XVIII
En ese momento, a Cicerón no le quedaba más que esperar la reacción de Hortensio. Pasamos aquellas horas en la austera quietud de la biblioteca de Ático, rodeados por toda aquella antigua sabiduría, bajo la mirada de los grandes filósofos, mientras más allá de la terraza el día alcanzaba su cenit, y la vista de la ciudad se hacía más amarillenta y turbia en el calor de aquella tarde de julio. Lo correcto sería que comentara que ojeamos tal o cual volumen, que pasamos el tiempo repasando los pensamientos de Epicuro, de Zenón o de Aristóteles, que Cicerón dijo algo sobre la democracia digno de ser recordado; pero lo cierto es que nadie estaba de humor para demasiada teoría política, y menos que nadie Quinto, que había programado la aparición de Cicerón en el abarrotado pórtico Emilio y le inquietaba que su hermano estuviera perdiendo una estupenda ocasión de recabar votos. Revivimos los momentos más espectaculares del discurso de Cicerón —«¡Tendrías que haber visto la cara de Craso cuando creyó que iba a nombrarlo!»— y sopesamos las distintas respuestas que cabía esperar de los aristócratas. Si no aceptaban entrar en el juego, Cicerón se habría colocado en una posición de lo más peligrosa.
De tanto en cuanto me preguntaba si estaba completamente seguro de que Hortensio había leído su carta, y yo respondía una vez más que no me cabía la menor duda puesto que lo había hecho en mi presencia. «Entonces le daremos una hora más», repetía antes de reanudar un inquieto caminar que salpicaba de cortantes comentarios dirigidos a Ático, como «¿Son siempre tan puntuales estos amigos tuyos tan elegantes?» o «Dime, ¿se considera un atentado a la buena educación consultar el reloj?».
El exquisito reloj solar de Ático marcaba la décima hora cuando por fin uno de los esclavos se presentó en la biblioteca y anunció que el mayordomo de Hortensio acababa de llegar.
—¡Vaya! —murmuró Cicerón—, ¿se supone que vamos a tener que negociar con sus sirvientes? Sin embargo, estaba tan ansioso por tener noticias que corrió personalmente hasta el atrio, y todos lo seguimos. Allí, esperándonos, se hallaba el mayordomo altanero y enjuto que me había abierto la puerta de la casa de Hortensio aquella mañana. No se mostró mucho más cortés entonces. Su mensaje era que había llegado en una calesa biplaza para recoger a Cicerón y llevarlo a una reunión con su señor.
—Yo tengo que acompañarlo —dijo Quinto.
—Tengo órdenes de llevar únicamente al senador —contestó el mayordomo—. La reunión es sumamente confidencial. Solo otra persona está autorizada a venir, y es ese secretario suyo que tiene tanta habilidad para anotar las palabras.
Aquello no me gustó nada, y tampoco a Quinto. A mí, por el cobarde deseo de evitar que Hortensio me interrogara; a él, porque suponía un desaire y también (por ser caritativos) porque le preocupaba la seguridad de su hermano.
—¿Y si es una trampa? —preguntó—. ¿Y si resulta que Catilina está esperándote ahí fuera?
—Se hallará bajo la protección del senador Hortensio —repuso el mayordomo con aire ofendido—. Os doy su palabra de honor en presencia de todos estos testigos.
—Todo irá bien, Quinto —dijo Cicerón poniéndole una mano en el hombro para tranquilizarlo—. A Hortensio no le conviene que me ocurra ninguna desgracia. Además —sonrió—, soy amigo de Ático, aquí presente, y ¿qué mejor garantía que esa tengo de que será un viaje sin peligro? Vamos, Tiro. Veamos que tiene que decirnos.
Abandonamos la relativa seguridad de la biblioteca y bajamos a la calle, donde nos aguardaba un elegante carpentum con el emblema de Hortensio pintado en un costado. El mayordomo se sentó delante, junto al conductor; yo me instalé detrás, al lado de Cicerón, y partimos colina abajo. Sin embargo, en lugar de girar hacia el sur, en dirección al Palatino, como esperábamos, nos dirigimos hacia el norte, uniéndonos al tráfico que salía de la ciudad por la puerta Fontinalia al atardecer. Cicerón se cubrió la cabeza con los pliegues de la túnica, aparentemente para protegerse del polvo que levantaban las ruedas, pero en el fondo para evitar que sus votantes lo vieran viajando en un vehículo de Hortensio. Una vez fuera de la ciudad, se quitó la capucha. Era evidente que no le gustaba nada salir de los límites de la urbe; a pesar de sus valientes palabras, era consciente de lo fácil que resultaba organizar un encuentro de consecuencias fatales. El sol, grande y muy bajo, empezaba a ocultarse tras los grandes panteones que bordeaban la carretera, y los cipreses arrojaban sus alargadas sombras sobre nuestro camino. Durante un rato fuimos tras un lento carro tirado por bueyes, hasta que el cochero hizo restallar el látigo y lo adelantamos justo a tiempo de evitar a otro carro que pasó traqueteante en sentido contrario, camino de la ciudad. Supongo que para entonces los dos sabíamos adónde nos dirigíamos, porque Cicerón volvió a echarse la capucha, cruzó los brazos y bajó la cabeza. ¡Qué pensamientos cruzarían por su mente! Salirnos de la carretera y subimos por la ladera de una empinada colina siguiendo un camino recién tendido con gravilla. Nos adentramos por él, entre generosos arroyos y umbríos pinares, donde las palomas se llamaban unas a otras en el atardecer, hasta que por fin cruzamos unos enormes portalones y entramos en una espléndida villa rodeada de su propio parque. La reconocí por la maqueta que Gabinio había mostrado a la envidiosa multitud del foro señalándola como el palacio de Lúculo.
