XVI
Para descubrir lo que estaba ocurriendo, Cicerón ideó una trampa. En lugar de ir por ahí preguntando qué andaba tramando Craso, lo que no lo habría llevado a ninguna parte y habría puesto sobre aviso a sus adversarios respecto a sus sospechas, llamó a Ranúnculo y a Filo y les dijo que fueran por la ciudad haciendo saber que representaban a cierto anónimo senador que, preocupado por las posibilidades de su candidatura en las elecciones consulares que se avecinaban, estaba dispuesto a pagar hasta cincuenta sestercios por voto al sindicato de votantes adecuado.
Ranúnculo era una criatura casi enana y medio deforme, dotada de un rostro redondo y chato y de un cuerpo enclenque que lo hacía merecedor del apodo de Renacuajo. Filo, en cambio, era un gigante espigado, un palo andante. Sus padres y sus abuelos habían sido especialistas en sobornos electorales antes que ellos. Ambos conocían el percal. Desaparecieron entre callejuelas y tabernas y al cabo de poco más de una semana se presentaron ante Cicerón para informarle de que algo muy extraño estaba sucediendo. Todos los agentes de sobornos que conocían se mostraban reacios a colaborar.
—Lo que significa —explicó Ranúnculo con su vocecita chillona— que o Roma está llena de ciudadanos honrados por primera vez en trescientos años, o todos los votos en venta ya han sido comprados.
—Tiene que haber alguien dispuesto a cambiar de bando por un precio más alto —insistió Cicerón—. Será mejor que os deis otra vuelta y esta vez ofrezcáis cien en lugar de cincuenta.
Así pues, regresaron y al cabo de una semana se presentaron de nuevo con la misma historia. Tal era la cantidad de agentes que ya habían sido comprados y tal su nerviosismo ante la posibilidad de disgustar a su misterioso cliente, que no quedaba un solo voto en venta ni se escuchaba rumor alguno sobre quién podía ser dicho cliente. Tal vez os preguntéis, dado el número de votos implicados, cómo era posible que una operación de semejantes proporciones pudiera llevarse tan en secreto. La respuesta es que había sido astutamente organizada, puede que con solo una docena de agentes (los llamaban interpretes) que conocieran la identidad del comprador (lamento decir que tanto Ranúnculo como Filo habían sido interpretes en el pasado). Esos hombres habían contactado con los responsables de los sindicatos de voto y habían presentado la oferta inicial (tanto por cada tantos votos, dependiendo del tamaño del sindicato). Como en aquel juego nadie se fiaba de nadie, el dinero fue depositado en manos de una segunda categoría de agente, los secuestres, que lo retendrían a disposición de cualquier inspección. Por último, cuando las elecciones se hubieran celebrado y llegara el momento de pasar cuentas, un tercer tipo de delincuentes, los divisores, lo repartirían. Semejante procedimiento hacía muy difícil que pudiera interponerse una demanda judicial porque, aunque algún agente fuera arrestado en el momento del soborno, cabía que no tuviera ni idea de para quién lo estaba haciendo. Aun así, Cicerón se negó a aceptar que nadie quisiera o pudiera hablar.
—¡Estamos tratando con agentes de sobornos, no con caballeros romanos! — gritó en uno de sus raros ataques de furia—. En alguna parte encontraréis al hombre dispuesto a traicionar a un pagador tan peligroso como Craso si la cantidad de dinero es suficiente. Encontradlo y enteraos de cuál es su precio. ¿O es que tengo que hacerlo todo yo?
En esos momentos —me parece que estábamos a mediados de junio y que faltaba alrededor de un mes para las elecciones— todo el mundo sabía que algo raro pasaba. La campaña se estaba convirtiendo en una de las más memorables y disputadas que se recordaban, con un abanico de no menos de siete candidatos al consulado, lo que reflejaba el hecho de que muchos hombres se creían con posibilidades aquel año. Todos admitían que los tres que iban en cabeza eran Catilina, Híbrida y Cicerón. Les seguían el presuntuoso y ácido Galba y el religioso Cornificio. Los dos que contaban con menos posibilidades eran el corpulento ex pretor Cassio Longino y Cayo Licinio Sacerdos, que había sido gobernador de Sicilia antes que Verres y era diez años mayor que cualquiera de sus rivales. (Sacerdos era uno de esos irritantes candidatos a los que les gusta afirmar que se presentan «sin ninguna ambición personal» y con la única intención de «animar el debate».)
—Tened cuidado siempre con el hombre que asegura que no persigue el cargo —solía advertir Cicerón—; ese es el más vanidoso de todos.
Cuando se vio que los agentes de sobornos se mostraban anormalmente activos, varios de los candidatos se reunieron con el primer cónsul, Marcio Fígulo, para que presentara en el Senado una nueva y severa ley que castigara los abusos electorales, la ley que Fígulo esperaba que llegara a convertirse en la Lex Figula. Si ya era delito que un candidato ofreciera un soborno, con la nueva ley también lo sería que un votante lo aceptara.
