VI

Lejos de desanimarlo, la conversación con Servilia y su visita a Escipión convencieron a Cicerón de que debía actuar más rápidamente aún de lo que había creído. El primer día de enero del año seiscientos ochenta y cuatro desde la fundación de Roma, Pompeyo y Craso tomaron posesión de sus cargos de cónsul. Yo acompañé a mi señor hasta las ceremonias inaugurales en la colina Capitolina, y después me quedé entre la multitud en la parte de atrás del pórtico. En esa época, el templo de Júpiter estaba completándose bajo la dirección de Cátulo, y las columnas de mármol llegadas del monte Olimpo y el techo de dorado bronce brillaban con el pálido sol. De acuerdo con la tradición, se quemó azafrán en las piras de los sacrificios, y las chisporroteantes llamas anaranjadas, el intenso olor de la especia, la claridad del aire invernal, los dorados altares, los mansos y blancos toros que aguardaban el sacrificio, las blancas túnicas de los senadores, todo causó en mí una impresión inolvidable. Aunque no lo reconocí, Cicerón me contó que Verres también estaba allí, junto a Hortensio. Mi señor vio que ambos lo miraban y se reían como si compartieran alguna broma.

Después de aquello, durante unos cuantos días no se hizo nada de provecho. El Senado se reunió para escuchar un torpe discurso de Pompeyo, que nunca había estado ante aquella cámara y que tuvo que recurrir constantemente a la guía de procedimientos que el famoso erudito Varro, que había servido a sus órdenes en Hispania, había escrito para él. Como de costumbre, Cátulo fue el primero en tener la palabra, y pronunció un notable discurso de Estado en el que admitió que, aunque personalmente no estaba conforme, era imposible negarse a la demanda de restauración de los derechos de los tribunos, y declaró que los aristócratas eran los únicos responsables de su propia impopularidad. («Tendrías que haber visto las caras de Hortensio y Verres cuando dijo eso», me comentó más tarde Cicerón.) Luego, siguiendo una vieja costumbre, los nuevos cónsules subieron a los montes Albanos para presidir el Festival Latino, que duraba cuatro días, a los que seguían dos días de observancia religiosa durante los cuales los tribunales permanecían cerrados. Así pues, no fue hasta la segunda semana del nuevo año cuando mi señor pudo iniciar su ataque.

La mañana en que Cicerón planeaba formalizar su anuncio, los tres sicilianos —Estenio, Heraclio y Epicrates— se presentaron abiertamente en su casa por primera vez en medio año y, junto con Quinto y Lucio, lo escoltaron hasta el foro. Mi señor también contó entre su séquito con unos cuantos representantes de las tribus, principalmente dé los Cornelio y los Esquilina, donde sumaba numerosos partidarios. Al pasar, algunos curiosos le preguntaron adónde se dirigía con aquellos tres extraños amigos. Cicerón les respondió alegremente que lo siguieran y lo averiguaran… pues no quedarían decepcionados. Disfrutaba con las multitudes, y de esa manera se aseguró la formación de un tropel de seguidores mientras se acercaba al tribunal de extorsiones.

En aquellos días, ese tribunal se reunía siempre ante el templo de Castor y Pólux, justo en el extremo opuesto de donde estaba el Senado en el foro. Su nuevo pretor era Acilio Glabrio, de quien poco se sabía, salvo que era sorprendentemente afín a Pompeyo. Y digo «sorprendentemente» porque, cuando era joven, el dictador Sila le exigió que se divorciara de su esposa, que en aquella época estaba embarazada, y se la entregara a Pompeyo en matrimonio. La infeliz mujer, cuyo nombre era Emilia, murió durante el parto en casa de Pompeyo; tras lo cual, Pompeyo devolvió al recién nacido —un chico— a su padre natural. En esos momentos el muchacho contaba doce años y era la alegría de la vida de Glabrio. Se decía que aquel extraño episodio había convertido a los dos hombres en amigos en lugar de en enemigos, y Cicerón no dejaba de dar vueltas a si tal circunstancia le ayudaría en su causa o no. Al final no llegó a una conclusión.

