Capítulo IV
LA VELADA
Aquel día, Manrique no tuvo que cumplir ninguna comisión de su señora. Deambuló perezosamente por el huerto, entre la floresta, y pasó revista a los azores, presumiendo que, con la llegada de las tres damas, no sería de extrañar se organizase presto alguna partida de caza.
Después se tumbó bajo las floridas ramas de un manzano y se entretuvo en ver volar en torno a sus entornados ojos una nube de insectos rebullentes. De cuando en cuando, entre el zumbido de estos insectos creía oír el sonido argentino de cierta carcajada que por la mañana había bajado hasta él desde las alturas de un ventanal. ¡Linda en verdad era la sobrina de la condesa!
Llegó la noche. La queda dio su toque reposado, se alzó el rastrillo y llegó la hora ceremoniosa del yantar. Manrique debía ocupar su puesto tras el sitial de la condesa y servirla y atenderla en todo. Hízolo como de costumbre, mas con frecuentes distracciones y torpezas que hicieron sonreír al taimado maese Sancho, el loco, grotescamente encaramado en el remate del gótico sitial de su señora por un verdadero prodigio equilibrista. Esta postura difícil solía adoptarla el bufón cada y cuando se sentaban a la mesa de su ama personas de calidad, quizá como una muestra de sus varias habilidades. La condesa, que no podía ocultar el bondadoso afecto que por él sentía, le dispensaba toda suerte de tolerancias y aun —siguiendo la costumbre de la época— le distinguía dándole a comer los mejores bocados de su plato, con su misma mano, como si se tratase de un perro preferido.
De las distracciones y torpezas del paje acaso fuera responsable la dama rubia que, vestida ahora de blanco y alhajada con ricas perlas, detenía con frecuencia sus ojos en mirada insistente sobre las aturrulladas pupilas del doncel.
«Paréceme que nostrama ha metido el diablo en el convento», se dijo para su coleto el bufón.
Después del yantar vino la velada en tomo a las dos enormes chimeneas sitas a uno y otro extremo de la sala y repletas de gruesos leños. Damas, doncellas y dueñas rodearon a su señora mientras trabajaban activamente, dando incansables vueltas a las ruecas. Los pajecillos habían tomado asiento en pequeños escabeles a los pies de las damas. Fray Jerónimo ocupaba su sillón de baqueta en un ángulo de la chimenea, y el bufón se colocó en el centro del corro, sentado sobre un almohadón, a usanza mora. Manrique, después de acomodar a su señora en el sitial, atendiendo a las menudencias de su instalación, habíase quedado en pie tras él, apoyando sus brazos cruzados sobre las tallas del remate. Era algo más fuerte que su voluntad aquel deseo imperioso de contemplar a doña Elvira que, como una calentura, se estaba apoderando de él, solicitado por el reclamo insistente de los ojos de la doncella fijos en su rostro de una manera hipnótica. No hubieran tardado mucho en parar mientes las fisgonas dueñas, y con ellas el bueno del fraile y hasta la austera condesa, si la casualidad no les hubiera deparado a todos mejor entretenimiento para la velada en la llegada de un juglar que, al anochecer, había solicitado hospitalidad en el castillo. Proverbial era la fama de acogedor de que gozaba el de Rugoso, y, así, fue excelentemente acogido el trovador, quien, luego de hacer honor a un suculento yantar, pasó al estrado a ofrecer sus respetos y la distracción de sus romances a la castellana.
Los escuderos, monteros y servidores que se calentaban cabe la opuesta chimenea, al otro lado de la sala, dejaron sus asientos para venir a formar estrecho corro cerca del mancebo. Lindas fueron en verdad sus trovas y complacidas quedaron las damas de la voz, la música, los versos y la buena traza del juglar; mas a fray Jerónimo le interesaban poco las endechas y le tentaban, en cambio, las nuevas de la política o de la guerra. Así, no es de extrañar que tan aína como el músico arrimara el laúd, se precipitase a preguntarle por la marcha de los asuntos en Castilla.
—¿Cómo van las cosas por la Corte?