Cuando llegó el momento de debatir la medida en el Senado, el cónsul realizó antes una ronda de consultas con los candidatos para saber su opinión. Sacerdos, siendo el más veterano de todos, fue el primero en hablar y pronunció un piadoso discurso a favor de la iniciativa. Vi que Cicerón se retorcía de impaciencia ante tantas perogrulladas. Naturalmente, Híbrida se manifestó en contra y lo hizo con la contusa forma de hablar que le era propia (nadie habría dicho que su padre había sido uno de los abogados más solicitados de Roma). Galba, que en cualquier caso estaba destinado a perder, aprovechó la ocasión para retirar su candidatura anunciando altaneramente que no cabía gloria en participar en tan sucia contienda. Catilina, por razones obvias, también se declaró en contra de la Lex Figula, y debo reconocer que lo hizo de un modo impresionante. Sin demostrar nerviosismo alguno, se levantó cuan alto era entre los bancos que lo rodeaban y, cuando llegó al final de su argumentación, señaló a Cicerón y bramó que los únicos que se beneficiarían de una nueva legislación serían los abogados, comentario que suscitó el habitual coro de aprobación entre los aristócratas. Cicerón se hallaba en una posición delicada, y cuando se levantó me pregunté qué diría, porque estaba claro que no deseaba que la ley fracasara pero tampoco quería, en vísperas de las elecciones más importantes de su vida, enemistarse con los sindicatos de votantes, que, lógicamente, veían la ley como un ataque a su honorabilidad. Su respuesta fue atinada.
—En general, doy la bienvenida a esta ley —declaró—, una ley que solo pueden temer quienes sean culpables. Los ciudadanos honrados no tienen nada que temer de una iniciativa legal contra los sobornos, y a los que no lo son se les debe recordar que el voto es algo sagrado, no un vale que puede canjearse una vez al año. Sin embargo, la ley tiene un inconveniente, un desequilibrio que conviene corregir. ¿Estarnos proponiendo que el hombre pobre que sucumbe a la tentación ha de ser condenado con más severidad que el rico que ha colocado deliberadamente dicha tentación en su camino? Yo propongo lo contrario: si vamos a legislar contra el primero, debemos reforzar las sanciones contra el segundo. Por lo tanto, con tu permiso, Fígulo, propongo una enmienda a tu ley que diga: «Cualquier persona que solicite, o busque solicitar o sea causa de que se solicite el voto de cualquier ciudadano a cambio de dinero puede ser condenado a una pena de diez años de exilio».
La propuesta levantó una serie de largos «¡Oooh!» en la cámara.
Desde donde me hallaba no podía ver la cara de Craso, pero un entusiasmado Cicerón me comentó después que se había puesto muy colorado por culpa de la frase «o sea causa de que se solicite», que iba dirigida directamente contra él, algo que, por otra parte, todo el mundo sabía. El cónsul aceptó tranquilamente la enmienda y preguntó si algún senador quería decir algo en contra de la propuesta. Sin embargo, la mayoría de la cámara fue muy lenta en reaccionar, y aquellos que como Craso tenían más que perder no se atrevieron a ponerse públicamente en evidencia manifestando abiertamente su oposición. Como consecuencia, la enmienda fue introducida sin que nadie dijera nada, y, cuando la cámara votó la propuesta, esta fue aprobada por amplio margen. Fígulo, precedido por sus lictores, abandonó la sala mientras los senadores salían al sol para verlo subir al rostrum y entregar la norma aprobada al pregonero con el fin de que procediera a su primera e inmediata lectura. Vi que Híbrida hacía un movimiento en dirección a Craso, pero Catilina lo retuvo cogiéndolo del brazo, y Craso se alejó del foro para evitar que lo vieran junto a sus candidatos. A partir de ese instante tendrían que pasar los obligatorios días del mercado semanal antes de que la nueva ley pudiera ser sometida a votación, lo cual significaba que la gente tendría oportunidad de manifestarse casi en la víspera de las elecciones consulares.
Cicerón quedó satisfecho por lo logrado aquel día. Si la Lex Figula era aprobada y él perdía las elecciones, tendría la posibilidad de presentar una demanda no solo contra Catilina e Híbrida, sino también contra su archienemigo, Craso. Al fin y al cabo, solo habían pasado dos años desde que los anteriores cónsules electos habían sido despojados de sus cargos por haber amañado las elecciones. Sin embargo, para tener éxito en semejante empresa, necesitaba tener pruebas, y la presión para conseguirlas se hizo más apremiante que nunca. A partir de ese momento Cicerón pasó todo el tiempo recabando votos; le acompañaban numerosos partidarios, pero nunca un nomenclator que le susurrara al oído el nombre de sus votantes, pues él, a diferencia de sus adversarios, estaba orgulloso de acordarse de cientos de nombres, y en las raras ocasiones en que se encontraba con alguien cuya identidad desconocía, siempre salía airoso.