Durante los años que siguieron, siempre que olía a cemento fresco y a pintura pensaba en Lúculo y en aquella especie de mausoleo lleno de ecos que se había hecho construir tras las murallas de Roma. ¡Qué figura tan brillante y melancólica era! Tal vez el mejor general salido de las filas de la aristocracia en más de cincuenta años, pero se había visto privado de la victoria final en Oriente por culpa de la llegada de Pompeyo y condenado por las intrigas políticas de sus enemigos —entre ellos Cicerón— a languidecer fuera de Roma, privado de honores y de la posibilidad de asistir al Senado, ya que si cruzaba los límites de la ciudad perdería su derecho a un triunfo. Dado que todavía conservaba imperium militar, se veían centinelas por todas partes, y los lictores, con sus haces de ramas y sus hachas, esperaban en la entrada con su habitual expresión adusta. De hecho, había tantos, que Cicerón pensó que un segundo general en activo debía encontrarse en la villa.
—¿Crees que es posible que también Quinto Metelo haya venido? —me preguntó entre susurros mientras seguíamos al mayordomo hacia el cavernoso interior—. ¡Por los dioses, diría que sí!
Cruzamos varias habitaciones llenas de objetos, fruto sin duda del botín de guerra, hasta que llegamos a una gran estancia, llamada la Sala de Apolo, donde un grupo de unas seis personas charlaba ante un mural en el que aparecía el dios disparando una flecha con su arco dorado. Ante el sonido de nuestros pasos, las conversaciones cesaron y se hizo un pesado silencio. Quinto Metelo se hallaba entre ellos. Se lo veía más recio, más canoso y más atezado tras sus años como gobernador de Creta, pero seguía siendo el mismo individuo que había intentado amedrentar a los sicilianos para que desistieran de su demanda contra Verres. A un lado de Metelo estaba su viejo aliado en los tribunales, Hortensio, cuyo rostro, fofo y distinguido, se mantenía inexpresivo; al otro, Cátulo, recto y afilado como una espada. Isáurico, el viejo senador, también estaba presente. (Debía de tener más de setenta años, pero no los aparentaba. Acabaría viviendo hasta los noventa y presenciando los funerales de casi todos los reunidos en aquel momento.) Vi que sostenía la transcripción que yo había entregado a Hortensio. Los dos hermanos Lúculo completaban el sexteto. A Marco, el más joven, lo había visto en los bancos de primera fila del Senado; paradójicamente, a Lucio Lúculo, el famoso general, no lo había visto en mi vida porque se había pasado dieciocho de los últimos veintitrés años luchando en el extranjero. Debía de rondar los cincuenta, y enseguida comprendí por qué Pompeyo lo envidiaba tanto —por qué habían llegado literalmente a las manos en Galatia, con ocasión del traspaso del mando de las tropas de Oriente—, pues al lado de la gélida magnificencia de Lúculo, incluso Cátulo parecía un tipo vulgar.
Fue Hortensio quien puso fin al embarazoso silencio y se adelantó para presentar a mi señor a Lúculo. Cicerón le tendió la mano. Por un momento, creí que el general no se la estrecharía, ya que por todos era sabido que Cicerón no solo era un abierto partidario de Pompeyo, sino uno de los políticos responsables de que hubiera tenido que ceder el mando al gran hombre. Al final, Lúculo se la estrechó rápidamente, como quien recoge una esponja sucia de las letrinas.
—Imperator… —lo saludó Cicerón con una cortés reverencia que repitió ante Metelo—. Imperator…
—¿Quién es ese? —preguntó Isáurico señalándome con el dedo.
—Es Tiro, mi secretario —contestó Cicerón—. Él fue quien anotó lo que se habló en casa de Craso.
—Bien, ¡pues no creo una palabra de lo que se dice aquí!
—Exclamó blandiendo el documento y apuntándome con él—. ¡Nadie podría haber anotado todo lo que se dijo! ¡Está fuera de la capacidad humana!
—Tiro ha desarrollado un sistema estenográfico de su invención —explicó Cicerón—. Deja que te enseñe las notas que tomó.
Saqué de mi bolsillo las tablillas de notas y las entregué a los presentes.
—¡Extraordinario! —comentó Hortensio examinando mi escritura con atención—. Así pues, estos símbolos ¿equivalen a sonidos o a palabras?
—Principalmente a palabras —contesté—, y también a frases habituales.
—Demuéstralo —ordenó Cátulo en tono beligerante—. Anota lo que estoy diciendo ahora. —Y, sin darme apenas tiempo a que cogiera una tablilla virgen y el punzón, prosiguió—: Si lo que he leído aquí es cierto, el Estado se halla amenazado por una guerra civil como resultado de una conspiración criminal. Si lo que he leído es falso, es la falsificación más perversa que ha conocido la historia. Por mi parte, no creo que sea verdad porque me parece imposible que tales anotaciones hayan podido salir de manos humanas. Que Catilina es un exaltado es algo que todos sabemos, pero también es un noble romano y no un perverso y ambicioso advenedizo, ¡y antes estoy dispuesto a creer en su palabra que en la de un homine novo! ¿Qué quieres de nosotros, Cicerón? No creerás de verdad que después de todo lo que ha ocurrido entre nosotros vamos a apoyarte en tu candidatura al consulado, ¿verdad? Ha de tratarse de otra cosa. Dinos qué.