El juglar alzó los ojos y puso una furtiva mirada en doña Elvira, la cual, desde que éste entró, había dejado de mirar al paje para mirarle a él, y aun diremos que con cierta angustia y rebajado el color y el pecho ansioso.
—Regulares no más, mi reverendo padre.
—¿La guerra, acaso?
—La guerra con el moro va viento en popa. El rey de Badajoz, Motawaquil, ha entregado a don Alfonso importantes plazas portuguesas a cambio de su protección contra los almorávides. Han pasado a poder de Castilla, recientemente, Santarem, Lisboa y Cintra… Y ahora, por el lado oriental, dicen que nuestras tropas se preparan a ensanchar las fronteras del Tajo.
—¡Dios quiera darles la victoria! —murmuró una dueña, con voz gangosa.
—Sí hará, que no puede menos de esperarse de nuestros esforzados capitanes y sus valerosas mesnadas más que uno de esos triunfos a que nos tiene acostumbrados don Alfonso el VI. Mas por la Corte me preguntabais, padre…, y en la Corte hay intrigas, como las hubo siempre en todas las Cortes del mundo, y los bandos y parcialidades surgen como por ensalmo hasta bajo las piedras.
—Cuando en un reino no hay un príncipe heredero, suele ser frecuente ese desmandarse en conspiraciones, roto el dique que aguanta la ambición —opinó el fraile—. Cada grupo tiene sus predilecciones y ofrece un candidato.
—Cierto —asintió la condesa, con voz flaca—; pero en Castilla no existe en verdad motivo para tales rivalidades, pues, si bien es cierto que no hay príncipe heredero, el rey nuestro señor tiene una hija legítima de su esposa doña Constanza, que santa gloria haya, y ella es la que debe reinar algún día.
—Mas olvida vuestra señoría, mi querida tía, que la reina doña Berta odia a la infanta doña Urraca, su hijastra, y pone cuanto está en su mano para que sea excluida del trono de Castilla.
La voz de doña Elvira, al hacer esta observación, estaba un tanto enronquecida y las líneas de su semblante se habían endurecido. Una rápida mirada se cambió entre ella y el trovador. Pausadamente, éste asintió:
—La sobrina de vuestra grandeza dice bien: la reina, que no puede perdonarle al destino el fracaso de todas sus ilusiones, no quiere ser víctima de su esterilidad y trata de vengarse en la infanta arrebatándole sus indiscutibles derechos al trono. Ella es el alma de ese partido que acaudilla el conde de Cabra, ayo del infante bastardo don Sancho…
—¡La reina haciendo buenos los derechos al trono del hijo de esa princesa mora, hija del Motamid de Sevilla! —se escandalizó el fraile.
—¿Y vos creéis que el rey se dejará influir…? —preguntó con cierto temor la condesa.
—La princesa mora, Zaida, nadie ignora en Castilla que ha sido el único amor de nuestro señor el rey. Y da la coincidencia de que ella fue la única que dio a don Alfonso un hijo varón, a pesar de haber sido casado tres veces: el infante don Sancho.
—¿Y había de ocupar el trono de Castilla un bastardo, hijo de una mora?
—Hay quien dice que ella se convirtió al cristianismo con el nombre de doña María Isabel y que casó en secreto con el rey… —insinuó el juglar, con cierta ironía.
—Ésas son las fábulas que cuentan el conde de Cabra y doña Berta para convencer a los tibios… —exclamó vivamente doña Elvira.
—Buenos son los derechos del infante don Sancho, si pudiéramos prescindir de los de la infanta doña Urraca; pero mejores son los del príncipe de Aragón… —opinó fray Jerónimo—. Y antes que dar la corona a un bastardo…
—Sí; el del príncipe de Aragón es otro partido que tiene grandes adeptos. Con todo lo cual la Corte anda minada de conspiraciones y no hay cristiano que acierte a ver cómo acabarán estas misas —dijo el músico.
—¿Y de la infanta doña Urraca, qué me decís? —preguntó, interesado, el alcaide del castillo, viejo caballero curtido en cien batallas.
