XV

Empezó entonces el período más difícil y angustioso de la vida de Cicerón. Estoy seguro de que en ese tiempo lamentó más de una vez no haber buscado una simple excusa para librarse del compromiso de defender a Catilina. Y es que, como comentaba con frecuencia, solo había tres posibles resultados para las elecciones que se acercaban, y ninguno era agradable. O Cicerón era elegido cónsul y Catilina no; en ese caso, ¿quién podía predecir hasta dónde alcanzaría la ira del perdedor? O Catilina era elegido y Cicerón no; en ese caso, todos los recursos del cargo serían utilizados en su contra. O ambos (creo que esta era la posibilidad que más lo preocupaba), Cicerón y Catilina, salían elegidos, en cuyo caso su anhelado sueño del imperium supremo degeneraría en una lucha de dos años durante los cuales los asuntos de la República quedarían paralizados por su mutua animosidad.

La primera sorpresa llegó cuando comenzó el juicio de Catilina, unos días más tarde, porque el que se presentó para actuar como abogado defensor no era otro que Lucio Manlio Torcuato, el mismísimo cónsul supremo, cabeza de una de las más antiguas y respetadas familias patricias de Roma. Catilina llegó al tribunal escoltado por la vieja guardia de la aristocracia al completo: Cátulo, desde luego, pero también Hortensio, Lepido y el mayor de los Curio. El único consuelo de Cicerón fue que la culpabilidad de Catilina era manifiesta, y Clodio, que estaba obligado a tener en cuenta su propia reputación, hizo un buen trabajo cuando llegó el momento de presentar las pruebas. Aunque Torcuato era un abogado fino y meticuloso, lo único que pudo hacer (utilizando la grosera frase del momento) fue intentar perfumar el boñigo. El jurado había sido comprado, pero el historial de las barbaridades cometidas por Catilina en África era tan abrumador que a punto estuvo de declararlo culpable. Al final, fue absuelto per infamiam; es decir, fue despachado con deshonor por el tribunal. Clodio, temeroso de la reacción de Catilina y sus seguidores, abandonó la ciudad poco después para ir a servir a las órdenes de Lucio Murena en la Galia. «Si hubiera llevado yo la acusación —se quejó Cicerón—, ¡ahora Catilina estaría con Verres en Massilia, contemplando las olas del mar!» Al menos había evitado el deshonor de actuar como defensor de Catilina, circunstancia que acabó agradeciendo a Terencia y lo hizo más abierto a escuchar las opiniones de su mujer.

La estrategia de la campaña de Cicerón lo obligó entonces a abandonar Roma durante cuatro meses y a viajar hacia el norte para recabar votos hasta en la mismísima frontera con la Galia. Ningún candidato a cónsul del que yo tuviera constancia había hecho nunca nada semejante; pero Cicerón, a pesar de que detestaba alejarse tanto tiempo de la ciudad, creía que valía la pena. Cuando se había presentado al cargo de edil, el número de electores censados ascendía a unos cuatrocientos mil; pero con la extensión del derecho a voto hacia los límites del río Po en el norte, el electorado había casi alcanzado el millón de personas. Pocos de esos ciudadanos se molestarían en viajar alguna vez hasta Roma para depositar su voto personalmente; no obstante, Cicerón era consciente de que si podía persuadir aunque solo fuera a la décima parte de ellos para que hicieran el esfuerzo, contaría con una ventaja decisiva en el Campo de Marte.

Fijó su partida para después de los Juegos Romanos, que comenzaban el quinto día de septiembre. Y entonces llegó la segunda, más que sorpresa, preocupante noticia. Los Juegos Romanos siempre eran concesión de los ediles curules, uno de los cuales era César. Al igual que en el caso de Antonio Híbrida, no se esperaba gran cosa de César porque eran conocidos sus escasos recursos. Sin embargo, se hizo cargo de toda la organización y con su estilo grandilocuente declaró que los juegos no serían solo en honor de Júpiter, sino también de su padre muerto. Durante varios días, antes de los juegos, hizo levantar galerías en el foro para que la gente pudiera pasear por ellas y contemplar las fieras salvajes que había importado y los gladiadores que había comprado —no menos de trescientas veinte parejas, con sus armaduras plateadas—, el mayor número dispuesto jamás para un espectáculo público. Organizó banquetes, procesiones, obras de teatro… Y la mañana de los juegos los ciudadanos de Roma descubrieron que había erigido una estatua al héroe populista Mario —la bestia negra de los aristócratas— en el Capitolio.