La silla de Glabrio estaba preparada, señal de que el tribunal se disponía a abrir la sesión. Debía de hacer frío, porque recuerdo claramente a Glabrio llevando mitones y sentado junto a un brasero de carbón. Se encontraba en la plataforma que recorre el frente del templo, a medio camino de la escalinata. Sus lictores, con el haz de ramas al hombro, se hallaban en fila en los peldaños inferiores y pateaban el suelo con los pies. Era un lugar bullicioso porque, además de servir de sede para el tribunal de extorsiones, el templo albergaba también la Oficina de Pesos y Medidas, adonde acudían los comerciantes para comprobar sus pesos y balanzas. Glabrio pareció sorprenderse cuando vio que Cicerón se acercaba seguido de su séquito. Muchos curiosos se dieron la vuelta para observar. El pretor hizo un gesto a los lictores para que dejaran paso al senador. Cuando abrí la caja de los documentos y entregué a Cicerón el postulatus, vi preocupación en sus ojos, pero también alivio porque la espera hubiera acabado al fin. Subió por la escalera y se dio media vuelta para dirigirse a los asistentes.

—Ciudadanos —dijo—, hoy vengo a ofrecer mi vida al servicio del pueblo de Roma. Deseo anunciar mi intención de optar al cargo de edil de Roma. Y lo hago no por ansias de gloria personal sino porque la situación de nuestra República exige que un hombre honrado se levante a favor de la justicia. Todos me conocéis. Sabéis en qué creo. ¡Sabéis que desde hace un tiempo vigilo de cerca a determinados caballeros del Senado! —Se escuchó un murmullo de aprobación—. Bien, tengo en mi mano una solicitud de procesamiento, los abogados lo llamamos un postulatus. Y estoy aquí para notificaros que es mi intención que Cayo Verres comparezca ante la justicia por los crímenes y desmanes que ha cometido durante su tiempo como gobernador de Sicilia. —Agitó el documento por encima de su cabeza y consiguió algunos gritos de ánimo—. Si resulta condenado, además de tener que pagar lo que ha robado, perderá sus derechos civiles de ciudadano. El exilio o la muerte serán sus únicas alternativas, así que luchará como un animal acorralado. Será una lucha larga y difícil, no lo dudéis, y a su resultado todo lo fío: el cargo al que aspiro, mis esperanzas para el futuro, la reputación por la que me he esforzado y que tan tempranamente he ganado. No obstante, ¡lo hago con la convicción de que la justicia prevalecerá!

Dicho esto, se dio media vuelta, subió hasta Glabrio, que lo miraba un tanto perplejo, y le entregó su solicitud de procesamiento. El pretor le echó una rápida ojeada y se la pasó a uno de los secretarios. Luego, estrechó la mano de Cicerón y… eso fue todo. La multitud empezó a dispersarse; no quedaba más que volver a casa. Me temo que si el asunto no causó la debida impresión fue porque Roma siempre estaba llena de gente que anunciaba a todas horas su intención de presentarse a tal o cual cargo —al menos cincuenta cargos se renovaban todos los años—, y nadie vio en el anuncio de Cicerón la trascendencia histórica que él le atribuía. En cuanto a su pretensión de llevar a juicio a Verres, hacía ya más de un año que el asunto estaba sobre la mesa, y, como él mismo solía comentar, la gente tenía mala memoria y se había olvidado por completo del malvado gobernador de Sicilia. Me di cuenta de que Cicerón sufría una terrible sensación de decepción de la que ni siquiera Lucio, que sabía cómo hacerle reír, supo sacarlo.

Llegamos a casa, y Lucio y Quinto intentaron distraerlo describiendo las reacciones de Hortensio y Verres cuando se enteraran de que se habían presentado cargos contra ellos: la carrera de los esclavos desde el foro con la noticia, la súbita palidez de Verres, la convocatoria de una reunión de urgencia… Pero Cicerón no les prestó la más mínima atención. Supongo que pensaba en la advertencia que Servilia le había hecho y en cómo Verres y Hortensio se habían reído de él durante las ceremonias.

—Sabían que esto iba a pasar —comentó—. Tienen un plan. La pregunta es: ¿cuál? ¿Saben que nuestras pruebas son escasas? ¿Tienen a Glabrio en el bolsillo? ¿Qué?

