Capítulo IX
PIDIENDO UNA MERCED
Apenas juzgó que maese Sancho se había desayunado y llenado sus menesteres cerca de sus señores, el doncel encaminó sus pasos hacia la encina grande donde los castellanos de Rugoso solían hacer justicia, según contaba la tradición. Era el día muy caluroso. Cantaban las cigarras y apenas los pájaros se atrevían a saltar de rama en rama cobijados a la sombra de la espesura. ¿Sería cierto cuanto le dijo la misteriosa encubierta? ¿Maese Sancho vendría…? ¿Traería una prueba de la falsía de doña Elvira…? ¿O Manrique había sido el juguete de una mujer que se divirtió despertando en él temores e inquietudes?
Pero no, la mujer debió de decir verdad, porque allí estaban las afirmaciones de doña María, tres horas más tarde, que corroboraron lo que la tapada anunciara. Todo esto tenía evidente sabor de aventura y de misterio, que espoleaban su imaginación incitándole a fantasear a más y mejor.
Llegó a la encina mucho antes de las diez, hora en que la tapada le había anunciado la presencia de maese Sancho. Y marcaba el sol exactamente esta hora cuando unos silbidos alegres, tarareando una cantiga popular de danza, descubrieron a Manrique la inmediata presencia del loco.
—¿Me esperabais, Manrique, mucho ha? —preguntó amablemente, con el cariño y la deferencia que ponía siempre en sus frases y actitud cuando se dirigía al doncel.
—Os esperaba, cierto.
—¿Quién os dijo que vinierais acá?
—Una dama.
—¡Ah!
—Vos debéis conocerla.
—Para el caso, como si no la conociera, pues di mi palabra de no descubrir lo que ella desea tener oculto, y cumplirla pienso, mal que os pese, que aunque sea la palabra de un loco, es, al fin, una palabra dada a una mujer.
—Bien está, bufón; sois todos contra mí. Por ahora, me atengo a vuestros misterios. Día llegará… ¿Traéis una misiva para mí?
—La dama que os habló anoche me ha entregado no una, sino dos. Ésta…, vedla, es del muy alto, noble y poderoso señor conde de Candespina, don Gómez…, amante de… doña Elvira.
—¡Amante de doña Elvira! —murmuró Manrique, crispando los puños, colérico.
—Sí, son unos amores viejos ya. No existe en la Corte nadie que los ignore, por lo visto. La prueba la tenéis en que a la dama la desterraron a Rugoso y al galán lo encerraron en una torre por orden del rey, quien desea que doña Elvira case con otro, y solamente le han abierto la puerta de su prisión cuando el caballero ha prometido dejar en paz a doña Elvira y devolverle su palabra.
—¡Dios mío! Entonces… ¿qué he sido yo en la vida de esta dama liviana y tornadiza? —exclamó amargamente el doncel.
—Ya lo habéis visto: un pasatiempo.
—Dadme ese pergamino si gustáis, maese Sancho.
—Leed, hijo…
Había una singular dulzura en la voz siempre mordaz del bufón; como si le doliera hacer pedazos las ilusiones del muchacho; como si el que se desgarrase no fuese el corazón del paje, sino el suyo propio…
Manrique, con los ojos turbios, iba leyendo la misiva escrita en un tosco pergamino con caracteres góticos; y en algunos momentos rumiaba en alta voz algunos párrafos que el bufón escuchaba con aire melancólico y apesadumbrado.
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«…y no dudaréis, amada mía, que al devolveros por imposición del rey vuestra palabra, lo hago solamente porque estoy convencido de que será mejor para vos y para Castilla…»
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«…vos no ignoráis que gran parte de la nobleza castellana hubiese preferido que casaseis conmigo; mas ello sería causa —bien se me alcanza— de gravísimos disturbios y podría acarrearnos una guerra civil…»
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«… espero que no lloréis mucho por mí, señora y amada mía; espero también que procuréis plegaros dócilmente a la voluntad de vuestro padre. Yo os demando licencia para conservar vuestras cartas y para seguir usando vuestros colores; al menos, así me haré la ilusión de que aún continuamos siendo el uno para el otro: vos, mi dama, la dama bellísima que me supo amar hasta por encima de la persecución de su padre…, y yo, vuestro caballero, el que lleva siempre vuestra imagen en su corazón…»
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«…os doy las gracias por todo lo que habéis padecido por mi amor; sobre todo por ese triste destierro que os han impuesto en el castillo de Rugoso y del cual os quejáis tan amargamente en el postrer mensaje que de vos he recibido; guardo en mi corazón todas vuestras palabras de amor, os creo cuando decís que me amáis como a nadie —bien lo probasteis sufriendo por mí— y os amo, dulce señora mía, hasta la muerte…»
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Manrique echó a rodar el pergamino a los pies del bufón, con la cólera un poco salvaje y primitiva de un león joven.