Cátulo insistió en que se convocara inmediatamente una reunión del Senado y presentó una moción exigiendo que la estatua fuera retirada sin demora. Pero César le respondió con desprecio, y tal era su reputación en la ciudad, que la cámara no se atrevió a insistir en el asunto. Todo el mundo sabía que el único hombre que podía haber prestado a César el dinero suficiente para tan desmedidos gastos era Craso. Recuerdo que Cicerón regresó de los juegos del mismo humor abatido que cuando volvió de los de Híbrida. No se trataba de que César, que era seis años más joven que él, fuera a convertirse en su rival y competidor en alguna convocatoria electoral, sino que Craso estaba tramando algo y no sabía qué era. Aquella noche Cicerón me describió parte de los entretenimientos: «Dejaron a un pobre desgraciado, un delincuente sin duda, desnudo en medio de la arena y armado solo con una espada de madera.

Entonces soltaron un león y una pantera, que seguro que llevaban semanas sin comer, para que lo atacasen. La verdad es que el infeliz dio un buen espectáculo utilizando la única ventaja que tenía, su astucia, corriendo de un lado para otro. Durante un rato pareció que conseguiría su propósito, que las bestias se devoraran la una a la otra. La gente lo animaba, pero al final tropezó y las fieras se le echaron encima y lo hicieron pedazos. Yo miré entonces a un lado y vi a Hortensio y a los aristócratas riendo y aplaudiendo; miré al otro y vi a Craso y a César sentados juntos. En ese momento me dije: "Cicerón, ese hombre de la arena eres tú"».

Sus relaciones personales con César eran siempre cordiales, en parte porque este disfrutaba con sus chistes, pero mi señor nunca se había fiado de él y sospechaba que había trabado recientemente una alianza con Craso, razón por la que empezó a guardar una prudente distancia. Hay otra historia que debería relatar a propósito de César. Por aquella época, Palícano se presentó en casa de Cicerón en busca de apoyo para su candidatura al consulado. ¡Pobre Palícano! Era la encarnación de lo que puede ocurrir en política cuando uno se hace demasiado dependiente del favor de los poderosos. Había sido el leal tribuno de Pompeyo y también su fiel pretor, pero una vez que el gran hombre hubo conseguido su mando especial, no logró su parte de los despojos, y ello por la simple razón de que no había nada que pudiera ofrecer a cambio. Lo habían exprimido hasta la última gota. Me lo imagino, día tras día, sentado en su casa, contemplando el enorme busto de Pompeyo representado como Júpiter, o cenando bajo el mural con la imagen del gran hombre. Para decir la verdad, tenía tantas posibilidades como yo de convertirse en cónsul; a pesar de ello, Cicerón intentó desengañarlo con la mayor amabilidad posible y le dijo que, aunque no podía aliarse formalmente con él, intentaría hacer algo en su favor en el futuro (por supuesto, nunca lo hizo). Al final de la entrevista, justo cuando Palícano se levantaba, Cicerón, deseoso de finalizar con un toque amistoso, le dio recuerdos para su hija, la desaliñada Lolia, que estaba casada con Gabinio.

—¡No me hables de esa golfa! —repuso Palícano—. ¿No te has enterado? Toda la ciudad habla de ello. ¡César se la tira todos los días!

Cicerón le aseguró que no lo sabía.

—¡César! —exclamó Palícano con disgusto—. ¡Menudo tramposo hijo de puta! Acostarse con la mujer de un camarada cuando este se encuentra a miles de kilómetros de distancia, luchando por su país… ¿Qué te parece?