—No hay nada más —contestó Cicerón sin la más mínima hostilidad—. Simplemente ha llegado a mis manos una información que creí que podría interesaros y se la he pasado a Hortensio. Eso es todo. Vosotros sois los que me habéis hecho venir, ¿recordáis? Yo no os he pedido que me trajerais hasta aquí. En realidad, caballeros, si alguien debe preguntar «¿Qué queréis?», ese soy yo, ¿no Os parece? ¿Queréis quedar atrapados entre Pompeyo y sus tropas de Oriente por el este y por Craso y la chusma en Italia, y que os vayan exprimiendo poco a poco? ¿Queréis poner vuestra protección en manos de esos dos hombres cuyas candidaturas al consulado apoyáis, uno de ellos medio tonto y el otro loco de atar, que ni siquiera son capaces de llevar las riendas de sus asuntos y aún menos las de la nación? ¿Es eso lo que queréis? Muy bien. Al menos tendré la conciencia tranquila. Habré cumplido con mi deber de patriota al haberos alertado sobre lo que está ocurriendo, y eso a pesar de que nunca habéis sido mis amigos. También creo haber demostrado en el Senado, mediante mi prueba de valentía de esta mañana, mi firme disposición a plantar cara a esos criminales. Ningún candidato a cónsul lo ha hecho nunca ni lo hará en el futuro. He convertido a esos hombres en mis enemigos de por vida, y con ello os he demostrado la clase de sujetos que son. Pero de ti, Cátulo, y de todos vosotros, no quiero nada. Y si únicamente me habéis hecho venir para insultarme, os deseo que tengáis un buen día.
Dicho lo cual, dio media vuelta y echó a caminar hacia la puerta, conmigo pisándole los talones. Supongo que para él fue la caminata más larga de toda su vida, porque casi habíamos alcanzado la umbría antecámara, y con ella la negrura del abismo del olvido político, cuando una voz, la de Lúculo en persona, gritó.
—¡Léelo!
Cicerón se detuvo, y ambos nos dimos la vuelta.
—Léelo —repitió Lúculo—. Lee lo que Cátulo acaba de decir.
Cicerón me miró y asintió. Rebusqué y saqué la tablilla.
—«Si lo que he leído aquí es cierto…» —empecé a recitar con el extraño tono que resulta de leer símbolos estenográficos—, «el Estado se halla amenazado por una guerra civil como resultado de una conspiración criminal. Si lo que he leído es falso, es la falsificación más perversa que ha conocido la historia. Por mi parte, no creo que sea verdad porque me parece imposible que tales anotaciones hayan podido salir de manos humanas.»
—Eso puede haberlo memorizado —protestó Cátulo—. No es más que un vulgar truco, como los que hace cualquier prestidigitador del foro.
—¿Y la última parte? —insistió Lúculo—. Lee lo último que tu señor ha dicho. Reseguí mis notas con el dedo.
— «… nunca habéis sido mis amigos. También creo haber demostrado en el Senado, mediante mi prueba de valentía de esta mañana, mi disposición a plantar cara a esos criminales. Ningún candidato a cónsul lo ha hecho nunca ni lo hará en el futuro. He convertido a esos hombres en mis enemigos de por vida, y con ello os he demostrado la clase de sujetos que son. Pero de ti, Cátulo, y de todos vosotros, no quiero nada. Y si únicamente me habéis hecho venir para insultarme, os deseo que tengáis un buen día.»
Isáurico soltó un silbido. Hortensio asintió y dijo algo como «ya os lo había advertido», y Metelo dijo:
—Sí, para mí es prueba suficiente.
Cátulo se limitó a fulminarme con la mirada.
—Vuelve, Cicerón —dijo Lúculo con un gesto—. Estoy satisfecho. El documento es auténtico. Dejemos a un lado por el momento la cuestión de quién necesita más a quién y partamos de la premisa de que nos necesitamos los unos a los otros.
—Yo sigo sin estar convencido —gruñó Cátulo.
—Pues entonces deja que te convenza con una sola palabra: césar. Un césar respaldado por todo el oro de Craso y con dos cónsules y diez tribunos tras él.
—Entonces, ¿de verdad no tenernos más remedio que hablar con esta gentuza? —suspiró Cátulo—. Bien, con Cicerón tal vez —concedió—. Pero a ti no te necesitamos —dijo señalándome con el dedo justo cuando me disponía a seguir a mi señor—. No quiero tener cerca de mí a ese ser escuchando lo que decimos y escribiéndolo todo con ese maldito sistema suyo tan sospechoso. Lo que pase entre nosotros no debe divulgarse.
Cicerón vaciló.
—De acuerdo —dijo al fin, a su pesar, mientras me dirigía una mirada de disculpa—. Lo siento, Tiro. Será mejor que esperes fuera.