—¡Falsa! —exclamó indignado.
Tenía razón la dama tapada. Mientras se divertía con él como con un muñeco, doña Elvira mantenía, por lo visto, una apasionada correspondencia con aquel amante que ahora la dejaba por… Aquí se detuvo el paje. ¿Por qué la dejaba? ¿Por cobardía?
Los antecedentes que se tenían en Rugoso del conde de Candespina no eran, ciertamente, los que convenían a un cobarde. Y de la carta parecía desprenderse que el conde se plegaba a la voluntad del rey por las conveniencias del reino. Volvióse el doncel rápidamente hacia el loco, que, aunque esperaba este momento, le recibió con un estremecimiento.
—¿Quién es doña Elvira, maese Sancho? ¿Por qué su casamiento con don Gómez podría ser causa de una guerra civil, según dice él en su carta? ¿Y qué interesa a Castilla y a sus nobles el que una dama particular se case o se deje de casar con éste o con aquél…?
—¡Por vida mía, señor doncel, que sois romo de entendimiento! —exclamó el loco—. Pues qué: ¿no recordáis lo que se murmura de los amores de la infanta doña Urraca con ese conde de Candespina con quien hubiese querido casarla la nobleza castellana…?
—¿Y qué tiene que ver doña Elvira con la infanta…?
—¡Vive Cristo, que andáis torpe y cerrado de mollera esta mañana! Bien veo que el mal de amores que padecéis os ha cerrado el seso. Tomad estas dos letras del rey don Alonso el VI, nuestro señor, y ved si ellas os aclaran un poco las entendederas.
—¿Del rey…?
Con manos un poco temblonas…, ¡ay, que ya se le iba aclarando el misterio, pero era tan grande lo que sospechaba, que apenas se atrevía a pensar en que pudiese ser cierto!, el paje pasó los turbados ojos por sobre los garabatos del pergamino.
—¿Habéis leído esto, maese bufón?
—No, ¿para qué? Me cuesta mucho descifrar esos enrevesados signos, y como de todas maneras vos me lo diréis, me ahorro el trabajo —dijo maese Sancho encogiéndose de hombros.
—«A mi muy amada hija doña Urraca, en el castillo de Rugoso», dice.
—No es menester que pongáis por ello esos ojos desorbitados —corrigió acremente el bufón—; vale más que sigáis sin comentarios.
—«Tan pronto como este mensaje llegue a vuestras manos, seréis servida de ordenar vuestra partida de ese castillo de nuestros muy nobles y estimados deudos. Este mensaje precederá de muy escasas horas a la escolta y gentes de armas que irán a buscaros. El jefe de la fuerza dará al señor de Rugoso las instrucciones pertinentes para la mejor disposición del viaje, que deberá ser en etapas para mejor guardarse de los maleantes que infestan las tierras de Castilla. Espero de vuestro buen sentido que no opondréis ninguna dificultad a mis órdenes y a las que daros pueda el conde de Rugoso, y que vuestra venida no se demorará, ya que, estando decidido vuestro matrimonio con el muy alto, noble y poderoso señor Raimundo de Borgoña, conde soberano de estos estados, debéis encontraros con vuestro futuro marido en esta villa de Burgos en los primeros días del mes de agosto…»
En el paje se notaba algo parecido al estupor. Miraba a maese Sancho de un modo que más causaba lástima que risa. Parecía un idiota.
—¿Habéis oído, maese Sancho?
—He oído, doncel.
—¡Y firma el rey! Mirad: «Alonso, rey». Y dice: «Vuestro padre»… «Vuestro amantísimo padre. Alonso, rey».
—¡Válame Dios, hijo del alma, y cuánto os cuesta daros cuenta de que vuestra novia de esta temporada ha sido nada menos que esa traviesa infanta de Castilla, que os ha tomado el pelo, como antes se lo tomó a tantos caballeros del reino que se afeitan barbas…!
—¡Doña Urraca de Castilla! —murmuró el joven, aplanado.
—Dad gracias a Dios de que el rey no se haya enterado de vuestros amoríos con la infanta, porque, en su hartura de las coqueterías de su hija, capaz fuera de encerraros en una mazmorra, sin consideración a que sois un infeliz, como hizo con ese don Gómez, conde de Candespina, el cual sólo ha salido de su encierro cuando ha dado palabra de no interponerse entre doña Urraca y los designios del soberano.