—Vergonzoso —convino Cicerón.

Más tarde, cuando Palícano ya se había ido, me comentó: —La verdad, Tiro, es que, si vas a hacer algo así, yo diría que ese es precisamente el mejor momento, y no es que yo sea un experto en la materia. —Meneó cabeza—. La verdad es que uno no puede menos que hacerse ciertas preguntas con respecto a César. El hombre que es capaz de robarte a tu mujer, ¿qué otra cosa no estará dispuesto a quitarte?

Una vez más, estuve a punto de contarle la desagradable escena que había presenciado en casa de Pompeyo; pero nuevamente me la guardé para mí.

Fue una clara mañana de otoño cuando Cicerón se despidió entre lágrimas de Terencia, Tulia y el pequeño Marco, y salimos de la ciudad para iniciar su gran gira de campaña por el norte. Como de costumbre, Quinto se quedó para cuidar de los intereses políticos de su hermano mientras Frugi se hacía cargo de las tareas jurídicas. En cuanto al joven Celio, aquel fue el momento en que abandonó definitivamente la tutela de Cicerón y se puso en manos de Craso para completar su aprendizaje.

Viajamos en una caravana compuesta por tres carros de cuatro ruedas tirados por mulas: en uno dormía Cicerón; otro estaba habilitado como despacho ambulante, y el tercero cargaba con el equipaje y los documentos. Nos seguían otros vehículos más pequeños destinados a los secretarios, ayudas de cámara, muleros, cocineros y los cielos saben cuánta gente más, también varios tipos forzudos que desempeñaban labores de guardaespaldas. Salimos por la puerta Fontinalia sin que nadie nos viera partir. En aquellos días las colinas del norte de Roma estaban cubiertas de pinos, salvo donde Lúculo se estaba construyendo su notable mansión. El aristocrático general había regresado de Oriente, pero no podía traspasar los límites de la ciudad sin perder su imperium militar y con él su derecho a un triunfo. Así pues, mataba el tiempo allí fuera, entre los despojos de la guerra, esperando que sus camaradas los aristócratas reunieran la mayoría necesaria en el Senado para que lo declararan triumphator, pero los seguidores de Pompeyo —entre los que figuraba Cicerón— seguían bloqueando toda iniciativa de la cámara. La verdad es que incluso Cicerón levantó la vista de sus cartas para echar un vistazo a aquella colosal estructura, cuyo tejado asomaba sobre las copas de los árboles. Yo deseé entrever al gran hombre en persona, pero, como era de esperar, no se lo veía por ninguna parte. (Dicho sea de paso, Quinto Metelo, el único superviviente de los tres hermanos Metelo, había regresado hacía poco de Creta y también se veía obligado a esperar a las puertas de la ciudad, aguardando un triunfo que el siempre envidioso Pompeyo no permitía. El empeño de Lúculo y Metelo eran una fuente inagotable de diversión para mi señor: «Un atasco de generales que intentan entrar todos a la vez en Roma por la Puerta Triunfal», decía.) Llegados al puente Mulvio, nos detuvimos y Cicerón envió una última nota de despedida a Terencia. A continuación cruzamos las crecidas aguas del Tíber y enfilamos hacia el norte por la vía Flaminia.

Aquel primer día marchamos a muy buen ritmo y poco antes de oscurecer llegamos a Ocriculo, a unas treinta millas al norte de la ciudad. Allí fuimos recibidos por un prominente ciudadano local que había convenido dar alojamiento a Cicerón. A la mañana siguiente, el senador se dirigió al foro del lugar para comenzar a recabar votos. El secreto de una buena campaña electoral reside en la calidad de las labores de preparación, y en ese aspecto Cicerón era afortunado, pues había incorporado a dos profesionales, Ranúnculo y Filo, que viajaban por delante del candidato y se aseguraban de que un número conveniente de seguidores lo esperaran en todas las ciudades por las que tenía previsto pasar. No había nada en el mapa electoral de Italia que aquel par de bribones no conociera: quién de entre los locales se ofendería si Cicerón no se detenía a presentar sus respetos, y a quién convenía evitar; qué tribus y centurias eran las más importantes de cada barrio y cuáles tenían más posibilidades de ponerse de su lado; cuáles eran las cuestiones que más preocupaban a los ciudadanos y las promesas que era necesario hacerles a cambio de sus votos. La política era su único tema de conversación; aun así, Cicerón podía quedarse con ellos hasta altas horas de la noche intercambiando historias y anécdotas como si estuviera conversando con un par de filósofos.