El juglar miró rápidamente a doña Elvira; ésta bajó los ojos con un repentino recato, que acaso fuera una máscara para encubrir cierta retozona travesura que en ellos le bailaba, y el mancebo dijo pausadamente, como si de intento se recrease en saborear su propia descripción:
—La infanta es la más gentil y hermosa criatura que haya pisado jamás la Corte de Castilla.
—Así cuentan… —afirmó doña Mencía con un hilo de voz, mientras doña Elvira jugueteaba, un poco nerviosa, con la sarta de perlas que pendía sobre su escote, sin cuidarse ahora de mirar al paje.
En los ojos de todas las damas fluía una desconocida curiosidad; en los de la condesa, quizás una turbación. La azafata miraba de hito en hito al juglar con una inquietud en el semblante.
—Es rubia como el trigo en sazón y esbelta y proporcionada como las estatuas paganas que yo he visto en mis correrías por Italia. Alguien la tilda de coqueta y de traviesa; pero es menester disculpar a sus pocos años si están enamorados de su propia belleza. No hay caballero en la Corte que no esté dispuesto a romper lanzas por tan peregrina hermosura. Y este halo de adoraciones apasionadas es una espina clavada en el amor propio de la reina, su madrastra.
—¿Tiene celos Su Alteza? —insinuó la condesa suavemente.
—Horribles. Unos celos salvajes.
—¡Pobrecita princesa! —murmuró la de Rugoso.
Y, no sabemos por qué, envolvió a su sobrina en una dulce mirada.
—Digna es, en efecto, de la compasión de vuestra grandeza. Corre su nombre de boca en boca, mezclado a audacias y travesuras y aun liviandades que no existen, y que el rey ha creído, como cree todo lo que le sugiere la reina, y no será difícil que sé levanten en favor de la infanta los más jóvenes caballeros de Castilla, León y Galicia, indignados contra esa reina extranjera que trata de convencer al rey de que debe casar a su hija con Raimundo de Borgoña.
Un leve grito se escapó de los labios de doña Elvira; mas nadie hizo alto en él, como no fuese su azafata, quien, discretamente, le propinó un codazo. Y el juglar prosiguió:
—¡Y, cuerpo de tal, que han razón que les sobra! —gritó maese Sancho desde el centro del corro, donde, asentado en su cojín, no perdía punto ni coma de la plática—. Y si yo fuera caballero, ¡vive Cristo que no había de dar satisfacción el rey a sus aficiones francesas! No se conformó con casar él mismo con la viuda del de Chalons, sino que ahora intenta casar a su hija con ese conde de Borgoña que para nada hace falta en Castilla. ¡Sobran caballeros en nuestra tierra para emparentar con el rey, sin que sea menester traerlos de fuera…!
—Mas le conviene a la reina sacar a su hijastra de Castilla y aun apoyarse precisamente en su casamiento con un extranjero para restarle popularidad y alzar la opinión contra ella por su pretendido afrancesamiento…
—¿Y ya sabe la infanta de estas astucias de sus enemigos? —preguntó el fraile.
—La infanta, señor, está sufriendo el destierro que le ha impuesto su padre por sus…
Detúvose el juglar y miró furtivamente a doña Elvira; pero una mirada aprobatoria de ésta animóle a continuar.
—Por sus amores con un bizarro caballero de la Corte.
—¡Feliz caballero! —murmuró imperceptiblemente Manrique.
—Dichoso él… —opinó el bufón haciendo una grotesca y hábil cabriola—. Pero poco ha demostrado quererla, y menguado amor es el que no puede impedir que a su dama la castiguen como a una mocosa. ¡Cuerpo del diablo, que yo, en su pelleja, hubiérame puesto al frente de mis hombres y, como Sancho me llaman, que a estas horas estaba la infanta en mi castillo y no en la torre o mazmorra donde su padre la tenga encerrada!
—Pláceme vuestro ardimiento, maese bufón, pero una cosa es predicar y otra es dar trigo. El caballero ha sido a su vez encarcelado en la Corte, y allá anda todo revuelto y en trance de estallar una sublevación, porque, como antes dije, toda la juventud del reino toma partido por la infanta.