—¡Razón tuvo mi dama tapada, maese Sancho!
—Ignoro lo que os pudiera decir esa vuestra dama tapada; pero yo, por mi parte, sí os digo que os andéis con pies de plomo y procuréis dar al olvido los ojos azules y las trenzas de oro de la infanta si no queréis que arañas, ratones, sapos y cucarachas traben con vos conocimiento en los calabozos de alguna prisión de Estado.
—¡Cómo ha jugado con mi corazón! ¡Bien tiene fama de tornadiza y de liviana esa doña Urraca de Castilla!
—Dejaos ahora de lamentaciones, señor doncel, y ved de restañar lo mejor posible la sangre que brota de vuestro corazón. Mujeres sobran, y la mancha de la mora, con otra verde se quita.
—¡No a fe! Volverán a pasar muchas aguas por el cauce del río antes de que Manrique, el paje, ponga su afición en otra cosa que no sea la gloria de las batallas. Bastante del amor y de las mujeres por ahora, maese loco.
—Ya veo que vais entrando en sendas de cordura —sonrió el bufón—; y, así, os dejo; he de estar en el castillo para acompañar a dos mercaderes hebreos a la cámara de nostramo el conde para enseñarle unas armas de curioso trabajo florentino. A la tarde, dejaos caer por el molino. Me ha dicho el mozo que hay unas truchas soberbias en la presa y que Mariluces no quiere pescarlas hasta que vos bajéis a ayudarle… —terminó con una sonrisa maliciosa.
—¡Al diablo vos con vuestras sugerencias, maese bufón! ¡Cargue el Malo con todas las mujeres por los siglos de los siglos, amén!
La risa del bufón siguió oyéndose mientras, sorteando el laberinto de los viejos troncos del espesísimo bosque, se perdía en busca de la senda. Cuando el pobre mozo se vio solo, dejóse caer contra el rugoso tronco de la añosa encina tradicional y, apoyado sobre él, lloró amargas lágrimas de dolor y de enojo.
¡Juguete de una princesa…! ¡Había sido el juguete de una princesa…! ¡Oh…! Jamás como en esta mañana horrible sintió el oprobio de su inferioridad. ¡No poder ser él, de la noche a la mañana, un príncipe poderoso… para devolverle la afrenta de su burla con un escarnio apropiado…! Y entregado a tan poco cristianos, humildes y caritativos sentimientos le sorprendieron las campanadas del Angelus a la hora del mediodía.
Entre tanto, maese Sancho entraba silbando —como saliera— en el castillo y se reunía en su cámara con los dos judíos, que ya le estaban aguardando para celebrar su entrevista con el conde. Al verle entrar, los dos le interrogaron con la mirada ansiosa.
—¿Todo concluido…? —pronunció el más viejo.
—Todo; leyó las dos misivas. ¡Pobre rapaz!
—Algún día será una cosa más que tendrá que agradeceros, entre las muchas que ya habéis hecho por él, Sancho amigo.
—Tal vez, mas duele romper una ilusión y hacer sufrir a un tan joven corazón.
—No sois vos quien le hace sufrir: es ella, que le deja después de burlarle.
—Mas si vosotros hubierais querido, siguiendo el pensamiento de mi señor, el conde, quizás el rey hubiese aceptado de buen grado un desposorio entre…
—¿Entre quién…? —corrigió con altivez el judío anciano—. ¡Teneos, maese Sancho, y no digáis disparates! ¿Cómo ha de casarse una infanta de Castilla con un infeliz que ni nombre tiene? —Manaba una hiriente y mordaz ironía en las frases del viejo—. Fuera mengua para las altiveces de don Alonso el VI entregar su hija en manos de nadie…
—Y acaso a los intereses y las conveniencias de ese «nadie» le pareciese poco una infanta de Castilla dentro de algunos años… —terminó secamente el judío más joven.
Maese Sancho suspiró, al tiempo que se inclinaba humildemente.
—Vuestras grandezas saben más que yo, ¡pecador de mí!, que sólo soy un pobre loco.
—Un loco a quien… altas personalidades no agradecerán jamás bastante la dura misión que, por amor a ellas, está desempeñando.
Siguió un silencio preñado de palabras. Difícil hubiera sido interpretar estas frases que tanto debían decir, porque el ambiente estaba cargado de emoción.
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Al anochecer, silenciosamente, como llegaron, los dos mercaderes judíos desaparecieron de Rugoso.
