XIII

En las elecciones anuales de ese verano para los cargos de pretor, Cicerón fue quien más votos recibió. Fue una campaña fea y pobre que se luchó en plena resaca de la aprobación de la Lex Gabinia, cuando el empuje entre las facciones rivales ya se había agotado. Tengo ante mí la carta que Cicerón escribió a Ático aquel verano expresándole su disgusto por todos los asuntos de la vida pública. «Resulta increíble lo mucho que han empeorado y lo mal que los encontrarás desde que te fuiste.» Las votaciones tuvieron que interrumpirse dos veces debido a una pelea en el Campo de Marte. Cicerón sospechó que Craso había contratado a matones para que alteraran las votaciones, pero no pudo demostrarlo. Fuera cual fuese la verdad, hubo que esperar a septiembre para que los ocho pretores electos pudieran reunirse por fin en la sede del Senado para determinar qué tribunal presidiría cada cual el año siguiente. El reparto, como era costumbre, se echaría a suertes.

El cargo más ambicionado era el de pretor urbano, que en aquella época se encargaba de dirigir el aparato de justicia y ocupaba el tercer rango en las jerarquías del Estado, tras los dos cónsules; también le correspondía la responsabilidad de organizar los Juegos de Apolo. Por el contrario, el cargo menos deseado, la presidencia del tribunal de malversaciones, era una tarea increíblemente aburrida.

—Desde luego que me gustaría ejercer la pretoría urbana —me confesó Cicerón mientras caminábamos hacia el Senado aquella mañana—.Y, francamente, preferiría ahorcarme a presidir durante todo un año el tribunal de malversaciones. De todas maneras, cualquier alternativa intermedia me parecería bien.

Estaba de un humor excelente. Las elecciones habían finalizado por fin, y él se había llevado el mayor número de votos. Pompeyo no solo se había marchado de Roma, sino también de Italia; de modo que no había ningún gran hombre que le hiciera sombra. Además, se estaba acercando mucho al consulado, tanto que casi sentía el marfil del asiento debajo de él.

La ceremonia del sorteo —una afortunada combinación de política y juego de azar— siempre se desarrollaba con la cámara abarrotada. Cuando llegarnos, la mayoría de los senadores ya habían pasado al interior. Cicerón fue recibido ruidosamente, tanto con gritos de ánimo de sus partidarios entre los pedarii como con abucheos de los aristócratas. Craso, repantigado, como era su costumbre, en el banco consular de primera fila, lo observó con los ojos entrecerrados, cual un gran gato que finge dormitar mientras los pajarillos revolotean a su alrededor. El resultado de las elecciones había sido el que Cicerón esperaba, y si os facilito el nombre de los demás pretores electos creo que tendréis un fiel retrato de la situación política del momento. Aparte de Cicerón, solo había otros dos hombres de aptitud contrastada esperando tranquilamente el sorteo. El más dotado era, sin duda, Aquilio Gallo, de quien algunos decían que era incluso mejor abogado que Cicerón y que ya era un juez respetado. De hecho, su figura constituía una especie de modelo: brillante, justo, modesto, amable; un hombre de un gusto exquisito con una mansión en la colina Viminal. Cicerón tenía en mente tantearlo para que se convirtiera en su compañero a la candidatura a cónsul. Al lado de Gallo, y con casi igual presencia, estaba Sulpicio Galba, perteneciente a una aristocrática familia que contaba con tantas máscaras consulares en su atrio que resultaba inconcebible que no fuera uno de los rivales de Cicerón para el consulado. No obstante, aun siendo honrado y capaz, también era áspero y arrogante, y eso jugaría en su contra en caso de que las elecciones resultasen reñidas. El cuarto en cuanto a talento, aunque Cicerón a veces se reía de sus disparates, era Quinto Cornificio, un rico fundamentalista religioso que hablaba sin cesar de la necesidad de revitalizar los declinantes valores morales de Roma. «El candidato de los dioses», lo llamaba mi señor. Después de ellos, me temo que la mediocridad era la tónica dominante. Curiosamente, los otros cuatro pretores eran personas que habían sido expulsadas del Senado por deficiencias en su dotación económica o moral.

El mayor era Varinio Glaber, uno de esos sujetos listos y amargados que esperan triunfar en esta vida y que cuando se dan cuenta de que han fracasado no pueden creerlo. Siendo pretor siete años antes, el Senado le había confiado un ejército para que aplastara la revuelta de Espartaco; sin embargo, sus legiones estaban pobremente equipadas, y los esclavos insurrectos lo derrotaron varias veces, hasta que al final se retiró de la vida pública definitivamente humillado. Luego, estaba Cayo Orquivio —«Todo empuje y nada de talento», según Cicerón—, que contaba con el apoyo de un importante sindicato de votantes. En séptimo lugar, en cuanto a talla intelectual, Cicerón colocaba a Cassio Longino —«Un tonel de sebo»—, que en aquel momento era considerado el hombre más gordo de Roma. Y eso dejaba en octavo lugar ni más ni menos que a Antonio Híbrida, el dipsómano que vivía con su joven y bella esclava como con una esposa y a quien Cicerón había aceptado ayudar en la elección pensando que, como mínimo, sus ambiciones no le supondrían un problema.