Antes de que acabara la mañana la respuesta llegó a sus manos en forma de un escrito del tribunal de extorsiones que le entregó personalmente uno de los lictores de Glabrio. Cicerón lo cogió con expresión ceñuda, rompió el sello y leyó.

—Ah —murmuró.

—¿Qué es? —preguntó Lucio.

—El tribunal ha recibido una segunda solicitud para llevar a juicio a Verres.

—Eso es imposible —intervino Quinto—. ¿Quién más querría hacer algo así?

—Un senador —contestó Cicerón estudiando el escrito—. Alguien llamado Cecilio Níger.

—Lo conozco —terció Estenio—. Era el cuestor de Verres el año antes de que yo tuviera que huir de la isla. Se rumoreaba que él y el gobernador se habían peleado por una cuestión de dinero.

—Hortensio ha informado al tribunal de que Verres no pone objeciones a la acusación de Cecilio porque este busca una «rectificación personal», mientras que yo, según parece, solo deseo «notoriedad pública».

Nos miramos consternados. Meses de trabajo para nada.

—Es una jugada inteligente —dijo Cicerón con tristeza—. Hay que reconocérselo a Hortensio.

¡Qué canalla tan listo! Yo daba por hecho que intentaría que el caso fuera rechazado sin una audiencia. Nunca imaginé que, en vez de eso, trataría de hacerse con el control tanto de la acusación como de la defensa.

—Pero…, pero… ¡no puede hacer eso! —balbuceó Quinto—. La justicia romana es el sistema más imparcial del mundo.

—Mi querido Quinto —dijo Cicerón con un sarcasmo tal que hasta yo puse mala cara—, ¿de dónde sacas estos eslóganes? ¿De los libros para niños? ¿Acaso crees que durante más de veinte años Hortensio ha dominado los tribunales de Roma jugando limpio? Este escrito es una citación. Se me emplaza para que mañana por la mañana acuda ante el tribunal de extorsiones y argumente por qué debe admitirse mi acusación antes que la de Cecilio. Debo exponer mis motivos ante Glabrio y un jurado en pleno; un jurado, permitidme que os lo recuerde, compuesto por treinta y dos senadores, muchos de los cuales habrán recibido recientemente un regalo de año nuevo en forma de bronce o mármol.

—Pero ¡las víctimas somos nosotros, los sicilianos! —exclamó Estenio—. Deberíamos poder elegir a nuestro propio abogado, ¿no?

—No. El acusador es designado oficialmente por el tribunal, y como tal se erige en representante del pueblo de Roma. Vuestras opiniones son relevantes, pero no decisivas.

—¿Quieres decir que estamos acabados? —preguntó Quinto.

—No. No estamos acabados —dijo Cicerón, y enseguida vi que las ganas de luchar de siempre se apoderaban de él; nada lo estimulaba más que verse superado por Hortensio—.Y si lo estamos, no nos rendiremos sin una buena pelea. Voy a empezar a preparar mi discurso de mañana. Tú, Quinto, mientras tanto, intenta prepararme un séquito. Apela hasta al más mínimo favor. Podrías soltarles tu frase sobre eso de que la justicia romana es la más imparcial del mundo, a ver si así consigues que unos cuantos senadores respetables me acompañen al foro. Hasta es posible que algunos lo crean. Cuando mañana ponga el pie en el tribunal, quiero que Glabrio tenga la impresión de que toda Roma lo está observando.

Nadie puede pretender saber realmente de política hasta que se ha pasado toda una noche escribiendo el discurso que ha de pronunciar al día siguiente. Mientras el resto del mundo duerme, el orador camina alrededor de la lámpara y se pregunta qué clase de locura lo ha empujado a esa situación. Selecciona y descarta argumentos. Distintas versiones de las palabras de apertura, de los párrafos centrales y de las exposiciones yacen tiradas por el suelo. La mente, agotada, deja de ejercer un control coherente sobre el objeto de la empresa y llega un momento —normalmente una o dos horas después de la medianoche— en que la renuncia a comparecer, fingir una enfermedad o esconderse en casa parecen las únicas opciones sensatas. Pero luego, de alguna manera, bajo la presión del pánico, justo cuando comienza a ceder la humillación, las partes empiezan a ligar y a formar un todo coherente y ahí está: el discurso. Un orador de segunda categoría se marcha entonces a la cama, satisfecho. Un Cicerón se queda despierto y se lo confía a su memoria.