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Por si en el ánimo de Manrique pudiese quedar algún resquicio de duda respecto a la personalidad de doña Urraca de Castilla, la llegada de la escolta que enviaba su padre, el rey, a recogerla para conducirla a la Corte vino a disiparla. Y esta vez no se anduvieron con incógnitos ni con tapaduras, porque el séquito llevaba las armas de la Casa Real y mandaba la fuerza —lucida escolta de caballeros e infantes escogidos uno a uno— no menos que el elegante, afeminado y enamoradizo don Pedro de Lara, del que se decía era uno de los candidatos que parte de la nobleza castellana proponía para casar con la traviesa infanta. Pareciole a ésta de perlas la llegada del joven caballero. Esto la compensaba del mal humor que le produjo la nueva de su próximo enlace. Al menos, durante el viaje podría coquetear con este su rendido adorador, y siempre sería un consuelo y un desquite.
Ya que su padre la casaba contra su voluntad y que Raimundo de Borgoña era bastante torpe para aceptar una esposa impuesta, a ella le quedaba el derecho al desquite; y éste consistiría en enamorar a cuantos hombres se le antojasen; galantear con ellos hasta poner en ridículo a su esposo y sacarle a la vida todo ese jugo insubstancial que para ella era lo mejor del amor… Atrevida princesa, que intentaba jugar con el niño del arco y de la aljaba y que no escaparía seguramente a su venganza. Algún día, cuando más descuidada se encontrase, llegaría una flecha ponzoñosa al mismo centro de su corazón. ¡Y entonces…! Entonces se reirían de ella todos los amantes engañados que, como Manrique, el paje, lloraban por su culpa. ¡Infeliz Manrique!
Todo el mundo en Rugoso andaba enterado de sus amores con la infanta castellana, y ahora, al despejarse su incógnito, las chacotas se cebaban en él. Las damas y doncellas de la condesa, que le amaron en vano, saboreaban el desquite de verle engañado, burlado, humillado, y no eran lo bastante delicadas para callárselo, sino que aún se aprovechaban de las circunstancias para envolverle en sus malintencionadas pullas (y sabido es que nada existe tan malintencionado como una mujer humillada) y en sus ditirambos mordaces. Hasta Mariluces se permitió unas ironías que levantaron ampolla en la delicada epidermis moral del rapaz… ¡La villana con pujos de señora! En cuanto a los hombres del castillo y de fuera de él, en general compadecieron al doncel, aunque alguno de ellos tampoco se abstuvo de embromarle en términos hirientes y groseros.
Se encendía en ira el mozo, y algún desaguisado hubiera sido capaz de cometer si hubiese dado oídos al mal consejero de su soberbia maltratada, si el bufón no hubiera estado al quite con sus cuerdos consejos de hombre experto que ha vivido mucho y que conoce sobradamente a las mujeres… y a los hombres. Todas estas causas produjeron un efecto impensado. El destino, aunque yo diría mejor la Providencia, se vale de muchas cosas para conducirnos adonde le place. Porque de tal forma se vio aburrido y harto el joven, que, de pronto, se le hizo intolerable la vida en Rugoso. El castillo pareciole que le iba a caer encima. Se juzgó impotente para aguantar las rechiflas de unos y de otros —en el castillo y en la villa se comentaba por igual su aventura—, y empezó a sentir ese asco y hastío de vivir que de nosotros se apodera después de recibir un rudo golpe. Esto que le acontecía al paje no hubiera tenido importancia para cualquier hombre más acostumbrado al comercio de las mujeres y a las quiebras del amor; pero Manrique era tan joven todavía y tan inexperto…, y había sufrido tan escasos reveses amorosos, por no decir ninguno, mimado siempre por todas las mujeres jóvenes y viejas que le rodeaban, comenzando por su señora la condesa y acabando por la última villana de la aldea…
Mientras en el castillo todo eran atenciones con los huéspedes; mientras damas y doncellas emperejiladas se dedicaban a deslumbrar a los caballeros del séquito de la infanta; mientras el conde disponía las etapas del viaje y precisaba por si mismo las órdenes más minuciosas para el mayor bienestar y comodidad de la princesa durante aquel éxodo que las dificultades de la época habían de hacer pesado y difícil, el pobre doncel se moría de pena y de enojo escondido en su cámara. No había visto a doña Elvira a solas desde que supo que era doña Urraca de Castilla; le huía como el diablo a la cruz, prefería no verla. No sabía si podría contenerse… A él le parecía tan sangrienta la burla que hizo de su inocencia y de su buena fe, que no hallaba palabras para calificar su comportamiento. Ella le había mirado una o dos veces durante el yantar, mientras él, en su puesto tras del sitial de su señora la condesa, cumplía con su obligación atendiendo a su servicio… La infanta estaba sentada entre el conde de Rugoso y don Pedro de Lara, y aunque atendía a la plática del noble señor del castillo, bien claro se veía que le interesaban más los madrigales del galán cortesano de quien también cuentan las crónicas que anduvo todo lo enamorada que de su naturaleza consciente se podía esperar. Manrique se encendía de celos. ¡Todavía, por si era poco el escarnio que había hecho de su credulidad y de su amor, venía a pasarle por delante el espectáculo de sus galanteos con don Pedro de Lara!