—¿Y la infanta sabe eso…? —preguntó con cierta alarma la condesa.
— Se procurará que lo sepa. Hora es ya de que se levante contra esa mujer que la persigue tan sin piedad.
— Ved que estáis hablando de la reina —dijo severamente el fraile.
— Cierto. Olvidé la majestad para no pensar más que en la maldad —repuso con rencor el juglar.
— ¿Y dónde está desterrada la infanta? —tornó a preguntar, temblorosa, la condesa.
— Lo ignoro —respondió, encogiéndose de hombros con naturalidad, el músico—. Yo sólo sé lo que públicamente se decía por Valladolid el día que de allí salí.
La chispa de recelo que brilló un punto en los ojos de la señora de Rugoso pareció apagarse, y un suspiro de alivio hinchó su pecho. Entre tanto, el paje —que había saciado a su placer el anhelo de contemplar a doña Elvira— comenzó a escudriñar las facciones del juglar con gran ahínco, viniendo a la conclusión de que más trazas tenía el músico, por su porte, de guerrero que de poeta. Y cuando la condesa se levantó para retirarse, y con ella sus damas y doncellas, y Manrique cogió, como de costumbre, la lucerna para acompañar a su señora a través de los oscuros corredores hasta su camarín, recibió de ésta una orden muy en contrario.
— Deja que me acompañe Garcés. Ve tú con el juglar y ocúpate de acomodarle para que pase la noche en el castillo.
El músico se inclinó en una reverencia de estilo tan cortesano, que hizo sonreír al taimado de maese Sancho.
«En Dios y en mi ánima, maese Sancho —se dijo—, que así como tú eres loco, váme pareciendo que este guisado tiene mosca».
Por encima de las venerables figuras de la excelente señora de Rugoso y de fray Jerónimo, el juglar cambió una rápida mirada con doña Elvira, que a la espalda de ambos aguardaba el momento de echar a andar camino de su cámara, escoltada por su dama y su azafata. Aceptó Manrique el encargo, y cuando la comitiva hubo salido —toda aquella pequeña corte feudal, compuesta de damas, dueñas, doncellas, escuderos, nobles, pajes, fraile y bufón— y en el estrado quedaron solamente el trovador y él, oyó, no sin sorpresa, esta frase, dicha por su interlocutor con el acento y el aire de quien estuviere más hecho a mandar que a rogar:
— A fe mía, señor doncel, que me place seáis vos el encargado de atenderme, porque necesito un servicio, y es de tal naturaleza que sólo a un noble me fiara de pedirlo.
El fuego crepitaba en el inmenso hogar. Apoyado en la cornisa de la chimenea, Manrique adelantaba hacia la llama la punta de su escarpín de seda verde. Alzó los ojos hacia el juglar y dijo lentamente:
— Yo no soy noble…
Y parecía que este ritornello de su nobleza, tan traída y llevada desde hacía dos días, era ya una obsesión en todos cuantos le rodeaban; hasta en este desconocido vagabundo.
Con ojos atónitos le contempló el músico. Nada dijo en voz alta, mas en verdad que se hizo a sí mismo peregrinas consideraciones respecto a la traza y al aire gentil del mozuelo.
— Merecéis serlo, entonces —observó sinceramente—. Todo en vos revela hidalguía: vuestro porte y vuestra mirada. Y no dudo de que vais a acoger mi petición con bondad.
— Si está en mi mano serviros…
— Lo está.
— Pues vos diréis.
— Necesito que me llevéis a la cámara de… de esa dama rubia que dicen es sobrina de vuestra señora la condesa…
Sobresaltóse el doncel y se turbó al decir:
— Entended, señor mío, que no la conozco; que no he cruzado aún la palabra con ella, y que sería harto atrevimiento en mí llamar a su puerta de parte de un desconocido…
— No os turbéis por tan poco. Llevadme hasta la puerta de su estancia, que lo demás corre de mi cuenta.
— ¡Ah! ¿Vos la conocéis, sin duda?
— Yo… traigo para ella un mensaje de quien la conoce.
