no soy ahora el niño inexperto que ella conoció en Rugoso.
—Verdad es, pero es tan bella la infanta y tú tan galante caballero…
—La infanta será para mí sagrada por varios motivos, y no moveré un dedo para hacer su conquista.
—Te creo; pero ¿cuentas con ella? Es antojadiza, superficial, liviana…
—Pero altiva; y yo hablaré a su dignidad de princesa y a su orgullo de mujer de tal forma, que la obligarán mis consideraciones a frenar todo capricho que por mí pueda sentir.
—¡Dios te oiga, muchacho! ¿Y vamos de tapadillo, no es eso?
—Por completo. Nadie en la Corte sospecha lo que está aconteciendo en Borgoña entre la infanta y su marido; ni conviene que se sepa. Los grandes señores que no vieron con muy buenos ojos el casamiento de doña Urraca con un extranjero serían, quizá, partidarios de alguna acción violenta, y el rey, con muy buen acuerdo, opina que, en vísperas de una algara como la de Aledo, no convienen querellas con otro estado, sin contar con que aprecia a su yerno.
—¿Y vas tú de árbitro componedor? Bueno está; ascendemos a la categoría de embajadores. Pero ¿y si ella se obstina en no volver con su marido?
—No lo creo. Raimundo de Borgoña es un caballero arrogante, elegante, joven y refinado; es el hombre a propósito para enamorar a una mujer como doña Urraca, fina, artista, ligera…
—Lo sería quizá si tú no anduvieses por en medio…
—¿Y quién soy yo? Para capricho, demasiado; no me precio en tan poco. Para juguete de una princesa no sirvo, maese Sancho; no serví cuando era un pobre paje sin porvenir. Mucho menos hoy, en que las puertas de la gloria se están abriendo a mi ambición… Y para esposo, menos, por alto que yo llegue.
Una emoción intensa se plasma en las facciones, acusadas y finas, del bufón. Mira largamente a Manrique, sin despegar los labios; más aún, apretándolos como con miedo de que se le escape alguna palabra que luego se arrepienta de haber pronunciado. Después, la expresión de sus ojos se toma enigmática y parece como que mira lejos, lejos…, ¿en lo pasado, o quizás en lo futuro? ¡Dios lo sabe!
—Pues ándate con pies de plomo, rapaz, que los años mozos son fecundos en impetuosidades que más tarde se suelen pagar caras… —aconseja.
—No te preocupes por eso, maese bufón, y piensa en el modo de entramos por los reinos de Aragón y Cataluña sin despertar sospechas, porque todo nuestro negocio se ha de hacer con sordina.
—Por pensado; pasé el camino varias veces…
—¿Tú…? ¿No naciste en Castilla?
—Claro… —corrige prestamente el loco—, mas en mis mocedades fui cantando trovas y diciendo romances por castillos, lugares y aldeas; y no te asombrará saber que crucé las Españas desde Covadonga hasta la Punta de Tarifa… Tuve la suerte de encontrar entonces un período de paz y visité los reinos de taifas y los estados de Al-Mamún y de Al-Motamid. El pueblo árabe era amigo de la música y de los versos… A lo nuestro, pues; esta noche dormiremos en un lugar llamado Sangróniz y mañana en la Venta de la Fraila. Pasado estaremos en Tudela, cerca ya de la raya de Aragón; y al otro haremos noche en Carrascales, en casa de un buen labrador, mi amigo, donde encontraremos buenas magras y mejor vino.
—Que me place, maese Sancho.
—Pues no se hable más.
—Y como la cellisca fuese en aumento, ambos a dos, caballero y bufón, decidieron cortar la plática y proveer a defenderse del temporal.