Con el único sustento de un poco de fruta, queso y vino aguado, ese fue el proceso que Cicerón siguió aquella noche. Una vez tuvo ordenadas las distintas partes, permitió que me marchara para que pudiera dormir un poco, pero no creo que él disfrutara de su cama durante más de una hora. Al amanecer, se lavó con agua helada para reanimarse y se vistió con cuidado. Cuando fui a verlo, justo antes de que saliésemos hacia el tribunal, estaba tan inquieto como un luchador aspirante antes de saltar a la arena, flexionando los hombros y saltando de un lado a otro sobre la punta de los pies.

Quinto había hecho bien su trabajo. Tan pronto como abrimos la puerta, fuimos recibidos por una multitud de partidarios y seguidores que llenaba la calle. Además del populacho romano, habían acudido para mostrar su apoyo tres o cuatro senadores con especiales intereses en Sicilia. Recuerdo al taciturno Cneo Marcelino, al virtuoso Calpurnio Pisón Fruti —que había sido pretor el mismo año que Verres, al que calificaba de «sabandija»—Y al menos a un miembro del clan de los Marceli, los tradicionales patrones de la isla. Cicerón los saludó desde el umbral, alzó en sus brazos a Tulia, le dio uno de sus sonoros besos y la mostró a sus seguidores; luego se la devolvió a su madre, con quien intercambió un inusual abrazo en público antes de que Quinto, Lucio y yo le despejáramos el paso y él se abriera camino hacia el centro de la multitud.

Intenté desearle buena suerte, pero en ese momento, como solía suceder siempre con ocasión de los grandes discursos, era inaccesible. Miraba a la gente, pero no la veía. Estaba presto para la acción, e interpretaba en su interior algún tipo de drama ensayado desde la infancia: el del patriota que se enfrenta en solitario, con su voz como única arma, contra todo lo que es corrupto y despreciable en el Estado. Como si comprendiera su papel en aquel fantástico espectáculo, la multitud fue creciendo, y cuando llegamos al templo de Castor debía de haber doscientas o trescientas personas dispuestas a aplaudirlo con todas sus fuerzas ante el tribunal. Glabrio ocupaba ya su puesto entre las grandes columnas del templo, lo mismo que los miembros del jurado, entre los que se hallaba el amenazador espectro del mismísimo Cátulo. Pude ver a Hortensio en el banco reservado para los espectadores distinguidos; examinaba la manicura de sus cuidados dedos y parecía tan tranquilo como cualquier mañana de verano. Junto a él, y con el mismo aspecto satisfecho, había un hombre de unos cuarenta años, erizado cabello pelirrojo y rostro pecoso, que comprendí que no podía ser otro que Cayo Verres. La verdad es que para mí fue curioso poner los ojos en aquel monstruo, que había ocupado nuestros pensamientos durante tanto tiempo, y descubrir lo vulgar que parecía: mucho más zorro que verraco.

Había dos sillas para los acusadores contendientes. Cecilio, sentado ya con un fajo de notas en el regazo, no alzó la vista cuando Cicerón apareció, sino que siguió nerviosamente enfrascado en su lectura. El tribunal fue convocado en sesión, y Glabrio dijo a Cicerón que, en su condición de primer demandante, le correspondía abrir la intervención, lo cual suponía una desventaja considerable. Cicerón hizo un gesto de indiferencia, se levantó y esperó a que reinara un silencio absoluto. Luego empezó, lentamente como de costumbre, diciendo que comprendía que la gente se sorprendiera viéndolo en aquel papel, ya que nunca había actuado en ningún foro como acusador. No era algo que deseara hacer en esos momentos, dijo. De hecho, en privado había instado a los sicilianos para que se pusieran en manos de Cecilio. (Yo di un respingo al oír aquello.) Pero la verdad, dijo, era que no estaba haciendo aquello solo por sus clientes sicilianos.

