XI
Dejamos atrás a los demás y en un carro de dos ruedas (Cicerón, si podía evitarlo, nunca montaba a caballo) recorrimos el camino de vuelta y llegamos a la villa de Túsculo al anochecer del día siguiente. La finca de Pompeyo se hallaba al otro lado de los montes Albanos, a solo cinco millas hacia el sur. Los perezosos esclavos de la servidumbre, sorprendidos del pronto regreso de su señor, tuvieron que apresurarse para poner la casa en orden. Cicerón tomó un baño y se fue a la cama, aunque no creo que durmiera muy profundamente, pues me pareció oírlo en plena noche paseando por su biblioteca y a la mañana siguiente encontré una copia de Ética a Nicómaco, de Aristóteles, medio desenrollada en la mesa de su despacho. No obstante, los políticos son criaturas resistentes, y cuando entré en sus aposentos me encontré con que ya estaba vestido y deseoso de averiguar qué se le había ocurrido a Pompeyo. Partimos tan pronto como se hizo de día. Nuestro camino nos llevó por las anchas orillas del lago Albano, y, cuando el sol se asomó con su rosado resplandor por encima de los nevados picos de la cordillera, pudimos ver las siluetas de los pescadores que recogían sus redes en las resplandecientes aguas.
—¿Hay en el mundo un país más bonito que Italia? —comentó Cicerón, suspirando profundamente.
Aunque él no lo expresara, yo sabía qué estaba pensando porque yo pensaba lo mismo: haber escapado del deprimente ambiente de Arpino era un alivio, y no hay como el contacto con la muerte para que uno se sienta vivo.
Al final, salimos de la carretera y atravesamos un par de portalones imponentes que nos llevaron por un largo camino de gravilla flanqueado de cipreses. Los austeros jardines que se veían a ambos lados estaban sembrados de estatuas de mármol que sin duda el general había conseguido a lo largo de sus campañas militares. Los jardineros rastrillaban las hojas muertas y podaban los setos. El lugar emanaba una enorme, discreta y confiada prosperidad. Cuando cruzamos la entrada y penetramos en la mansión, Cicerón me susurró que me mantuviera cerca, de modo que me deslicé tras él llevando mi habitual caja con documentos. (Mi consejo para todo aquel que desee no llamar la atención es que siempre lleve consigo documentos, eso lo envolverá en un halo de invisibilidad que no tiene parangón ni en las leyendas griegas.) Pompeyo se encontraba en el atrio, dando la bienvenida a sus invitados y haciendo el papel de gran señor rural; lo acompañaban su tercera esposa, Mucia, su hijo, Cneo, que en aquella época debía de contar unos once años, y su hija, Pompeya, que apenas sabía andar. Mucia, una atractiva matrona del clan de los Metelo, debía de rozar la treintena y estaba visiblemente embarazada. Una característica especial de Pompeyo, así lo descubrí más adelante, era que parecía querer de verdad a la esposa que tenía en cada momento. Mucia reía por un comentario que acababan de hacerle, y cuando el autor de la gracia se dio la vuelta vi que se trataba de Julio César. Eso me sorprendió, y a buen seguro también a Cicerón, porque hasta ese momento solo habíamos visto a los piceanos de costumbre: Palícano, Afranio y Gabinio. Además, César había estado en Hispania, sirviendo como cuestor, durante más de un año. En cualquier caso, allí estaba, esbelto y atlético, con su afilado e inteligente rostro, sus alegres ojos castaños y aquellos ralos cabellos oscuros que se peinaba cuidadosamente sobre la atezada calva. (Pero ¿por qué me molesto en describirlo? ¡Todo el mundo sabe qué aspecto tenía!)
Aquella mañana se reunieron ocho senadores: Pompeyo, Cicerón y César; los tres piceanos mencionados antes; Varro, el intelectual del hogar de Pompeyo, de cincuenta años de edad, y Cayo Cornelio, que había servido a las órdenes de Pompeyo como cuestor en Hispania y que, lo mismo que Gabinio, era tribuno electo. Yo no llamé la atención como me temía porque muchos de los convocados habían llevado a sus respectivos secretarios o algún tipo de ayudante, y todos nos quedamos discretamente aparte. Después de que se sirviera el refrigerio, las niñeras se llevaran a los niños y doña Mucia se despidiera de todos y cada uno de los invitados —entreteniéndose con César más que con el resto—, los esclavos entraron butacas para que todos se sentaran. Me disponía a marcharme con los demás secretarios cuando Cicerón sugirió a Pompeyo que, puesto que yo era famoso en Roma por ser el inventor de un «estupendo y nuevo sistema taquigráfico» (estas fueron sus palabras), me quedara y tomara nota de lo que allí se dijera. Me ruboricé de vergüenza, y Pompeyo me miró con aire suspicaz. Creí que iba a negarse, pero hizo un gesto de indiferencia y dijo:
—Muy bien. Podría sernos útil. Pero solo se hará una copia del acta, y yo la guardaré. ¿Estáis todos de acuerdo?
Se oyó un rumor de asentimiento. Me entregaron un taburete y me senté en un rincón, con mi cuaderno abierto y el punzón dispuesto en mi sudorosa mano.
Las butacas se hallaban dispuestas en semicírculo y, cuando todos estuvieron sentados, Pompeyo se levantó. Como ya he dicho, no era un orador brillante, pero en su propio terreno y ante los que consideraba sus lugartenientes irradiaba poder y autoridad. Aunque se quedó con mi transcripción, recuerdo todavía gran parte de lo que allí se dijo porque tuve que redactarla partiendo de mis notas, y eso siempre hace que algo se quede grabado en el cerebro.
Pompeyo empezó relatando los detalles del ataque pirata a Ostia: diecinueve trirremes consulares destruidas, unos cuantos cientos de hombres muertos, almacenes de grano incendiados, dos pretores —uno de los cuales se encontraba inspeccionando la flota, y el otro, los almacenes— secuestrados junto con su séquito y sus enseñas. El día anterior había llegado a Roma un mensaje solicitando un rescate a cambio de su libertad.
—Mi opinión —dijo Pompeyo— es que no creo que debamos negociar con gente así, porque eso no haría más que animarlos a proseguir sus criminales actos.
Todos asintieron. La incursión contra Ostia, continuó Pompeyo, representaba un punto de inflexión en la historia de Roma. No se trataba de un incidente aislado, sino de la más audaz de una serie de agresiones que habían incluido el secuestro de la noble dama Antonia de su villa de Miseno (¡la misma dama cuyo padre había capitaneado una expedición contra los piratas!), el robo de los tesoros del templo de Crotón y los ataques por sorpresa a Brindisi y Caeta. ¿Cuál sería el próximo objetivo de los piratas? Roma se enfrentaba a una amenaza muy distinta de la que podía plantear un enemigo convencional. Aquellos piratas eran un nuevo e implacable enemigo que carecía de gobierno que lo representara y con quien no podía negociarse tratado o alianza alguna. Sus bases no se hallaban en un único estado; no poseían un sistema unificado de mando. Eran una plaga, un parásito al que había que aplastar. De lo contrario, Roma, a pesar de su abrumadora superioridad militar, no volvería a conocer la paz ni la seguridad. El sistema que había funcionado hasta ese momento y que otorgaba a los hombres de rango consular un mandato único y de duración limitada para un escenario concreto era claramente inadecuado para enfrentarse a semejante desafío.