No os aburriré con los detalles de la campaña, eso suponiendo que fuera capaz de recordarlos. Por todos los dioses… la mayoría de las carreras políticas, cuando uno se detiene a examinarlas, no son más que un montón de cenizas. Yo solía ser capaz de nombrar a todos y cada uno de los cónsules de los últimos cien años y a la mayoría de los pretores de los últimos cuarenta. Sin embargo, en este momento han desaparecido de mi memoria. No me extraña que las ciudades que vimos y las gentes que conocimos durante la campaña consular de Cicerón hayan acabado fundiéndose en una impresión borrosa de manos estrechadas, historias escuchadas, peticiones recibidas, bromas realizadas, tareas encomendadas y autoridades locales agasajadas. Llegó un momento en que el nombre de Cicerón se hizo famoso incluso fuera de Roma, y la gente salía en masa para verlo, especialmente en las grandes ciudades donde se practicaba el derecho, ya que los discursos que había preparado para el caso de Verres —incluso los que no pronunció— habían llegado a todas partes. Se había convertido en un héroe tanto para las clases humildes como para los caballeros respetables, que lo consideraban un campeón contra la rapacidad y el esnobismo de la aristocracia. Por este motivo, pocas fueron las grandes casas que nos abrieron sus puertas, y tuvimos que soportar abucheos y algún que otro lanzamiento de objetos cuando pasamos cerca de las villas de los grandes patricios.

Seguimos la ruta de la vía Flaminia, dedicamos un día a cada una de las ciudades dignas de ese nombre (Narnia, Carsula, Mevania, Fulginia, Nuceria, Tadinas y Cales) y dos semanas después de haber salido de Roma llegamos a la costa del Adriático. Habían pasado unos cuantos años desde la última vez que había visto el mar, y cuando divisé por encima del polvo del camino aquella cinta de resplandeciente azul me emocioné igual que un niño. Era una tarde despejada y tranquila, los restos de un verano que había quedado atrás hacía mucho. De repente, Cicerón ordenó a los carros que se detuvieran para que todos pudiéramos dar un paseo por la playa. Es curioso darse cuenta de las cosas que guarda nuestra mente. A pesar de que no recuerdo casi nada de los acontecimientos políticos de la campaña, no se me ha olvidado ningún detalle de aquella interrupción de una hora: el olor de las algas marinas, el sabor del salitre en mis labios, el calor del sol en mis mejillas, el rumor de los cantos rodados cuando las olas rompían en ellos, el siseo del mar al retirarse, la risa de Cicerón mientras intentaba demostrar de qué modo Demóstenes habría podido mejorar su oratoria ensayando sus discursos con la boca llena de guijarros.

Unos días más tarde, en Arimino, tomamos la vía Emilia, que giraba hacia poniente, se alejaba del mar y se adentraba en la provincia de la Galia Próxima. Allí tuvimos el primer indicio del invierno que se acercaba. Las montañas oscuras y púrpura de los Apeninos se alzaban majestuosas a nuestra izquierda, mientras a nuestra derecha el delta del Po se extendía, gris y llano, hasta el horizonte. Tuve la curiosa sensación de que éramos meros insectos arrastrándonos a lo largo de la pared de una habitación gigantesca.

En la Galia Próxima el derecho a voto era un asunto que levantaba apasionadas controversias políticas. Los que vivían al sur del Po habían sido agraciados con él; los que vivían al norte, no. Los populistas, encabezados por Pompeyo y César, eran partidarios de extenderlo a la otra orilla del río hasta los Alpes; los aristócratas, cuyo portavoz era Cátulo, temían que se tratara de un complot para reducir aún más su poder, y se oponían. Naturalmente, Cicerón era partidario de ampliar el derecho todo lo posible, y ese era el elemento principal de su campaña.

