Capítulo II
MAESE SANCHO

Al cruzar el puente, el caballo relinchó a la querencia de la cuadra y del pienso de avena; y al sentir el relincho asomó su extraña catadura por entre los soldados del cuerpo de guardia un extraño personaje, corcovado y giboso por delante y por detrás, vestido lujosamente de brocado verde y blanco y lleno todo él de cascabeles de plata desde la retorcida y empinada punta de sus escarpines de raso hasta el remate de su gorro de terciopelo, tal como un borrego de feria en día de rifa. El rostro, grotesco, igual que el resto de su persona, tenía, sin embargo, rasgos de clara inteligencia: firme el mentón, la frente despejada y una luz honda y profunda en el mirar. Mas esta expresión conocíanla sólo fray Jerónimo o la condesa, pues de ordinario —y para él y el vulgo— el bufón era el loco procaz, atrevido, mordaz y pícaro, cuya lengua, entre burlas y veras y en franca contradicción con su aire de idiota, taladraba despiadadamente todas las conciencias.

— ¡Hola, seor bribón! Tarde llegamos, y, por mi vida, que si fueseis mi paje, os daría un buen tirón de orejas. Ya diré yo a nostrama que os acorte el rendaje…, ¡voto va!, que me huelen a picos pardos vuestras tardanzas —exclamó el bufón, teniendo por la brida el caballo en tanto que el mozo descabalgaba.

—¡Callad, maese bellaco! —dijo riendo el paje.

—Bueno va. Subid presto, que la dueña y doncellas de nuestra señora la condesa están hipando desesperadas por vuestra ausencia. Doña Aldonza clama que debe de haberos devorado un lobo; doña Leonor solloza en trance de muerte pensando que hayáis podido ahogaros en el río; doña María se retuerce en convulsiones sospechando que andáis de refocilo con alguna villana del contorno y que pueda otra saber de la miel de vuestras palabras amorosas, mientras ella se consume en un fuego incomprendido…

—¡Loco…! ¡Vive Dios, que sois deshonesto y libre en vuestros dichos, y que el mejor día voy a cortaros la lengua! —saltó, amoscado, el paje, a quien la risa con que la soldadesca coreaba las procacidades del bufón molestaba en extremo.

—¡Bah! No hay por qué os ruboricéis como una tímida doncella —insistió el loco—. Sois un apuesto mozo, y las ocasiones no les sobran a las mujeres del castillo para hacerse amar por quien lo valga. Las infelices sólo ven en sus horizontes a mi corcovada persona o a fray Jerónimo, que a fuerza de santidad y ayunos se ha quedado como un abadejo… O a esta tropa de lobos peludos, soeces y maldicientes, de la soldadesca. ¿Cómo no han de miraros con el alma en los ojos, lindo paje? Ya sabemos todos que sois el encanto de las damas, y que si no fueseis tan niño (a pesar de vuestra estatura), podríais ser como un sultán en este harén. ¡Quién fuera vos!

El suspiro que acompañó a esta frase fue tan cómico, que las risas aumentaron en el cuerpo de guardia. Tenía el paje el genio corto y la sangre harto viva para aguantar con filosofía estas bromas, y así, cogiendo al loco por el cuello, con una mano insospechadamente fuerte dada su linda forma, su blancura y su fina piel, le arrastró tras él hacia el patio de armas con un:

—¡Vive Dios, que sois cínico y ruin, maese Sancho! Siempre habéis de mortificarme ante la chusma del cuerpo de guardia, que mal fin tenga.

—Así aprenderéis a tener más dominio sobre vuestro genio, que se me antoja harto mal sufrido para quien como vos está destinado a vivir en la servidumbre.

Ahora el bufón hablaba como un mentor bondadoso y la expresión de inteligencia bañaba sus facciones; Alguna vez, también se despojaba de su máscara de imbecilidad en honor de Manrique, a quien conocía desde niño y amaba —como le amaban todos en el castillo— por sus buenas prendas.