—Llevo estudiando el problema desde mucho antes de que ocurriera lo de Ostia —declaró Pompeyo—. Y creo que tan peculiar enemigo reclama una única respuesta. Ahora es nuestra oportunidad. —Batió palmas y un par de esclavos portaron un gran mapa del Mediterráneo y lo colocaron en un caballete, junto a él. Los demás se acercaron para verlo mejor, ya que podían distinguirse misteriosas líneas verticales tanto en el mar como en la tierra—. A partir de ahora —anunció Pompeyo—, nuestra estrategia debe basarse en la combinación de la esfera política y la militar. Los golpearemos con todo lo que tengamos. —Cogió un puntero y señaló el mapa—. Propongo que dividamos el Mediterráneo en quince zonas, desde las Columnas de Hércules, aquí, en el oeste, hasta las aguas de Egipto y Siria, en el este. Cada zona contará con su propio legado, cuya tarea consistirá en limpiar de piratas su área y establecer tratados con los gobernantes locales para que los navíos de esos bandidos no regresen nunca a esas aguas. Los piratas que sean capturados serán entregados a la jurisdicción romana. Cualquier gobernante que se niegue a cooperar será considerado enemigo de Roma. Esos quince legados informarán a un comandante supremo que tendrá autoridad absoluta sobre un territorio tierra adentro calculado desde una distancia de cincuenta millas desde la costa. Yo seré ese comandante.
Se produjo un largo silencio. Cicerón fue el primero en hablar.
—Sin duda, tu plan es audaz, Pompeyo, pero algunos pueden considerarlo una respuesta desproporcionada a la pérdida de diecinueve trirremes. ¿Eres consciente de que semejante concentración de poder en manos de una sola persona es algo que nunca se ha propuesto en la historia de la República?
—La verdad es que sí, soy consciente de ello —repuso Pompeyo. Intentó mantener una expresión seria, pero al final no pudo evitar sonreír ampliamente.
Todos rieron salvo Cicerón. Viéndolo, parecía como si el mundo se hubiera desmoronado a su alrededor. Y en cierto sentido eso era precisamente lo que acababa de ocurrir, porque, tal como lo expuso más tarde, se trataba ni más ni menos que del plan de un hombre para dominar el mundo, y no le cabía la menor duda de quién asumiría ese mando.
—Tal vez debería haberme marchado de allí en el acto —me confesó en nuestro viaje de regreso—. Eso es lo que el pobre y honesto Lucio me habría pedido que hiciera. Sin embargo, Pompeyo habría seguido adelante, conmigo o sin mí, y yo lo único que me habría ganado sería su enemistad y, con ella, el fin de mis oportunidades de optar al cargo de pretor. Cuanto haga a partir de ahora debe ser visto bajo el prisma de esta elección.
Así pues, como no podía ser de otra manera, Cicerón no se marchó. La discusión prosiguió durante horas y abarcó desde la simple estrategia militar hasta las tácticas políticas más sucias. El plan consistía en que Gabinio, una vez hubiera tomado posesión de su cargo —lo que sucedería al cabo de una semana—, presentara una propuesta al pueblo de Roma destinada a organizar ese mando especial y a solicitar que fuera confiado a Pompeyo; luego, él y Cornelio desafiarían a los demás tribunos a que lo vetaran. (Cabe recordar que en aquellos días de la República únicamente la asamblea del pueblo podía dictar leyes; la voz del Senado tenía influencia, pero no era decisiva; su tarea consistía en traducir en hechos la voluntad popular.)
—¿Y tú qué dices, Cicerón? —preguntó Pompeyo—. Has estado muy callado.
—Digo que Roma es realmente afortunada por el hecho de tener a un hombre con tu visión de conjunto y experiencia al que poder acudir en esta hora de peligro —contestó mi señor con suma prudencia—. Pero debemos ser realistas. Una propuesta así despertará mucha oposición en el Senado. Los aristócratas, en particular, dirán que no es más que un burdo intento, disfrazado de necesidad patriótica, de hacerse con el poder.
—Tal comentario me ofende —contestó Pompeyo. —Puedes ofenderte cuanto quieras, pero aun así tendrás que demostrar que no es como digo —replicó Cicerón, que sabía que el camino más seguro para ganarse la confianza de un hombre es, curiosamente, contestarle rudamente, ofreciendo así la apariencia de un desinteresado candor—. Dirán también que este plan para hacer frente a los piratas no es más que la primera etapa del verdadero objetivo, que consiste en sustituir a Lúculo como comandante de las legiones de oriente. —Frente a ese comentario, el gran hombre gruñó por lo bajo pero no respondió, pues ese era realmente su proyecto—.Y, por último, buscarán a un par de tribunos de los suyos para que veten la propuesta de Gabinio.
—Me da la impresión, Cicerón, de que no deberías estar aquí —bufó Gabinio, un tipo apuesto, con aires de dandi, que se peinaba el espeso cabello hacia atrás, como su jefe—. Para poder alcanzar nuestro objetivo necesitamos corazones audaces y fuertes puños, no los sofismas de astutos abogados.
—Gabinio —contestó Cicerón—, antes de que esto acabe, necesitarás puños, corazón y un buen abogado. Créeme. En el instante en que pierdas la inmunidad legal que te concede tu condición de tribuno, los aristócratas te acorralarán en un tribunal para que luches por tu vida. Y entonces necesitarás un buen abogado, y tú también, Cornelio.
—Pasemos a otra cosa —intervino Pompeyo—. Esos son problemas que todos conocemos. ¿No tienes ninguna solución que ofrecer?
—Bueno —repuso Cicerón—, para empezar, yo exigiría que tu nombre no apareciera en la propuesta de formación de ese nuevo mando supremo.
—¡Pero la idea es mía! —protestó Pompeyo como un niño al que sus compañeros le hubieran quitado los juguetes.
Cierto, pero creo que no sería prudente concretar el nombre del comandante desde el principio. Te convertirás en el centro de la más terrible envidia e ira del Senado. Incluso los hombres sensatos, en cuyo apoyo podríamos confiar normalmente, reaccionarán mal. Debes conseguir que crean que el objetivo es la derrota de los piratas, no el futuro de Pompeyo el Grande. Todos comprenderán que el cargo ha sido creado pensando en ti, no es necesario que lo grites a los cuatro vientos.
—Pero ¿qué diré cuando presente la propuesta ante el pueblo? —preguntó Gabinio—, ¿que cualquiera de la calle puede optar al puesto?
—Desde luego que no —dijo Cicerón haciendo acopio de paciencia—. Bastaría con tachar el nombre de Pompeyo y poner en su lugar «senador de rango consular». Eso limitaría los candidatos a los quince o veinte ex cónsules que siguen con vida.
—¿Quiénes podrían ser los candidatos rivales? —preguntó Afranio.
—Craso —respondió Pompeyo sin vacilar, porque su viejo enemigo nunca se alejaba de sus pensamientos—. Puede que Cátulo. También está Metelo Pío, que aunque mayor todavía es influyente. Hortensio tiene también sus seguidores. Luego están Isáurico, Gelio, Cotta, Curio, incluso los hermanos Metelo.
—Bueno, imagino que si estás realmente preocupado —intervino Cicerón—, podríamos especificar que ese comandante supremo fuera un ex cónsul cuyo apellido empiece por «p». —Por un momento nadie reaccionó, y pensé que mi señor había ido demasiado lejos, pero entonces César echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Los demás, viendo que Pompeyo sonreía ligeramente, se unieron a las risas—. Créeme, Pompeyo —prosiguió Cicerón en tono conciliador—, la mayoría de los que has mencionado son demasiado viejos o perezosos para que los consideres una amenaza. Craso será tu único rival de importancia, pero solo porque es muy rico y te tiene envidia. En la votación, lo derrotarás ampliamente. Te lo prometo.
