Capítulo II
REAL E INTERESANTE CONFERENCIA
Los tres años transcurridos desde que dejamos a Manrique encerrado en el torreón de Poniente, poco o nada le habían cambiado, como no fuera para afirmar más enérgicamente los trazos de su personalidad. Ya no era el adolescente de la melenita rubia y los ojos ingenuos, sino el mozo fuerte, en pleno desdoblamiento de una virilidad magnífica que la vida al aire libre y el ejercicio de la guerra desarrollaba espléndidamente. Siguiendo la moda de la época, llevaba el cabello cortado a la romana y el rostro completamente afeitado. Vestía con el lujo sobrio que conviene a un guerrero, mas en todo su atavío, en todas sus preseas, se advertía una elegancia depurada y personalísima que, con la armonía de sus movimientos y la fina gentileza de sus modales, le habían dado desde pequeño el aspecto de un príncipe.
Encuadraba a maravilla este joven elegante en aquella Corte refinada y sibarita de Castilla; la Corte del rey cosmopolita y de las reinas extranjeras que con sus aires de fuera habían desterrado la rudeza ancestral de los viejos condes castellanos, adustos y austeros como la tierra madre. Y era, a la vez, el guerrero audaz y combativo de la época que dio al Cid como exponente; mozo galanteador, buen catador de todos los placeres que la molicie y la sensualidad llagadas de las vecinas cortes árabes habían internado en la recia Castilla, pero león invencible y fiero en el campo de batalla, duro con el enemigo, incansable en las penalidades de la guerra, siempre alegre, con el optimismo sano y feliz de su juventud… Tipo que amalgamaba en él al caballero cortesano, diplomático, ingenioso y sutil, y al soldado infatigable y sobrio, sin llegar jamás, en su afición a los placeres tan naturales en un mozo Ubre, sin ataduras de padres ni de esposa, al afeminamiento de don Pedro de Lara, ni al libertinaje corriente entre otros caballeros, ni tampoco a la brutalidad de muchos guerreros de su tiempo.
Había llegado el refinamiento en los placeres a tal grado en esta Corte extranjerizada de don Alonso el VI, que él mismo, «cuentan las crónicas», hubo de darse cuenta de lo decaídos que estaban sus caballeros, y por ello tuvo que corregir más de un abuso, comenzando por cerrar baños públicos, que, a usanza árabe, había en las ciudades, y de los cuales parece ser que abusaban a mansalva los caballeros, debilitándose en la molicie de tal manera sus energías, que los historiadores dicen fue ésta la causa de las derrotas de Zalaca y Uclés… Ni afeminado, ni libertino, sino hombre normal en el esplendor de una juventud en flor, era Manrique de un tipo nuevo, mezcla de guerrero y cortesano, que hacía suspirar por él a las mujeres de esta Corte liviana. Y era Manrique como una mariposa que revoloteaba sobre las flores, deteniéndose apenas sobre alguna corola más brillante que las otras, con una inconstancia que desesperaba a las hermosas… Diversas leyendas y comentarios cercaban al joven caballero. Una divisa azul y blanca…, una cinta de seda deslucida y rozada de tanto andar entre las asperezas del trajinar guerrero, solía anudarse a su brazo o a su cuello en los torneos y las justas; y las damas más esclarecidas se preguntaban en balde a cuál de ellas pertenecían aquellos colores y aquella prenda que en la paz y en la guerra iba con el caballero a todas partes a manera de talismán. Se decía que el mozo era presa de un amor desgraciado, mas no parecía corroborar este aserto el aspecto alegre y feliz del caballero. Más bien debía tratarse de una de esas pasiones platónicas como un culto, de un amor puesto en algo ideal… ¿Nombre? ¡Quién lograba enumerar las mujeres que había conocido el caballero en sus andanzas por el mundo! Castellanas recogidas en sus castillos, que jamás pisaron los aposentos de la Corte; villanas hermosas y discretas —que también las había capaces de seducir a un hombre—, escondidas en la paz de sus lugares como humildes violetas; sultanas moras de abolengo esclarecido, que en sus embajadas habría conocido en los palacios árabes, como el propio rey conoció y amó a la princesa Zaida… El caso era que el caballero iba de una en otra con la insegura gentileza de un vilano ligero al que ahuyenta un soplo de viento, y que este desdén disfrazado de galantería no hacía otra cosa sino multiplicar el interés enfermizo que por él sentían las damas de la reina. Personaje misterioso, inquieto y sutil, que aparecía y se desvanecía en el cielo de la Corte, dejando el rastro de un enigma, tan pronto se firmaba una tregua o sonaban los clarines del combate.