Ni él mismo supo cómo encontró fuerzas bastantes para acabar de servir la comida a su señora. Quizás el inmenso orgullo que en él se despertaba como algo atávico —tal era de fuerte e indomable— fue el que le mostró lo ridículo y humillante que hubiese sido dar ante toda esta pequeña corte el cuadro vivo de su tragedia interior. Maese Sancho, desde detrás del sitial de su señor conde —donde éste le daba los mejores bocados de los manjares que le servía el maestresala—, mirábale de hito en hito, con una mirada clara y precisa de ruego, que el doncel entendía y obedecía…
No había en doña Urraca el más mínimo rastro de dolor o contrariedad ante la triste mirada del paje ni ante su aspecto, por demás grave y alicaído. Seguramente, su conciencia de pájaro no le decía nada. El amor era para ella un juego cruel y delicioso. ¿Qué más daba que en él se hiciese añicos un corazón joven?
Desde el otro extremo de la larga mesa, doña María, colocada entre dos caballeros que se disputaban el honor de atenderla, con una solicitud que daba a entender bien a las claras la alta posición que la doncella de la infanta ocupaba en la Corte, le dirigía frecuentes miradas tan impregnadas de dulzura y conmiseración que el doncel, al recibirlas, sintió su alma refrigerada bajo este rocío de compenetración, como bajo la suavidad de una caricia. Y así pasó aquel día, tan lento y pesado que Manrique creyó que no iba a tener fin. Hasta que la queda sonó, y, juzgando el doncel —que conocía bien las costumbres de su señor— ser llegado el momento oportuno para solicitar de él una audiencia, salió con cautela de su aposento y se adentró por los sinuosos recovecos de la inmensa fábrica del castillo en busca de la habitación de su amo.
Tras de pedir la entrada con unos discretos golpecitos de sus nudillos sobre el entablamento de la maciza puerta y escuchar el cansado acento del castellano —que sin duda debía de estar rendido del trajín del día— dándole licencia para entrar el mozo lo hizo con mesura, llegando respetuoso junto al sitial donde su señor descansaba un punto, antes de reunirse con sus huéspedes para el yantar. Besóle Manrique la mano con el mismo respeto de siempre. Muy atribulado andaba el paje, y quizá por ello su espíritu no tenía la clarividencia necesaria para apreciar matices; que si no, bien notara dos cosas harto extrañas. Primera: un súbito enternecimiento en la voz, en los ojos y en las maneras del señor, al darse cuenta de que el que entraba era su doncel predilecto. Segunda: una instintiva protesta al inclinarse el mozo a besarle la mano, según inveterada costumbre, tan llena de un súbito respeto, cual si de pronto el mísero doncel se hubiese trocado en personaje de mucha monta. Reprimióse, no obstante, tan presto, que todo ello tuvo solamente la duración de un relámpago, y con voz afable ordenó al paje que tomase asiento en un escabel que le colocaba casi a sus pies, entre los dos magníficos galgos de caza que dormitaban dándole guardia de honor cabe su sitial.
—¿Qué se te ofrece, Manrique? —preguntó con cariño el conde.
Quizá evocaba en sus recuerdos el de aquella tarde de ocupación y de saqueo de un villorrio insignificante, con sus escenas brutales, tantas veces repetidas en su vida de viejo capitán; y el lloro de un niño amedrentado en el abandono de la huida, solo en una casa de donde la soldadesca había hecho desaparecer a sus habitantes con el temor de las violencias de la guerra. El niñito era ahora este gallardo adolescente que, como un leoncito joven, había ensayado ayer el filo de sus uñas y de sus dientes, dando con su victoria un nuevo lustre a la casa de Rugoso, que fue quien formó su alma y su cuerpo y le dio los medios —con su educación militar perfecta y por él tan bien aprovechada— de poner el nombre de sus señores a tan grande altura, venciendo al famoso don Vidal de Oñate.