«¿Sabes por qué lo llaman "Híbrida"? —me preguntó un día—. Porque es mitad hombre y mitad imbécil. Personalmente, no estoy demasiado seguro de la primera mitad.»

Pero los dioses a los que Cornificio mostraba tanta devoción tienen su forma de castigar tan desmesurado orgullo, y ese día castigaron debidamente a Cicerón. Las papeletas con los nombres de los distintos cargos se dispusieron en una antigua urna que llevaba siglos utilizándose con aquel propósito, y Glabrio, el cónsul presidente, llamó a los candidatos por orden alfabético, lo que significó que Antonio Híbrida fuese el primero. Introdujo su temblorosa mano en la urna, cogió un papel y lo entregó a Glabrio, que lo leyó en voz alta mientras arqueaba una ceja.

Entre todo este torrente de acontecimientos políticos he olvidado mencionar que Pomponia se quedó embarazada aquella primavera, lo cual, según escribió Cicerón a Ático al comunicarle la noticia, demostraba que el matrimonio de Quinto funcionaba a pesar de todo. La criatura, un robusto muchacho, nació poco después de las elecciones pretorianas. Fue para mí un motivo de gran orgullo, y señal de mi cada día mejor situación en el seno de la familia, que me invitaran a los ritos de purificación en el noveno día de su nacimiento. La ceremonia se celebró en el templo de Tellus, situado junto al hogar familiar. Dudo que en este mundo hubiera un niño cuyo tío lo mimara y atendiera más que Cicerón, que insistió en encargar a un orfebre que le preparara un espléndido amuleto de plata como regalo para celebrar su nombre. Solo cuando el sacerdote bendijo el agua al pequeño de Quinto y Cicerón lo tuvo en sus brazos comprendí lo mucho que echaba de menos tener su propio hijo varón. Una parte importante de la motivación de cualquier hombre a la hora de lanzarse en pos de un consulado es que sus hijos, sus nietos, sus biznietos —y así hasta el infinito— puedan hacer uso del ius imaginum y lucir una representación suya en el atrio familiar. ¿Qué sentido tenía fundar un glorioso apellido si el linaje se interrumpía antes siquiera de haber empezado? Y al ver a Terencia, que miraba atentamente a su esposo en el templo mientras este acariciaba la mejilla del recién nacido con el dorso del dedo meñique, me di cuenta de que ella pensaba lo mismo.

Con frecuencia, la llegada de un niño lleva a reconsiderar el futuro, y estoy seguro de que eso fue lo que empujó a Cicerón, nada más nacer su sobrino, a disponer que Tulia quedara prometida en matrimonio. Por aquel entonces, su hija tenía diez años de edad, seguía siendo la niña de sus ojos y raro era el día en que Cicerón, a pesar de sus diversas tareas políticas y jurídicas, no dedicara un rato a leerle o a jugar con ella. El concebir sus planes con ella antes que con Terencia formaba parte de su forma de combinar la ternura y la astucia.

—¿Qué te parecería casarte algún día —le preguntó una mañana cuando los tres estábamos en su estudio.

Cuando ella le contestó que le gustaría mucho, Cicerón le preguntó a quién le gustaría tener como marido.

—¡A Tiro! —gritó Tulia mientras me rodeaba la cintura con los brazos.

—No, hija —repuso su padre, muy serio—. Me temo que Tiro está demasiado ocupado ayudándome para tener tiempo de tomar esposa. ¿Quién más se te ocurre?

El número de conocidos varones de la niña era muy reducido, de modo que no pasó mucho rato antes de que saliera a relucir el nombre de Frugi, que había pasado mucho tiempo con Cicerón tras el caso de Verres y casi se había convertido en uno más de la familia.

—¡Frugi! —exclamó Cicerón, como si nunca se le hubiera podido ocurrir—. ¡Qué idea tan estupenda! ¿Estás segura de que es eso lo que quieres, segura del todo? ¡Entonces vayamos a decírselo a tu madre inmediatamente!

De ese modo, Terencia se vio superada por su marido en su propio terreno tan hábilmente como un estúpido aristócrata del Senado. No es que pensara que Frugi era inadecuado, al contrario, le parecía incluso un buen partido, joven, diligente y de buena familia, pero Terencia era demasiado astuta para no percatarse de que Cicerón, formando a un sustituto al que poder entrenar y encaminar en política, estaba buscando lo más parecido a un hijo propio. Se sintió amenazada, y Terencia siempre reaccionaba violentamente ante las amenazas. La ceremonia de compromiso, que tuvo lugar en noviembre, transcurrió bastante bien, y Frugi, que estaba secretamente encariñado con su prometida, todo hay que decirlo, deslizó el anillo en el dedo de Tulia bajo la mirada de aprobación de ambas familias. El día de la boda quedó señalado a cinco años vista, cuando Tulia ya fuera madura. Sin embargo, esa noche Terencia y Cicerón tuvieron una de sus más agrias disputas. Estalló en el tablinum antes de que yo pudiera quitarme de en medio. Cicerón había hecho algún inocuo comentario acerca de lo amables que los Frugi se habían mostrado con Tulia. Terencia, que llevaba ominosamente callada un buen rato, respondió que era muy amable por su parte teniendo en cuenta…

—Teniendo en cuenta ¿qué? —preguntó cautamente Cicerón; empezaba a resultarle evidente que aquella noche acabaría discutiendo con su esposa, y opinaba que, del mismo modo que cuando una ostra te sienta mal lo mejor es vomitarla, más valía que Terencia lo escupiera todo de una vez.