Este personaje, vestido con rica y sobria elegancia con un traje azul recamado de oro, al cinto una hoja toledana y un puñal o cuchillo de misericordia con la empuñadura embutida de piedras preciosas; al cuello la cadena de oro, insignia de la Orden de caballería; en la mano el sombrero que la moda comenzaba a importar de Francia en aquellos días, y, flotando tras él, su manto caballeroso, de color de púrpura, con pieles grises de un valor enorme, prendido al hombro con un joyel de esmeraldas y diamantes, avanzó hasta el monarca castellano-leonés, que, sentado en su sitial gótico, aguardaba a los recién llamados, y, «fincando» en el suelo una rodilla, hízole el mozo su pleito homenaje besándole la mano, como asimismo lo verificaron luego los dos magnates que le acompañaban. Tras de lo cual, Su Alteza les ofreció asiento en el mismo estrado sobre unos taburetes a usanza mora que decoraban la sala.
—Os he llamado para hablaros de un grave asunto… —comenzó diciendo el monarca.
Tenía el rey una voz educada, llena de mesura y armonía, dulce y agradable al oído, mas en esta mañana cruda de invierno —quizás a causa de la fatiga que le produjera la reciente reunión, con sus correspondientes debates, que siempre las Cortes fueron pródigas en discusiones—, los tres hombres le notaban un cierto dejo de cansancio y acritud, no frecuente en el carácter de este rey diplomático, que de los palacios árabes adonde a morar le llevaron los azares de su accidentada juventud había sacado las saludables lecciones de propio dominio y disimulo, tan apegadas a la entonces culta y refinada raza mora. Y por ser asaz extraño que don Alonso dejase escapar por un resquicio algo de lo que en sus moradas íntimas acontecía, los tres hombres se sintieron espoleados por súbita curiosidad.
—Mal dije… —se corrigió el rey, pasando breves instantes de silencio—. No es un asunto: dos negocios son que me llevan sin sueño desde que de ello tuve noticia.
—Vuestra Alteza, señor, dirá; y si de ellos podemos aliviarle, bien sabe Vuestra Alteza que no escatimaremos ningún medio, por penoso que él fuere… —dijo respetuosamente el buen conde de Rugoso.
Suspiró el rey con un alivio patente, con el alivio de quien, oprimido por un peso superior a sus fuerzas, comparte de repente con otro su pesada carga. Y tomó a hablar gravemente:
—A decir voy, primo mío; mas antes, todos tres haréis juramento de no abrir la boca ni dejar resquicio por donde saberse pueda lo que aquí se concierte esta mañana.
—Jurado queda, y no tomemos ninguno de los tres a comer pan a manteles, ni a afeitamos la barba, ni a mudamos la camisa; ni en sagrado nos entierren, ni en nuestro lecho muramos como cristianos, si a él faltamos —declaró solemnemente el conde.
—Amén —dijo el «Caballero sin nombre», besando la cruz de la empuñadura de su espada.
—Amén —repitió, haciendo lo mismo, el terrible Alvar Fáñez de Minaya.