Los lugareños nunca habían visto a un candidato consular aparecer por allí, y en todas las ciudades, hasta en las más pequeñas, se reunían cientos de curiosos para escucharlo. Normalmente Cicerón hablaba encaramado a la parte trasera de alguno de los carros; en cada parada pronunciaba el mismo discurso, de manera que, al cabo de un tiempo, yo era capaz de mover los labios perfectamente sincronizado con él. El senador solía denunciar el sinsentido de considerar romano al hombre que vivía en una orilla del río y bárbaro a su primo de la otra a pesar de que ambos hablaran en latín. «Roma no es simplemente un concepto geográfico —solía proclamar—. Roma no se define por ríos, montañas o mares, Roma no es cuestión de sangre, de raza o religión. Roma es un ideal. Roma constituye la más alta encarnación de la libertad y el derecho que el mundo ha alcanzado en los últimos diez mil años, desde que nuestros antepasados decidieron bajar de esas montañas y vivir en comunidades regidas por la ley.» Si quienes lo escuchaban tenían derecho a voto, Cicerón los exhortaba para que lo utilizaran en beneficio de aquellos que no disfrutaban de él, porque ese derecho representaba su fragmento de civilización, el más especial de los regalos, tan valioso como el secreto del fuego. Además, dado que todo hombre debía ir a Roma al menos una vez en la vida, ¿por que no hacerlo el verano siguiente, cuando el viaje resultaría fácil, para depositar sus votos en el Campo de Marte? Y si alguien les preguntaba por qué habían llegado de tan lejos, podían contestarle «¡Marco Cicerón nos ha enviado!». Entonces se apeaba del carro, paseaba entre la gente, que seguía aplaudiendo, y repartía puñados de garbanzos que sacaba de un saco que llevaba uno de sus ayudantes. Entretanto, yo me aseguraba de seguirlo de cerca para anotar sus instrucciones y los nombres que me indicaba.

Aprendí mucho de Cicerón durante sus campañas. En realidad podría decir que, a pesar de los años que llevaba con él, no lo conocí de verdad hasta que lo vi en una de aquellas pequeñas comunidades del Po —por ejemplo, Faventia o Claterna— con la última claridad del otoño que empezaba a desvanecerse y un frío viento que bajaba de las montañas; mientras las linternas se encendían en los pequeños comercios de la calle principal y los rostros de los campesinos se volvían llenos de admiración hacia aquel famoso senador que, desde la trasera del carro, hacía su típico gesto con los dedos extendidos señalando la gloria de Roma. Comprendí entonces que, a pesar de su sofisticación, seguía siendo uno de ellos, un hombre de una insignificante ciudad de provincias que albergaba el idealizado sueño de lo que era la República y de lo que significaba ser su ciudadano, un ideal que ardía con más fuerza aún en su interior precisamente porque también él era, en el fondo, alguien a quien otros excluían del sistema.

Durante los dos meses que siguieron, Cicerón se entregó por completo a los electores de la Galia Próxima, especialmente a los de los alrededores de Placentia, la capital de la provincia, que se asentaba a ambas orillas del río y cuyas familias sufrían la controversia del derecho a voto. En su campaña contó con la apreciable colaboración de gobernador Pisón, el mismo, curiosamente, que había amenazado a Pompeyo con el destino de Rómulo si seguía adelante con su deseo de conseguir el mando supremo. De todas maneras, Pisón era un pragmático y su familia tenía intereses económicos más allá del Po, por lo que se mostraba partidario de ampliar el derecho a voto.

Pasamos el festival de Saturnalia en el cuartel general de Pisón, prisioneros de la nieve, y vi que el gobernador iba dejándose seducir por los modales y el ingenio de Cicerón, hasta el punto de que una noche, después de trasegar una buena cantidad de vino, Pisón le dio una palmada en el hombro y declaró: —¿Sabes? Después de todo, resulta que eres un buen tipo. Mejor persona y mejor patriota de lo que creía. A título personal te diré que me gustaría verte convertido en cónsul. Lástima que tal cosa no vaya a ocurrir.