—Quizá tengáis razón, maese Sancho —concedió con humildad el paje—. ¿Me acompañáis al estrado? Seguramente mi señora me va a propinar un réspice por mi tardanza. Siempre me avisa que no me sorprenda la queda en despoblado a causa de las partidas de malandrines que hay emboscados en Sierra Pelada. Y hoy no fue culpa mía. Ya regresaba a buena hora, pero me entretuvieron esos malditos gitanos que han acampado junto al río, y…

—Y seguramente os han saqueado, niño infeliz.

—No. Una gitana me hizo el horóscopo, pero no quiso admitir ni una moneda.

—Debió de prendarse de vuestra sonrisa, de vuestro gentil talante, de ese encanto que poseéis para encadenar las voluntades de las hembras.

—¿Otra vez os burláis? ¡Voto al diablo, que os ponéis pesado y ya vuestras chanzas pierden su gracejo! Sabed que la gitana era tan vieja, que bien podría ser mi bisabuela.

—¡Hola! Entonces el horóscopo sería perfecto. Con tanta práctica…

—Dijo cosas extravagantes.

—Desde luego, os habló de una morena y una rubia que os habrán de amar…

—¿Cómo sabéis…?

—¡Bah! No seáis cándido. Eso no falta nunca en un horóscopo digno de tal nombre.

—En efecto, me habló del amor, y de una morena y una rubia; pero eso a mí no me impresionó mucho. Lo que llamó mi atención fue otra cosa.

—¿Cuál?

Dijo que mi mano era igual a la de un rey a quien hizo el horóscopo hace veinte años. Que la línea de la vida estaba en mi mano interrumpida por un grave peligro, y que si conseguía escapar de él me guardaba el porvenir grandes triunfos en la guerra y… una corona.

—¡Voto a cien mil legiones de diablos, que a esa bruja debían quemarla viva! —exclamó con una indignación no fingida el bufón—. ¿No tiene la bellaca mejor cosa que hacer sino calentarle la mollera a un mozuelo infeliz, llenándole el magín de disparates? Ved, Manrique, de no creeros ni palabra de todo ese conjunto de necedades, no sea que perdáis vuestra tranquilidad; que es mala cosa que el gorrión pretenda volar con las alas del águila. Ni vos sois hijo de rey, ni Cristo que lo fundó. Yo os afirmo que por caridad os recogió mi señor el conde en el saqueo de un menguado villorrio y tan mísero que no es posible haya albergado jamás a gentes de alta condición, cuanto menos a reyes… Burdas ropas vestíais cuando os trajeron a Rugoso, y todo dice claramente que sois hijo de pobres gentes que, en el horror del saqueo, se olvidaron de vos.

—Notad, maese Sancho, que la gitana no dijo precisamente que yo hubiese de heredar un trono; habló de triunfos guerreros, y ya sabéis que un reino también puede conquistarse con la espada… Ved a vuestro paisano Ruy Díaz, que no ciñe corona ni arrastra manto real porque, en su magnanimidad, ha preferido hacer de ellos presente a Alfonso VI, que, por lo demás, territorios de sobra ha conquistado con su esfuerzo, para empuñar el cetro.

—No tenéis vos traza ni talante de conquistador, ¡voto a Cribas!, como no sea de las mercedes de las damas, niño. Y no os empeñéis en buscarle tres pies al gato, ni os trastorne la sesera una ambición o una ansia de gloria y de grandezas, que no son para quienes, como vos y como yo, nacimos de villanos. Os lo dice maese Sancho, el loco, que alguna vez tiene ramos de cuerdo. Y os juro por la salvación de mi alma, que si vos perdéis el dormir pensando en los dislates de esa bruja, mejor estará en vuestra cabeza que en la mía este gorro adornado con los cascabeles de la locura.

El bufón había hablado gravemente y, al terminar, la mano del paje, que un rato antes se aferraba irritada y nerviosa a su cuello, tenía una laxitud suave y dulce de caricia.