—No más que pediros una merced, mi señor… —dijo el paje, sin poder ocultar la repentina cortedad que el temor de una negativa ponía en su ánimo.
—Bien está… Pues habla. ¿Qué merced podré yo negarte después de lo de ayer? Estoy orgulloso de ti, Manrique. Has pagado bien mis desvelos y la crianza qué te he dado.
—Gracias, mi señor. De ello me huelgo; mas perdonad si os digo que no son palabras lo que busco y que si en verdad estáis orgulloso de vuestro paje y le juzgáis un hombre capaz de medirse con otros hombres…
—¿Quién lo duda…?
—… me dejéis ir con vos a la guerra del moro, como han ido los otros donceles de vuestra grandeza. ¡Oh!, ya veo que fruncís el ceño; mas ¿por qué, señor…? No vayáis a decirme que soy harto joven para exponerme a los peligros de la guerra, porque Ramiro, y García, y Ordoño…, y hasta Santiago, se incorporaron a vuestras mesnadas cuando sólo tenían quince años; y yo voy a cumplir diecisiete, mi señor.
—¿Diecisiete años hace ya…? —murmuró como para sí mismo, con cierta emoción, el conde, sin responder directamente a la demanda del joven.
—Yo os ruego, señor, que me llevéis. Bien os he probado ayer que no tengo miedo, justando con caballero tan valiente y atrevido como don Vidal de Oñate. De mi destreza habéis podido juzgar…
—Vuestra destreza es maravillosa y honra a vuestro maestro Nuño Correa.
—Pues entonces… Yo estimo, señor, que debo de haber nacido para algo más que para acompañar a mi señora la condesa (y no es que no me honre con ello), y cazar con azor, y dar lección de humanidades con fray Jerónimo, y entretener en el estrado a dueñas, damas y doncellas…
—Que os adoran… —insinuó con dulce ironía el conde.
—¡Vayan en mala hora al diablo ellas y su adoración si, por su causa, vos me negáis la gracia que os pido! —exclamó desalentado el paje.
El conde se echó a reír, simulando una alegría que no sentía, ya que en verdad estaba tan terriblemente embarazado con la demanda del doncel, que no sabía cómo contestarle.
—¡Os reís de mí, voto a…!
Se detuvo en seco, consciente de su falta de respeto.
—Perdonadme, señor… —dijo humildemente—. Me saca de quicio el pensamiento de que os vayáis todos a la guerra y yo me quede aquí, sosteniendo las madejas de lana o lino de mi señora la condesa y de sus damas, como una damisela más del séquito. Sabed que en el lugar se comenta este empeño vuestro en apartarme de los cuidados de la guerra…
—¿De verdad? ¿Y qué dicen los buenos villanos de mi feudo? ¡Vive Dios que voy a cortar alguna lengua!
—No haréis, señor; que sólo dicen que vuestro excesivo amor por mí y la predilección con que me distingue mi señora la condesa os hacen ver extraordinarios peligros para mi persona en la campaña contra el moro; que no mejor me guardarais de ser no un triste paje sin nombre, sino vuestro propio hijo…
—¡Pesia a mí, pecador, que en efecto han razón los villanos del lugar! Porque si fueseis hijo mío… y no lo que sois… —deteniéndose brusco, como el que se da cuenta de que va a decir algo inconveniente—, ya más de cuanto ha sabríais de las «mieles» de la guerra, ¡vive Cristo!
—Y entonces, señor, ¿por qué no me dejáis ir a mí, como dejaríais ir a un hijo vuestro? Ved que no os comprendo. ¿Que me amáis más que hubieseis amado a un hijo? ¡No puedo creerlo! ¿O es que me amáis tan poco que no os importa mi crédito y el mal nombre de cobarde que voy a cobrar entre los briales de las mujeres del castillo?
Se emocionó un instante el conde al oír las sentidas razones del muchacho, que, en verdad, hallaban eco en su corazón. Harto comprendía el buen señor todo lo que sentía el mozo. Mas razones de gran peso debían informar su conducta, porque, sobreponiéndose a sus emociones y hasta al dictado de su corazón y de su conciencia, decidió, mientras su voz se dulcificaba intensamente y su mano diestra alisaba, una y otra vez, paternalmente, las rubias guedejas del doncel en un gesto equivalente a una bendición:
—Yo os ruego, Manrique, hijo, que hayáis una poca de paciencia donde tanta habéis tenido hasta ahora. Vuestra señora y mía, la condesa, no quiere oír nombrar eso de que hayáis de separaros de su lado para afrontar los riesgos de la guerra, y ya sabéis que adolece del corazón, y Leví, el físico, ha dicho que se le procuren evitar toda clase de contrariedades. Dadme un poco de tiempo para prepararla, y yo os prometo que al fin os llevaré a campaña.