Cicerón pareció contrariado.

—¿Y por qué estás tan seguro de eso? —preguntó. —Porque los aristócratas controlan demasiados votos y nunca lo permitirán.

—Es cierto que ejercen gran influencia —convino Cicerón—, pero yo cuento con el apoyo de Pompeyo.

Pisón soltó una ruidosa carcajada.

—¡Menudo apoyo! Pompeyo está realizando sus hazañas en el otro extremo del mundo. Además, ¿aún no te has dado cuenta de que Pompeyo solo actúa en su propio beneficio? ¿Sabes a quién vigilaría yo si estuviese en tu lugar?

—¿A Catilina?

—Sí, a él también. Pero de quien me preocuparía principalmente es de Antonio Híbrida.

—¡Pero si ese hombre es medio idiota!

—Me decepcionas, Cicerón. ¿Desde cuándo la idiotez es un impedimento en política? Créeme: Híbrida será el candidato a quien apoyarán los aristócratas. Tú y Catilina deberéis luchar por el segundo puesto, y no te empeñes en buscar a Pompeyo para que te ayude.

Cicerón sonrió y fingió no darle importancia, pero los comentarios de Pisón habían dado en el blanco, porque tan pronto como las nieves empezaron a derretirse, partimos hacia Roma a toda velocidad.

Llegamos a la ciudad a mediados de enero. Al principio todo parecía ir bien. Cicerón reanudó su frenética labor de abogado ante los tribunales, y el equipo director de la campaña se reunía semanalmente bajo la supervisión de Quinto, que le aseguró que sus apoyos seguían siendo firmes. Nos faltaba el joven Celio, pero su ausencia quedó más que sobradamente compensada por la incorporación de Ático, el más íntimo y antiguo de los amigos de Cicerón, que había regresado para instalarse en Roma tras haber pasado casi veinte años en Grecia.

Debo contaron algunas cosas acerca de Ático, cuya importancia en la vida de Cicerón, aquí apenas esbozada, iba a adquirir verdadera dimensión. Siendo ya rico, había heredado una estupenda casa en el Quirinal y unos veinte millones en efectivo de su tío, Quinto Cecilio, uno de los prestamistas más misántropos y odiados de toda Roma; dice mucho en favor de Ático que solo él tuviera una relación aceptablemente buena con tan repulsivo anciano hasta el día de su muerte. Algunos debieron de considerarlo un oportunista, pero la verdad es que Ático, por su particular filosofía, tenía como principio no llevarse mal con nadie. Era un devoto seguidor de las enseñanzas de Epicuro, que establecen que «El placer es el principio y el fin de una vida feliz», pero me apresuro a añadir que era un epicúreo no en el sentido erróneo que normalmente se le da a esa palabra, como la persona que solo busca el placer, sino en su verdadero significado: aquel que pretende alcanzar lo que los griegos llaman «ataraxia», liberarse de toda perturbación. En consecuencia, evitaba las discusiones y las situaciones desagradables de cualquier tipo (sobra decir que no estaba casado) y solo deseaba estudiar filosofía durante el día y cenar por la noche con sus cultivados amigos. Opinaba que toda la humanidad debería compartir los mismos objetivos, y se sorprendía de que no fuera así: tenía tendencia a olvidar, como Cicerón le recordaba de vez en cuando, que no todo el mundo había heredado una fortuna. Nunca, ni por un instante, había considerado la posibilidad de iniciar algo tan incómodo o peligroso como una carrera política; sin embargo, como una especie de seguro contra futuras desgracias, se había tomado la molestia de agasajar a todo aristócrata que pasara por Atenas —y a lo largo de veinte años habían sido muchos— mediante el sistema de trazar sus árboles genealógicos, hacerlos ilustrar con muy buen gusto por sus esclavos y regalárselos después. También era muy tacaño en asuntos de dinero. En pocas palabras, nunca ha habido nadie tan mundano en su persecución de la falta de mundanidad como Tito Pomponio Ático.

