Capítulo XI
AL FILO DE LAS ONCE…

Quien hubiese observado a maese Sancho al filo de las cinco de aquella misma tarde, hubiérale visto enfrascado en una muy extraña operación. Habíanse arrimado las dos literas junto a un macizo de carrascas un poco apartadas de la tienda de la infanta y del lugar donde las gentes de la cabalgada se agrupaban para mejor pasar la siesta. Y allá se fue el loco, no sin mirar cautelosamente a diestro y siniestro por ver si ojos importunos le celaban. Convencido de que nadie reparaba en su corcovada e insignificante persona, habíase acercado a la más grande de las dos literas —que era aquella en que viajaban juntas la infanta y su azafata— y, sacando de la ropilla un serrucho, comenzó a aserrar con gran tiento y silencio una de las varas que sostenían y alzaban la silla de manos. Cuando con mil precauciones estuvo mediada la operación, el hombre suspendióla; y, amasando un poco de barro con el agua que había traído en un vasito de estaño, tapó con él la hendidura hecha en la barra para disimularla. Terminada la cual operación fuese a buscar al paje, que, mohíno y caviloso, se hallaba sentado ante la tienda de donde salían las carcajadas —ahora alegres, cuando ha una hora lloraba ante el doncel— de la inconsecuente princesa castellana. Se miraron los dos. En los agudos ojos del bufón fluían ahora una intención clara y una elocuencia que hacían innecesarias las palabras. Manrique viole llegar sin un pestañeo.

—Maese Sancho… —murmuróle, llamándole con un gesto.

—¿Qué? —acercándose, recatado.

—Vi a la gitana.

—Y yo.

—Me ordenó…

—Silencio…

—¿Entendidos, bufón?

—Entendidos, doncel.

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La cabalgada discurre lentamente bajo la luz de la luna, por senderos poéticos. Ora es la ribera de un río con frondas de chopos, olmos, cañaverales y adelfas color de rosa; ora es un llano plantado de olivares de retorcidos troncos; o el páramo de un trigal cuyas gavillas tendidas en el rastrojo dan la impresión de muertos en un campo de batalla; o las huertas que se tienden como una alfombra y embalsaman el aire con el olor de sus frutales cargados de cosecha, o la sierra llena de plantas montunas en la cual suena dulcemente el esquilón de las ovejas encerradas en los corrales y las parideras… A la cabeza de la escolta va don Pedro de Lara, tan enfurruñado que ni siquiera intenta acercarse a la silla de manos de la infanta. Todo el día se mantuvo de hocico y cuellivuelto, él sabría por qué; y con su apartamiento coincidió —casual o intencionadamente, eso ella lo sabría —la súbita predilección de doña Urraca por Manrique, el doncel—. Tras del caballero, tieso y solitario, va el fuerte de la escolta cercando, como a un tesoro, la litera donde se asientan las dos damas. Más atrás, apartado, pese a los requerimientos —muchas veces reiterados y cada vez más imprudentes— de la princesa, camina el paje, caballero en su magnífico potro, el mismo con que tantas veces caracoleó a su lado gentil y enamorado, en sus paseos por el patrimonio de Rugoso, aquellos días felices. Va junto a maese Sancho, siguiendo el caminar reposado de la lustrosa mula —más propia de un abad que de un bufón por lo majestuosa y bien enjaezada— y adormeciéndose al tintineo musical de las campanillas de su collera. Marcha en pos, cercada de escuderos nobles que parecen tener la misión de formar la retaguardia y servida muy de cerca por su devoto admirador Nuño Correa, la digna aya de la infanta, doña Mencía, medio adormilada en el dulce balanceo de este caminar en la litera, del que solamente la despierta, de vez en cuando, alguno de los conductores. El piso suele ser a trechos desigual. Cierra la marcha el bagaje, encaramado sobre las poderosas acémilas conducidas por mozos del señorío de Rugoso. Se camina en silencio. No hay que dar una pista a los bandidos que, según cuentan, infestan las montañas y los bosques de Castilla.

Cuando más profundo es el silencio de la cabalgada, se oye un golpe sordo, coreado simultáneamente por unas voces de hombre que maldicen y por dos voces de mujer que gritan asustadas. En un punto, toda la escolta se arremolina en torno a la silla de manos de la infanta. Baja doña Mencía, dando tropezones, de la jaula de su litera, y, como puede, se abre paso hasta llegar junto a su señora y a doña María, que ya están en el suelo, muy asustadas, y sus exclamaciones rasgan de tal modo el silencio en que debe encerrarse el paso de la comitiva, que don Pedro de Lara, con frase agria, le ordena callar. Hay un barullo de frases, exclamaciones, maldiciones y comentarios con sordina.