No tenía por qué sentirme ofendido. Al fin y al cabo, no era más que un esclavo, una mano más, una herramienta, un «ser», como Cátulo había dicho. Sin embargo, me sentí profundamente humillado. Guardé mis tablillas, me dirigí a la antecámara y seguí caminando por todas aquellas estancias recién estucadas y llenas de ecos —Venus, Mercurio, Marte, Júpiter—, mientras los esclavos, calzados con zapatillas, se movían en silencio por entre los dioses para encender con sus bujías las velas y los candelabros. Salí al cálido anochecer del parque. Las cigarras cantaban y por razones que ni siquiera hoy consigo expresar, me puse a llorar. Supongo que estaba muy cansado.
Era casi el amanecer cuando me desperté; tenía los miembros rígidos y estaba empapado por el rocío. Durante un instante no supe dónde me hallaba ni cómo había llegado hasta allí, pero entonces me di cuenta de que estaba en un banco de piedra cerca de la entrada de la casa y que Cicerón me había despertado. La expresión de su rostro, era sombría.
—Nuestros asuntos aquí han terminado —dijo—. Debemos regresar a la ciudad enseguida.
Miró hacia donde estaba la calesa de Hortensio y se llevó un dedo a los labios para indicarme que no dijera nada ante el mayordomo de Hortensio. Así pues, subimos en silencio al carpentum. Recuerdo que mientras salíamos del parque me di la vuelta para echar un último vistazo a la imponente villa; las antorchas seguían encendidas en las terrazas, pero su brillo se difuminaba bajo la débil claridad del amanecer. No vi ni rastro de los aristócratas.
Cicerón, consciente de que en poco más de dos horas tendría que salir de su casa y dirigirse al Campo de Marte para asistir a las elecciones, no dejó de apremiar al cochero para que fuera más deprisa; aquellos pobres caballos debieron de acabar con el lomo pelado. Por suerte, las carreteras estaban vacías, salvo por los escasos votantes madrugadores que se dirigían a la ciudad para las elecciones, así que avanzamos a gran velocidad, llegamos a la puerta Fontinalia justo cuando estaban abriéndola y subirnos por las adoquinadas pendientes de la colina Esquilina más rápido de lo que hombre alguno podría correr. Al llegar al templo de Tello, Cicerón ordenó al cochero que se detuviera y nos dejara bajar para recorrer a pie el último tramo. Su decisión me sorprendió, pero de pronto comprendí que deseaba evitar que sus seguidores, que ya habían empezado a reunirse en la calle ante su casa, lo vieran. Echó a caminar por delante de mí con su andar característico, las manos enlazadas a la espalda y reservándose para sí sus pensamientos. Vi entonces que tenía la impoluta y blanca toga manchada de tierra. Rodearnos la casa y nos dirigirnos hacia la puerta trasera que utilizaban los sirvientes, donde nos tropezamos con el administrador de Terencia, el odioso Filotimo, que sin duda volvía de una excursión nocturna con alguna esclava. Cicerón, preocupado como estaba por lo que había ocurrido y lo que estaba por suceder, ni lo vio. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio y el rostro y el cabello sucios del polvo del camino. Me ordenó que abriera la puerta y dejara entrar a la gente; luego, subió al piso de arriba.
Quinto fue uno de los primeros en cruzar el umbral, y obviamente quiso saber qué había ocurrido. Él y los otros habían esperado nuestro regreso en la biblioteca de Ático hasta casi la medianoche, y estaba furioso y preocupado a partes iguales. Su demanda me puso en una situación comprometida y solo fui capaz de balbucear que preferiría que se lo preguntara directamente a Cicerón. Para ser sincero, la visión de Cicerón con sus más enconados enemigos me parecía tan irreal, que casi creía haberlo soñado. Quinto no quedó satisfecho, pero por suerte me ahorré más preguntas gracias a la gran cantidad de visitas que entraron por la puerta. Logré escapar aduciendo que tenía que comprobar que todo estuviera listo en el tablinum, y desde allí conseguí escabullirme hasta mi pequeño cubículo, donde me lavé el cuello y la cara con el agua tibia de mi palangana.
Cuando volví a ver a Cicerón, una hora más tarde, hacía gala una vez más de su extraordinaria capacidad de recuperación, que no me cabe duda es el sello de todo político de éxito. Al verlo bajar por la escalera vestido con una toga limpia, recién afeitado, perfumado y peinado, nadie habría dicho que llevaba dos noches sin dormir.
En esos momentos, la pequeña vivienda estaba abarrotada de sus seguidores. Cicerón llevaba sobre los hombros al pequeño Marco, que celebraba su cumpleaños ese día, y la gente, al verlos, prorrumpió en tal ovación que temblaron hasta las tejas de la azotea. No fue de extrañar que el pobre niño estallara en llanto. Cicerón lo bajó enseguida, no fuera que se tratara de un mal augurio, y se lo entregó a Terencia, que se hallaba tras él, en la escalera. Cicerón le sonrió y le dijo algo, y en ese momento comprendí por primera vez lo unidos que estaban tras el paso de los años; lo que había empezado siendo un matrimonio de conveniencia se había convertido en la más formidable de las parejas. No llegué a oír lo que se dijeron antes de que Cicerón se uniera al gentío.