— ¡Voto al diablo! Voy sospechando, señor mío, que ni sois trovador ni os trae más objeto en vuestro viaje que el de entrevistaros con ella…
— Ladino es el paje —sonrió el juglar—; mas eso no os incumbe. Llevadme presto si queréis servir a quien más adelante ha de agradecéroslo. Llevadme antes de que la dama se haya entregado al reposo y sea demasiado tarde.
Ardía Manrique en curiosidad; pero pudo en él más la consideración de que el tiempo corría, y, pensando que no debía ser grano de anís la comisión que obligaba al músico a llegar de tan lejos para entrevistarse con la dama, optó por decirle, lacónico, que le siguiese. Mientras, un extraño y complejo sentimiento iba haciendo trabajo de zapa en su corazón; un resquemor como de contrariedad o de celos al sospechar que fuese de amores el mensaje que iba a transmitirle a doña Elvira este juglar con humos de señor.
Mientras ambos atravesaban los oscuros pasadizos abovedados a la luz de la linterna de aceite que alzaba el paje, otro personaje seguía sus pasos cautelosamente. Maese Sancho —que era sin disputa la mejor inteligencia del castillo— había percibido no sabemos qué tufillo de conspiración o de misterio en todo cuanto estaba aconteciendo desde que al castillo arribaron las tres damas forasteras. Ignorábase quiénes fuesen. De ellas conocíanse sólo sus nombres de pila. Llegaron con una escolta principesca y, en contraste con este lujo de guerreros, tan sólo propio de una ilustre casa, las damas quedaron en Rugoso sin una doncella, ni un paje, ni un escudero a su servicio. Imposible pensar que fuese porque no los tuvieran, ya que el lujo de hombres de armas en la escolta desmentía la hipótesis. En el solar donde se permitían el derroche de un acompañamiento semejante debían abundar por fuerza pajes, doncellas y dueñas.
Al fecundo magín del corcovado se le ocurrió el recelo de que bien pudiera obedecer esta estudiada ausencia de servidores al deseo de mantener las recién llegadas un riguroso incógnito. Para postres, llegaba ahora este juglar misterioso que —a él le constaba— había dejado un brioso caballo cuatralbo en la posada de maese Jimeno para pedir hospitalidad en el castillo. Más trazas de guerrero que de vagabundo tenía el tal, pese a su ropilla raída, a su laúd y a su ausencia de armas, y, para postre, esa excursión nocturna con el paje estaba colmando el cúmulo de sospechas del buen loco.
Llegado que hubieron a la puerta del camarín de doña Elvira, Manrique dio tímidamente unos golpes con los nudillos sobre la ensambladura a cuarterones. De adentro les llegó un murmullo como de disputa, y, luego, la carita contrariada y la infantil silueta de doña María se dibujaron en el vano.
— ¿Qué se os ofrece tan a deshora? —preguntó secamente.
Mas no por esta terquedad de su tono, que indicaba un réspice y un despido, se arredró el juglar, y suerte grande fue, pues, de confiar en el doncel, hubiéranle salido fallidos los cálculos, ya que el mozuelo habíase intimidado ante el aire ofendido de la azafata.
— Es preciso que yo hable a vuestra señora —conminó el trovador, con autoridad.
Y, con asombro del bufón y de Manrique, ante esta voz autoritaria cedió toda la oposición de la doncella.
— Avisaré a doña Elvira —murmuró, inclinándose—. Mas bien sería que entraseis en la antecámara, antes de que cualquier servidor, en su ronda, os sorprenda a los dos.
Y así fue como el fisgón de maese Sancho no logró saber por el momento lo que ocurrió entre el juglar y la damita rubia. Bien es cierto que cuando, al día siguiente, quiso sonsacar al paje, éste no pudo darle mayores explicaciones, porque doña María introdujo en la cámara de doña Elvira al trovador y a solas celebraron su entrevista, mientras, en la antecámara, la azafata y el paje celaban para que doña Mencía no sorprendiese el coloquio.