—¡Teniendo en cuenta el tipo de enlace que han establecido! —contestó Terencia antes de lanzarse inmediatamente a su ataque favorito contra Cicerón: su vergonzosa actitud de lacayo para con Pompeyo y su séquito de provincianos, el modo en que su actitud había indispuesto a la familia con toda la gente distinguida y su forma de dotar de autoridad a las masas con tal de conseguir aprobar la Lex Gabinia.

No lo recuerdo todo con exactitud, pero qué importa. Al igual que la mayoría de las discusiones entre marido y mujer, no trataba de aquellos asuntos en concreto, sino de algo completamente distinto: el fracaso de Terencia a la hora de dar a luz un hijo varón y la consecuente disposición de Cicerón de establecer un vínculo casi paternal con Frugi. No obstante, recuerdo que mi señor replicó que, fueran cuales fuesen los defectos de Pompeyo, nadie discutía que era un brillante soldado y que, una vez dotado del mando único y con sus fuerzas en el mar, había eliminado la amenaza de los piratas en poco más de un mes. Y también recuerdo que ella le replicó que, si realmente los piratas habían sido barridos en apenas siete semanas, puede que no fueran una amenaza tan grave como Cicerón y sus amigos habían hecho creer desde un principio a todo el mundo. Llegados a ese punto, conseguí escabullirme de la estancia y retirarme a mi pequeño cubículo, de manera que me perdí el resto de la discusión. Lo cierto es que el ambiente en la casa durante los días que siguieron era tan frágil como el cristal de Nápoles.

—¿Te das cuenta de a qué presiones me veo sometido? —se quejó Cicerón a la mañana siguiente en mi presencia mientras se masajeaba las sienes—. No hay descanso para mí, ni en el trabajo ni en casa.

La preocupación de Terencia por su aparente infecundidad fue en aumento y empezó a acudir todos los días a rezar al templo de la Buena Diosa, en la colina Aventina, donde inofensivas serpientes deambulaban libremente en su recinto para estimular la fertilidad y en cuyo interior ningún hombre estaba autorizado a entrar. Por su doncella supe que también había colocado en su dormitorio una pequeña capilla dedicada a Juno.

En el fondo, creo que Cicerón compartía la opinión que su esposa tenía de Pompeyo. Había algo sospechoso a la vez que glorioso en la rapidez de sus victorias («Organizadas al final del invierno —comentaba Cicerón—, iniciadas al comienzo de la primavera y terminadas a mediados de verano»); uno se preguntaba si la empresa no habría podido dirigirla un comandante nombrado según los procedimientos normalmente establecidos. De todas maneras, sus triunfos eran indiscutibles. Los piratas habían sido obligados a retroceder de las aguas de Sicilia y África hacia Acaya, en el este, para acabar siendo finalmente expulsados de Grecia y acorralados en su fortaleza de Coracesio, en Cilicia. Allí, tras una formidable batalla por tierra y mar, sufrieron diez mil bajas, perdieron cuatrocientas naves y veinte mil prisioneros. Sin embargo, en lugar de crucificarlos, como seguramente habría ordenado Craso, Pompeyo ordenó que los reubicaran tierra adentro con sus familias, en las despobladas ciudades de Grecia y Asia Menor, una de las cuales rebautizó, con su característica modestia, con el nombre de Pompeyópolis. Y todo eso lo hizo sin consultar al Senado.

Cicerón siguió los fantásticos éxitos de su jefe con sentimientos encontrados («¡Pompeyópolis! ¡Por Júpiter, qué vulgaridad!»), en buena parte porque, cuanto más se inflara Pompeyo con sus triunfos, más larga sería la sombra que proyectaría sobre su carrera. Una meticulosa planificación y una superioridad numérica abrumadora, esas eran las tácticas favoritas de Pompeyo tanto en el campo de batalla como en Roma, y tan pronto como la primera fase de su campaña —la destrucción de los piratas— quedó completada, dio comienzo la segunda en el foro, donde Gabinio empezó a agitar el ambiente para que Lúculo fuera desposeído del mando de las legiones de Oriente y este fuera entregado a Pompeyo. El promotor de la Lex Gabinia empleó los mismos trucos que antes y llamó a distintos testigos para que comparecieran en el rostrum y pintaran un triste cuadro de la guerra contra Mitrídate. Algunas de las legiones, que llevaban años sin cobrar su paga, se habían negado lisa y llanamente a salir de sus campamentos. Gabinio comparó la precaria situación de aquellos soldados con las inmensas riquezas de su aristocrático comandante, que había mandado por barco a la península tal cantidad de tesoros en concepto de botín de guerra que se había comprado toda una colina en las afueras de Roma y estaba construyéndose allí un gran palacio. Gabinio obligó mediante una orden judicial a que los arquitectos de la obra acudieran a la tribuna para que mostraran al pueblo los planos y las maquetas. A partir de ese momento, el nombre de Lúculo se convirtió en sinónimo de lujo desenfrenado, y los ciudadanos, furiosos, quemaron su efigie del foro.