Había tanta gente reunida, que le costó trabajo abrirse paso desde el tablinum hasta el atrio, donde Quinto, Frugi y Ático estaban rodeados de una respetable cantidad de senadores. Entre los que habían acudido a demostrar su apoyo se hallaba Servio Sulpicio, el viejo amigo de Cicerón; Gallo, el reputado erudito en jurisprudencia que había renunciado a presentarse candidato; el mayor de los Frugi, con quien Cicerón había establecido un vínculo familiar; Marcelino, que lo había apoyado desde la época del juicio de Verres; y todos los senadores a quienes había representado en los tribunales, como Cornelio, Fundanio, Orquivio, y también Fonteyo, el corrupto gobernador de la Galia. Lo cierto era que, mientras seguía a mi señor de habitación en habitación, daba la impresión de que los últimos diez años hubieran cobrado vida en todas las personas a quienes Cicerón había representado ante los tribunales: incluso había acudido Popilio Laenas, a cuyo sobrino Cicerón había librado del cargo de parricidio el mismo día en que Estenio se presentó en nuestra casa. El ambiente se parecía más al de una fiesta familiar que al de una jornada electoral, y Cicerón nunca se encontraba más en su elemento que en ocasiones como aquella. Dudo que hubiera algún seguidor cuya mano no hubiera estrechado y con quien no estableciera una breve conversación, lo justo para que la otra parte tuviera la sensación de haber sido objeto de un trato especial.
Antes de que saliéramos, Quinto lo llevó a un aparte —bastante irritado, si no recuerdo mal— para preguntarle dónde diantre había estado toda la noche. Cicerón, consciente de la cantidad de gente que los rodeaba, contestó en voz baja que se lo contaría más tarde. Sin embargo, semejante respuesta solo consiguió enfurecer todavía más a Quinto.
—Pero ¿quién te has creído que soy? ¿Tu sirvienta? —protestó—. ¡Dímelo ahora!
Así pues, Cicerón le contó muy rápidamente el viaje hasta el palacio de Lúculo y la presencia allí de Cátulo, Hortensio e Isáurico.
—¡El clan patricio en pleno! —exclamó Quinto, olvidando de golpe su malhumor—. Por todos los dioses… ¿quién lo habría dicho? ¿Van a apoyarnos?
—Discutirnos durante horas, pero al final quedó claro que no estaban dispuestos a comprometerse a nada hasta que hubieran hablado con las demás familias importantes —contestó Cicerón mirando, nervioso, alrededor por si había alguien escuchando; sin embargo, había tanto ruido, que tal cosa hubiera sido imposible—. Creo que Hortensio estaba dispuesto a darnos su apoyo allí mismo. Cátulo se mostraba contrario por principio. Los demás harán según convenga a sus intereses. No tenemos más remedio que esperar y ver.
Ático, que no había perdido ripio, preguntó: —Pero ¿creyeron en la veracidad de las pruebas que les presentaste?
—Sí. Yo diría que sí. Gracias a Tiro. Pero de todo esto podemos hablar después. Que la valentía se refleje en vuestro rostro, caballeros —dijo estrechando nuestras manos una tras otra—, ¡tenemos unas elecciones que ganar!
Nunca un candidato había organizado un espectáculo tan brillante como el que siguió a Cicerón en su trayecto hasta el Campo de Marte. Y el mérito de ello correspondía básicamente a Quinto. Organizamos un desfile de unas trescientas o cuatrocientas personas, músicos, jóvenes agitando ramas adornadas con lazos, muchachas lanzando pétalos de flores, actores de teatro amigos de Cicerón, caballeros, comerciantes, espectadores habituales de los tribunales, funcionarios, secretarios, representantes romanos de las comunidades de Sicilia y la Galia Próxima… Organizamos tal estruendo de pitos y ovaciones mientras entrábamos en el campo, que nos rodeó una marea de votantes. Según mi experiencia, las elecciones que se están celebrando siempre son las más importantes que ha habido nunca, pero al menos ese día era cierto, y a su importancia había que añadir la intriga de que nadie sabía cómo iban a terminar, teniendo en cuenta la febril actividad de los agentes de sobornos, el gran número de candidatos y la enemistad existente entre ellos tras el ataque de Cicerón contra Híbrida y Catilina en el Senado.
Habíamos previsto problemas, y Quinto había tornado la precaución de situar a nuestros más fornidos seguidores justo delante y detrás de su hermano. Mi inquietud aumentó cuando nos acercamos a las casetas de votación, ya que alcancé a distinguir a Catilina y los suyos, que esperaban junto a la tienda de los funcionarios. Alguno de aquellos rufianes nos pitaron cuando llegamos al recinto; pero Catilina, tras lanzar una breve y despectiva mirada a Cicerón, hizo caso omiso y siguió charlando con Híbrida. Yo comenté al joven Frugi que me sorprendía que aquel loco no hubiera montado un número para intimidarnos —al fin y al cabo esa era su táctica habitual—, a lo que él, que no era ningún tonto, me contestó:
—Cree que no le hace falta. Está demasiado confiado en su victoria.
Sus palabras me llenaron de ansiedad.