—Acercaos a mí, que dicen que las paredes oyen, y yo no aseglararía que este viejo palacio no estuviese minado de galerías socavadas entre el espesor de sus muros.
—Ya estamos, primo y señor, junto a Vuestra Alteza.
—Oídme: todos tres sabéis (y digo todos tres porque Manrique, aunque el más joven, debe de haberlo oído referir, ya que, por sus años mozos, no alcanzó aquellos días de revueltas y guerras civiles enconadas) que mi buen padre Femando dividió, al morir, con insigne torpeza (y él me perdone, por irrespetuosas, mis palabras), sus estados entre sus cinco hijos; dióle al mayor, que era Sancho, el glorioso reino de Castilla, y a mí el de León, dejando el de Galicia para mi hermano don García, y los infantados de Toro y Zamora para mis dos hermanas Urraca y Elvira… Don Sancho no se conformó con esta partición desdichada y comenzó por obligarme a mí, con malas artes, a abandonar el trono y encerrarme en el monasterio de Sahagún con achaque de que profesara; mas no me llamaba Dios por tal camino y, con la ayuda de mi hermana doña Urraca y de algunos fíeles vasallos…, cuyos nombres están grabados, aun a pesar de los años, en mi corazón agradecido… —al decir esto, el rey miró tiernamente a Alvar Fáñez de Minaya y conde don Diego, y ellos, con algo de emoción, bajaron modestamente la cabeza—, logré escapar a Toledo, donde en la Corte de Al-Mamún estuve en destierro hasta que la mano de Bellido Dolfos puso fin a la vida de mi hermano don Sancho. Mientras estas y otras cosas sucedíanse en mi persona y en mis reinos, no era tratado mejor mi hermano don García, quien fue encerrado en un castillo, donde estuvo hasta la muerte de Sancho.
Detúvose el rey. Le costaba un esfuerzo enorme el relato de estas desagradables escenas. Eran los tiempos de un egoísmo feroz, en los cuales hasta los lazos de la sangre se borraban cuando el fanatismo religioso o la ambición (más o menos inspirada en el amor patrio) se interponían. Ahora, miradas a través de la distancia de algunos años, don Alonso, que no fue nunca de su grado cruel y sanguinario, sentíase como incómodo y avergonzado de ciertos pasajes de esta historia desdichada. Con un carraspeo, siguió el relato, mientras a través de los altos vitrales de colores se adivinaban los primeros copos de una nevada que la cerrazón del tiempo había estado presagiando toda la mañana.
—Era mi hermano don García, en aquella fecha, odiado por sus vasallos. Gobernaba mal y siempre al dictado de unos cuantos favoritos torpes y ambiciosos, que para nada tenían en cuenta el bienestar y prosperidad de los reinos… Era cruel, déspota y tirano… Su encierro en el castillo de Luna no causó pena a sus súbditos, ni movió ninguno de ellos un solo dedo para darle la libertad mientras Sancho vivió. Mas no bien hubo muerto éste, diéronse prisa a sacarle del castillo sus favoritos con esperanzas nuevas de medro y poder al amparo del favor real. Y sin saber cómo, al llegar a Zamora, donde me esperaba mi buena hermana doña Urraca, encontréme con la nueva de que el rey de Galicia se había escapado del castillo de Luna y se encontraba ya en Santiago. No estaban contentos los gallegos de su advenimiento, y hasta mí vinieron en embajada para pedirme que interviniese en la gobernación de aquellos reinos. Yo, ¿por qué no confesarlo en esta hora de la verdad?, sentía la misma legítima ambición que había sentido mi hermano don Sancho: la de unir de nuevo en una sola corona los poderosos estados de mi padre, y no creáis, señores, que por ambición o sed de gloria. En el fondo de este mi deseo, eran éstas lo que menos pesaba; sobre todo, a mí me dolía que aquella porción de las Españas tan duramente conquistadas por Femando I y sus antecesores se tomase a dividir en porciones, perdiendo con esta falta de unidad la pujanza y el poderío alcanzados en los últimos tiempos y dando facilidades a los moros para nuevos ataques… Por todo ello, yo traté buenamente, por medio de emisarios entendidos, de convencer a don García a fin de que me hiciese traspaso del reino de Galicia. Muchas cosas hubieron lugar entonces, y tan largas fueran de contar, que no saliéramos de esta cámara en toda la mañana. Dejémoslas para mejor ocasión y más espacio; solamente os diré que lo único que se pudo conseguir de don García fue que se prestase a una entrevista conmigo, y tan falto de seso lo hallé en ella, que juzgué un deber el impedir que todo un estado cayese en tales manos para su perdición y ruina… Y por ello, juzgando hacer a todos una merced y servicio, le torné a encerrar en el castillo de Luna, donde ha estado hasta ahora… Desde luego, tratado a cuerpo de rey, que esto todos lo saben en mis reinos. Mas nunca anduvo muy cuerdo y en sus cabales este desgraciado hermano mío, y así…
Suspiró el rey, apesadumbrado y dolorido.