En diciembre, Gabinio y Cornelio dejaron los cargos de tribuno, y una nueva criatura de Pompeyo, el tribuno electo Cayo Manilio, pasó a ocuparse de salvaguardar los intereses de su jefe en las asambleas populares. Inmediatamente propuso una ley por la que se entregaba a Pompeyo el mando de la campaña contra el rey Mitrídate, además de la jefatura de los gobiernos de las provincias de Asia, Cilicia y Bitinia (estas dos últimas bajo el mando de Lúculo). Cualquier esperanza que Cicerón pudiera albergar de mantenerse al margen quedó destruida cuando Gabinio fue a verlo llevando un mensaje de Pompeyo. El general le comunicaba brevemente sus buenos deseos y le manifestaba su confianza en que apoyaría la Lex Manilia en «todos sus aspectos», no solo entre bastidores, sino públicamente, desde la tribuna.

—En «todos sus aspectos» —repitió Gabinio con una sonrisa burlona—.Ya sabes lo que eso significa.

—Supongo que se refiere a la cláusula que te nombra comandante de las legiones del Éufrates, y que de ese modo te concede inmunidad legal ahora que tu cargo como tribuno ha terminado.

—Lo has adivinado. —Gabinio sonrió e hizo una aceptable imitación de Pompeyo, sacó pecho, se pavoneó e hinchó los carrillos—: «¿Es o no es un hombre brillante, caballeros? ¿No os dije que era listo?».

—Tranquilízate, Gabinio —dijo Cicerón con cautela—.Te aseguro que a nadie más que a ti deseo ver partir hacia el Éufrates.

En política resulta peligroso verse convertido en la cabeza de turco de los poderosos, y esa era precisamente la situación en la que Cicerón se hallaba atrapado. Aquellos que nunca se habían atrevido a insultar o criticar directamente a Pompeyo podían hacerlo en ese momento en la persona de su representante con total impunidad, conocedores de que todo el mundo sabría a quién iban realmente dirigidos los comentarios. Por otra parte, no tenía forma de evitar una orden directa de su comandante en jefe, y así llegó el momento de que Cicerón realizara su primer discurso desde el rostrum. Y se tomó grandes molestias para la ocasión; me lo dictó con varios días de antelación y se lo mostró a Quinto y a Frugi para que dieran su opinión. Evitó enseñárselo a Terencia porque, al tener que enviar una copia a Pompeyo, se había visto obligado a forzar la mano con los halagos. (Por ejemplo, en el manuscrito que tengo ante mí puedo leer que la frase «el genio sobrehumano como comandante de Pompeyo» fue corregida por sugerencia de Quinto y quedó como «el increíble y sobrehumano genio de Pompeyo como comandante».) Cicerón también inventó un eslogan para resumir los éxitos de Pompeyo: «Una ley, un hombre, un año», y repasó hasta los últimos detalles de su discurso sabiendo que, si fracasaba en la tribuna, su carrera sufriría un grave tropiezo, y sus enemigos dirían de él que carecía del talento popular para movilizar a las masas de Roma. Cuando llegó el día de pronunciarlo, los nervios le atenazaban el estómago, hasta el punto de que devolvió varias veces en las letrinas mientras yo lo acompañaba toalla en mano. Estaba tan pálido y exhausto, que me pregunté si tendría fuerzas suficientes para recorrer la distancia hasta el foro. Sin embargo, Cicerón estaba convencido de que todo gran intérprete, por mucha experiencia que tuviera, debía estar asustado antes de aparecer en escena («Si las flechas han de volar, los nervios tienen que estar tensos como las cuerdas de un arco»). Cuando subió a la parte de atrás de la tribuna, se hallaba preparado y dispuesto. No hará falta que diga que no llevaba nada escrito. Oímos a Manilio anunciar su nombre y los aplausos que siguieron. Era una mañana preciosa, limpia y clara. Había un gentío impresionante. Cicerón se ajustó las mangas, se irguió y, lentamente, subió hacia el fragor y la luz.

Cátulo y Hortensio actuaban nuevamente como la oposición de Pompeyo, pero no habían ideado nuevos argumentos desde la Lex Gabinia, y Cicerón se divirtió a su costa.

—¿Qué dice Hortensio? —comentó, burlón—. Que si un hombre ha de ser nombrado comandante supremo, el adecuado es Pompeyo, pero que un mando así no debería ser puesto en manos de un solo hombre. Semejante razonamiento está caduco y ha sido refutado no solo por las palabras, sino por los hechos, porque fuiste tú, Hortensio, quien denunciaste al valiente Gabinio por haber introducido una ley para nombrar a un único comandante para combatir a los piratas. Y ahora te pregunto, en nombre de los dioses, si en ese momento el pueblo de Roma hubiera hecho más caso de tu opinión que de la preocupación por su bienestar, ¿acaso poseeríamos ahora tanta gloria y tan magnífico imperio? Y, por la misma razón, si Pompeyo desea a Gabinio como uno de los comandantes de sus legiones, debe tenerlo, porque ningún otro hombre ha hecho más que Pompeyo para derrotar a los piratas. En cuanto a lo que me concierne —concluyó—, invertiré en apoyo de esta ley toda la sabiduría, el talento y la capacidad de entrega que posea o alcance en virtud de la pretoría que me habéis concedido. Apelo además a los dioses, especialmente a los guardianes de este sagrado lugar, que son capaces de leer claramente en los corazones de quienes entran en la vida pública, para que sean testigos de que actúo así, no en favor de Pompeyo, no con la esperanza de ganarme sus favores, sino solo por el bien de mi patria.