—Estoy de acuerdo con Cicerón —dijo César—. Es mejor que alcancemos nuestros objetivos paso a paso. Primero, el principio del mando supremo; luego, el nombre del comandante.
Me sorprendió la autoridad con la que habló, a pesar de ser el más joven de los presentes.
—Muy bien —asintió Pompeyo—. Está decidido. El punto central ha de ser la derrota de los piratas, no el futuro de Pompeyo el Grande.
Y con este último comentario, la reunión quedó aplazada para comer.
A continuación se produjo un desagradable incidente que me incomoda recordar pero que, en interés de la historia, me siento obligado a relatar. Durante varias horas, mientras los senadores almorzaban y a continuación paseaban por los jardines, trabajé tan rápidamente como pude para traducir mis notas de taquigrafía y convertirlas en un acta fidedigna que pudiera presentar a Pompeyo. Cuando acabé, se me ocurrió que quizá debería mostrársela a Cicerón, por si había algo con lo que no estuviera de acuerdo. La sala donde se había celebrado la conferencia se hallaba vacía, lo mismo que el atrio, pero oí la voz del senador y, con mi rollo en la mano, fui a buscarlo por la dirección de donde me parecía que provenía. Crucé el patio de columnas, donde había una cantarina fuente, y seguí por el pórtico hasta un jardín interior. Sin embargo, la voz parecía haberse desvanecido. Me detuve a escuchar. Solo se oía el trino de los pájaros y el rumor del agua. Entonces, de repente, de algún lugar muy cercano, y lo bastante fuerte para sobresaltarme, oí gemir a una mujer. Como un tonto me di la vuelta, avancé unos pasos y, al cruzar una puerta, me encontré con César y la esposa de Pompeyo. Mucia no me vio. Estaba inclinada sobre una mesa, con la cabeza apoyada entre los brazos y el vestido arremangado alrededor de la cintura. Se aferraba a los bordes con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Pero César me vio claramente, porque se hallaba de cara a la puerta y penetraba a Muda desde atrás, con la mano derecha alrededor del hinchado vientre de Mucia y la izquierda apoyada en la cadera, igual que un caballero recostado en una esquina de cualquier calle. No sabría decir durante cuánto tiempo nuestras miradas se encontraron, pero hoy sus insondables ojos siguen contemplándome a través del caos y el humo de los años que estaban por llegar, y lo hacen con la misma mirada divertida, burlona y desafiante de entonces. Huí a toda prisa.
La mayoría de los senadores habían regresado ya a la sala de conferencias. Cicerón charlaba de filosofía con Varro, que era uno de los más distinguidos eruditos de Roma y cuyos libros sobre filología y antigüedades me habían impresionado. En cualquier otra ocasión me habría halagado tremendamente que me lo presentara, pero la escena que acababa de presenciar seguía dando vueltas en mi cabeza y no recuerdo una palabra de lo que me dijo. Entregué el acta a Cicerón, que la repasó rápidamente e introdujo una pequeña modificación sin dejar de hablar con Varro. Pompeyo debió de ver lo que estaba haciendo, porque se acercó con una gran sonrisa en su amplio rostro y fingió estar enfadado, se llevó aparte a Cicerón y lo acusó de atribuirle promesas que no había hecho.
—A pesar de todo, creo que puedes seguir contando con mi voto para tu candidatura a pretor —Le dijo dándole una palmada en la espalda.
Hasta un momento antes yo consideraba a Pompeyo una especie de dios entre los hombres, un tronante héroe de guerra muy seguro de sí, pero en ese instante, después de lo que acababa de ver sentí lástima por él.
—Es extraordinario —me dijo resiguiendo con el dedo las columnas de palabras que yo había escrito—. Has captado exactamente el sentido de lo que he dicho. ¿Cuánto pides por este esclavo, Cicerón?
—Ya he rechazado una oferta astronómica de Craso —repuso Cicerón.
—Bueno, si alguna vez decides subastarlo, acuérdate de avisarme —dijo César, con su ronca voz, acercándose por detrás—. Me encantaría echarle el guante a Tiro.
Lo dijo de un modo tan jovial, acompañando sus palabras con un guiño, que nadie percibió la amenaza que sus palabras escondían, pero yo estuve a punto de desmayarme de terror.
—El día en que me separe de Tiro —dijo proféticamente Cicerón—, será el día en que desapareceré de la vida pública.
—Pues eso hace que se duplique mi interés por comprártelo —comentó César, y el propio Cicerón se sumó a las risas generales.
Después de que todos estuvieron de acuerdo en que mantendrían en secreto cuanto habían hablado y se reunirían en Roma al cabo de unos días, el grupo se disolvió. Tan pronto como cruzamos las puertas de la mansión y enfilamos la carretera de Túsculo, Cicerón dejó escapar un grito de frustración al tiempo que golpeaba el lateral del carro con la palma de la mano.
—¡Una conspiración criminal! —exclamó meneando la cabeza con desespero—. Peor aún…, una estúpida conspiración criminal. Esto es lo que ocurre cuando los soldados deciden meterse en política. Se creen que lo único que tienen que hacer es dar una orden y que todo el mundo les obedecerá. No comprenden que lo que los hace atractivos, el hecho de ser verdaderos patriotas y hallarse por encima de las miserias de la política, es precisamente lo que los derrotará; porque, o se mantienen por encima de las miserias de la política, en cuyo caso no llegarán muy lejos, o se enfangan como todos nosotros y demuestran que son tan corruptos como cualquiera. —Contempló el lago, que se oscurecía en la penumbra invernal, y de repente me preguntó—: ¿Qué opinas de César? —Yo evité dar una respuesta directa, pero apunté a lo que me parecía una personalidad evidentemente ambiciosa—. Seguro que lo es —convino Cicerón—. Tanto es así que esta mañana en algunos momentos he pensado que ese descabellado plan no ha salido de la mente de Pompeyo, sino de la de César. Eso, al menos, explicaría su presencia.
Dije que Pompeyo lo había presentado como una idea propia.
—Y sin duda cree que lo es; pero, así es la naturaleza del hombre. Le haces un comentario, y al cabo de un rato te dice lo mismo como si se le hubiera ocurrido a él. «El punto central ha de ser la derrota de los piratas, no el futuro de Pompeyo el Grande.» Ese es un ejemplo típico. A veces, solo para divertirme, he argumentado en contra de mi afirmación original y he esperado a ver cuánto tiempo tardaba en llegarme mi propia refutación. —Frunció el entrecejo y asintió—. Estoy seguro de que estoy en lo cierto. César es lo bastante astuto para plantar la semilla y dejarla crecer. Me pregunto cuánto tiempo ha pasado en compañía de Pompeyo. Parece muy cómodo con él.
Estuve tentado de contarle entonces la escena que había presenciado, pero una combinación de miedo a César, mi propia timidez y la intuición de que mi señor no tendría mejor opinión de mí por haber fisgoneado —sentía que de algún modo me contaminaría al describir aquel sórdido episodio— fue la causa de que me tragara las palabras. Muchos años después, tras la muerte de César, cuando este ya no podía hacerme daño y yo me sentía más seguro de mi posición, le desvelé mi historia. Cicerón, que por aquel entonces era un anciano, permaneció largo rato en silencio.
—Comprendo tu discreción —dijo al fin—, y en muchos sentidos la aplaudo. Pero, debo decirte, querido amigo, que ojalá me hubieras informado. Tal vez entonces las cosas hubieran tomado un cariz distinto. Al menos habría sabido a qué clase de implacable sujeto nos enfrentábamos. Cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde.