No fue largo, por cierto. Mas, mientras duró, Manrique sintió un confuso e indefinido malestar asaltado por el recelo de que ser pudiera una sabrosa plática de amores; y de este purgatorio no salió hasta que la discreta doña María calmó sus resquemores con una aclaración que, en verdad, no le dejó mucho más tranquilo.
Se había sentado la doncella en un sitial y había ofrecido otro al gentil paje de la condesa. Y por parecerle violento el silencio y por cubrir con el susurro de sus voces el rumor de la charla de doña Elvira con el juglar, inició una plática más cortés que interesante, aunque, a decir verdad, también el apuesto doncel interesaba a la discreta azafata.
— ¿Sois, por lo que miro, de la servidumbre de su señoría la condesa? —inició la doncella, por decir algo.
— Soy en alma y vida de los condes, mis señores, en efecto.
— ¿Vasallo de Rugoso… o hijo tal vez de nobles amigos de vuestros señores?
— Ni lo uno ni lo otro. Nací… no sé dónde. Soy hijo… de no sé quién. Me recogieron por caridad y me han criado con un cariño que yo procuro corresponder. Por eso os dije que soy en alma y vida de mis señores.
— Debéis de ser bien nacido cuando así agradecéis. ¿Y os llamáis…?
— Manrique.
— ¿Qué más?
— Nada más; no tengo apellido.
La sencillez, sin sombra de humillación ni de despecho, con que el mozo hizo esta declaración conmovió a doña María.
— Quizás algún día le tengáis glorioso. La guerra abre caminos, y yo sé de ilustres caballeros que en sus comienzos fueron como vos. ¿Tenéis ambición?
— ¿De honores…? No, estoy bien avenido con mi oscuridad. Solamente me tienta el estruendo de las batallas por el placer de guerrear. Sueño con el combate, hay en mí ardimientos que fray Jerónimo intenta reprimir, pero que son más fuertes que mi voluntad, y ya hubiera partido a la guerra con mi señor si no se hubiese opuesto con el pretexto de que mi educación literaria no está concluida.
Mirole atentamente doña María, un poco sorprendida de esta declaración.
— ¿Educación literaria?
— Sí tal: fray Jerónimo es mi maestro. Me enseñó a leer y a escribir, y la historia y las ciencias, y ahora aprendo latín y humanidades.
— ¡Cómo! ¿Pensáis ser clérigo, por ventura?
El paje echóse a reír alegremente.
—¡No en mis días! Me enseñaron también la equitación y toda suerte de ejercicios físicos, y nada ignoro del complicado manejo de las armas.
—Entonces os han dado una educación de príncipe… —murmuró con asombro la doncella, mientras se decía para sí misma que el talante gallardo y la traza altiva y la fina apostura del doncel eran también los de un joven príncipe.
—La bondad de mis bienhechores, que me regalan con lo que no merezco —se excusó el mozo.
—Sois discreto y os expresáis con nobleza… —declaró ella.
—Y vos muy amable… y muy linda —aduló él.
Precoz galanteador el muchacho; porque, en verdad, la embrionaria belleza de la jovencita ni despertó su atención ni sus sentidos; mas ese innato prurito de cortesía en todo hombre bien nacido puso en sus labios el elogio.
—Ni una cosa ni otra; decid mejor que vos sois muy cortés —observó con modestia la azafata.
—Ya vos se os conoce a cien leguas el hábito de escuchar lisonjas sólo al ver el escaso valor que les concedéis. ¿Nacisteis en la Corte?
—Ved una pregunta a la cual no podría contestaros.
—¿Cómo así? Si he sido indiscreto, os ruego me perdonéis —se excusó el paje.
—No tal, ni es misterio, ni tengo por qué corresponder con recatos innecesarios a vuestras confidencias de un momento ha.
—No os creáis obligada…
—En modo alguno. Nací… no sé dónde. Ignoro, como vos, si fue en un palacio o en un hogar humilde; sólo sé que una esclarecida señora por cuyas venas corría la sangre real de Castilla fue mi amparo, mi protectora y mi madre. Como a vos, diéronme sus bondades una educación de infanta. Nada faltó para pulir mi entendimiento y despertar mi inteligencia. Nada ignoro de cuanto puede cultivar un espíritu. Después, mi protectora murió, dejándome encomendada a la bondad del rey…
Detúvose doña María. A partir de este momento, a Manrique le pareció que medía sus palabras.