—Hago lo que estoy haciendo por el bien de mi país. —Y con deliberada lentitud caminó hacia donde se hallaba Verres y lo señaló con el dedo—. ¡He aquí un monstruo de maldad, avaricia y osadía sin igual! ¿Quién puede culparme de llevar ante los tribunales a un hombre así? Decidme en nombre de todo lo que es justo y sagrado, ¿qué mejor servicio puedo prestar a mi país en semejante circunstancia?

Verres, en absoluto ofendido por aquellas palabras, se limitó a menear la cabeza mientras miraba con aire desafiante a Cicerón. Este lo contempló con desprecio unos segundos más y se volvió hacia el jurado.

—Los cargos contra Cayo Verres —prosiguió— sostienen que durante tres años ha arrasado la provincia de Sicilia: ha expoliado las comunidades de la isla, ha vaciado los hogares de los sicilianos y ha saqueado los templos. Si Sicilia pudiera hablar por una única boca y con una sola voz diría: «Todo el oro, toda la plata, todos los objetos hermosos que en su día hubo en mis ciudades, hogares y templos, todas esas cosas, Verres, tú me las has robado y arrebatado. Y por ello, y conforme a la ley, ¡te demando por la suma de un millón de sestercios!». Esas serían las palabras que diría Sicilia si pudiera hablar con una única voz; pero, como no puede, me ha escogido a mí para que lleve el caso por ella. Así pues, ¡qué increíble descaro supone que tú —y por fin se volvió hacia Cecilio— te atrevas a convertirte en su representante cuando sus habitantes ya te han dicho que no te admiten!

Caminó hacia Cecilio, se situó detrás de él y dejó escapar un exagerado suspiro de tristeza.

—Te hablaré como lo haría un amigo con otro amigo —dijo, y le dio una palmada en el hombro, de manera que su rival tuvo que girarse en la silla para mirarlo, un gesto forzado que despertó unas cuantas risas—.Te aconsejo encarecidamente que lo pienses mejor. Recobra el sentido. Piensa en lo que eres y en aquello para lo que estás hecho. Esta demanda conlleva una tarea formidable y muy difícil. ¿Tienes los poderes de la voz y la memoria? ¿Cuentas con la inteligencia y la habilidad necesarias para soportar tan pesada carga? Aun suponiendo que poseyeras grandes dones naturales y que hubieras recibido la más esmerada educación, ¿podrías superar el trance? Eso lo veremos esta mañana. Si puedes replicar a lo que estoy diciendo, si eres capaz de utilizar una sola expresión que no figure en algún libro de extractos compilados con los discursos de otros y que tu maestro de escuela te entregó, entonces quizá no resultes un completo fracaso en este juicio.

Se desplazó hacia el centro del tribunal y se dirigió a la multitud y al jurado.

—«Bien», podéis decir, «¿Y qué pasa si es así? ¿Acaso posees tú todas esas cualidades?» ¡Ojalá así fuera! En cualquier caso, lo he procurado con todas mis fuerzas, y desde niño he luchado para adquirirlas en la medida de lo posible. Todos sabéis que mi vida gira alrededor del foro y los tribunales de justicia; que pocos hombres de mi edad, si es que hay alguno, han defendido más casos; que todo el tiempo que no dedico a los asuntos de mis amigos lo invierto en el estudio que la profesión exige y en prepararme así para su ejercicio. No obstante, cuando pienso en el gran día en que el acusado es llamado a comparecer y tengo que hacer mi discurso, no solo me siento nervioso, sino que tiemblo de los pies a la cabeza. En cambio, tú, Cecilio, no sufres semejante miedo, semejantes pensamientos, semejante angustia; supones que si aprendes de memoria una o dos frases sacadas de algún viejo discurso, algo como «Ruego al dios más misericordioso» o «Desearía, caballeros, que ojalá hubiera sido posible», ya estarás excelentemente preparado para aparecer ante el tribunal.