La Roma a la que regresamos unos días después era un hervidero de rumores. Toda la población había visto claramente como un rojo resplandor en el cielo nocturno de poniente. Semejante ataque carecía de precedentes. Cuando Gabinio y Cornelio tomaron posesión de sus cargos de tribuno, el décimo día de diciembre, se dedicaron a atizar las ascuas del miedo de la gente para avivar las llamas del pánico. Se apostaron centinelas en las puertas de la ciudad. Se registraba a los caminantes y los carros que pretendían entrar en Roma para comprobar que no portaban armas. Se patrullaba día y noche por los muelles y los almacenes que había a lo largo del río, y se promulgaron severas penas para los ciudadanos condenados por acumular grano, y ello produjo inevitablemente que los tres grandes mercados de alimentos de Roma en esos días —el Emporio, el Macello y el Foro Boario— se quedaran sin reservas. Asimismo en los enérgicos nuevos tribunos llevaron al cónsul saliente, el infeliz Marcio Rex, ante una asamblea popular y lo sometieron a un implacable interrogatorio sobre los fallos de seguridad que habían permitido el desastre de Ostia. También se buscaron testigos para que declararan sobre la amenaza que representaban los piratas, y esa amenaza creció con cada declaración. ¡Tenían un millar de barcos! ¡No eran piratas aislados, sino que formaban una conspiración organizada! ¡Contaban con escuadrones y almirantes, además de temibles armas como fuego griego y puntas de flecha impregnadas con veneno! Nadie en el Senado se atrevió a plantear objeciones a todo aquello por miedo a parecer complaciente, ni siquiera cuando a lo largo de la carretera que llevaba hasta el mar se construyó una cadena de almenaras que debían ser encendidas si se veía algún barco pirata que tomaba rumbo al Tíber.
—¡Todo esto es absurdo! —me dijo Cicerón la mañana en que fuimos a inspeccionar los símbolos más visibles de aquel peligro nacional—. ¿A qué pirata se le ocurriría navegar río arriba a lo largo de veinte millas para atacar una ciudad amurallada?
Sacudió la cabeza en un gesto de impotencia ante la facilidad con que la timorata población podía ser manipulada por políticos sin escrúpulos. Pero ¿qué podía hacer él? Su proximidad con Pompeyo lo había arrastrado a una trampa de silencio.
El décimo séptimo día de diciembre dio comienzo el Festival de Saturno, que duraría una semana. Por razones obvias, no fue la más alegre de las fiestas. Aunque la familia de los Cicerón cumplió con el rito del intercambio de regalos, dio el día libre a los esclavos e incluso compartió una comida con nosotros, nadie estaba de humor. Lucio, el alma y la alegría de aquellas reuniones, ya no estaba. Creo que Terencia había creído que estaba embarazada, y al descubrir que no era cierto empezó a sentirse seriamente preocupada por la posibilidad de que no lograra dar a luz un hijo. Pomponia no dejaba de criticar a Quinto por sus defectos como marido. Ni siquiera la pequeña Tulia logró alegrar el ambiente.
En cuanto a Cicerón, pasó la mayor parte de Saturnalia en su estudio, meditando sombríamente sobre la insaciable ambición de Pompeyo y las repercusiones que tendría en el país y en sus propios proyectos políticos. Las elecciones para pretor se celebrarían en apenas ocho meses, y él y Quinto ya habían elaborado una lista de los candidatos con más posibilidades. De los hombres que resultaran elegidos saldrían probablemente sus rivales para el consulado. Ambos hermanos pasaron muchas horas discutiendo las combinaciones, y me pareció, aunque me lo guardé para mí, que echaban muy en falta la sabiduría de su primo. Cicerón solía bromear diciendo que cuando quería saber lo que era políticamente astuto, le preguntaba su opinión a Lucio y hacía exactamente lo contrario, pero lo cierto es que siempre fue una referencia con la que orientarse. Sin él, los hermanos Cicerón solo se tenían el uno al otro y, a pesar de la mutua devoción que se profesaban, no siempre fue la más sabia de las relaciones.
En este ambiente, alrededor del octavo o noveno día de enero, terminado el Festival Latino y reanudados los asuntos políticos, Gabinio organizó por fin la tribuna para solicitar un nuevo comandante supremo. Me refiero aquí a la antigua tribuna republicana, el rostrum, muy diferente del desdichado banquillo ornamental que tenemos en la actualidad. Esa antigua estructura, ya destruida, era el corazón de la democracia romana: se trataba de una larga y curvada plataforma de doce pies de altura, adornada con las estatuas de los héroes de la antigüedad, desde la cual los tribunos y los cónsules se dirigían a la multitud. La parte de atrás daba a la sede del Senado, mientras que la delantera miraba audazmente a la zona más amplia del foro, con las proas de seis barcos o picos (de ahí el nombre de «rostrum») sobresaliendo de la fachada (eran los barcos capturados a los cartagineses tres siglos antes en una batalla naval). Toda la parte posterior era una escalinata, de modo que un magistrado podía salir del Senado o de la sede de los tribunos, caminar cincuenta pasos, subir por la escalera y hallarse en lo alto de la plataforma ante miles de ciudadanos, con las escalonadas fachadas de dos grandes basílicas a cada lado y el templo de Castor justo delante. Allí fue donde Gabinio se alzó aquella mañana de enero y declaró, a su manera confiada y tranquila, que Roma necesitaba a un hombre fuerte que tomara el mando de la guerra contra los piratas.
Cicerón, a pesar de sus dudas y con la ayuda de Quinto, había hecho lo posible para reunir a una gran multitud, y de los piceanos siempre se podía esperar que congregaran a unos cuantos centenares de veteranos. Si a todos ellos se añadían los que solían deambular por la basílica Porcia y los que atendían sus asuntos en el foro, yo diría que había unas mil personas escuchando las explicaciones de Gabinio acerca de lo que hacía falta para derrotar a los piratas: un comandante supremo con rango consular e imperium durante tres años sobre un territorio de cincuenta millas a partir de la línea de costa, quince legados con rango pretoriano para ayudarlo, libre acceso al tesoro del Estado, quinientos navíos de guerra y el derecho a reclutar hasta ciento veinte mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Se trataba de cifras elevadísimas, y su solicitud causó verdadera impresión. Cuando Gabinio hubo acabado de leer su propuesta y se la entregó a un secretario para que la clavase en el tablón de la entrada de la basílica, tanto Cátulo como Hortensio ya habían llegado corriendo al foro para ver qué ocurría. A Pompeyo, por supuesto, no se lo veía por ninguna parte, y los demás miembros del «grupo de los siete» (así habían dado en llamarse los senadores que rodeaban a Pompeyo) se mantenían prudentemente separados unos de otros para evitar cualquier sospecha de colisión. Sin embargo, los aristócratas no se dejaron engañar.
—Si esto es cosa tuya —gruñó Cátulo a Cicerón—, ya puedes decirle a tu amo que tiene una pelea entre manos.