Pero entonces ocurrió algo realmente extraordinario. Cicerón y el resto de los senadores que optaban al consulado o a alguna de las pretorías —puede que una docena de personas en total— se hallaban de pie en una pequeña zona reservada para los candidatos y rodeados por una valla de madera que los separaba de sus seguidores. El cónsul presidente, Marco Fígulo, hablaba con el augur y comprobaba que las señales fueran propicias antes de iniciar las votaciones, cuando apareció Hortensio seguido de un cortejo de unos veinte hombres. La gente se apartó para dejarlo pasar. Se acercó a la valla y llamó a Cicerón, que interrumpió su conversación con uno de los candidatos Cornificio, me parece que era— y se le acercó. Aquello bastó para sorprender a la gente y provocar cierta agitación entre los curiosos, ya que era pública y notoria la poca avenencia que existía entre los dos antiguos rivales. Desde luego, Catilina e Híbrida se volvieron para mirar. Durante unos segundos, Cicerón y Hortensio se observaron fijamente. Luego, asintieron y, lentamente, se estrecharon la mano. Nadie dijo una palabra, pero Hortensio se volvió hacia los hombres que lo seguían y, sin separar su mano, levantó el brazo de Cicerón por encima de su cabeza. Una gran salva de aplausos, mezclada con unos pocos pitidos y abucheos, surgió de la multitud. No cabía duda de lo que significaba aquel gesto. Yo, desde luego, nunca había esperado ver nada parecido. ¡Los aristócratas daban su apoyo a Cicerón! De inmediato, los ayudantes de Hortensio dieron media vuelta y desaparecieron entre la multitud, sin duda para hacer correr la voz entre los agentes de los nobles en las centurias de que iban a cambiar sus apoyos. Me atreví a echar una mirada a Catilina y en su rostro vi sobre todo perplejidad; el incidente, a pesar de lo significativo que pudiera ser —la gente seguía comentándolo—, había sido tan breve que Hortensio estaba ya alejándose. Un instante después, Fígulo llamó a los candidatos para que lo siguieran hasta la plataforma y dar así comienzo a las votaciones.
Es fácil conocer a un tonto, es ese que te dice que sabe quién va a ganar las elecciones. Unas elecciones son una especie de cuerpo vivo —casi podría decirse que son lo más vigorosamente vivo que hay—, dotado de miles y miles de cerebros, ojos, extremidades y deseos; algo que se agita, vibra y se mueve en direcciones que nadie ha previsto, a veces solo por el placer de demostrar a los presuntos expertos que se equivocan. Esto es algo que aprendí aquel día en el Campo de Marte, cuando se examinaron las entrañas del sacrificio, se observaron los cielos en busca del vuelo sospechoso de algún pájaro, se invocaron las bendiciones de los dioses, se alejó del lugar a los epilépticos (en aquellos días, un ataque de epilepsia, o morbos comitialis, anulaba automáticamente el proceso), se desplegó una legión en las afueras de la ciudad para evitar un ataque por sorpresa, se leyó la lista de los candidatos, sonaron las trompetas, se izó la bandera roja sobre la colina Canícula, y el pueblo de Roma empezó a depositar sus papeletas.
Cuál de las ciento noventa y tres centurias tendría el honor de ser la primera en votar se determinó al azar. Ser miembro de aquella centuria praerogativa constituía un raro privilegio, ya que su decisión determinaba con frecuencia el camino que después tomaban los acontecimientos. Solo las centurias más ricas podían entrar en el sorteo, y recuerdo que me quedé para ver cómo los ganadores de aquel año, un valiente muestrario de comerciantes y banqueros, formaron una orgullosa fila a lo largo del puente de madera y fueron desapareciendo tras las cortinas. Sus papeletas fueron contadas rápidamente. Fígulo apareció en su pedestal y anunció que habían elegido primero a Cicerón y después a Catilina. Al instante, todos los tontos a los que me refería antes, los que habían predicho que Catilina saldría elegido primero e Híbrida segundo, dieron un respingo que se convirtió rápidamente en gritos de ánimo cuando los partidarios de Cicerón, al darse cuenta de lo ocurrido, iniciaron una ruidosa demostración que se extendió por todo el Campo de Marte. Cicerón, que se hallaba de pie bajo la toldilla, al pie de la plataforma del cónsul, se permitió solo la más leve de las sonrisas y, buen actor como era, adoptó la expresión de autoridad y dignidad apropiada a un cónsul romano. Catilina, que se encontraba lo más lejos de él que podía, con todos los demás candidatos entre ellos, tenía el aspecto de un hombre al que acabaran de abofetear. Solo Híbrida se mantenía inexpresivo; ignoro si se debía a que estaba medio borracho o a que era demasiado estúpido para comprender lo que ocurría. En cuanto a Craso y César, que habían estado charlando y bromeando cerca del lugar por donde salían los votantes tras depositar sus papeletas, estuve a punto de soltar una carcajada al ver su cara de incredulidad; enseguida intercambiaron unas palabras y partieron a toda prisa en direcciones opuestas, sin duda para preguntar cómo era posible que el dispendio de veinte millones de sestercios no hubiera garantizado la centuria praerogativa.
Si Craso había comprado los ocho mil votos que Ranúnculo había calculado, eso habría sido suficiente para cambiar el sentido de las elecciones. Sin embargo, la participación estaba resultando desacostumbradamente numerosa gracias al interés que las elecciones había despertado por toda Italia, y a medida que transcurría la mañana, el maestro de sobornos en persona comprendió que se había quedado corto en sus cálculos. Cicerón siempre había contado con el apoyo de la orden ecuestre, además de los pompeyanos y las órdenes menores. Pero con Hortensio, Cátulo, Metelo, Isáurico y los hermanos Lúculo aportando los paquetes de votos controlados por los aristócratas, estaba ganando un voto de cada centuria, ya fuera como primer o como segundo elegido, y pronto la pregunta fue cuál sería su colega consular. Durante toda la mañana pareció que sería Catilina, y mis notas de esa jornada (que encontré el otro día) indican que a mediodía el cómputo era el siguiente:
Cicerón 81 centurias
Catilina 34 centurias
Híbrida 29 centurias
Sacerdos 9 centurias
Longino 5 centurias
Cornificio 2 centurias
Pero entonces les llegó el turno a las seis centurias compuestas exclusivamente de aristócratas, la l ex suffragia, y aquello dio la puntilla a Catilina. De modo que si alguna imagen conservo de aquel memorable día es la de los patricios habiendo depositado sus votos y desfilando ante los candidatos.