»Cecilio, no eres nada y no cuentas para nada. ¡Hortensio te destrozará! Pero, su astucia, en cambio, no podrá conmigo. Su ingenio no logrará alejarme de mi camino. Sus grandes poderes no conseguirán debilitarme y apartarme de mi posición. —Miró a Hortensio y le hizo una reverencia con burlona humildad; este se puso en pie y se la devolvió, lo que provocó algunas risas—. Conozco bien los métodos de ataque de ese caballero —prosiguió Cicerón— y sus trucos de oratoria. Por muy hábil que sea, cuando tenga que hablar en mi contra considerará que este juicio es, entre otras cosas, un juicio a sus capacidades. Así pues, advierto de antemano a este caballero que si decidís que sea yo quien lleve el caso tendrá que cambiar radicalmente sus métodos de defensa. Si yo me encargo del caso, no tendrá motivos para pensar que el tribunal puede ser sobornado sin que eso suponga un grave peligro para mucha gente.

La alusión al soborno provocó un breve alboroto y que el habitualmente afable Hortensio se pusiera en pie; sin embargo, Cicerón lo mandó sentar con un gesto de la mano y siguió machacando a sus adversarios. Su oratoria se había convertido en un martillo cuyos golpes resonaban igual que los de un herrero en la forja. No lo reproduciré en su totalidad. El discurso, que se prolongó durante al menos una hora, se encuentra a disposición de todos aquellos que deseen leerlo. Arremetió contra Verres por su corrupción, contra Cecilio por sus anteriores relaciones con él, y contra Hortensio por que hubiera elegido a un adversario de segunda categoría. Y concluyó desafiando a los mismísimos senadores, caminando hacia el jurado y mirando a cada uno a los ojos.

Os corresponde a vosotros, ilustres caballeros, escoger al hombre que, por su buena fe, dedicación, sagacidad y carácter creáis mejor cualificado para llevar este gran caso ante este gran tribunal. Si manifestáis vuestra preferencia por Quinto Cecilio y no por mí, no creeré que he sido derrotado por el mejor de los hombres. Sin embargo, Roma podría pensar que un demandante honorable, estricto y enérgico como yo no era lo que deseabais ni lo que nunca desearían los senadores. —Hizo una pausa y posó su mirada en Cátulo, que se la devolvió fijamente. Luego añadió en voz baja—: Caballeros, aseguraos de que eso no ocurra.

Siguió un fuerte aplauso y le llegó el turno a Cecilio. Había prosperado desde unos orígenes humildes, mucho más humildes que los de Cicerón, y no carecía de virtudes. Cualquiera hubiera dicho que tenía más derecho que nadie a llevar el caso, especialmente cuando señaló que su padre había sido un esclavo siciliano manumitido, que él nació en la provincia y que la isla era el lugar del mundo que más quería. Sin embargo, su discurso estuvo lleno de datos sobre el descenso de la producción agrícola y el sistema de contabilidad de Verres. Sonó irritado en vez de apasionado. Y, lo peor, lo pronunció leyendo sus notas en un tono monocorde; cuando al cabo de una hora inició sus conclusiones, Cicerón fingió desplomarse y caer dormido. Cecilio, que miraba al jurado y no podía ver cuál era el motivo de las risas generales, perdió el ritmo de su exposición. La terminó de cualquier manera y se sentó, rojo de rabia y de vergüenza.

En términos de retórica, Cicerón había conseguido una victoria de proporciones aniquiladoras; pero mientras las tablillas con los votos pasaban de mano en mano entre el jurado, y el secretario del tribunal se levantaba con su urna para recogerlas, Cicerón supo, según me contaría después, que había perdido. Entre los treinta y dos senadores reconoció al menos a una docena de enemigos; solo a la mitad podía considerarlos amigos. Como de costumbre, la decisión dependería de los indecisos. Vio que muchos de ellos buscaban con la mirada a Cátulo, a la espera de alguna indicación, dispuestos a obedecerlo. Cátulo marcó su tablilla, la mostró a los senadores que tenía alrededor y la depositó en la urna. Cuando todos hubieron votado, el secretario se llevó la urna hasta el estrado, la abrió y empezó a contar los votos a la vista de todos. Hortensio, abandonando cualquier apariencia de indiferencia, se había puesto en pie, lo mismo que Verres, en el intento de ver cómo iba el recuento. Cicerón permanecía sentado, muy quieto, mientras que Cecilio seguía encorvado en su asiento. Alrededor de mí, la gente que solía acudir a las vistas, y que conocía los procedimientos como los propios jueces, murmuraba que el resultado era muy ajustado y que el recuento se repetiría. Por fin, el secretario entregó el resultado a Glabrio; este se puso en pie y reclamó silencio. La votación, dijo, quedaba de la siguiente manera: catorce votos favorables a Cicerón —el corazón me dio un vuelco: ¡había perdido!—, trece a favor de Cecilio y… ¡cinco abstenciones! Marco Tulio Cicerón era nombrado demandante principal (nominis delator) en el caso de Cayo Verres. Mientras el público aplaudía rabiosamente y Hortensio y su cliente se sentaban, perplejos, Glabrio ordenó a Cicerón que se pusiera en pie, levantara la mano derecha y jurara que llevaría el proceso adelante con buena fe.