Dicho lo cual, abandonó la tribuna en medio de un respetuoso aplauso. La ley fue aprobada. Lúculo fue desposeído de su mando, y Gabinio recibió el cargo de legado. En cuanto a Cicerón, superó un nuevo obstáculo en su camino hacia el consulado, pero se granjeó más que nunca el odio de los aristócratas.

Más adelante, recibió una carta de Varro en la que este le describía la reacción de Pompeyo en el momento de conocer la noticia y le decía que el gran hombre ya se había hecho con el mando de todas las legiones romanas de Oriente. Cuando sus oficiales lo rodearon para felicitarlo en su cuartel general de Éfeso, Pompeyo torció el gesto y se dio un manotazo en la pantorrilla antes de exclamar (según Varro, con voz fatigada): «¡No sabéis cuánto me entristece esta constante sucesión de cargas! La verdad es que si no voy a poder disfrutar de un momento de descanso del servicio de soldado, ni a dejar de ser envidiado, preferiría ser una de esas personas de las que nadie ha oído hablar y poder irme a vivir al campo con mi esposa».

Semejante bufonada resultaba difícil de digerir, especialmente cuando todo el mundo sabía lo mucho que había deseado aquel mando.

La pretoría supuso un ascenso de categoría para Cicerón. Pasó a contar con seis lictores que lo acompañaban siempre que salía de casa, pero no le interesaban lo más mínimo porque se trataba de tipos duros, contratados por su fuerza y brutalidad. Cuando un ciudadano romano era condenado a un castigo, ellos se ocupaban de que lo cumpliera, de modo que eran diestros en flagelaciones y decapitaciones. Dado que sus cargos eran permanentes, algunos de ellos llevaban años acostumbrados al poder y consideraban que los magistrados a cuyas órdenes servían no eran más que políticos transitorios que un día estaban y al siguiente no. A Cicerón le disgustaba profundamente verlos marchar delante de él por las calles, abrirle paso rudamente u ordenar a los paseantes que se descubrieran o descabalgaran en presencia de un pretor, porque las persones a quienes ofendían eran las que habían de votarle. Había dado órdenes a sus lictores para que no se mostraran tan rudos, y estos habían obedecido durante un tiempo. El jefe de la cuadrilla, el proximus lictor, que se suponía que debía permanecer al lado de su pretor todo el tiempo, era especialmente desagradable. He olvidado su nombre, pero siempre andaba contando historias de lo que hacían los otros pretores, chismes que recogía de sus otros camaradas, sin darse cuenta de que semejante actitud lo convertía en sospechoso a los ojos de Cicerón, que era muy consciente de que los rumores representaban un negocio y que los informes sobre su conducta eran ofrecidos como moneda de cambio.

—Esa gente —se quejó ante mí una mañana—, constituye una advertencia de lo que ocurre en cualquier Estado que cuenta con una plantilla fija de funcionarios. ¡Empiezan como sirvientes y acaban creyéndose los amos!

Mi propia condición subió de categoría con su ascenso. Descubrí que ser el secretario confidencial de un pretor, a pesar de ser esclavo, equivalía a disfrutar de una desacostumbrada amabilidad en el trato con la gente. Cicerón me avisó de antemano de que cabía la posibilidad de que me ofrecieran dinero para usar mi influencia en nombre de los peticionarios. Cuando insistí acaloradamente en que nunca aceptaría un soborno, él me interrumpió.

—No, Tiro. Debes tener tu propio dinero. ¿Por qué no habría de ser así? Solo te pido que me digas quién te ha pagado y que dejes bien claro a todos los que se te acerquen que mis sentencias no están en venta y que yo decidiré lo que crea más conveniente. Aparte de eso, confío en que utilices tu buen juicio y discreción.

Esa conversación significó mucho para mí. Siempre había confiado en que Cicerón me concedería al final mi libertad y me permitiría tener mis propios ahorros como preparación de ese momento. Las cantidades que acabaron en mi bolsillo fueron escasas —unos cientos por aquí, otros por allá— y a cambio de ellas tuve que llamar la atención del pretor sobre cierto documento o cierto otro o redactar alguna carta de recomendación para que él la firmara.

Como pretor, se esperaba que Cicerón aceptara que algunos alumnos prometedores, hijos de las mejores familias, estudiaran leyes con él. Y en mayo, tras el receso del Senado, un joven de dieciséis años se unió a los habitantes de la casa. Se trataba de Marco Celio Rufo, de Interamnia, hijo de un rico banquero y prominente responsable de las elecciones de la tribu Velina. Cicerón aceptó, básicamente como favor político, tenerlo con él durante un par de años, a cuyo término se acordó que se trasladaría a otra casa, que resultó ser la de Craso (era socio del padre de Celio, y el banquero estaba ansioso de que su heredero aprendiera cómo se ganaba y administraba una fortuna). El padre era un prestamista, un tipo desagradable, bajo y furtivo, que parecía considerar a su hijo como una inversión que no estaba rindiendo los beneficios esperados.