En aquella época sentí la mayor de las admiraciones por Cicerón, ya que no me cabe duda de que sabía que las circunstancias estaban en su contra y que todo indicaba que perdería. La predicción de Pisón acerca de Pompeyo se demostró plenamente acertada, ya que el gran hombre no movió un dedo para ayudar a Cicerón en su campaña. Se había instalado en Amisus, en la orilla oriental del mar Negro —es decir, lo más lejos posible de Roma—, y allí, cual un sátrapa oriental cualquiera, se dedicaba a recibir homenajes de los reyezuelos locales. Siria había sido anexionada, y Mitrídate había huido; la mansión de Pompeyo en la colina Esquilina había sido decorada con las proas de cincuenta navíos piratas capturados; la llamaban domus rostra, y se había convertido en santuario de adoración para los seguidores que el gran hombre tenía en Italia. Por lo tanto, ¿qué le importaban a él los insignificantes empeños de unos simples civiles? Las cartas que le envió Cicerón quedaron sin respuesta. Quinto protestó por tanta ingratitud, pero Cicerón se mostró tajante: «Si lo que quieres es gratitud, cómprate un perro».
Tres días antes de las elecciones consulares y en la víspera de la votación de la Lex Figula, se produjo una última novedad. Ranúnculo llegó corriendo para ver a Cicerón con la noticia de que había localizado a un agente de sobornos llamado Cayo Salinator que aseguraba poder vender trescientos votos por quinientos sestercios cada uno. Era propietario de una taberna de Subura llamada Bacchante, y habían acordado que Ranúnculo iría a verlo aquella misma noche para darle el nombre del candidato a quien los electores sobornados debían al mismo tiempo entregar el dinero a uno de los sequestres, que era un hombre de confianza de ambos. Cicerón se interesó vivamente e insistió en que acompañaría a Ranúnculo a la reunión, pero debidamente embozado para ocultar su identidad. Quinto se mostró en contra del plan por considerarlo demasiado peligroso; no obstante, Cicerón insistió en que debía conseguir pruebas de primera mano.
Contaré con la protección de Tiro y de Ranúnculo —dijo (supongo que fue una de sus bromas)—, pero quizá podrías organizarlo para que unos cuantos de nuestros fieles seguidores estuvieran bebiendo por los alrededores en caso de que necesitemos ayuda.
Por entonces yo estaba a punto de cumplir los cuarenta y, tras una vida dedicada a tareas básicamente intelectuales, mis manos eran tan suaves como las de una doncella. En caso de que nos viéramos en apuros, sería Cicerón, cuyos diarios ejercicios lo habían dotado de un físico imponente, quien tendría que acudir en mi auxilio. No obstante, abrí la caja fuerte de su estudio y empecé a contar el efectivo que necesitábamos en monedas de plata. (Disponía de abundantes fondos de campaña, aportados por donaciones de sus admiradores, que utilizaba para cubrir los gastos de viajes como el realizado a la Galia Próxima. Aquel dinero no podía considerarse un soborno, por mucho que para los donantes resultara reconfortante saber que Cicerón nunca olvidaba un nombre ni un favor.) El caso es que me guardé las monedas en una riñonera que me até a la cintura y, con un pesado caminar (en sentido literal y figurado), acompañé a Cicerón en su descenso a Subura al anochecer. Resultaba un tanto raro verlo vestido con una de las túnicas con capucha de uno de sus esclavos en una noche tan cálida, pero la gente de aspecto raro abundaba en los abarrotados bajos fondos de la ciudad. Los transeúntes temían que aquella figura embozada fuera un leproso o el portador de alguna enfermedad contagiosa y se apartaban a su paso. Seguimos a Ranúnculo, que corría a toda velocidad, haciendo honor a su apodo de Renacuajo, por el laberinto de miserables callejuelas que constituía su hábitat natural, hasta que llegamos a una esquina donde unos hombres apoyados contra la pared se pasaban una jarra de vino. Por encima de sus cabezas, junto a una puerta, había una pintura en la que aparecía el dios Baco aliviándose. El lugar olía exactamente a lo que indicaba la pintura. Ranúnculo entró y nos condujo más allá del mostrador, escalera arriba, hasta una habitación de vigas desnudas, donde nos esperaba Salinator acompañado de otro hombre, el sequester, cuyo nombre nunca llegué a saber.