La violencia de su reacción sería peor de lo que Cicerón había predicho. Una vez leída la propuesta, tenían que transcurrir tres días del mercado semanal antes de que pudiera ser votada por el pueblo (de ese modo los habitantes del campo viajarían a la ciudad y se informarían de lo que se proponía). Por lo tanto, los aristócratas disponían hasta principios de febrero para organizar su oposición y no perdieron un momento. Dos días más tarde, el Senado fue llamado a debatir lo que se conocería como la Lex Gabinia, y Pompeyo, a pesar del consejo de Cicerón de que se mantuviera alejado, creyó que su asistencia y su colaboración eran una cuestión de honor. Quería que una buena escolta lo acompañara hasta la sede del Senado y, puesto que ya no parecía necesario mantenerlo en secreto, los siete senadores formaron una guardia de honor a su alrededor. Quinto, vestido con su recién estrenada toga senatorial, también se les unió; aquella era su tercera o cuarta visita a la cámara. Como de costumbre, yo me mantuve cerca de mi señor.
«Cuando vimos que no aparecía ningún otro senador debimos darnos cuenta de que íbamos a meternos en problemas», se lamentaría posteriormente.
El paseo desde la colina Esquilina hasta el foro transcurrió bastante bien. Los jefes de distrito habían hecho su trabajo y las calles estaban llenas de gente entusiasmada que animaba a Pompeyo para que los salvara de la amenaza de los piratas. Él respondió saludando como un terrateniente saludaría a sus aparceros. Sin embargo, tan pronto como el grupo entró en el Senado fue recibido con abucheos, y un pedazo de fruta podrida cruzó por los aires y se estrelló en el hombro de Pompeyo, donde dejó una oscura mancha marrón. Al gran general nunca le había ocurrido nada parecido, de modo que se detuvo y miró alrededor con estupefacción. Afranio, Palícano y Gabinio cerraron rápidamente filas para protegerlo, como si estuvieran en el campo de batalla, y vi que Cicerón extendía los brazos para rodearlos y conducirlos a sus asientos; sin duda pensaba que cuanto antes se sentaran, antes acabaría la algarada. Yo me quedé en la entrada de la cámara, retenido junto a otros espectadores por el habitual cordón que tendían de puerta a puerta. Naturalmente, éramos todos seguidores de Pompeyo, de modo que, cuanto más abucheaban los de dentro, más expresábamos nuestro apoyo los de fuera. El cónsul presidente tardó un buen rato en imponer orden en la sala.
Los nuevos cónsules de ese año eran Glabrio, el viejo conocido de Cicerón, y el aristocrático Calpurnio Pisón (a quien no hay que confundir con otro senador de ese mismo nombre que aparecerá más adelante en esta historia, si los dioses me dan fuerzas para concluirla). Un indicio de lo desesperado de la situación de Pompeyo en el Senado era que incluso Glabrio había decidido ausentarse antes que tener que manifestar públicamente su oposición al hombre que le había devuelto a su hijo. Pisón se había quedado así al cargo de la presidencia. Vi que Hortensio, Cátulo, Isáurico, Marco Lúculo —el hermano del comandante de las legiones de Oriente— y el resto de la facción patricia se disponían a lanzarse al ataque. Los únicos que no se hallaban presentes para ofrecer oposición eran los tres hermanos Metelo: Quinto estaba sirviendo como gobernador en Creta; mientras que los dos menores, como si el destino quisiera demostrar su indiferencia ante las mezquinas ambiciones de los hombres, habían muerto por culpa de unas fiebres poco después del juicio de Verres. Pero lo más preocupante era que incluso los pedarii —la discreta, paciente y torpe masa que componía el Senado y cuya amistad Cicerón se había tomado tantas molestias en cultivar— se mostraban hostiles o, como mínimo, poco receptivos a la megalomanía pompeyana. En cuanto a Craso, repantigado en el banco consular situado justo delante, con los brazos cruzados y las piernas estiradas, contemplaba a Pompeyo con una expresión de ominosa calma. La razón de su sangre fría era obvia. Sentados detrás de él, como un par de trofeos adquiridos en una subasta, se hallaban dos de los nuevos tribunos elegidos aquel año: Roscio y Trebelio. Aquella era la manera que Craso tenía de decir al mundo que había utilizado su fortuna para comprar no uno sino dos vetos, y que la Lex Gabinia, y cualquier otra cosa que a Pompeyo y Cicerón se les ocurriera presentar, nunca sería aprobada.
Pisón ejerció su derecho a hablar en primer lugar. Tiempo después, no sin cierto desprecio, Cicerón dijo de él que «Pertenecía a la categoría de los oradores imperturbables o serenos». Sin embargo, ese día no dio ninguna muestra de imperturbabilidad o serenidad.
—¡Sabemos lo que estás haciendo! —gritó al final de su arenga—. Estás desafiando a tus colegas del Senado y presentándote como un nuevo Rómulo; es decir, ¡pretendes matar a tu hermano para poder gobernar solo! Pero harías bien en recordar que Rómulo fue asesinado por sus propios senadores, ¡que cortaron su cuerpo en pedazos y se los llevaron a sus casas!
Aquellas palabras pusieron en pie a los aristócratas, y a duras penas pude ver el recio perfil de Pompeyo, quieto como una roca y mirando al frente, obviamente incapaz de dar crédito a lo que estaba sucediendo.
A continuación habló Cátulo, y después Isáurico. Sin embargo, lo peor llegó con Hortensio. Durante casi un año, desde el final de su consulado, el gran abogado apenas se había dejado ver por el foro. Su yerno, Caepio, el amado hermano mayor de Catón, había fallecido recientemente mientras prestaba servicio de armas en Oriente; la hija de Hortensio había quedado viuda, y se rumoreaba que el Maestro Bailarín ya no tenía fuerzas suficientes en las piernas para seguir en la brecha. Sin embargo, en esos momentos parecía como si la desbordante ambición de Pompeyo lo hubiera devuelto a la arena totalmente revigorizado y, al escucharlo, era inevitable recordar el formidable oponente que podía ser en una ocasión importante como aquella. En ningún momento cedió a la grosería o la vulgaridad, sino que se limitó a recordar, con la mejor elocuencia, la antigua norma republicana: el poder debe mantenerse dividido, circunscrito por limitaciones, y debe renovarse anualmente mediante votación. Y aunque no tenía nada en contra de Pompeyo —de hecho creía que no había nadie más digno que él para ese cargo de comandante supremo—, afirmó que la Lex Gabinia pretendía sentar un precedente muy peligroso y escasamente acorde con la tradición romana, y que no podían tirarse a la basura las viejas libertades por el miedo pasajero causado por unos simples piratas. Cicerón se agitaba, incómodo, en su asiento, y comprendí que ese era precisamente el discurso que él habría hecho si hubiera podido expresar abiertamente sus pensamientos.
Hortensio acababa de concluir su parlamento cuando la figura de César se levantó de la oscura zona del fondo de la cámara , cercana a la puerta y donde en su día se había sentado mi señor, y pidió la palabra. El respetuoso silencio con que habían sido escuchadas las palabras del gran abogado se hizo añicos de inmediato, y hay que reconocer que fue una demostración de valentía por parte de César tomar la palabra en tales circunstancias. Permaneció imperturbable hasta que por fin pudo hacerse oír y, entonces, empezó a hablar con su estilo claro y cautivador. No había nada contrario a lo romano, dijo, en pretender derrotar a los piratas, que representaban la escoria del mar; lo que sí resultaba contrario a lo romano era desear el fin de algo y no poner los medios para conseguirlo. Si la República funcionaba tan perfectamente como Hortensio pretendía, ¿cómo había permitido que aquella amenaza se extendiera hasta tal punto? Y, ahora que tanto había crecido, ¿de qué modo iban a derrotarla? Hacía unos años, cuando navegaba rumbo a Rodas, él mismo había sido apresado y retenido como rehén por unos piratas, pero tras su liberación cumplió la promesa que les había hecho durante el cautiverio y vio cómo todas aquellas sabandijas fueron crucificadas.