Era tres años mayor que Cicerón, que lo contemplaba con gran respeto no solo por su enorme fortuna sino también por sus contactos sociales; si hay un hombre que tiene automáticamente garantizada la entrada en la alta sociedad, ese es el rico e ingenioso soltero de cuarenta años que manifiesta un declarado interés por la genealogía de sus anfitriones y anfitrionas. Eso lo convertía en una fuente inapreciable de información política, y a través de él Cicerón empezó a comprender lo grande que era la oposición a su candidatura. Para empezar, durante una cena en casa de su amiga Servilia, la hermanastra de Catón, Ático se enteró de que Antonio Híbrida iba a optar al consulado. Unas semanas más tarde, Ático le informó de que Hortensio (otro de sus conocidos) había comentado que Híbrida y Catilina planeaban presentarse juntos. Eso constituía un importante contratiempo, y aunque Cicerón procuró restarle importancia («Bueno, cuanto más grande el objetivo, más fácil es derribarlo»), comprendí que estaba consternado porque carecía de compañero de candidatura y no tenía posibilidades de encontrarlo.

Pero las malas noticias de verdad llegaron justo después del tradicional receso del Senado a finales de la primavera. Ático envió un mensaje en el que decía que tenía que ver con urgencia a los hermanos Cicerón; así pues, cuando los tribunales hubieron cerrado su sesión diaria, los tres nos encaminamos hacia su casa. Se trataba de la perfecta mansión de un soltero: se hallaba en un promontorio junto al templo de Salus, no era demasiado grande y tenía unas vistas estupendas sobre la ciudad. Había bustos de los más importantes filósofos y muchos bancos con cojines para sentarse, porque una de las normas de Ático decía que, si bien no estaba dispuesto a prestar un solo libro a ninguna de sus amistades, no tenía inconveniente en que fueran a su casa a leer los que quisieran e incluso a copiarlos. Y fue allí, bajo la testa de Aristóteles, donde encontramos a Ático reclinado aquella tarde, vestido con una amplia túnica griega y leyendo, si no recuerdo mal, un ejemplar del Kyriai doxai, las principales doctrinas de Epicuro.

Enseguida fue al grano.

—Anoche estaba cenando en el Palatino, en casa de Metelo Celer y de Clodia, y entre los invitados se encontraba nuestro antiguo cónsul, el aristocrático —hizo un gesto como de una trompeta imaginaria— Publio Cornelio Léntulo Sura.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Cicerón con una sonrisa—. ¡Menudas compañías frecuentas!

—¿Sabías que Léntulo planea regresar a la política presentándose como candidato a pretor este verano?

—¿De verdad? —Cicerón frunció el entrecejo—. Es sabido que es gran amigo de Catilina, así que supongo que deben de estar aliados. ¿Has visto cómo aumentan las filas de los canallas?

—Oh, sí. Es casi un movimiento político: él, Catilina e Híbrida. Tengo la impresión de que había otros, pero no me quiso dar nombres. En cierto momento de la cena sacó un papel en el que estaba escrita la predicción de no sé qué oráculo, según el cual sería el tercero de los Cornelio en gobernar Roma como dictador.

—¿El viejo dormilón, un dictador? Imagino que te reirías en sus narices, ¿no?

—Pues no, no me reí —repuso Ático—. Me lo tomé muy en serio y le escuché atentamente. Eso es algo que deberías intentar hacer de vez en cuando, Cicerón, en lugar de soltar uno de tus cortantes comentarios con los que solo consigues que todo el mundo se calle. Es más, lo animé a que siguiera charlando, mientras bebía el estupendo vino de Celer, hasta que, al final, me hizo jurar que guardaría el secreto y me lo contó.

—¿Y cuál es ese secreto? —quiso saber Cicerón inclinándose con súbito interés porque sabía que Ático no nos había hecho llamar en vano.