Estaban tan ansiosos por ver el dinero, que apenas prestaron atención a la encapuchada figura que me seguía. Tuve que quitarme el cinturón y enseñarles un puñado de monedas. En el acto, el sequester sacó una balanza con la que empezó a pesar la plata. Salinator, que era un tipo fofo, de cabellos lacios y prominente barriga, lo observó durante un rato hasta que finalmente dijo:
—Bueno, me parece que está todo en orden. Ahora será mejor que me des el nombre de tu cliente.
—Yo soy su cliente —dijo Cicerón echándose atrás la capucha.
Salinator lo reconoció en el acto y retrocedió, alarmado, chocando con el sequester y sus pesos y medidas. Intentó recobrarse de la sorpresa y convertir sus tropiezos en una serie de reverencias mientras improvisaba un discurso sobre el honor que representaba poder ayudar al senador en su campaña.
Cicerón lo hizo callar en el acto.
—¡No necesito ayuda de infelices como tú! ¡Lo que quiero es información!
Salinator había empezado a gemir que no sabía nada cuando el sequester dejó sus herramientas y echó a correr hacia la escalera. Apenas había recorrido media distancia cuando se topó con la maciza figura de Quinto, que, agarrándolo por el cuello y el fondillo de la túnica, le hizo dar media vuelta y lo arrojó a la habitación. Me sentí aliviado cuando vi que por la escalera asomaban unos cuantos jóvenes que solían servir de ayudantes del senador. Al verse rodeado por tantos y enfrentado al abogado más famoso de Roma, la resistencia de Salinator empezó a flojear. Lo que acabó por vencerlo fue la amenaza de Cicerón de entregarlo a Craso por haber intentado vender dos veces el mismo paquete de votos. Temía más el castigo de Craso que cualquier otra cosa, y eso me recordó una frase con la que Cicerón me había descrito, años atrás, al Viejo Calvo: «El toro más peligroso de la manada».
—Así pues, tu cliente es Craso, ¿verdad? —preguntó Cicerón—. Piénsalo bien antes de negar nada.
El mentón de Salinator tembló ligeramente. Era lo más parecido a un asentimiento.
—¿Y pensabas entregar trescientos votos a Híbrida y a Catilina en las elecciones consulares?
—A ellos —respondió Salinator—, y a los otros. —Cuándo dices «los otros», ¿te refieres a Léntulo Sura, que se presenta candidato a una pretoría?
—Sí, a él y a los otros.
—Insistes en «los otros». ¿Quiénes son esos otros? —quiso saber Cicerón, ceñudo.
—¡Mantén la boca cerrada! —gritó el sequester antes de que Quinto le asestara un puñetazo en el estómago que lo obligó a doblarse y rodar por el suelo con un ahogado gemido.
—No hagas caso a tu colega —aconsejó Cicerón con afabilidad—. Es una mala influencia. Conozco a los de su clase. — puso una mano alentadora en el brazo del agente y dijo—: Háblame de esos otros.
—Cosconio —dijo Salinator mirando con claro nerviosismo la figura que se retorcía en el suelo. A continuación respiró hondo y dijo de corrido—: Pomptino, Balbo, Cecilio, Labieno, Faberio, Gutta, Bulbo, Calidio, Tudicio, Valgio y Rullo.
El asombro de Cicerón crecía con cada nombre.
—¿Esos son todos? —preguntó Cicerón cuando Salinator hubo acabado—. ¿Estás seguro de que no has olvidado a ningún miembro del Senado? —lanzó una mirada de incredulidad a Quinto, que parecía igualmente perplejo.
—Esto es algo más que dos simples candidatos al consulado —dijo Quinto—. Se trata de tres candidatos a pretor y de diez para el tribunado. ¡Craso está intentando comprar a todo un gobierno!
A Cicerón no le gustaba demostrar su sorpresa, pero aquella noche no fue capaz de ocultarla.
—Todo esto es absurdo —protestó—. ¿Cuánto cuesta cada voto?
—Quinientos los de los cónsules —contestó Salinator como si estuviera vendiendo cerdos en el mercado—, doscientos los de los pretores, y cien los de los tribunos.
—Así pues —resumió Cicerón mientras hacía un rápido cálculo mental—, ¿me estás diciendo que Craso está dispuesto a pagar tres cuartos de millón de sestercios a cambio solo de los trescientos votos de tu sindicato?
Salinator asintió con entusiasmo, casi contento y con cierto orgullo profesional.
—¡Es la compra de votos más formidable que se recuerda!
Cicerón se volvió hacia Ranúnculo, que controlaba desde la ventana que no se produjera algún altercado en la calle.
—¿Cuántos votos crees que Craso puede haber comprado en total a estos precios?
—¿Para estar seguro de la victoria? —inquirió el enano mientras calculaba mentalmente—.Yo diría que unos siete u ocho mil.