—Necesita que le den unos cachetes de vez en cuando —anunció justo antes de presentárselo a Cicerón—. Es bastante listo, pero inconstante y disoluto. Tienes mi permiso para azotarlo siempre que lo creas conveniente.

Cicerón, que nunca había azotado a nadie, contempló al hombre con recelo. Por suerte, acabó llevándose estupendamente con el joven Celio, que se parecía tan poco a su padre como cabía imaginar: era alto, bien parecido e inteligente, y mostraba una indiferencia hacia el dinero y los negocios que a Cicerón le parecía divertida. A mí no tanto, porque en general era yo quien tenía que cargar con la supervisión de las tareas que constituían su responsabilidad. Sin embargo, visto retrospectivamente, debo reconocer que tenía su encanto.

No me entretendré con los detalles de la labor de Cicerón como pretor. Esto no es un texto sobre derecho, y puedo intuir vuestra impaciencia para que me acerque al clímax de esta historia, que no es otro que la elección de mi señor para el consulado. Baste con decir que Cicerón fue considerado un juez justo y honrado y que el trabajo no le quedó grande. Cuando se enfrentaba a algún punto jurídicamente espinoso y necesitaba una segunda opinión, bien consultaba a su viejo amigo y antiguo alumno de Molón, Servio Sulpicio, bien iba a ver al distinguido pretor del tribunal de elecciones, Aquilio Gallo, a su mansión de la colina Viminal. El caso más importante que tuvo que presidir fue el de Cayo Licinio Macer, un pariente y seguidor de Craso que fue juzgado por su conducta como gobernador de Macedonia. La vista se prolongó durante semanas, y al final Cicerón la resumió muy acertadamente, salvo que no pudo evitar hacer una broma. Se acusaba a Macer de haberse apropiado de medio millón de sestercios en forma de pagos fraudulentos. Al principio, Macer lo negó; pero la acusación presentó pruebas de que exactamente la misma cantidad había sido depositada en una compañía de préstamos que era propiedad del encausado. Macer cambió entonces su declaración y dijo que sí, que recordaba haber recibido los pagos, pero que los había creído legales.

—Veamos —dijo Cicerón, dirigiéndose al jurado, puesto que era su tarea asesorarlo en lo relacionado con las pruebas—, es posible que el acusado los creyera legales. —Hizo una pausa lo bastante larga para dejar que alguno se riera, ante lo cual puso cara de fingida reprobación—. Sí, sí, es posible que así lo creyera. En ese caso… —otra pausa— … sería razonable que este jurado llegara a la conclusión de que el acusado era demasiado estúpido para ser gobernador.

Yo había presenciado las suficientes vistas para saber, a tenor de la oleada de risas, que Cicerón acababa de condenar a aquel hombre con la misma seguridad que si él en persona hubiera dirigido la acusación. El caso es que Macer, que no era tonto —al contrario, era tan listo que creía que todos los demás eran tontos—, no había intuido el peligro y se había ausentado de la sala para ir a casa a cambiarse de ropa y a cortarse el pelo, como anticipo de la victoria que esperaba conseguir. Mientras se encontraba fuera, el jurado lo declaró culpable. Macer se disponía a salir de su casa para regresar al tribunal cuando Craso lo interceptó en la puerta y le contó lo sucedido. Algunos dicen que Macer cayó fulminado allí mismo; otros, que volvió a entrar y que se suicidó para evitar a su hijo la humillación del exilio. Fuera como fuese, el caso es que murió y que Craso tuvo un nuevo motivo —si es que le hacía falta alguno más— para odiar a Cicerón.

Los Juegos de Apolo comenzaban el sexto día de julio y señalaban tradicionalmente el inicio del período de elecciones, aunque lo cierto es que en aquella época parecíamos estar constantemente en período electoral. Tan pronto finalizaba una campaña, los candidatos empezaban a planear el comienzo de la siguiente. Cicerón solía bromear diciendo que la tarea de gobernar el Estado no era más que algo en lo que ocupar el tiempo entre una votación y otra. Tal vez esa fue una de las cosas que mató a la República: acabó ahogada en votos. En cualquier caso, la responsabilidad de honrar a Apolo con un programa de entretenimientos públicos siempre recaía en el pretor urbano, que ese año en concreto era Antonio Híbrida.

Nadie esperaba gran cosa, o más bien nada en absoluto, ya que se sabía que Híbrida había gastado su fortuna en el juego y la bebida. Así pues, resultó toda una sorpresa que organizara no solo una serie de estupendas representaciones teatrales, sino también unos esplendorosos juegos en el circo Máximo, con un programa completo de doce carreras de carros, competiciones atléticas y caza de fieras salvajes, panteras y toda clase de animales exóticos. Yo no asistí, pero Cicerón me hizo un relato pormenorizado cuando regresó a casa aquella noche. La verdad es que no hablaba de otra cosa. Se dejó caer en uno de los divanes del vacío comedor —Terencia se hallaba en el campo, con Tulia— y describió el desfile que había tenido lugar en el circo: los aurigas en las cuadrigas, los atletas casi desnudos (boxeadores, luchadores, corredores, lanzadores de jabalina y de disco), los flautistas, los arpistas, las bailarinas y bailarines ataviados como ninfas y sátiros, los portadores de incienso, los bueyes y las cabras destinados al sacrificio y cargados de oropeles, las jaulas con las fieras, los gladiadores… Parecía embriagado.