Dado que el Campo de Marte se halla fuera de los límites de la ciudad, nada impedía que Lucio Lúculo y Quinto Metelo, ambos ataviados con sus uniformes militares y envueltos en sus capas escarlatas, aparecieran para votar. Su presencia causó sensación, pero nada comparable con el coro de vivas que saludó el anuncio de que su centuria había votado en primer lugar a Cicerón y en segundo a Híbrida. Tras ellos llegaron Isáurico, el mayor de los Curio, Emilio Alba, Claudio Pulquer, Junio Servilio —el marido de Servilia, la hermana de Catón—, el viejo máximo pontífice Metelo Pío, que estaba demasiado enfermo para caminar y por eso era llevado en palanquín, seguido de su hijo adoptado Escipión Nasica. Una y otra vez, el anuncio se repitió: «Cicerón primero, Híbrida segundo», «Cicerón primero, Híbrida segundo».
Cuando por fin Hortensio y Cátulo pasaron ante Catilina, se hizo evidente que ninguno de los dos quiso mirarlo a la cara. Y cuando se anunció que también su centuria había votado a favor de Cicerón e Híbrida, Catilina no tuvo más remedio que comprender que sus oportunidades se habían esfumado. En esos momentos, Cicerón tenía ochenta y siete centurias, contra las treinta y cinco de Híbrida, y las treinta y cuatro de Catilina. Por primera vez, Híbrida se había situado por delante de su compañero. Pero lo más importante era que los aristócratas habían dado la espalda públicamente a uno de los suyos y de la manera más brutal posible. Tras aquello, la candidatura de Catilina estaba efectivamente condenada. De todas maneras, era menester darle una buena nota en comportamiento. Yo había previsto un ataque de rabia o que se abalanzara sobre Cicerón para matarlo con sus propias manos. Sin embargo, aguantó todo el largo y caluroso día, mientras los ciudadanos pasaban ante él y sus esperanzas de alcanzar el consulado desaparecían con el sol, y mantuvo una calma imperturbable hasta que, por fin, Fígulo se presentó para leer los resultados definitivos. La elección quedó de la siguiente manera:
Cicerón 193 centurias
Híbrida 102 centurias
Catilina 65 centurias
Sacerdos 12 centurias
Longino 9 centurias
Cornificio 5 centurias.
Gritamos de alegría hasta que nos dolió la garganta. Sin embargo, Cicerón parecía muy preocupado para tratarse de un hombre que acababa de cumplir la ambición de su vida. Aquello hizo que me sintiera incómodo. En esos momentos mostraba permanentemente lo que más adelante yo llegaría a denominar su «aire consular»: el mentón alzado, la boca formándole una línea de determinación, y los ojos como si contemplaran algún glorioso punto en la distancia. Híbrida tendió su mano a Catilina, pero este hizo caso omiso y se bajó del podio como si estuviera en trance. Lo que estaba era arruinado, en bancarrota. (No habrían de pasar ni dos años para que fuera expulsado también del Senado.) Busqué con la mirada a César y a Craso, pero hacía rato que se habían marchado, cuando Cicerón superó el número mínimo de centurias necesario para ganar. Lo mismo habían hecho los aristócratas: se fueron a casa cuando quedó claro que se habían librado de Catilina, como si hubieran tenido una penosa tarea que cumplir —por ejemplo, abatir a su sabueso de caza favorito, enfermo de rabia— y, una vez hecho, solo quisieran regresar a la tranquilidad de sus hogares.
Así fue como Marco Tulio Cicerón consiguió alcanzar el supremo imperium del consulado de Roma a la edad de cuarenta y dos años, la mínima permitida. Y lo logró, sorprendentemente, con el voto unánime de las centurias y siendo un homine novo, sin familia, fortuna o fuerza militar que lo respaldase: una proeza desconocida hasta entonces y que no volvería a repetirse.
Esa noche regresamos desde el Campo de Marte hasta su modesta casa y, una vez hubo dado las gracias y despedido a sus seguidores y recibido las felicitaciones de sus esclavos, ordenó que subieran los divanes del salón a la azotea para cenar a la luz de las estrellas, tal como hizo aquella noche, tan lejana en el tiempo, en que reveló por primera vez su ambición de convertirse en cónsul. Fui honrado con la invitación de unirme a la familia porque Cicerón insistió en que nunca habría logrado su objetivo sin mí. Durante un instante de locura creí que me concedería allí mismo la libertad y la granja que me había prometido; pero ni lo mencionó, y me pareció que no era el lugar ni el momento para que se lo reclamara.
Cicerón compartía el diván con Terencia; Quinto estaba con Pomponia; y Tulia, con su prometido, Frugi. Yo me instalé con Ático. Ya no recuerdo qué bebimos, comimos ni nada de esas cosas, pero sí que cada uno repasó sus recuerdos de aquel día y, especialmente, el extraordinario espectáculo de la aristocracia votando como un solo hombre a favor de Cicerón.