—¡Ocho mil! —repitió Cicerón—. Ocho mil le costarían veinte millones. ¿Habías oído alguna vez algo parecido? Y al final ni siquiera ocupará él el cargo, sino que habrá llenado las magistraturas con inútiles como Híbrida y Léntulo Sura. —se volvió hacia Salinator—. ¿Te dio alguna razón para tan inmenso dispendio?
—No, senador. Craso no es hombre dado a contestar preguntas.
Quinto soltó un juramento.
—Bien, pues ahora va a tener que responder a unas cuantas —dijo y, para descargar su frustración, arreó una patada en la barriga al sequester, que intentaba levantarse, y lo hizo rodar por el suelo.
Quinto era partidario de arrancar a golpes hasta la última brizna de información a los dos desdichados agentes y, a continuación, o llevarlos a rastras hasta casa de Craso y exigirle que pusiera fin a sus tretas, o hacerlos comparecer ante el Senado para que leyeran sus respectivas confesiones y después solicitar el aplazamiento de las elecciones. Sin embargo, Cicerón mantuvo la cabeza fría. Muy serio, dio las gracias a Salinator por su franqueza, dijo a Quinto que se tornara un trago de vino para tranquilizarse, y me ordenó que recogiera las monedas de plata. Más tarde, de nuevo en casa, se sentó en su despacho, pasándose de mano en mano aquella pequeña pelota de cuero, mientras Quinto se lamentaba de que hubiera dejado ir a los dos agentes de sobornos, que en esos momentos ya habrían puesto sobre aviso a Craso y huido de la ciudad.
—No harán ninguna de esas dos cosas —contestó Cicerón—. Ir a ver a Craso para explicarle lo ocurrido sería como firmar sus propias sentencias de muerte, porque Craso nunca dejaría que unos testigos tan peligrosos siguieran con vida. Y escapar de la ciudad tendría el mismo efecto para ellos, solo que a Craso le costaría más localizarlos. —La pelota seguía yendo de una mano a otra—. Además, no se ha cometido ningún delito. En el mejor de los casos, el soborno ya es de por sí muy difícil de demostrar, y resulta imposible determinar su existencia cuando nadie ha depositado ni un voto siquiera. Craso y el Senado se reirían en nuestras narices. No, lo mejor es dejarlos en libertad, así al menos sabemos dónde encontrarlos para citarlos judicialmente en caso de que perdamos las elecciones. —Lanzó la pelota más alto y la atrapó con un movimiento rápido—. De todas maneras, Quinto, tienes razón en una cosa.
—¿De verdad? Qué amable por tu parte al decirlo —replicó su hermano con amargura.
—La acción de Craso no ha tenido nada que ver con su enemistad hacia mí. No se gastaría veinte millones para frustrar mis ambiciones. Solo se gastaría semejante suma si las expectativas de beneficio fueran tan jugosas como para justificar la inversión. ¿De qué se trata? En este punto debo reconocer que la respuesta se me escapa. —Se quedó contemplando la pared un rato hasta que finalmente me dijo—: Tiro, tú te llevas bastante bien con el joven Celio Rufo, ¿verdad?
Me acordé de las tareas que me había visto obligado a hacer para él, de las mentiras que había tenido que decir para evitarle problemas el día en que me robó mis ahorros y me convenció de que no se lo contara a Cicerón.
—Bastante, senador —repuse.
—Mañana por la mañana ve a hablar con él. Sé sutil. Mira a ver si puedes averiguar algo sobre lo que está tramando Craso. Al fin y al cabo, viven bajo el mismo techo. Tiene que saber algo.
Me quedé despierto buena parte de la noche pensando en todo aquello y sintiéndome cada vez más preocupado por el futuro. Cicerón tampoco durmió mucho. Lo oí dar vueltas en el piso de arriba. La fuerza de su concentración casi parecía traspasar las tablas del suelo. Cuando por fin me llegó el sueño, fue inquieto y estuvo lleno de presagios.
A la mañana siguiente le dije a Laureo que se ocupase de las visitas del senador y partí para recorrer la escasa milla que nos separaba de la casa de Craso. Incluso ahora, cuando el cielo está despejado y el calor de mediados de julio ya aprieta antes de que haya salido el sol, susurro para mis adentros «¡Tiempo de elecciones!» y vuelvo a notar en mi estómago los nervios de entonces. En el foro, de donde llegaba el sonido de sierras y martillos, los operarios estaban terminando de montar las rampas y las vallas alrededor del templo de Castor porque aquel día la ley contra los sobornos electorales sería sometida a votación popular. Acorté el camino pasando por detrás del templo y me detuve un momento para tomar un sorbo de agua en la tibia fuente de Juturna. No tenía ni idea de lo que iba a decirle a Celio. Soy el peor de los mentirosos —siempre lo he sido—, y me daba cuenta de que tendría que haber pedido consejo a mi señor sobre la línea que debía seguir. De todos modos, ya era demasiado tarde. Subí por el camino que conducía al Palatino y, cuando llegué a casa de Craso, dije al portero que tenía un mensaje urgente para Celio Rufo. Él me invitó a que le esperara dentro, pero yo rehusé y, mientras el otro iba en busca del joven, me quedé en el otro lado de la calle intentando pasar lo más desapercibido posible.