— Y el rey me colocó en el puesto que ocupo junto a… mi señora doña Elvira.
— Hermosa dueña habéis, doña María —comentó con fervor el mozo.
— Sí —concedió sin sombra de envidia la doncella—. Muy hermosa y quizás… harto desdichada también.
— ¿Desdichada…? —se inquietó el paje.
— ¿No os parece una gran desdicha estar bajo el rencor de una madrastra?
— ¡Pobrecilla!
— ¿Y no disponer de su persona para querer a un hombre? ¿Y verse obligada a casarse el mejor día con cualquier bárbaro que le elija su padre?
— A fe que es triste condición la de estas damas de la nobleza. Mas a lo mejor tropieza con un bravo caballero que la rapta y pone entre ella y su padre el valor de su brazo y los muros de una fortaleza.
— Tal vez fuera así. Mas, por el momento, se adelantó su padre y hela aquí confinada. ¿Creéis vos, por ventura, que fuera empresa fácil hurtarla a la vigilancia de los castellanos de Rugoso?
— No lo creo, en verdad. Sería temerario atacar la villa. Está bien defendida y el castillo es inexpugnable. Mas la astucia acaso…
— No permita Dios que doña Elvira se rinda a ella. En el fondo, su padre ha razón en oponerse por el momento a sus amores…
— ¡Ah! ¿Tiene amores? —comentó, con una desilusión, el paje.
— ¡Bah! No es mujer a quien quiten el apetito ni el sueño los amores de nadie. Tal como la veis, es un girasol espléndido que se vuelve sin pesar del lado hacia el que más calienta el sol. Es demasiado joven para sufrir de amor; éste pasa sobre ella, la embriaga como un perfume, la domina un breve espacio de tiempo… y nada más. Después pasa. Preguntádselo al caballero cuyo mensaje acaba de entregarle ese juglar a quien habéis acompañado.
Crispose, molesto, el pajecillo, sin saber por qué.
— ¿El señor trovador era portador de un mensaje de amores? —preguntó.
— Tal presumo; aunque también pudiera ser cosa harto distinta de lo que imagino.
Ésta fue, en resumen, la plática de la cual nada sacó en limpio el doncel. A este punto, la puerta de la cámara se abrió, y el juglar, andando hacia atrás, hizo como despedida, en el umbral, una profundísima reverencia de Corte, que dejó pasmado al paje por su galana perfección. Doña Elvira contestó desde su sitial con una leve inclinación de cabeza, y Manrique alcanzó a ver cómo prendía fuego en la llama de su velón al Pergamino que indudablemente debió de entregarle el juglar. Por si alguna duda le quedaba a Manrique de la personalidad de éste, colmó la medida el hecho de entregarle un bolsillo, a través de cuyas mallas brillaba el oro, con gesto tan natural que bien delataba la costumbre de pagar espléndidamente a quien le servía. Esto no iba bien con la condición mísera de un pobre músico trashumante; pero la liberalidad del donante tropezó aquí con cierto prurito de hidalguía nativa que hizo al paje rechazar el bolsillo con gesto de altivez. Más que nunca le pareció en este momento a doña María un joven príncipe. Sonriendo, el juglar guardó la bolsa.
— No me equivoqué, señor doncel. Sabía que erais hidalgo. Algún día nos encontraremos, y entonces la paga será con intereses. Acompañadme a mi estancia, ¡voto al diablo!, que he de salir al despuntar la aurora, y a fe mía que estoy molido…
Doña María cerró la puerta, dejándoles en el corredor. No rechinó ni un gozne. Doña Mencía dormía su primer sueño…
El bufón, saliendo de entre las sombras, siguió a la pareja, recatándose de las brillantes oscilaciones del farolillo del paje, y cuando se hubo convencido de que éste depositaba en su cámara al músico sin más novedad, fuese muy intrigado en busca de su lecho.