— ¿Qué os sucede, señor primo mío, que me está pareciendo que os halláis bajo una gran pesadumbre? —interrogó cariñosamente el conde de Rugoso.
— Grandes disgustos enturbian el horizonte de mis días, don Diego; sabed que mi desdichado hermano, rabioso por su falta de libertad, aburrido de su encierro y harto de vivir, ha perdido el poco seso que Dios le diera y, en un rapto de locura, se ha hecho abrir las venas para desangrarse…
— ¡Vive Dios, que es un trance harto feo, señor! —exclamó Alvar Fáñez, indignado.
— He enviado un tropel de físicos para ver si todavía se le puede poner remedio al lance, mas temo que cuando lleguen sea demasiado tarde; y ya se os alcanzará el peligro en que estamos cuando los gallegos levantiscos (que no todos andan de acuerdo con mi gobierno, y el que gobierna con mano dura siempre tiene descontentos) se enteren del suceso. La calumnia urdirá su tejido en tomo a mí; capaces son de propalar que le he mandado asesinar, como ya se dijo de mí cuando Bellido Dolfos mató a don Sancho frente a Zamora…
El recuerdo de la «Jura de Santa Gadea» enrojeció, al cabo de los años, con arreboles de indignación el agraciado rostro de don Alonso. Los tres caballeros guardaron un silencio comprensivo. En el fondo eran castellanos y no desaprobaban —por muy grande que fuese su lealtad al rey— la conducta de Rodrigo Díaz de Vivar, que interpretó el sentir de toda la nobleza de Castilla.
— Y con ello, preveo una época de conspiraciones y revueltas…
— Que Vuestra Alteza ahogará con su talento y nosotros con el filo de nuestra espada —dijo, hablando por primera vez, el joven «Caballero sin nombre»—. Desechad esos temores, señor, y preparaos a llevamos a la algara del castillo de Aledo lo más pronto que pueda ser… Las luchas o sediciones intestinas de los reinos se solucionan presto cuando gobierna una mano dura como la de Vuestra Alteza, y lo que debe procurar vuestra atención es el allegamiento de recursos y de hombres para hacer frente al viejo Al-Mamún, traidor y encaradizo, que ahora ya no se acuerda de los beneficios y ayuda que Vuestra Alteza le ha dispensado en sus apuros y pretende dar entrada en Castilla a esas hordas de almorávides que Dios confunda con su emir Yusuf.
— Razón tenéis, Manrique; mas hay también que pensar en conjurar los peligros de dentro, que si todo no está en paz en el estado, suele suceder que los enemigos se aprovechan de los traidores intestinos y las guerras se pierden por malas artes.
— ¿Qué queréis entonces de nosotros, señor? —preguntó el conde.