—¡Voto va…! ¿Qué es lo que acontece?

—¿Qué queréis que acontezca, señor caballero? ¡Esta vara de la litera, que se me ha quedado entre las manos…!

—¿Rota…?

—Yo diría mejor quebrada adrede… —insinúa el bufón, examinándola.

—O aserrada… —añade un escudero—. Ved.

—Cierto.

—¡Por Lucifer, que me está pareciendo esto con más trazas de atentado que de accidente! —gruñe, no tan bajo que no se le oiga, el entendido Nuño Correa.

—Sea como fuere, y pues que Su Grandeza no ha padecido daño alguno ni doña María tampoco, opino que se debe continuar la ruta, a menos que el señor don Pedro de Lara disponga otra cosa. No hay que olvidar que es noche cerrada y que estamos en un lugar despoblado, cercano a un bosque donde bien pudieran esconderse los bandidos que infestan el país. ¡Quién sabe si todo esto no es sino una hábil estratagema para entretener nuestro viaje y cogernos como infelices ratoncillos al cruzar cualquier espesura o desfiladero! —advirtió el loco.

—Habláis muy cuerdamente, maese bufón, a pesar de llevar vuestro bonete lleno de cascabeles —opinó, asustado, don Pedro, que no brillaba precisamente por su arrojo ni por su valor y a quien la tremenda responsabilidad que sobre él pesaba como jefe de la escolta tenía amedrentado—. ¡En marcha, caballeros, sin perder un punto! Veamos de llegar antes de que amanezca al lugar de Hinojosa.

Una irónica sonrisa frunce la boca de maese Sancho al observar el mal encubierto temor que se sobrepone a la inmensa vanidad del caballero. Es don Pedro un joven esbelto y elegante, más hecho a brillar en la Corte que a manejar la espada; un tanto afeminado, dice la Historia, y un mucho cobarde, como más tarde lo hubo de demostrar en el transcurso de su vida.

El bufón aprovecha la confusión del percance para imponer su voz y su voto entre chanzas y veras.

—¡Válame el Señor, mi señora doña Mencía, y cuánto siento el sofoco que estáis pasando! —dice dirigiéndose a la dueña, que respira como una foca congestionada por los esfuerzos realizados para lograr acercarse a la infanta—. Entrad, si os place, de nuevo en vuestra litera y haced en ella un sitio a la señora infanta hasta terminar nuestra ruta de esta noche, que ya mañana, en el lugar de Hinojosa, se buscará quien arregle el desperfecto.

—¡Malintencionado que sois, maese loco, a no ser lisiado, que no hay ningún señalado por la mano de Dios que sea bueno! —exclamó, resentida, la dama, a quien la fina burla del bufón solía sentar como una cantárida—. ¿Pues qué no veis que para mí sola ya es bastante justa la litera, cuanto más que en ella nos podamos acomodar dos personas? ¿O es que queréis prensarme?

—No os estaría mal, mi señora; que así soltaríais la grasa que os estorba y quedaríais convertida en una Venus escultórica y perfecta. Mas ¡vive Cristo, que ya os veo a punto de arañarme, congestionada y roja como un pimiento sólo porque os digo las verdades…! Calma, calma, mi digna señora… Ved que con el sofoco se os corre esa pasta blanca que os mandó el físico Leví para tapar las pecas que os afean, y no parece sino que han arado con agujetas vuestra cara, tan llena de surcos queda. Y ello es cosa lamentable, y más en presencia del señor Nuño Correa, que tan crédulamente admira vuestra tez de alabastro sin saber que es debida a la alquimia de un sabio judío…

—Tente, grandísimo bellaco, faltón, deslenguado, si no quieres que te afeite la lengua con mi daga, ¡voto a cien mil legiones de diablos! —saltó, encendido de ira, el escudero.

—¡Haya paz, señores! —ordenó don Pedro secamente—. Y decidan estas damas la forma en que han de continuar el viaje, porque la noche avanza y estamos expuestos a miles de peligros en estas soledades.

—Razón tenéis, don Pedro de Lara; mas ved vos mismo de que manera hemos de arreglar este negocio —dice, dominando su resentimiento, la excelente aya.

—Yo lo diré —ofrece el bufón.