Tan pronto como hubo acabado, Cicerón presentó una solicitud de aplazamiento. Hortensio se levantó rápidamente para protestar: ¿qué necesidad había de aplazarlo? Cicerón contestó que deseaba viajar a Sicilia para recabar pruebas y testimonios. Hortensio lo interrumpió diciendo que resultaba ultrajante que Cicerón reclamase el derecho a procesar a su cliente y que acto seguido demostrase que no tenía suficientes elementos que presentar al tribunal. Su objeción resultaba fundada, y, por primera vez, me di cuenta de la poca confianza que Cicerón tenía en su posición. Glabrio parecía coincidir con Hortensio, pero Cicerón alegó que solo en ese momento, en que Verres se encontraba fuera de la provincia, sus víctimas se consideraban a salvo para poder hablar. Glabrio sopesó la situación, comprobó el calendario y anunció a regañadientes que el caso se aplazaba ciento diez días.

—Pero asegúrate de que estás preparado para abrirlo inmediatamente después del receso de la primavera —advirtió a Cicerón.

Y con eso, el tribunal se disolvió.

Para su sorpresa, Cicerón descubrió más tarde que debía su victoria a Cátulo. El viejo y altivo senador era, a pesar de todo, un patriota hasta la médula, y esa constituía una de las razones por la que sus opiniones despertaban tanto respeto. Según él, la gente tenía derecho, en virtud de las antiguas leyes, a someter a Verres a la demanda más rigurosa que pudiera plantearse, y mantuvo esa opinión a pesar de que el gobernador era amigo suyo. Naturalmente, las obligaciones familiares hacia su cuñado Hortensio le impidieron votar abiertamente a favor de Cicerón, de manera que se abstuvo y, de paso, arrastró con él a cuatro miembros más del jurado.

Satisfecho por seguir con la cacería del verraco, como él la llamaba, y encantado de haber vencido a Hortensio, Cicerón se lanzó a la tarea de preparar su expedición a Sicilia. Los papeles oficiales de Verres fueron sellados por el tribunal en virtud de una orden obsignandi gratia. Cicerón presentó una moción en el Senado solicitando que el antiguo gobernador presentara su contabilidad oficial de los últimos tres años (cosa que nunca había hecho). Se enviaron cartas a todas las ciudades importantes de la isla invitándolas a reunir y presentar pruebas. Entretanto, yo revisé nuestros archivos y saqué los nombres de todos los ciudadanos destacados que habían ofrecido su hospitalidad a Cicerón durante su viaje a la isla como joven magistrado, ya que íbamos a necesitar alojamiento por toda la provincia. Cicerón también escribió una carta de cortesía al nuevo gobernador, Lucio Metelo, informándole de su inminente visita y solicitando oficialmente su colaboración. Sabía que toparía con toda clase de dificultades, pero opinaba que podía ser útil tener constancia escrita de que por lo menos lo había intentado. Decidió que lo acompañaría su primo Lucio, que llevaba al menos seis meses trabajando a su lado en el caso, y que su hermano se quedaría en Roma para dirigir la campaña de cara a su elección. Yo debía acompañarlo, lo mismo que mis dos subordinados, Sosisteo y Laureo, ya que habría mucho material que copiar y del que tomar notas. Calpurnio Pisón Frugi, el antiguo pretor, le ofreció los servicios de su hijo Cayo, de dieciocho años, un joven inteligente y encantador al que todos tomamos cariño enseguida. Por insistencia de Quinto, compramos cuatro esclavos robustos para emplearlos como porteadores, conductores y también como guardaespaldas. En aquella época, el sur era un territorio sin ley, y muchos de los seguidores de Espartaco sobrevivían en las montañas. Los piratas abundaban, y nadie podía estar seguro de qué medidas habría adoptado Verres.