— Que mientras se allegan los recursos y se preparan los hombres y las máquinas y pertrechos de guerra para darle la batalla a Yusuf, quien no tardará mucho en desembarcar en Algeciras si los espías no me engañaron, Alvar Fáñez y vos, don Diego, vayáis de incógnito a tierra de Galicia y vigiléis todos los movimientos de los parciales de don García, y en cuanto algo viereis que huela a sublevación procedáis como mejor os cuadre…
— ¿Y qué guardáis para mi brazo, señor? —preguntó el joven.
— No se impaciente el cachorro de león —sonrió el rey—, que el trabajo que se le va a encomendar es harto más delicado y difícil de lo que él mismo pueda presumir.
—¿Más que el de Alvar Fáñez y mi señor el conde?
—Más, Manrique; porque en el negocio que vais a resolver anda enredado y entre abrojos mi corazón de padre…
—Señor…
—Harto sabéis cuál es la situación política de mis reinos y a qué costa logré pacificar los bandos que se disputaban de continuo con el casamiento de mi hija la señora infanta con el conde don Raimundo de Borgoña.
Manrique, al sentir nombrar a la infanta, no fue dueño de experimentar súbito sobresalto; el color le huyó del rostro y toda la tensión de su espíritu se le concentró en los ojos, abiertos, brillantes, con aquel destello de acero que sorprendió al rey la primera vez que con él habló en su cámara y que le hizo compararlos a una espada.
Cierto —afirmó el entendido conde—: porque si Vuestra Alteza hubiese dado oídos a los que le aconsejaban casar a la infanta con don Gómez de Candespina, gran parte de los castellanos hubiesen estado contentos de tener por su rey futuro a un castellano, mas seguramente los leoneses y los gallegos no se conformaran, creyendo a sus señores con el mismo derecho a casar con la infanta y a gobernar más tarde, y esto diera origen a una violenta guerra civil… Y aunque tampoco a gusto de todos fue el matrimonio con el conde borgoñón, no hay que poner en duda que el mal fue menor.
—La prueba es que, con el casamiento, las ambiciones se acabaron y los reinos quedaron como una balsa de aceite —aprobó Alvar Fáñez.
—Decídome en conciencia, y cuando yo lo hago, mis motivos tengo, a reconocer por mi heredero al infante don Sancho, y por eso he pedido a las Cortes que le juren, en la creencia de que, siendo mi único hijo varón y teniendo para la paz de los estados tanta importancia la cuestión sucesoria, que evita las guerras y disturbios, es conveniente para cortar contiendas internas dejar bien sentado cuál ha de ser quien haya de sucederme. Así, ese vivero de gusanos ambiciosos que hierven en la Corte bajo la capa elegante de la cortesanía, socavando y fermentando la paz de mi gobierno, morirán como bajo un cuenco de agua hirviendo y, mal que les pese, habrán de entretener su ingenio y su tiempo en otras cosas.
—Vuestra Alteza es hombre entendido y ha obrado con harta discreción en este negocio, como ya en otros obró —afirmó el conde—. Por lo tanto, creo que tiene bien asegurada la paz del reino.
—Eso creéis, primo. Mas en verdad os digo que estamos a dos dedos de tener una contienda con el borgoñón, mi yerno.
—¿Cómo así, mi señor?
—Despachos recién recibidos y confidencias de personas veraces y adictas me han puesto en autos de lo que acontece en los estados de mi hija.
—¿La señora infanta ha escrito?