—¿Cuándo…? —apremió el rapaz.
Vaciló el conde, y una vaga angustia ensombreció sus pupilas.
—Lo más pronto que pueda… —ofreció, sin concretar.
—Permitidme que os diga que ésa es, señor, una respuesta muy vaga y una promesa más vaga todavía.
—Pues otra no puedo daros, Manrique —concedió el señor, con cierta repentina dureza, tomando a ser el caballero a quien un inferior se permite obligar con apremios indiscretos—. Harto es que os digo que, en efecto, no habéis nacido para hacer en estrados y salones la delicia de las damas, sino para conocer el estruendo de las batallas; y que ese vuestro destino se ha de cumplir un día. ¿Cuándo? ¡No lo sé! Esperad; y si algo creéis deberme por el cariño que puse en criaros, no me importunéis más con vuestros apremios.
Manrique suspiró y, con talante apesarado, se alzó del escabel.
—Está bien, señor; dadme vuestra licencia para retirarme, si os place…
—Aguardad; no quiero veros triste. En compensación a mi negativa de hace un rato, voy a daros una nueva que acaso os satisfaga…
—¿Y es…?
—Formaréis parte, con Nuño Correa y otros caballeros de mi casa, de la escolta que debe acompañar a la infanta doña Urraca hasta la Corte del rey, su padre. Así veréis mundo y cosas que desconocéis…
Un pliegue durísimo encogió la amplia frente del paje; y ya no fue el niño que dócilmente acepta un mandato de su señor, sino el hombre que se rebela, consciente de su dignidad y de sus actos.
—Yo me atrevería a rogar a vuestra señoría que me relevase de tan desagradable comisión.
Le miró atentamente el conde.
—¿Decís desagradable? ¿Quién lo creyera, señor doncel…? ¿Es para vos, galanteador de la rubia doña Elvira, una comisión desagradable la de acompañarla y gozar de su compañía y de sus favores unos días más?
—¡No quisiera verla ni un momento! ¡La odio!
—¡Teneos, Manrique! ¡Ved que estáis hablando de la infanta de Castilla!
—¡De una coqueta sin conciencia y sin corazón, que se ha burlado de mí de un modo sangriento!
—¿Porque conservó su incógnito?
—¡Porque valiéndose de él me enamoró, señor!
—¡Qué sabéis vos lo que es enamoraros, niño!
—Yo sólo sé que sufro como un condenado.
—Quizás os haga mucha falta esa disciplina del espíritu; el dolor es maestro que enseña grandes cosas, y, hasta hoy, vos no habíais sufrido. Mas estas filosofías, a fe mía que no las comprenderéis hoy, sino mañana, cuando seáis…
—¿Qué…?
—El hombre que lucha con la vida y triunfa, precisamente, porque supo del dolor que ahora os asusta… —dijo el conde, ocultando hábilmente no tanto su pensamiento cuanto el final de la frase—. Está bien, Manrique. Iréis en la comitiva de la infanta.
—¡Señor! Vuestra grandeza no quiere concederme en este día aciago ninguna merced de las que le pido.
—Mi grandeza quiere enseñaros a obedecer sin replicar…, precisamente para que sepáis mandar un día. Y, ¡por Cristo!, que os noto hoy harto levantisco y rebelde para lo que cuadra a vuestra condición.
Hizo el paje un gesto elocuente, que dio a entender bien claro a su señor el violento esfuerzo de su voluntad para reprimir el torrente de protestas que se le escapaba; y besando su mano con respeto no exento de una viva ternura, salió de la cámara con un: «Os obedeceré, mi señor» tan lleno de resignación que impresionó al conde. Suspiró éste cuando la gentil silueta del mozo se perdió tras del paño que ocultaba la puerta, y quedó hundido en Dios sabe qué lejanos y tiernos recuerdos. Por dos veces, de sus labios entreabiertos saltó una especie de sonido inarticulado, que maese Sancho tradujo, quizás, en este nombre misterioso, dos veces repetido:
—¡Cabeza de Estopa…!
De uno de los entrepaños se aventuró en la penumbra la grotesca figura del bufón, maestro en adivinar sentimientos ocultos, casi tanto como en descubrir caminos tortuosos y escondidos entre los recios muros de la fortaleza legendaria. No había recoveco, ni pasadizo subterráneo o excusado, ni camarín empotrado en el espesor de las paredes que el grotesco personaje no conociera. Al verle ante sí, el conde preguntole, sin asombrarse lo más mínimo por su súbita aparición:
—¿Qué te ha parecido, loco, la ambición del doncel?