La casa de Craso, al igual que su propietario, ofrecía al mundo una humilde fachada. Pero me habían contado que era una impresión engañosa y que una vez dentro las cosas cambiaban notablemente. La puerta, aunque recia, era oscura, baja y estrecha y estaba flanqueada por dos ventanucos. La hiedra trepaba por un muro de color ocre desconchado. El tejado de terracota también era antiguo y, allí donde las tejas asomaban en voladizo sobre el pavimento, sus bordes se veían ennegrecidos y rotos como una vieja dentadura. Podría haber sido la casa de un banquero arruinado o la de un rústico terrateniente que se hubiera despreocupado de su residencia urbana. Supongo que así era como Craso demostraba lo fabulosamente rico que era, no necesitaba ofrecer una apariencia cuidada, lo cual, en aquel barrio de millonarios, no hacía más que llamar la atención sobre su riqueza. Había algo casi vulgar en su estudiada falta de vulgaridad. La pequeña puerta se abría y cerraba constantemente con cada visita que entraba o salía, revelando la incesante actividad que reinaba en el lugar. Me recordó el zumbido de un avispero que solo se delata a través de un diminuto agujero en la pared. No reconocí a ninguno de aquellos hombres hasta que Julio César salió de la casa. No me vio y echó a caminar en dirección al foro; le seguía un secretario que cargaba con una caja de documentos. Poco después, la puerta se abrió de nuevo y el joven Celio apareció. Se detuvo en el umbral haciéndose sombra en los ojos con la mano y me miró con los párpados entrecerrados. Comprendí al instante que había pasado toda la noche de juerga, como era su costumbre, y que el hecho de que lo hubieran despertado no lo había puesto de buen humor. Una espesa perilla le cubría el mentón; se pasaba la lengua por los labios y tragaba como si no pudiera deshacerse de algún sabor desagradable. Caminó cautelosamente hasta mí y, cuando me preguntó en nombre de los dioses qué quería, yo le solté que necesitaba que me prestara dinero.
Me miró, perplejo.
—¿Para qué?
—Hay una chica que… —dije eso porque era la clase de comentario que Celio solía hacerme cuando me pedía prestado y porque no se me ocurrió nada más. Intenté alejarlo de la casa, temeroso de que Craso saliera y nos viera juntos, pero se desembarazó de mí y se quedó de pie, oscilando, en la cuneta.
—¿Una chica? —repitió con incredulidad—. ¿Tú? —Entonces se echó a reír, pero eso debió de provocarle dolor de cabeza, porque calló y se llevó las manos a las sienes—. Mira, Tiro, si tuviera dinero te lo daría de buena gana, y lo haría porque sería como un regalo, simplemente por el placer de verte con otra persona que no fuera Cicerón. Pero eso es algo que no pasará porque no eres el tipo para las chicas. Pobre Tiro, en realidad no eres el tipo para nadie. —Se acercó y me miró fijamente—. Dime para qué lo quieres en realidad. —olí el vino rancio en su caliente aliento y no pude evitar torcer el gesto, lo que él confundió con una admisión de culpabilidad—. Estás mintiendo —dijo, y entonces una malévola sonrisa le cruzó la cara—.Ya lo entiendo, Cicerón te ha enviado por algún motivo.
Le rogué que nos alejáramos de la casa, y esta vez me hizo caso, pero caminar no era lo suyo aquella mañana. Se detuvo, muy pálido, alzó un dedo en gesto de advertencia y se dobló por la mitad mientras soltaba una vomitona de tales proporciones que me recordó a una sirvienta vaciando un cubo de aguas mayores por la ventana. (Olvidaos de estos detalles, pero es que la escena ha vuelto a mi memoria tras una ausencia de sesenta años y no he podido evitar reírme al recordarla.) El caso es que aquello le sirvió de purga. El color retornó a su rostro y pareció animarse. Entonces me preguntó qué quería Cicerón.
—¿Tú qué crees? —le dije, un tanto impaciente.
—Desearía poder ayudarte, Tiro —me contestó limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Sabes que lo haría si pudiera. Vivir en casa de Craso no es ni de lejos tan divertido como estar en la de Cicerón. El Viejo Calvo es de lo peor que hay como persona, casi tanto como mi padre. Me tiene todo el día aprendiendo contabilidad, y no hay nada más aburrido que eso salvo el derecho mercantil, que fue la tortura del mes pasado. En cuanto a la política, que es lo que me divierte, se cuida de mantenerme alejado de ella.