—Así lo haré, maese Sancho —contestó con mansedumbre el mozo.

—Vos sabéis, Manrique, que el viejo loco os ama…

—Sí, por cierto, bufón. Y en Dios y en mi ánima, que yo os pago con la misma moneda. Y ahora vamos al estrado. Acompañadme. Tengo miedo al réspice de mi señora, y no quiero verme obligado a relatar mi sucedido con la gitana delante de toda esa patulea de damas, dueñas y doncellas chismosas y románticas. Vos distraeréis con vuestro ingenio a la condesa y apartaréis así su atención…

—No haré, paje amigo. Ni vos subiréis al estrado; que no está nostrama en este instante para recibiros, ni piensa en más que en acomodar dignamente a la gente que se le ha entrado por las puertas.

—Ya. Bien lo presumí por el trasiego de luces que se advertía en el castillo. ¿Y qué gentes son, seor loco? Holgárame de que fuesen soldados que van a la Corte desde el campo de batalla; cuentan hechos de armas y gestas heroicas…

—No os inflaméis tan pronto, doncel, que no se trata de mesnada alguna, sino de una nutrida escolta que acompaña a dos mujeres que han de quedar para una temporada en el castillo.

—¡Ah! ¡Mujeres…! —dijo con desencanto el doncel

—Sí tal. Dos damiselas de corta edad, sobrina una de las dos de nostrama, y azafata de la sobrina la más joven. Más una dueña cincuentona, metida en carnes, muy perfumada y peripuesta, que ha suspirado al cruzar el puente como si fuesen a encerrarlas en una mazmorra.

—¿De dónde vienen?

—¡Quién sabe! El jefe de la escolta, caballero recio y viejo, se encerró con la condesa apenas hubo llegado, mientras las otras tomaban posesión de esas estancias del castillo que sólo han ocupado reyes, infantas o prelados. Vienen con ellas un centenar de hombres perfectamente armados y equipados; pero ni traen blasones que descubran cuya es la casa donde sirven, ni será fácil hacérselo decir, porque son mudos como carpas. Sin contar con que, después de comer un buen rancho caliente y empinar el codo, echándose entre pecho y espalda sendos tragos de ese vinillo del color del oro que nuestro mayordomo esconde celosamente en los arcanos de la cueva, fuéronse a dormir, porque, según tengo entendido, deben salir mañana al despuntar la aurora.

—Entonces, ¿creéis que haré bien en desfilar hacia mi aposento sin interrumpir a nuestra señora la condesa, que debe de estar harto ocupada en los menesteres de atender a sus huéspedes?

—Sí tal, Manrique. Yo le diré que volvisteis y que su comisión quedó cumplida.

—Y que no osé estorbarla…

—Cabal.

—Pues guardeos Dios, bufón.

—Con Él quedad, doncel.

Dejó la montura en manos de un mozo de cuadra, recomendándole que la lavase con vino caliente, pues la comisión de la condesa habíale llevado a varias leguas de distancia, por caminos fatigosos, y el noble animal debía de estar cansado y sudoroso. Y cruzando un dédalo de corredores, escaleras, aposentos y escondrijos, dio con su cuarto en una de las torres cuadradas que flanqueaban el macizo edificio. Llamó, tirando del cordón de una campana, al sirviente que la munificencia —inexplicable en verdad, ya que Manrique no era noble— de su señora había puesto a sus órdenes, y pidióle que le subiese unos manjares, que devoró con hambre de lobo joven…

Después de lo cual, y sin que sus bien templados nervios se alterasen al recordar el famoso e inquietante horóscopo, dejó caer su cuerpo entre las sábanas de lino, perfumadas de espliego; hundió su cabeza en la blanda pluma de las almohadas, desparramando sobre el lienzo impoluto el oro de su rizada melena; corrió las cortinas de sirgo que cerraban como un camarín su gran lecho; murmuró un Pater noster, y se quedó dormido, con toda la tranquila felicidad de sus dieciséis años.