—¡Ese, Hortensio, es el modo romano de hacer frente a la piratería! ¡Y eso es precisamente lo que la Lex Gabinia nos permitirá conseguir!
Acabó entre un coro de pitidos y abucheos y, cuando se sentó con un soberbio gesto de desdén, una pelea estalló en el otro extremo de la cámara. Tengo entendido que un senador lanzó un puñetazo a Gabinio, que se dio la vuelta y se lo devolvió justo antes de verse apresado bajo un montón de cuerpos que se le echaron encima. Se oyó un grito y un estruendo; se había caído uno de los bancos. Perdí de vista a Cicerón. Por detrás de mí, alguien gritó que estaban asesinando a Gabinio; entonces, la presión que nos empujaba hacia delante se hizo tan irresistible que la cuerda que nos retenía saltó de sus fijaciones y entramos en tropel en la cámara. Por fortuna pude hacerme a un lado mientras cientos de los seguidores plebeyos de Pompeyo (debo reconocer que parecían una panda de matones) corrían por el pasillo central hacia el estrado consular y arrastraban a Pisón fuera de su silla curul. Un bruto lo sujetó por el cuello y por un momento pareció que el asesinato llegaría a consumarse. Pero entonces Gabinio consiguió liberarse y se subió a un banco para demostrar que, a pesar de que lo habían zarandeado, seguía con vida. A continuación, rogó que soltaran a Pisón y, tras una breve discusión, el cónsul fue liberado. Masajeándose el cuello, Pisón declaró que la sesión quedaba aplazada sin que se hubiera procedido a votar. De ese modo, por el más estrecho de los márgenes, la comunidad quedó a salvo de la anarquía. Por el momento.
Hacía más de catorce años que no se veían escenas tan violentas en el corazón del gobierno de Roma y tuvieron un profundo efecto en Cicerón, a pesar de que había conseguido escapar del altercado sin una arruga en su inmaculado atuendo. Gabinio sangraba por la nariz y por un labio partido, y mi señor tuvo que ayudarlo. Los dos salieron a cierta distancia por detrás de Pompeyo, que caminaba sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con el medido paso propio de un hombre en un funeral. Lo que más recuerdo es el silencio que se hizo cuando la multitud formada por plebeyos y senadores se apartó para dejarle paso. Fue como si en el último momento ambas facciones, conscientes de que luchaban al borde del abismo, hubieran recobrado la sensatez y decidido detenerse. Salimos al foro sin que Pompeyo dijera una palabra, y cuando se volvió en dirección a su casa todos sus seguidores fueron tras él, en parte porque no tenían nada mejor que hacer. Afranio, que iba justo detrás, pasó el mensaje de que el general deseaba convocar una reunión. Yo pregunté a Cicerón si necesitaba algo.
—¡Sí, la tranquila vida de Arpino! —me contestó con una sonrisa. Quinto se nos unió.
—Pompeyo debe retirarse o sufrir la humillación —dijo en tono apremiante.
—¡Ya ha sido humillado! —replicó Cicerón— ¡Y nosotros con él! ¡Militares! —exclamó volviéndose hacia mí— ¿Qué te dije? Si a mí no se me ocurriría darles órdenes en el campo de batalla, ¿por qué suponen que saben más de política que yo?
Subirnos por la colina hasta la casa de Pompeyo y entramos rápidamente; la silenciosa multitud se quedó en la calle. Desde el día de la primera conferencia, yo había sido aceptado como redactor de las actas de las reuniones, de modo que cuando me instalé en el rincón nadie me prestó atención. Los senadores ocuparon sus sitios alrededor de una gran mesa, con Pompeyo en la cabecera. Cualquier rastro de orgullo había desaparecido de su recio cuerpo. Derrumbado en su butaca, me recordó a una poderosa bestia cargada de cadenas, aturdida y arrojada a la arena para que criaturas más débiles la hostigaran. Su actitud era completamente derrotista. No dejaba de repetir que todo había terminado, que el Senado nunca aprobaría su propuesta, que solo contaba con el apoyo de la chusma de la calle y que Craso, a través de sus tribunos, la vetaría. No le quedaba otra salida que la muerte o el exilio. César mantenía la opinión contraria: Pompeyo seguía siendo el hombre más popular de la República, de manera que debía recorrer Italia y empezar a reclutar las legiones que necesitaba. Sus veteranos le proporcionarían la columna vertebral de su nuevo ejército, y el Senado no tendría más remedio que capitular cuando Pompeyo hubiera reunido la fuerza suficiente.
—Cuando uno juega a los dados y pierde, solo puede hacer una cosa: doblar la apuesta y volver a tirar. Haz caso omiso de los aristócratas y, si es necesario, gobierna mediante el ejército y el pueblo.
Vi que Cicerón se preparaba para hablar. No me cabía duda de que ninguno de esos extremos lo complacía, pero se requiere la misma habilidad para manejar a una reunión de diez personas, como allí, que a una multitud de miles. Antes de lanzarse al ruedo, esperó a que todo el mundo hubiera dicho la suya y la discusión se hubiera agotado.
—Como bien sabes, Pompeyo —empezó—, al principio yo tenía mis dudas sobre tu propuesta pero tras presenciar hoy la debacle en el Senado debo decirte que se han disipado por completo. Ahora lo único que debemos hacer es ganar esta pelea: por tu bien, por el bien de Roma y por la dignidad y autoridad de los que te hemos apoyado. Rendirse queda descartado. Todo el mundo sabe que en el campo de batalla eres un león, no puedes convertirte en un ratón en Roma.
—Cuida tu lenguaje, abogado —le advirtió Afranio señalándolo con el dedo. Cicerón no le hizo el menor caso.
—¿Tienes idea de lo que puede pasar si te rindes ahora? La propuesta ha sido publicada. La gente pide a gritos que se actúe contra los piratas. Si no asumes tu puesto, otro lo hará, y te diré quién: Craso. Has dicho que tiene dos tribunos a su servicio. Se asegurará de que la ley sea aprobada, pero con su firma en lugar de con la tuya. Y tú, Gabinio, ¿cómo vas a detenerlo?
¿Vetando tu propia iniciativa? ¡Imposible! ¿No lo veis? ¡No podemos abandonar la lucha ahora!
Aquel era un buen argumento, porque si algo conseguía que Pompeyo se pusiera en pie de lucha era la idea de que Craso pudiera robarle la gloria. Se irguió, alzó el mentón y miró con gesto ceñudo a los reunidos en torno a la mesa. Me fijé en que tanto Afranio como Palícano le hacían leves gestos de ánimo.
—Escucha, Cicerón —dijo Pompeyo—, en las legiones contamos con exploradores, unos tipos extraordinarios que pueden abrirse paso por los terrenos más complicados, marismas, cordilleras, bosques donde nadie ha penetrado desde el comienzo de los tiempos. Sin embargo, la política presenta los peores obstáculos a los que me he enfrentado. Si puedes mostrarme el camino entre tanta confusión, no tendrás amigo más fiel que yo.
—¿Te pondrás en mis manos por completo?
—Tú eres el explorador.
—Muy bien —dijo Cicerón—. Gabinio, mañana debes hacer subir a Pompeyo al rostrum para pedirle que ocupe el puesto de comandante supremo.
—¡Bien! —exclamó Pompeyo en tono beligerante y alzando su gran puño—. ¡Y yo aceptaré!