—Vos no haréis sino meteros en lo que no os importa, una vez más y hacernos perder un tiempo precioso —opina Nuño Correa, muy quemado todavía.

—¡Callad, viejo verde, y escuchad a quien sabe más que vos! —ordena el loco, lleno de una autoridad tan cómica que hasta a la propia doña Mencía se le desarruga el entrecejo—. Yo opino que lo mejor sería que ocuparan la señora infanta y doña María la litera de doña Mencía. Ambas son delgadas y podrán muy bien resistir unas horas de molestia.

—¿Y yo, bellaco ruin? ¿Cómo queréis que haga yo el camino, pecador que sois? —exclama espantada, doña Mencía.

—No será la primera vez que hayáis montado a caballo.

—¡Dios me ampare! ¿Montar yo por estos caminos en una de bestias fogosas a quienes la picadura de un tábano hace dar saltos y corcovos? No lo penséis siquiera. Antes me siento sobre una peña a esperar que vuelva por mí la litera tan luego haya dejado en Hinojosa a la señora infanta. ¡Al menos me ofrecierais una ha ranea!

— ¡Al diablo vuestros necios escrúpulos, señora mía! Ni a estas horas de la noche hay un solo tábano capaz de picar a una cabalgadura, ni los caballos, cansados como están de nuestro prolongado viaje, andan como para dar saltos y corcovos. Mas si ése es un inconveniente para que cedáis vuestra litera a la señora infanta y se emprenda el camino en seguida, yo os cedo mi mula, que es el animal más honrado y de mejor andar que ha comido pienso desde que andan muías por el mundo. Así os daréis cuenta de que, cuando el momento llega, maese Sancho, el loco, sabe ser galante con las damas…

—No os fiéis, doña Mencía; el bufón intenta saltar luego a la grupa de la mula, y tendréis que sufrir todo el viaje su compañía y la música de sus cascabeles… —se echó a reír la infanta.

—Vos me calumniáis; ni por un momento he pensado en ponerme junto al brasero que debe de ser el cuerpo de vuestra aya; hace harto calor para buscar arrimos. Muy al contrario, es mi intención llevarle la mula del ronzal, cuidadosamente, para que no tropiece, y hacer yo mi viaje a pie como un espolique.

—Bien está. No tendréis queja, aya mía…

—¡Hum!

—Es un alto honor… —insiste doña Urraca.

—A tal señor… —asiente maese Sancho.

—¡Pues menos palabras y andando! ¿O es que queréis que se nos haga de día en este paraje solitario? —se impacienta don Pedro de Lara.

Sin comentarios, las dos damas suben a la silla de manos, acomodándose en ella como pueden; se encarama doña Mencía, con bascas y apuros, sobre la montura de la lustrosa y pacienzuda mula del bufón, ayudada en su subida por dos o tres escuderos, que se ven negros para izarla, y, sin más palabras, la comitiva reanuda su éxodo.

Ni Manrique ni doña María han abierto la boca durante lo acontecido. En cuanto a la infanta, siente esta noche un ansia enfermiza por la compañía del muchacho, silencioso y triste cerca de su litera. Para su naturaleza caprichosa, acostumbrada a los fáciles triunfos que le ofrendan la belleza y su alta condición, la resistencia del doncel es un estímulo; ella ofende su vanidad y su soberbia de triunfadora y pica su empeño de hembra habituada a dominar a los hombres. Le ve a través de la ventanilla de su litera, y a cada momento su mismo empeño le hace ver perfecciones en la grata figura del doncel. Ahora es su aire gallardo y elegante, tan fino que por sí solo hace nacer la sospecha de si su nacimiento no será tan humilde como él mismo se imagina; ahora es el gesto altivo y huraño que le frunce la frente, o la perfección de su perfil, o la gracia con que maneja su fogoso potro… Nadie que conociera a fondo a esta princesa, que la Historia califica de «altiva, fina y liviana», puede dudar de que el origen y fundamento de la gran pasión que sintió por Manrique, «caballero sin nombre», fue precisamente la resistencia que él opuso a sus insinuaciones atrevidas.

Mientras caminaba cerca de la silla de manos de la infanta, a una imperiosa mirada que para obligarle a ello le había dirigido maese Sancho, el perfume oriental de la tapada de aquella noche, sentido durante la tarde, tornó a solicitar su olfato. Parecía que el aire lo llevaba entre sus ondas. Estaba bien seguro de que salía de la litera, ahora; porque, antes, de aquella misma litera —ocupada entonces por doña Mencía—, el perfume no se había percibido. Indudablemente, una de las dos damas lo llevaba. ¿Cuál de ellas? ¿Doña María o la infanta? ¿O acaso era un perfume corriente entre las damas de la Corte y por eso lo usaban éstas, como lo usó aquella otra dama que también confesó venir de allí…?