Todo eso requería dinero, y, aunque el ejercicio de la abogacía empezaba a reportarle ganancias —no en forma de pagos en metálico, que estaban prohibidos, sino de regalos y donaciones de clientes satisfechos—, ni de lejos tenía el dinero suficiente para cubrir tantos gastos. Alguien más ambicioso habría ido a ver a Craso, que siempre estaba dispuesto a prestar generosas sumas a los jóvenes políticos en alza. Pero Craso, al igual que le gustaba demostrar que recompensaba el apoyo recibido, ponía buen cuidado en que se supiera que castigaba a quienes se le oponían. Desde el momento en que Cicerón rehusó unírsele, Craso no perdió ocasión de hacer patente su enemistad; lo interrumpía en público y hablaba mal de él a sus espaldas. Tal vez, si Cicerón se hubiera humillado lo suficiente, Craso habría accedido a cambiar de opinión, pues sus principios eran por completo maleables; sin embargo, como ya he dicho, ambos hombres eran incapaces de soportar hallarse en presencia el uno del otro.

Así pues, a Cicerón no le quedó más remedio que acudir a Terencia, lo que provocó una dolorosa escena. Si yo me vi implicado fue porque mi señor, de un modo especialmente cobarde, me envió a hablar con Filotimo, el administrador de su mujer, para que averiguara si sería posible reunir cien mil sestercios de las propiedades de su señora. Con su malevolencia característica, Filotimo no perdió ni un segundo en informar a Terencia, que, hecha una furia, bajó a buscarme al despacho de Cicerón y me preguntó cómo osaba meter las narices en sus negocios. Cicerón apareció mientras eso sucedía y se vio obligado a explicar por qué necesitaba el dinero.

¿Y de dónde sacarás el dinero para devolver esa suma? —preguntó Terencia.

—De la multa que le impondrán a Verres una vez haya sido declarado culpable —contestó su marido.

—¿Y estás seguro de que lo declararán culpable?

—Por supuesto.

—¿Por qué? ¿En qué te fundamentas? Explícamelo.

Y, dicho eso, se sentó en una silla con los brazos cruzados. Cicerón vaciló, pero, conociendo a su esposa y viendo que no iba a dar su brazo a torcer, me pidió que abriera el arcón de seguridad y sacara las pruebas acumuladas por nuestros clientes sicilianos. Se las enseñó, una por una. Al final, Terencia lo miró con evidente desolación.

—Pero ¡con esto no basta, Cicerón! ¿Te lo has jugado todo basándote en esto? ¿De verdad crees que un jurado compuesto por senadores declarará culpable a uno de los suyos solo porque ha rescatado algunas estatuas de la oscuridad de una provincia y se las ha llevado a Roma, que es donde en realidad deben estar?

—Sin duda tienes razón, querida. Por eso mismo debo ir a Sicilia.

Terencia contempló a su marido —sin duda el mayor orador y el senador más brillante de la Roma del momento— como una niñera miraría a un crío que hubiera dejado el cuarto de los juegos hecho una leonera. Estoy seguro de que quería decir algo, pero yo estaba aún allí, y se lo pensó mejor. Al final, se levantó sin decir palabra y se marchó.

Al día siguiente, Filotimo vino a buscarme y me entregó una pequeña arca que contenía diez mil sestercios en efectivo y la autorización para retirar otros cuarenta mil en caso de que fuera necesario.

—Exactamente la mitad de lo que necesito —comentó Cicerón cuando se lo llevé—. Así valora mis posibilidades una implacable mujer de negocios, Tiro. ¿Y quién puede decirle que se equivoca?