—¡No, no! —dijo Cicerón—. Lo rechazarás de plano. Dirás que ya has hecho bastante por Roma, que no tienes ambiciones en la vida pública y que piensas retirarte a tus posesiones en el campo. —Pompeyo lo miraba boquiabierto—. No te preocupes, yo te escribiré el discurso. Saldrás de la ciudad mañana por la tarde y no volverás. Cuanto más reacio parezcas, más te reclamará la gente. Te convertirás en nuestro Cincinato, a quien obligaron a abandonar el arado para que salvara a su país del desastre. Es uno de nuestros más potentes mitos en política, créeme.
Algunos de los presentes se mostraron contrarios a tan dramática táctica por considerarla demasiado arriesgada, pero la idea de fingirse humilde y carente de ambiciones halagó la vanidad de Pompeyo. ¿Acaso el sueño de cualquier hombre ambicioso no es que, en lugar de agacharse entre el polvo para hacerse con el poder, la gente acuda de rodillas a entregárselo, rogándole que lo acepte como regalo? Cuanto más pensaba en ello, más le gustaba. Su dignidad y autoridad permanecerían intactas y dispondría de unos días de descanso. Además, en caso de que algo saliera mal, habría a otro a quien echarle la culpa.
—Parece una táctica astuta —dijo Gabinio, que se enjugaba la sangre del labio—, pero pareces olvidar que el problema no lo tenemos con la gente, sino con el Senado.
—El Senado cambiará de idea cuando comprendan las implicaciones del retiro de Pompeyo. Se verán enfrentados ante el dilema de, o no hacer nada respecto a los piratas, o entregar el mando supremo a Craso. Para la mayoría de ellos ninguna de las dos opciones es aceptable. Bastará que apliquéis un poco de grasa para que se deslicen y se pongan de nuestro lado.
—¡Qué ingenioso! —dijo Pompeyo con admiración—. ¿Es o no un hombre brillante, caballeros?
¿No os dije que lo era?
—En cuanto a los quince cargos de legado —añadió Cicerón—, te sugiero que utilices al menos la mitad para conseguir apoyos dentro del Senado.
Afranio y Palícano, viendo peligrar sus lucrativas comisiones, se apresuraron a protestar, pero Pompeyo les hizo un gesto para que callaran.
—Eres un héroe nacional —prosiguió Cicerón—, un patriota que está por encima de las mezquinas luchas e intrigas políticas. En lugar de utilizar tu patronazgo para recompensar a tus amigos, deberías dedicarlo a dividir a tus enemigos. Nada fragmentará más a los aristócratas y con efectos más desastrosos que uno de ellos pueda servir bajo tus órdenes. Se sacarán los ojos unos a otros.
—Estoy de acuerdo —intervino César asintiendo con decisión—. El plan de Cicerón es mejor que el mío. Sé paciente, Afranio. Estas no son más que las primeras escaramuzas. Nuestras recompensas pueden esperar.
—Además, la derrota de los enemigos de Roma debería ser recompensa suficiente para todos nosotros —añadió Pompeyo en tono grandilocuente.
Mentalmente comprendí que el gran hombre había tomado ya el arado. Más tarde, mientras caminábamos de vuelta a casa, Quinto comentó: —Confío en que sepas lo que estás haciendo.
—Y yo confío en saber lo que estoy haciendo —le contestó su hermano.
—El núcleo del problema es sin duda Craso y la capacidad de veto de sus dos tribunos. ¿Cómo superarás ese obstáculo?
—No tengo ni idea. Confiemos en que la solución se presente por sí sola. Suele suceder.
Me di cuenta entonces de hasta qué punto Cicerón confiaba en su viejo dicho de que a veces es necesario iniciar una pelea para averiguar cómo hay que ganarla. Dio las buenas noches a Quinto y siguió caminando sumido en sus pensamientos. De ser un colaborador a regañadientes, de las grandes ambiciones de Pompeyo se había convertido en el jefe organizador, y sabía que eso lo ponía en un compromiso, especialmente con su mujer. Según me dice la experiencia, las mujeres son menos proclives que los hombres a perdonar los errores pasados, y para Terencia resultaba inexplicable que su marido siguiera bailando al son que tocaba el Príncipe de Piceno, como ella llamaba despectivamente a Pompeyo, especialmente tras las escenas de aquel día en el Senado, de las que hablaba toda la ciudad. Cuando Cicerón llegó a la casa, Terencia lo estaba esperando en el tablinum lista para lanzarse al ataque.
—¡No puedo creer que las cosas hayan llegado hasta ese extremo! Por una parte está el Senado, por la otra, la chusma. ¿Y dónde encontraremos a mi marido? ¡Como de costumbre, con la chusma!
¡Espero que a partir de hoy rompas toda relación con ese hombre!
—Mañana anunciará que se retira —la tranquilizó Cicerón.
—¿Qué?
—Es cierto. Yo mismo escribiré su declaración esta noche, y eso significa que tendré que cenar en mi despacho. Espero que me disculpes. —Pasó al lado de Terencia y, cuando hubo cerrado la puerta del estudio tras él, me dijo—: ¿Te parece que me ha creído?
—No —contesté.
—A mí tampoco —comentó con una risita—. ¡Lleva viviendo conmigo demasiado tiempo!
En esos momentos Cicerón era lo bastante rico para divorciarse, si así lo deseaba, y no le habría costado encontrar una nueva pareja, especialmente una más guapa. Se sentía decepcionado de que ella no le hubiera dado un hijo varón. No obstante, a pesar de sus constantes discusiones, seguía con ella. «Amor» no era la palabra, ni siquiera en el sentido que le atribuyen los poetas; entre ellos había algún tipo de lazo más extraño y más fuerte. Terencia avivaba el ingenio de Cicerón, era para su mente lo que una piedra molar para la espada. Fuera como fuese, no nos molestó durante el resto de la noche, mientras su esposo me dictaba las palabras que creía que Pompeyo debía pronunciar. Nunca había escrito un discurso para un tercero, y le supuso una curiosa experiencia. En la actualidad la mayoría de los senadores utilizan a un esclavo para esa tarea; tengo entendido que algunos ni siquiera saben lo que van a decir hasta que les ponen el texto delante. Que esos sujetos se llamen a sí mismos «estadistas» es algo que me supera. De todas maneras, Cicerón descubrió que le gustaba escribir para otros; le divertía pensar en las cosas que el gran hombre habría podido decir de haber tenido cabeza suficiente para hacerlo. Más adelante empleó esta técnica en sus libros, y con grandes resultados. Incluso pensó en una frase para que la dijera Gabinio: «¡Pompeyo el Grande no nació solo para sí, sino para Roma!»; con el tiempo se haría famosa.
El discurso fue deliberadamente breve, lo acabamos bastante antes de medianoche. A la mañana siguiente, temprano, cuando Cicerón hubo concluido sus ejercicios y saludado a sus clientes más importantes, nos acercamos a casa de Pompeyo y le entregamos el texto. Durante la noche, al gran hombre se le habían enfriado los pies y nos lo encontramos mascullando si el retiro no sería, en el fondo, una buena idea. Sin embargo, Cicerón compendió que estaba nervioso por tener que presentarse en el rostrum. En cuanto empezó a ensayar el discurso, se tranquilizó. Cicerón entregó entonces algunas notas a Gabinio, que también se hallaba presente, pero al tribuno no le gustó que le dieran un texto como si fuera un vulgar actor y preguntó si realmente tenía que decir aquello de que Pompeyo había nacido para Roma.
—¿Por qué? ¿Acaso no lo crees? —le replicó burlonamente Cicerón.