—¿Cuánto le habrá costado? No dejo de preguntármelo. Debe de haber calculado que lo recuperará cuando pase por su provincia. Deberías haber oído los gritos de aclamación del público cuando entró y cuando salió. En fin, Tiro, por increíble que parezca, vamos a tener que cambiar nuestra lista. Ven.

Fuimos juntos a su estudio. Allí, abrí la caja fuerte y saqué todos los documentos relacionados con la campaña consular de mi señor. Había muchas listas secretas entre ellos: listas de partidarios, de donantes, de gente a la que todavía tenía que convencer, de ciudades y regiones donde tenía fuerza o donde era débil. Sin embargo, la lista principal la formaban los hombres que había señalado como posibles rivales, y la acompañaba un resumen de toda la información referida a ellos, a su favor y en su contra. Galba figuraba en primer lugar, le seguía Gallo, luego Cornificio, y por último Palícano. Cicerón me cogió la pluma y, con su pulcra y pequeña letra, añadió un quinto nombre que yo nunca habría creído que llegaría a ver allí: Antonio Híbrida.

Unos días después ocurrió algo que cambiaría por completo el destino de Cicerón y el futuro del Estado, aunque mi señor no se percatara de ello en ese momento. Fue como uno de esos lunares que te descubres un día en la piel y no le concedes importancia hasta que crece y crece y se convierte en un enorme tumor. En nuestro caso, el lunar fue la llegada de un mensaje que ordenaba a Cicerón que fuera a visitar al pontifex maximus, Metelo Pío. Cicerón se sintió sumamente intrigado, porque Pío, que era muy mayor (sesenta y cuatro años como poco) e importante, nunca se había dignado dirigirle la palabra y aún menos reclamar su compañía. En consecuencia, partimos de inmediato con los lictores despejándonos el camino.

En aquellos días, la residencia de la máxima autoridad del Estado en materia de religión se hallaba en la vía Sacra, al lado de la casa de las Vírgenes Vestales, y recuerdo que mi señor se sintió muy complacido de que lo vieran entrando allí, porque realmente se trataba del sagrado corazón de Roma, y muy pocos tenían siquiera la oportunidad de cruzar su umbral.

Nos acompañaron hasta una escalinata y nos condujeron a lo largo de una galería que miraba hacia el jardín de la residencia de las Vestales. Deseé secretamente ver, aunque fuera brevemente, a alguna de aquellas seis misteriosas doncellas vestidas de blanco, pero el jardín se hallaba desierto y no podíamos entretenernos, ya que la encorvada figura de Pío nos aguardaba —con impaciencia, desde luego, porque golpeaba el suelo con el pie—, flanqueado por dos de sus sacerdotes, al final del corredor.

Había sido militar la mayor parte de su vida, y su rostro tenía el aspecto ajado y curtido de un pedazo de cuero que ha pasado muchos años a la intemperie. No hubo apretón de manos para Cicerón ni preliminares de ningún tipo. Pío, con su cascada voz, se limitó a decir:

—Pretor, tengo que hablar contigo sobre Catilina.

Cicerón se puso muy tieso ante la sola mención de aquel nombre, ya que Catilina había sido quien había torturado hasta la muerte a su primo lejano, el político populista Graditano, rompiéndole las extremidades y arrancándole la lengua y los ojos. Catilina poseía una vena de violenta locura que era como un relámpago que le atravesara el cerebro. Podía mostrarse encantador, culto y amistoso, pero si alguien hacía un comentario inofensivo o lo miraba de modo que le parecía desdeñoso o poco respetuoso, montaba en cólera y perdía los estribos. Durante las proscripciones de Sila, cuando las listas de los muertos se colgaban en el foro, Catilina se había convertido en uno de los más eficaces asesinos con el cuchillo y el martillo —percussores, lo habían llamado— y había amasado una considerable fortuna disponiendo y manejando a su antojo las propiedades de los ejecutados. Entre las personas a las que había liquidado figuraba su propio cuñado. A pesar de todo, tenía un carisma indudable, y por cada uno que lo despreciaba por su salvajismo, había dos o tres que se sentían atraídos por sus desmedidas demostraciones de generosidad. Por si fuera poco, era sexualmente licencioso: siete años antes había sido procesado por haber mantenido relaciones con una vestal que no era otra que Fabia, la hermanastra de Terencia. Se trataba de un delito capital, no solo para él, sino también para ella. De haber sido declarada culpable, habría sufrido la pena tradicional que correspondía a toda Vestal que rompía sus votos de castidad: ser enterrada viva en la pequeña cámara destinada a tal propósito que había al lado de la puerta Collina. Sin embargo, los aristócratas, encabezados por Cátulo, hicieron piña alrededor de Catilina y consiguieron que lo declararan inocente. Pudo así proseguir su carrera política. Había sido elegido pretor dos años antes y, estando en África con un cargo gubernativo, se había perdido los turbulentos momentos de la aprobación de la Lex Gabinia. Hacía poco que había regresado.