Ocupado en estos intrincados pormenores, Manrique caminaba cerca de doña Urraca, sin oír el llamamiento apasionado del corazón de la princesa. Como tampoco se daba cuenta de la amorosa y ahincada contemplación de otros ojos que le miraban también —como los de la infanta— a través de la ventanilla. Doña María había cometido la estupidez de enamorarse…

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Al filo de las once de esta noche serena y magnífica, enfocan el desfiladero llamado de los Cuervos, por la cantidad de estas aves que se recogen entre los picachos de sus altas murallas de peñas grises, peladas e inhóspitas…

Manrique, sin saber a punto fijo por qué, siente un estremecimiento. No es miedo. Es como un agorero sacudimiento. Quizá tiene de ello la culpa la gitana. Ella le describió maravillosamente el desfiladero. Es, como ella le dijo, oscuro, pues la altura de sus muros de granito cierra el paso a la luz de la luna. Algo sombrío, tétrico y solitario impone el ánimo al penetrar en él. Acaso sea el anuncio de Eleonora el que pone esta aprensión en la voluntad de Manrique y el que solicita toda su atención, manteniendo tensos todos sus sentidos, como en espera de algún acontecimiento…

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Los pasos rítmicos de los soldados de la escolta, que caminan a pie, y las pisadas de los caballos resuenan con un eco siniestro en las honduras de las barrancadas. No hay una sola persona en el grupo que no sienta erizársele los pelos en un escalofrío de terror, sin poder aclarar el «porqué».

Cuando más densos son la oscuridad y el silencio, cuando las sombras de algunos pinos tísicos, que apenas logran asir sus raíces al peñascal, se dibujan en las tinieblas más fantasmagóricas que nunca, aumentando la sensación de angustia que toda la caravana experimenta, suena un silbido extraño que cruza por encima de las cabezas de los viajeros y, repetido por el eco, va a perderse en las lejanías, retumbando de uno en otro recoveco del desfiladero. A este silbido, y antes de que los de la escolta tengan tiempo de darse siquiera cuenta del peligro que se les viene, responden un centenar de aullidos y gritos muy semejantes al rugir de una manada de chacales o de lobos.

Y comienzan a salir de las sombras unas siluetas que se despeñan por las lisas paredes de los taludes para caer como aluvión sobre los descuidados viandantes. Las voces de mando de don Pedro de Lara —absurdamente desconcertado y asustado— se pierden en la baraúnda y el estrépito, y durante algunos momentos todo es confusión en el lecho del barranco. Hombres que se agarran y llegan a un violento cuerpo a cuerpo, ayes de dolor de los que caen, relinchos de caballos que se encabritan, maldiciones y blasfemias… En este laberinto, sólo dos personas conservan su serenidad: el bufón y el paje… Sin cambiar una sola palabra, están de acuerdo; mientras el grueso de los bandidos ataca, otro grupo muy numeroso, al mando de un jinete con armadura, casco y cimera, que por sus evoluciones y sus voces de mando demuestra ser un experto en el arte de la guerra, se abalanza sobre la litera de la infanta.

Este minuto de distracción, mientras se conquista la silla de manos, disputada palmo a palmo por los soldados del rey —no importa que esté vacía—, es aprovechado por Manrique para dar una orden en voz baja a las dos damas, que están aterradas dentro de la litera de doña Mencía. Ellas bajan temblorosas y se escabullen agarradas a la ropilla del paje, que también ha echado pie a tierra y anda en seguimiento de doña Mencía, a quien maese Sancho ha tenido que convencer, con una amenaza enérgica, de que ponga punto a sus lamentaciones y lloros para que ellos no atraigan la atención de los atacantes… Sinuosamente, arrastrándose casi por entre las peñas del desfiladero, consiguen escabullirse hasta ampararse tras una revuelta, mientras los bandidos logran apoderarse de la litera donde creen que va la infanta de Castilla… Doña Mencía está medio desmayada de miedo en su escondrijo; pero maese Sancho la anima a andar con frases nada corteses, en honor de la verdad sea dicho. El momento no es el más adecuado para andarse con cortesía. Y a compás de la lucha encarnizada, que continúa, los fugitivos, haciendo siempre marcha atrás, logran llegar a la boca del desfiladero, por donde tan descuidadamente se metieron un rato antes. Allí, el paje otea el panorama lleno de luz lunar y se decide por meterse hacia la derecha, entre unos olivares espesos.