—La señora infanta, valiéndose de unos gitanos, ha hecho llegar a mí este pergamino que aquí veis, el cual no es sino una extensa relación de sus desdichas… Raimundo de Borgoña no es un mal marido, ni un mal caballero; mas la señora infanta, mi hija, es voluble y antojadiza, casó con él con harto disgusto y, en lugar de someterse a la razón de Estado y según su destino, se subleva y rebela hasta el punto de que con sus tonterías y ligerezas (que bien pudieran parecer liviandades) ha colocado al marido en el trance de tener que confinarla en un castillo con doña María, su azafata —¿por qué tremoló al nombrarla la voz del rey?—, y su aya, doña Mencía…
—¡Presa la infanta! ¡Vive Dios, que no tenemos pundonor los castellanos si lo consentimos! ¿Cómo ha sido el borgoñón tan osado como para cometer tamaño desacato con la más hermosa y gentil de las princesas? —saltó, con el rostro hecho un ascua, el «Caballero sin nombre».
—No os alborotéis tan presto, Manrique amigo —suavizó don Alonso—; que ahora hace falta averiguar las causas que para adoptar tamaña determinación haya podido tener un príncipe tan caballeroso y galante como mi yerno. Ni está tampoco presa la infanta, sino más bien desterrada de la Corte, donde Dios sabe qué románticas locuras habrá intentado cometer, con su juventud y su naturaleza fogosa…
—¿Y sea como fuere, hemos de consentirlo? ¡Dé una sola orden Vuestra Alteza y las mesnadas de Castilla y León arramblarán los estados de Borgoña y se traerán a su tierra a su princesa! —tomó a decir impetuosamente el joven.
—Precisamente, de eso se trata: de impedir una guerra que no conviene a nuestros estados y menos que nunca ahora que las hordas de Yusuf están a punto, como quien dice, de desembarcar en Algeciras.
—Tenéis harta razón, señor; mas el ardimiento de la juventud puso en la sangre moza de este caballero imprudentes arranques… —dijo, conciliador, el conde.
—Cualquier reyerta con otro estado podría comprometer el triunfo de nuestra próxima rota de Aledo —observóle prudentemente Alvar Fáñez.
— ¿Qué guarda entonces Vuestra Alteza a mi esfuerzo y a mi brazo? ¿Un juicio de Dios, acaso? ¿Un paso honroso…? Hable Vuestra Alteza, que a todo estoy dispuesto, por «ella» y por vos — al decir Manrique «ella», la voz se le empapó de dulzura hasta el punto de que el rey le miró un instante con suma atención.
—No, Manrique, ni juicio de Dios, ni paso honroso, ni hecho de armas ninguno que pueda suscitar polvo de escándalo en tomo del tálamo de mis hijos los condes de Portugal. No es al guerrero ni al hombre de las hazañas a quien llamo en mi ayuda; precisamente por tratarse de un negocio tan delicado, que requiere en grado sumo ingenio, diplomacia y destreza, he acudido a vos, tan entendido como valiente.
—Señor, no alcanzo…
—Iréis a Borgoña por caminos excusados y con un disfraz que a todos oculte vuestra personalidad, que ya va siendo harto más conocida de lo que a nuestros planes conviene en esta ocasión; hablaréis con la infanta, mi hija; trataréis de convencerla de que deje sus locuras y de que procure someterse a su esposo, como es su deber de mujer cristiana y de princesa; le diréis cómo se encuentran los reinos y las perturbaciones que un desacuerdo con mi yerno podría traernos.
—¿Y si no me oyere, que bien pudiera suceder, señor?
—Entonces, vos haréis como mejor os parezca, que yo, desde tan lejos y sin oírla, no puedo sentenciar, pero se me alcanza, y así Dios me valga, que toda la razón es del marido, que no por padre dejo de ser imparcial y bien conozco las ligerezas y terquedades de mi hija. Casó a disgusto con el conde don Raimundo porque otro amor o capricho le llenaba el magín…
Manrique se encendió hasta las orejas, y el trazo de sus finas cejas se juntó en un gesto adusto.
—Se ha rebelado desde el primer día contra ese marido arrogante y amable que no ha hecho sino colmarla de galanterías, y, de cierto, el mucho bien la ha perdido, que las mujeres a veces, como los perros, necesitan del palo para mejor ser dóciles y amantes.