—Mi familia —prosiguió diciendo Pío—, ha sido la principal autoridad en África desde que mi padre gobernó aquella provincia hace medio siglo. La gente de allí ha acudido a mí en busca de protección, y debo decirte, pretor, que nunca la he visto tan indignada ante la actuación de un hombre como por la conducta de Sergio Catilina. Ha saqueado la provincia de una punta a otra, ha cargado a sus habitantes con impuestos, los ha asesinado y ha violado a sus esposas e hijas. ¡Esos Sergio! —exclamó lanzando un escupitajo verde al suelo—. ¡Dicen que descienden de los troyanos, pero no sé de ninguno que haya sido decente en los últimos doscientos años! Por lo visto tú eres el pretor encargado de pedir cuentas a ese individuo. —Miró a Cicerón de arriba abajo—.¡Asombroso! No tengo ni idea de quién demonios eres, pero ya que estás aquí, ¿qué piensas hacer?

Cicerón siempre procuraba mantener la calma cuando alguien intentaba insultarlo, de modo que se limitó a contestar:

—Esos africanos, ¿han preparado bien el caso?

—Sí. De hecho, ya han enviado una delegación a Roma para buscar al representante legal más adecuado. ¿A quién deberían acudir?

—No es asunto que me compita. Como presidente del tribunal, debo mantenerme imparcial.

—Bla, bla, bla, ahórrame la cháchara de abogado. Contéstame en privado, de hombre a hombre.

—Pío hizo un gesto a mi señor para que se acercara. Había perdido casi todos los dientes en distintos campos de batalla, y el aliento le siseaba al intentar susurrar—. Conoces los tribunales de esta época mejor que yo. ¿Quién podría encargarse?

—Francamente, no será fácil —contestó Cicerón—. A Catilina lo precede su reputación de violento. Solo un hombre muy valiente se atrevería a presentar una demanda contra semejante asesino. Además, es probable que el año que viene opte al cargo de cónsul. Eso lo convertiría en el más poderoso de los enemigos.

—¿Cónsul? —Pío se dio un golpe tan fuerte en el pecho que sobresaltó a sus sacerdotes—.¡Sergio Catilina no será cónsul ni el año que viene ni el siguiente, no mientras quede un soplo de vida en este viejo cuerpo! En esta ciudad tiene que haber alguien que sea lo bastante hombre para llevarlo ante la justicia. Y, si no…, bueno, aunque viejo, no he olvidado cómo se lucha en esta ciudad. En cuanto a ti, pretor —concluyó—, asegúrate de que haces un hueco en tu calendario para el caso.

Dicho lo cual, dio media vuelta y se alejó por el pasillo, arrastrando los pies, seguido de sus sagrados ayudantes.

Mientras lo observaba alejarse, Cicerón frunció el entrecejo y meneó la cabeza. Yo, que a pesar de los trece años que llevaba a su servicio todavía no comprendía la política todo lo bien que debía, no alcanzaba a entender por qué aquella conversación le preocupaba tanto. Pero era evidente que así era. Tan pronto como estuvimos de nuevo en la vía Sacra, me indicó que me acercara para que el lictor proximus no lo oyera, y me dijo:

—Este asunto es muy importante, Tiro. Tendría que haberlo visto venir.

Cuando le pregunté por qué era tan importante que Catilina fuera procesado o no, me contestó entre susurros:

—Mi querida cabeza de chorlito, porque es ilegal que alguien se presente a unas elecciones teniendo pendiente una causa con la justicia. Eso significa que si los africanos encuentran a su campeón, si presentan cargos contra Catilina y el caso se prolonga hasta el próximo verano, se verá excluido de cualquier candidatura al consulado hasta que el juicio haya quedado sentenciado. Lo que quiere decir que, si finalmente queda absuelto, tendré que enfrentarme a Catilina el año de mi candidatura.

Dudo que hubiera en Roma otro senador que pudiera ver tan lejos en el futuro o que, tras aquella serie de «si», llegara a ver motivos de alarma. Desde luego, cuando explicó sus inquietudes a su hermano Quinto, este se apresuró a descartarlas con una carcajada: «Y si a ti te cayera un rayo, y si Metelo Pío fuera capaz de acordarse de en qué día vive…».

A pesar de todo, Cicerón no dejó de inquietarse y siguió haciendo indagaciones sobre los progresos de los miembros de la delegación africana en su intento de encontrar quien la representase. Tal como había imaginado, y a pesar del considerable número de pruebas de las fechorías de Catilina que habían reunido y de la resolución que Pío había presentado en el Senado reprobando al antiguo gobernador, les estaba resultando muy complicado. Nadie tenía ganas de enfrentarse con tan temible adversario y arriesgarse a que cualquier noche lo encontraran flotando boca abajo en el Tíber. Así pues, durante un tiempo el asunto languideció y Cicerón lo apartó en un rincón de su mente. Por desgracia, no iba a permanecer mucho tiempo allí.