—Muy justa, nostramo; mas harto peligrosa para él y para mí, pues no ignoro que, en consideración al entrañable cariño que tengo a ese rapaz, tu señoría no me negaría la merced de acompañarle a la guerra.
—¿Y qué tenías tú que hacer en la guerra, bufón?
—Distraer tus murrias y las suyas, ¡cuerpo de tal! Y dime, querido primo —maese Sancho, en sus momentos de buen humor, «distinguía» a su señor con este cariñoso apelativo de «primo»—, ¿es cierto que va a acompañar el doncel a la traviesa infanta hasta la Corte?
—Cierto.
—Espero que me hayas incluido en el número de los que irán a acompañarla…
—¡La falta que tú harás en la Corte, maese Sancho!
—Hace tantos años que no he estado en ella, que me serviría de grande solaz y entretenimiento visitarla. Con ello, mi entendimiento se puliría y mis gracias serían después más finas y sutiles. El ingenio se enmohece en estas soledades, querido primo.
—Y, de paso, acompañarías a Manrique… y le celarías… y le vigilarías… ¿Acaso crees que no adivino el fondo de tu pensamiento? ¿Ni que no he notado el empeño especial que ha informado todos tus actos desde que estás a mi servicio? ¿No fue singularmente casual que entrases en él con recomendaciones de los parientes que mi mujer tiene en Barcelona, precisamente unos días antes de… ser encontrado el muchacho…?
—No seas mal pensado, ni indiscreto, primo queridísimo, que estas paredes andan bordadas de pasadizos insospechados y en ellas pueden escuchar orejas importunas. Piensa que el «Fratricida» tiende su red de espionaje a la busca y captura de… lo que tú bien sabes que le interesa tanto…
—¿El «Fratricida» has dicho…? ¡Cómo…! ¿Tú sabes…?
—Yo… adivino, mas callo. Es todavía la hora de callar. Cuando llegue el momento, se sabrán muchas cosas. El mundo admirará mi fidelísima lealtad… y tu generosidad, que no ha retrocedido ni ante las amenazas de muerte que te cercan… No permita Dios que el «Fratricida» sepa que tú «has hecho lo que has hecho», estimado primo… Silencio; estas cámaras dan miedo.
Y cuando hayas de tener nuevamente entrevistas con judíos que traen armas preciosas o telas nuevas, no les recibas en la soledad de las cámaras, sino en la amplitud de los campos, en los espacios descubiertos y ralos donde no hay ni un árbol ni un matorral donde un espía se pueda esconder para escuchar la plática.
—¡Loco…!
—Señor…
—Tú no eres lo que aparentas; tú sabes…
—Yo soy, ya lo ves, un pobre corcovado que se gana la vida en su alegre oficio de decir gansadas a los grandes señores. Quizás antes que a ti, conde de Rugoso, se las dije a otros. ¡Quién sabe…! A lo mejor me he sentado tras del sitial de una testa coronada… Puedes fantasear a tu gusto sobre estos extremos, conde amigo. Tu primo el bufón ya no se acuerda casi de lo que fue en su vida pasada. ¡Hace tantísimos años que se consume de tedio en este castillo esperando…!
—¡Esperando…!
—Esperando un día, que ha de ser terrible… y hermoso para los que le amamos a él…
—¿A quién?
—Al cazador de cabello rubio, que llevaba sobre su mano un azor…, ¡pobre azor! Ya ves que soy simplemente un pobre loco, con el bonete lleno de cascabeles. Y si sé tantas cosas, no te quepa duda que es debido a… mi mala costumbre de escuchar las pláticas secretas…
—¡Maese Sancho! Tú me dirás algún día…
—Sí, algún día te contaré mi historia. No te hagas ilusiones. Es una historia vulgar, pero te la contaré. Por ahora, me darás licencia para acompañar al doncel en su viaje hacia la Corte de esa infanta rubia, bellísima y coqueta…, a quien don Bernardo Guillelmo no ha encontrado bastantemente buena para esposa de…
—Schss… ¡Vete, bufón; me estás dando miedo! Vete.
Con una grotesca pirueta, inverosímil dada la edad que aparentaba, el bufón tornó a desaparecer por el entablamento del zócalo con la misma rapidez y silencio que entrara, y el conde de Rugoso se quedó solo, y, en honor de la verdad, un tanto preocupado por su reciente conversación con el corcovado personaje.