—Dime, Marco —preguntó Ático con su aire mundano cuando ya habíamos consumido una buena cantidad de vino y alimentos—, ¿cómo lograste convencerlos? Ya sé que eres un genio con las palabras, pero esos hombres te despreciaban a ti y a todo lo que representas y por lo que luchas.
¿Qué les ofreciste aparte de parar los pies a Catilina?
—Corno era de esperar —dijo Cicerón—, tuve que prometerles que dirigiría la oposición contra Craso, César y los tribunos cuando estos presentaran su proyecto de reforma agraria.
—Será una tarea nada despreciable —comentó Quinto.
—¿Eso fue todo? —insistió Ático. (Ahora, echando la vista atrás, me parece que Ático se comportó como el hábil interrogador que sabe de antemano la respuesta a la pregunta que ha formulado. En su caso, probablemente a través de su amigo Hortensio)—. ¿De verdad no te comprometiste a nada más? Lo cierto es que estuviste allí un montón de horas.
Cicerón torció el gesto.
—Bueno, tuve que aceptar algunas cosas —reconoció a regañadientes—. Una fue proponer en el Senado que a Lúculo se le concediera un triunfo, y también a Quinto Metelo.
En ese momento comprendí al fin por qué Cicerón parecía tan serio y preocupado cuando salió de la reunión con los aristócratas. Quinto dejó el plato y lo miró con espanto.
—Así pues, quieren que pongas al pueblo en tu contra al bloquear la reforma agraria, y que te enemistes con Pompeyo al conceder un triunfo a su máximo rival.
—Me temo, querido hermano —contestó Cicerón fatigadamente—, que la aristocracia no ha amasado su fortuna sin saber cómo se lleva una dura negociación. Aguanté todo lo que pude.
—Pero ¿por qué cediste?
—Porque lo necesitaba para ganar.
—Pero ¿para ganar qué, exactamente? Cicerón guardó silencio.
—Bien —dijo Terencia, dándole una palmadita en la rodilla—. Creo que lo que hiciste fue lo correcto.
—¡Sí, claro! —protestó Quinto—. Pero no habrán pasado ni dos semanas desde que Cicerón tome posesión de su cargo y se habrá quedado sin seguidores. El pueblo lo acusará de traidor, y los pompeyanos harán lo mismo. En cuanto a los aristócratas, lo dejarán caer tan pronto como haya servido a sus propósitos. ¿Quién quedará para defenderlo?
—¡Yo te defenderé! —exclamó Tulia.
Pero, por una vez, nadie rió con aquella demostración de temprana fidelidad, ni siquiera Cicerón, que lo máximo que logró fue esbozar una débil sonrisa. Pero luego se lanzó.
—De verdad, Quinto, estás estropeando la velada. Entre dos extremos siempre cabe un tercer camino. A Craso y César hay que pararles los pies como sea, eso lo sé yo también. En cuanto a Lúculo, todo el mundo está de acuerdo en que merece cien veces un triunfo por sus éxitos en Oriente contra Mitrídate.
—¿Y Metelo? —preguntó Quinto.
—Si me das el tiempo suficiente, creo que lograré encontrar algo digno de alabanza incluso en él.
—¿Y Pompeyo?
—Pompeyo, como todos sabemos, no es más que un humilde servidor de la República —contestó Cicerón con un ligero ademán de la mano—.Y, lo que es más importante —añadió, tajante—, no está aquí.
Se hizo un silencio y, de repente y a su pesar, Quinto se echó a reír.
—No está aquí —repitió—. Sí, eso es verdad.
Al cabo de un instante, todos reíamos. Realmente, era de risa.
—¡Así está mejor! —sonrió Cicerón—. El arte de la vida consiste en saber enfrentarnos a los problemas a medida que surgen en lugar de amargarnos la existencia preocupándonos antes de que aparezcan. Y muy especialmente esta noche. —Una lágrima apareció en sus ojos—. ¿Sabéis a la salud de quién deberíamos beber? Creo que tendríamos que brindar por el recuerdo de nuestro querido primo Lucio, que estaba en esta misma azotea cuando os hablé por primera vez del consulado, y que habría disfrutado enormemente viendo llegar este día.
Alzó su copa, y nosotros lo imitamos. No obstante, no pude evitar recordar el último comentario que Lucio le había hecho: «¡Palabras, palabras, palabras! ¿De verdad no hay truco de prestidigitación que no puedas realizar con ellas?».
Más tarde, cuando todos se hubieron marchado, unos a sus casas y otros a la cama, Cicerón se tumbó en uno de los divanes, con las manos enlazadas en la nuca, y contempló las estrellas. Yo me quedé sentado en silencio en el diván de enfrente con mi libreta a punto por si necesitaba algo. Intenté permanecer despierto, pero la noche era cálida y empecé a dar cabezadas por el cansancio. Cuando mi cabeza cayó por cuarta o quinta vez, Cicerón me miró y me dijo que me fuera a descansar.
—Ahora eres el secretario particular de un cónsul. Vas a tener que mantener tu mente tan aguda como tu punzón.
Mientras me levantaba para marcharme, él volvió a su contemplación del firmamento.
—¿Cómo nos juzgará la posteridad, eh, Tiro? —comentó—. Esa es la única pregunta que cuenta para un estadista. Pero, antes de que pueda juzgarnos, tiene que recordar quiénes somos.
Esperé unos instantes por si quería añadir algo más, pero parecía haberse olvidado de mi presencia. Así pues, me marché y lo dejé a solas con ello.