Intenté hacerle algunas preguntas más; por ejemplo, sobre la visita de César aquella mañana, pero enseguida quedó claro que no sabía nada de los planes de Craso (puede que mintiera, pero teniendo en cuenta su habitual verborrea, lo dudé). Cuando a pesar de todo le di las gracias y me di la vuelta para marcharme, me cogió del brazo.
—Cicerón debe de estar desesperado para que vengas a pedirme ayuda —me dijo con una desacostumbrada expresión de gravedad—. Dile que lo lamento. Vale lo que una docena de Craso y mi padre juntos.
No creí que volviera a ver a Celio durante mucho tiempo, de modo que me olvidé de él durante el resto del día, que quedó dedicado por completo a la votación de la Lex Figula. Cicerón estuvo muy activo entre las tribus del foro, iba de una a otra con sus seguidores y explicaba las ventajas de la nueva ley. Le complació especialmente hallar bajo un letrero donde se leía VETURIA a varios cientos de habitantes de la Galia Próxima que habían respondido a su campaña y acudían a votar por primera vez. Habló con ellos largo rato sobre la necesidad de poner fin a los sobornos y, cuando se marchó, tenía lágrimas en los ojos.
—Pobre gente —murmuró—. Haber venido desde tan lejos para verse burlados por el dinero de Craso… De todas maneras, si conseguimos que esta ley salga aprobada, tal vez me proporcione el arma que necesito para acabar con el villano.
Mi impresión fue que su labor resultó efectiva y que la Lex Figula sería aprobada porque la mayoría no era corrupta. Sin embargo, el hecho de que una medida sea sensata y oportuna no garantiza que vaya a ser adoptada. Mi experiencia me dice que suele ocurrir precisamente lo contrario. A primera hora de la tarde, el tribuno populista Mucio Orestino —si recordáis, había sido cliente de Cicerón por una acusación de robo— se presentó en la tribuna y denunció que la medida era un ataque de los aristócratas a la integridad y el buen nombre de la plebe; incluso llegó a nombrar a Cicerón y a decir que no era «apto para ser cónsul» (esas fueron sus palabras exactas) y que fingía estar del lado de la gente pero no hacía nada por ella que no fuera en beneficio de sus propios intereses. Sus palabras provocaron que la mitad de los presentes prorrumpieran en pitidos y abucheos, y que la otra mitad —es de suponer que los que estaban acostumbrados a vender sus votos y pensaban seguir haciéndolo— manifestara su aprobación.
Aquello fue demasiado para Cicerón. Al fin y al cabo, hacía apenas un año que había conseguido que los tribunales declararan inocente a Mucio. Si una rata de su categoría estaba abandonando el barco, eso quería decir que la nave se hallaba ya a medio camino del fondo. Se abrió paso a codazos hasta la escalinata del templo, con el rostro arrebolado por el calor y la ira, y solicitó que le concedieran la palabra.
—¿Y a ti quién te está pagando por tu voto, Mucio? —gritó, pero el aludido fingió no oírle.
La multitud que nos rodeaba señalaba a Cicerón y lo empujaba hacia lo alto mientras exigía al tribuno que lo dejara hablar, pero estaba claro que eso era lo último que Mucio pretendía, de igual modo que tampoco quería que se votara una propuesta en la que podía salir perdedor. Levantando el brazo, declaró solemnemente que vetaba la legislación. Entre escenas de pandemonio, con broncas entre las facciones rivales, la Lex Figula quedó descartada. Fígulo anunció de inmediato que convocaría al día siguiente una reunión del Senado para debatir la forma de proceder.
Fue un momento especialmente amargo para Cicerón. Cuando por fin llegamos a casa y pudo cerrar la puerta a la multitud de seguidores que se agolpaba en la calle, pensé que se derrumbaría como lo había hecho la víspera de las elecciones a edil. Por una vez estaba demasiado cansado para jugar con Tulia. Y cuando Terencia bajó con el pequeño Marco para enseñarle que el niño había dado sus primeros pasos sin ayuda, ni siquiera lo cogió en brazos y lo alzó en el aire, que era su forma habitual de saludarlo, sino que le acarició la mejilla con aire ausente, se dirigió a su estudio y se detuvo en seco en la puerta porque… quién sino Celio Rufo estaba sentado a su mesa.
Laureo, que aguardaba al otro lado de la puerta, se disculpó ante su señor y explicó que le había ordenado que esperara en el tablinum, como cualquier otra visita, pero que el joven había insistido en la naturaleza confidencial de su visita y en que nadie podía verlo allí.
—Está bien, Laureo. Siempre me complace ver al joven Celio. Aunque me temo —añadió estrechándole la mano— que, tras un día tan agotador y deprimente, encontrará mi compañía un tanto aburrida.
—Bueno —dijo Celio mostrando su mejor sonrisa—, tal vez las noticias que te traigo consigan animarte.