—¡Rara opinión, señor! —sonrió el joven caballero.
—Cuando tengáis más años, Manrique, recordaréis estas palabras de quien conoció muchas hembras en el transcurso de su vida.
—Desconsolador panorama ponéis ante mis ojos… ¡si todas son iguales…!
—¿Quién lo ha dicho? Pedid a Dios que os dé la rara dicha de tropezar con una María Isabel, como tropecé yo…, y rogadle que si esa dicha llega os dure más que a mí…
La cuidada mano del rey se crispó, inconsciente, sobre el rico brocado de su jubón; dolor y lágrimas rezumaban aún de su corazón cuando evocaba la memoranza de la bienamada princesa mora. Un silencio comprensivo y lleno de respeto siguió a estas frases, sin que ninguno de los tres caballeros se atreviese a romperlo. Por fin, el rey continuó hablando:
—Haréis de modo, Manrique, y a vuestra discreción e ingenio lo fío, que no tengamos rozaduras con el borgoñón. Buen diplomático sois y razones hallaréis para convencer a mi señora hija de lo que cuadra a su honor y a la conveniencia de su nombre y de sus reinos; ella os oirá con agrado…
—Lo dudo, señor.
—Yo, no; que recuerdo la historia de la princesa confinada en Rugoso y del doncel del conde que la salvó del lazo que le tendía el de Candespina. Ella os… estimaba harto entonces… —insinuó finamente el rey—. Y yo estoy seguro de que en los recuerdos de aquel pasado hallaréis vuestros mejores recursos de persuasión, que el amor, por donde pasa, deja rastro, y el tiempo no lo borra.
—¿No será quizás harto imprudente, señor, colocar el fuego cerca de la estopa? —preguntó, con cierta inquietud en las pupilas, el conde de Rugoso.
—Confío en la caballerosidad del enviado; sé que aunque ella se le mostrase propicia al galanteo, mi embajador sera solamente eso cerca de la infanta, el encargado de una misión difícil y que al logro de ella ha de posponer todos sus afectos particulares.
—Contáis bien, señor, si en mi honor fiáis, que a nadie que en él fió le hice falsía. Hable la señora infanta y diga si…
—Teneos, Manrique, hijo, que no es menester que hable nadie sobre lo que está harto bien probado. Mañana, sin más dilación, partiréis hacia los estados del conde, mi yerno; y veréis de llevar tan en secreto vuestra partida, que nadie tome cuenta de ella. Esta noche, mi mayordomo mayor os llevará las instrucciones precisas y un bolsillo con oro que vuestra generosidad no debe escatimar para el mejor logro de vuestra comisión. Y procuraréis desempeñarla prontamente, a fin de que estéis de vuelta para el momento en que hayáis de tomar parte en la rota sobre Aledo.
—Seréis obedecido, señor.
—Pudiera suceder, acaso, que el matrimonio no lograse entenderse, en cuyo caso vos veréis si a la tranquilidad de mis días y de mis estados conviene el regreso de la infanta a Castilla; porque sea cual fuere el móvil del destierro que sufre y aunque, como creo, dado el poco seso de mi hija, sea la razón de mi yerno, no es decoroso consentir que una princesa castellana esté prisionera en tierras extranjeras. Vuélvala el marido a su padre si no logra hacerse amar y obedecer de ella, mas no la trate en forma humillante para la dignidad de su estirpe real.
—¡Vive Dios, que si se negase a entregarla el borgoñón, yo solo me bastaría para talar sus estados y obligarle a bote de lanza a deshacer tamaño entuerto! —tomó a clamar el belicoso Alvar Fáñez de Minaya.
Mas el rey trató de calmarle con sus mesuradas y discretas razones, que siempre tendían al mejor gobierno de sus reinos, y, así, se levantó esta sesión que debía ser origen de una serie de novelescas aventuras para nuestro buen amigo Manrique.