—Que Craso los respalda. Se hizo el silencio.

—¿Craso va a votar por ellos? —preguntó mi señor en lo que creo que fue el primer comentario estúpido que le oía desde que lo conocía. Lo atribuí al efecto de la sorpresa.

—No —repuso Ático, irritado—.Ya sabes a qué me refiero: los financia. Según Léntulo, les está comprando las elecciones.

Cicerón parecía haberse quedado sin voz. Fue Quinto quien habló tras una larga pausa.

—No me lo creo. Léntulo tenía que llevar muchas copas encima para hacer una afirmación tan ridícula. ¿Qué razón puede tener Craso para querer ver en el poder a semejantes personajes?

—Perjudicarme —dijo Cicerón recobrando la voz.

—¡Tonterías! —replicó Quinto, enfadado. ¿Por qué se enfadaría? Supongo que porque le asustaba la posibilidad de que la historia fuera cierta, ya que lo hacía quedar como un tonto, especialmente teniendo en cuenta todas las seguridades que había dado a su hermano de que tenían la campaña en el bolsillo—. ¡Una completa tontería! —repitió, aunque con menos firmeza—. Sabíamos que Craso estaba invirtiendo mucho dinero en el futuro de César, pero ¿cuánto más va a costarle comprar dos consulados y una pretoría? No estamos hablando de un millón, sino de cuatro o cinco. Te odia, querido hermano, todo el mundo lo sabe, pero ¿crees que te odia más de lo que ama su dinero? Lo dudo.

—Yo no —contestó Cicerón con firmeza—. Me temo que te equivocas, Quinto. Esta historia tiene todos los visos de ser cierta, y la culpa de que no nos hayamos dado cuenta antes es mía. —Se había puesto en pie y daba vueltas de un lado a otro, como solía hacer siempre que pensaba intensamente—. Todo empezó con aquellos Juegos de Apolo organizados por Híbrida. Seguro que salieron del bolsillo de Craso. Esos juegos resucitaron a Híbrida de su muerte política. ¿Y acaso pudo Catilina comprar a los miembros del jurado que lo juzgaron vendiendo simplemente algunas estatuas y cuadros? ¡Claro que no! Y, si así hubiera sido, ¿cómo está pagando la campaña ahora? Porque, te lo aseguro, yo estuve en casa de ese hombre ¡y se encuentra en bancarrota! — dio media vuelta, mirando a derecha e izquierda pero sin ver, con los ojos tan encendidos y veloces como sus pensamientos—. Siempre he tenido la sensación de que algo no funcionaba bien en estas elecciones. Desde el primer momento he intuido la presencia de una fuerza adversa. ¡Híbrida y Catilina! Semejantes seres nunca habrían sido candidatos en circunstancias normales, ¡y menos aún candidatos ganadores! Son simplemente herramientas en manos de otro.

—Entonces, ¿vamos a luchar contra Craso? —preguntó Quinto, finalmente resignado.

—Craso… Sí. Pero ¿y si César está utilizando el dinero de Craso? Cada vez que miro a mi alrededor me parece ver un destello de la capa de César desapareciendo de mi vista. Se cree más listo que nadie, y tal vez lo sea, pero no en esta ocasión.

Ático… —se detuvo frente a su amigo y tomó sus manos en las suyas—, mi buen Ático, no sé cómo agradecértelo.

—¿Por qué? Me limité a escuchar a un pelmazo y a soltarle la lengua con vino. No fue nada.

—Al contrario. La capacidad de prestar oídos a pelmazos requiere fortaleza de ánimo, y esa fortaleza es la base de la política. Es de los pelmazos de donde sacas lo que hay que saber. —Cicerón le estrechó las manos fervientemente y a continuación se volvió hacia su hermano—. Escucha, Quinto, necesitamos pruebas. Ranúnculo y Filo pueden rastrearlas. Nada ocurre en unas elecciones que ellos no sepan.

Quinto estuvo conforme. Se acabó así el dar golpes de ciego en la campaña y empezó la verdadera lucha.