—¿Ha muerto Craso?
—Al contrario —rió Celio—. Está vivito y coleando y planeando una gran conferencia esta noche como anticipo de su triunfo en las elecciones.
—¿Ah, sí? —dijo Cicerón, y de inmediato, ante aquel rumor, me pareció que revivía como lo haría una flor agostada tras recibir un poco de lluvia—. ¿Y quién asistirá a esa conferencia?
—Catilina, Híbrida, César. No estoy seguro de quién más, pero estaban disponiendo las sillas cuando me marché. Me he enterado por uno de los secretarios de Craso que recorrió la ciudad con las invitaciones mientras se celebraba la asamblea popular.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Cicerón—. ¡Lo que daría por poder espiar a través del ojo de la cerradura!
—Pues puedes —repuso Celio—. La reunión tendrá lugar en la estancia donde Craso suele concluir sus negocios. Con frecuencia le gusta tener cerca a uno de sus secretarios, por si ha de tomar notas de lo que allí se dice, pero sin que su interlocutor se entere. Con ese fin se ha hecho construir un pequeño puesto de escucha. No es más que un cubículo oculto tras los cortinajes. Me lo enseñó el día en que decidió darme lecciones de cómo ser un hombre de negocios eficiente. Sin embargo, según me ha dicho mi informador, esta noche no habrá nadie tomando notas.
—¿Quieres decir que Craso se espía a sí mismo? —preguntó Cicerón, asombrado—. ¿Qué clase de hombre de Estado haría tal cosa?
— «Son muchos los que hacen promesas precipitadas cuando creen que no hay testigos», esas fueron las palabras de Craso —afirmó Celio.
—¿Y crees que podrías esconderte ahí dentro y tomar nota de lo que se diga en esa reunión? —Preguntó Cicerón.
—¡Yo no! —se rió Celio—. No soy secretario. Estaba pensando en Tiro —dijo al tiempo que me daba una palmada en la espalda—. ¡En Tiro y su milagrosa taquigrafía!
Me gustaría poder presumir de que me presenté inmediatamente voluntario para aquella misión suicida, pero estaría mintiendo. Al contrario, planteé todo tipo de objeciones de tipo práctico al plan de Celio: ¿cómo iba a entrar en casa de Craso sin ser descubierto? ¿Cómo determinaría de entre el caos de voces quién era quién si tenía que permanecer escondido tras una cortina? Pero Celio tenía respuesta para todas mis preguntas. El hecho indiscutible era que me sentía aterrorizado.
—¿Y si me descubren y me torturan? —pregunté finalmente poniendo el dedo en la llaga de mis inquietudes—. No soy lo bastante valiente para asegurar que no te delataré.
—Cicerón no tiene más que negar cualquier conocimiento de tu presencia allí —dijo Celio, muy desafortunadamente desde mi punto de vista—. Además, todo el mundo sabe que las pruebas obtenidas mediante tortura son poco fiables.
—Me parece que me voy a desmayar —bromeé con un hilo de voz.
—Mantén la compostura, Tiro —me dijo Cicerón, que cuanto más oía más le gustaba—. No habrá tortura ni nada. Yo me encargaré de eso. Si te descubren, negociaré para que te suelten y pagaré el precio que sea necesario para que no te hagan daño. —Me cogió las manos con aquel apretón suyo tan sincero y me miró a los ojos—. Escucha, Tiro, para mí eres más un hermano que un esclavo, y lo eres desde que te sentaste conmigo a escuchar y aprendimos juntos filosofía en Atenas, hace ya muchos años, ¿te acuerdas?
»Tendría que haber hablado contigo de tu manumisión mucho antes que ahora, pero de algún modo siempre me ha parecido que surgía una crisis que lo aplazaba. Así pues, teniendo a Celio por testigo, deja que te diga que tengo intención de concederte no solo tu libertad, sino también esa vida en el campo que siempre has deseado. Habrá un día en que iré desde mi casa a tu pequeña granja, me sentaré en tu jardín y, mientras contemplamos el sol ponerse entre los olivares o las viñas, polvorientas y lejanas, charlaremos sobre las grandes aventuras que hemos vivido juntos.
Me soltó las manos y aquella bucólica visión flotó durante unos segundos ante mis ojos antes de desvanecerse en el cálido aire de la tarde.
—Ahora bien —prosiguió—, esta oferta no está en absoluto condicionada al hecho de que te prestes a la misión que propone Celio. Que quede claro: es un ofrecimiento que te has ganado sobradamente. Nunca te ordenaría que te pusieras en situación de peligro. Sabes perfectamente lo difíciles que se han puesto las cosas para mí esta noche. Debes hacer lo que creas mejor.
Esas fueron exactamente sus palabras. ¿Cómo podría olvidarlas?