—Nos verán; en cuanto se den cuenta de que la litera está vacía, nos buscarán y nos verán. Os digo que nos verán… —se angustiaba doña Mencía.

—¡No os verán, voto a cribas, hembra cobarde y desconfiada! —gruñó maese Sancho, a quien se le agotaba la paciencia—. No os verán, porque vamos a escondemos entre las copas de uno de esos olivos.

—¡Jesucristo! ¿Estáis loco de veras, maese bufón?

—¡Vos sí que estáis loca, Dios me perdone, aya del demonio, cuando perdéis el tiempo en discursos en unos momentos tan críticos como éstos! ¿Es que queréis, por ventura, que cojan tan lindamente a la señora infanta y se la lleven esa pandilla de golfines para secuestrarla o algo peor…?

—¡No lo permita Dios!

—¡Pues cállese la boca la dueña y andando, que los siento acercarse! —ordenó el paje enérgicamente.

Los apuros para lograr izar a la corpulenta doña Mencía sobre las ramas de un olivo son algo indescriptible. Ya casi lo han logrado entre el bufón y el doncel, sin hacer caso de sus hipidos y lamentaciones, cuando una risa sonora suena a su espalda. Desde la copa de otro olivo, a donde se encaramaron con toda la agilidad de su juventud, las dos muchachas ven acercarse a un gitano que trae de la mano dos asnillos.

—¡Válame Undivé, y qué mal retiro es ése para la señora dueña! Bajadla presto y acudid al desfiladero, que ya la refriega terminó y caminan hacia delante los malandrines con el botín y los prisioneros.

—¡No en mis días! No seré yo quien vuelva al desfiladero endemoniado… —se rebela doña Mencía, con el temor reflejado en el rostro.

—Sí haréis, porque en una de sus cuevas tenemos los gitanos nuestro refugio, y allí habréis de esperar a que amanezca el día para continuar vuestro camino.

—¡Santo Dios de Israel! ¿Habremos salido de las manos de esos malvados bandoleros para dar en las de una tribu de gitanos…? —se lamenta la dueña.

—Teneos y no faltéis, doña Mencía. Sabed, mientras andamos, que a esa banda de gitanos se debe principalmente el que no hayáis caído en manos de…

—¿De quién, señor doncel?

—Os lo diré mañana, cuando estemos más lejos de ellos.

—Andemos, pues, que este lugar no es seguro y Eleonora espera.

—¡Bendita sea ella! —exclama el doncel.

—Nuestra madre lo tiene todo dispuesto para que continuéis vuestro camino por senderos excusados y tan distantes de la ruta que siguen vuestros atacantes, que no correréis el peligro de toparos con ellos.

—¿Estáis cierto?

—Cuatro de los nuestros caminan a la zaga de los golfines; más atrás, otros dos siguen a éstos, y a aquéllos, otros dos más. Como veis, están escalonados para pasarse de unos a otros cualquier señal de peligro que hubiese para vosotros, y nos avisarían sin dilación.

—¿Y por qué hace Eleonora todo esto…? —murmura el paje.

—Preguntádselo a ella —contesta, con un encogimiento de hombros, el gitano.

No han despegado los labios doña Urraca y su azafata, asustadas un poco todavía del riesgo que acaban de correr. Mansamente siguen al doncel, apretándose, inconscientes, junto a sus costados, mientras la dueña se pega como una lapa a maese Sancho, que jura y maldice de este apéndice voluminoso, el cual, en la desigualdad de las tierras aradas, le hace dar más de un tropezón y de un traspiés. ¡Su mula lustrosa y pacifica! ¡Su hermosa mula episcopal, con su andar dulce y suave, y la música tenue de los cascabeles de su collera! ¿Que habrán hecho de ella los malandrines? ¡Permita Dios que se vuelva cocera y de una patada desplome al primero que se le acerque! Al cabo logran acomodar a la señora aya sobre uno de los pollinos, mientras las dos jóvenes se acomodan juntas, como pueden, sobre los lomos del segundo, y así, en esta traza incómoda y extraña, la princesa que un día ha de ser reina camina hacia ese otro reino misterioso que es una tribu de gitanos, entre la luz de la luna de una noche estival, todavía estremecida por los ecos estridentes del combate que acaba de librarse.