Pompeyo intervino entonces y le ordenó que dijera las palabras tal como estaban escritas. Gabinio calló y fulminó a Cicerón con la mirada. Tengo la impresión de que a partir de ese momento se convirtió en uno de sus secretos enemigos, lo cual constituye un perfecto ejemplo de lo descuidado que era el senador a la hora de ofender con sus punzantes comentarios.
Una multitud de espectadores se había congregado en el foro, ávida por asistir a la continuación del espectáculo del día anterior. Al bajar por la colina desde la casa de Pompeyo, oírnos el rumor, el impresionante y rugiente sonido de un enorme y excitado gentío, un ruido que siempre me ha recordado al del mar rompiendo contra alguna lejana orilla. Noté que el pulso se me aceleraba. La mayor parte del Senado estaba allí, y los aristócratas habían llevado con ellos a varios cientos de sus partidarios, en parte por protección pero sobre todo para abuchear a Pompeyo cuando, como esperaban, apareciera y declarara su deseo de aceptar el título de comandante supremo. El gran hombre entró en el foro escoltado, como el día anterior, por Cicerón y sus senadores, pero se mantuvo en la periferia y, sin perder un segundo, se dirigió a la parte trasera de la tribuna, donde bostezó, se frotó las manos, caminó arriba y abajo y manifestó sus nervios de todas las maneras posibles mientras el rumor del gentío iba en aumento. Cicerón le deseó suerte y se dirigió a la parte delantera del rostrum para reunirse con el resto del Senado; estaba impaciente por ver sus reacciones. Los diez tribunos subieron en fila a la plataforma y ocuparon sus asientos en los bancos. Gabinio se levantó, dio unos pasos al frente y gritó:
—¡Llamo ante el pueblo a Pompeyo el Grande!
¡Qué importante resulta la apariencia en política, y qué bien dotado estaba Pompeyo por la naturaleza para ofrecer todo el aspecto de la grandeza! Cuando aquella poderosa y conocida figura subió con paso firme por la escalera y apareció ante la vista de todos, sus seguidores lo recibieron con la más cerrada de las ovaciones. Permaneció allí, firme como un toro, con la amplia testa echada ligeramente hacia atrás sobre sus fuertes hombros, contemplando los rostros vueltos hacia lo alto, con las fosas nasales abiertas como si inhalara los aplausos. Normalmente al público no le gustaba que le leyeran los discursos, prefería que los pronunciaran con cierta espontaneidad. Sin embargo, algo en la forma en que Pompeyo desenrolló su breve texto reforzó la impresión de que aquellas iban a ser palabras tan graves como el hombre que se disponía a decirlas, un hombre que estaba por encima de las triquiñuelas de la oratoria y la política.
—¡Pueblo de Roma! —gritó una vez se hubo hecho el silencio—. Cuando tenía diecisiete años luché en el ejército de mi padre, Cneo Pompeyo Estrabón, para dar unidad al Estado. A los veintitrés años recluté una fuerza de quince mil hombres y derroté a los ejércitos combinados de los rebeldes Bruto, Celio y Carrina y fui saludado imperator en el campo de batalla. A los veinticuatro conquisté Sicilia. A los veinticinco, África. El día de mi vigésimo sexto cumpleaños, triunfé. A los treinta, y no siendo ni siquiera senador, tomé el mando de nuestros ejércitos de Hispania con autoridad proconsular y durante seis años luché contra los rebeldes, hasta que vencí. A los treinta y seis regresé a Italia, perseguí los restos del ejército del esclavo Espartaco y los derroté. A los treinta y siete, fui elegido cónsul y triunfé por segunda vez. Siendo cónsul restablecí para vosotros los antiguos derechos de los tribunos y organicé juegos. Siempre que un peligro ha amenazado esta comunidad, yo la he servido. Toda mi vida no ha sido más que un largo y muy especial mando. Ahora, una amenaza muy distinta y sin precedentes se cierne sobre nuestra República. Y para hacer frente al peligro se ha propuesto acertadamente una nueva figura dotada de autoridad sin precedentes. Aquel sobre cuyos hombros carguéis la tarea debe contar con el apoyo de todos los rangos y clases, ya que es necesaria una gran confianza para poner tanto poder en manos de un solo hombre. Para mí está claro, después del debate de ayer en el Senado, que no cuento con vuestra confianza. Por lo tanto, quiero deciros que, por mucho que me sea solicitado, no aceptaré ser nombrado para dicho cargo; y, de serlo, no lo ejerceré. Pompeyo el Grande ya ha tenido su ración de mando. En el día de hoy os digo que renuncio a toda ambición de cargo público y que me retiro de la ciudad para labrar la tierra como hicieron mis antepasados antes que yo.
Tras unos segundos de sorpresa, un terrible rugido de desaprobación surgió de la multitud, y Gabinio corrió hacia el rostrum, donde Pompeyo se erguía, impasible.
—¡Esto no se ha de permitir! —gritó—. ¡Pompeyo el Grande no nació solo para sí, sino para Roma!
Como era de esperar, la frase despertó la más atronadora aprobación, y el canto «¡Pompeya Pompeyo! ¡Roma, Roma!» resonó entre los muros de las basílicas y los templos. Pasó un buen rato hasta que Pompeyo pudo hacerse escuchar de nuevo.
—Queridos ciudadanos, vuestra generosidad me abruma; pero mi continuada presencia en la ciudad solo puede entorpecer vuestras deliberaciones. ¡Escoged sabiamente, ciudadanos de Roma, de entre los muchos y capaces antiguos cónsules del Senado, y recordad que, aunque yo parto de Roma, mi corazón permanecerá entre vuestros hogares y vuestros templos para siempre!
Blandió el rollo de papiro como si del bastón de mando de un mariscal se tratara, saludó a la vociferante multitud, dio media vuelta y se alejó implacablemente haciendo caso omiso de las peticiones de que se quedara. Bajó los peldaños bajo la atónita mirada de los tribunos; sus piernas fueron lo primero que desapareció de la vista; luego, el torso y, por último, la noble cabeza con su tupé. Algunos de los que estaban a mi alrededor empezaron a llorar y a tirarse del cabello y la ropa, y, a pesar de que yo sabía que no era más que una treta, también a mí me costó no emocionarme. Parecía como si sobre los senadores allí congregados se hubiera abatido un formidable proyectil: algunos se mostraban desafiantes, muchos estaban conmovidos, pero la mayoría simplemente no salían de su asombro. Durante más tiempo del que casi todos recordaban, Pompeyo había sido uno de los hombres más relevantes del Estado; ¡pero se marchaba! el rostro de Craso, en especial, era el vivo retrato de las emociones contradictorias, una expresión que ningún artista habría conseguido plasmar. Una parte de él sabía que, tras toda una existencia a la sombra de Pompeyo, por fin se convertía en el lógico favorito para asumir aquel mando especial; sin embargo, su lado más astuto le decía que se trataba de un engaño y que su posición se hallaba amenazada por un peligro desconocido.
Cicerón solo se quedó el tiempo suficiente para apreciar el resultado de su minucioso trabajo; luego corrió a la parte de atrás de la tribuna. Los piceanos estaban allí, junto con el grupo de habituales. Los sirvientes de Pompeyo habían acercado una litera cubierta, de brocado azul y oro, para llevarlo a la puerta Capena, y el general se disponía a subir. Estaba como tantos hombres a los que he visto inmediatamente después de pronunciar un importante discurso, arrogante de satisfacción y ansioso por ser reconfortado.
—Ha ido estupendamente —dijo—. ¿Crees que todo ha salido bien?
—A la perfección —repuso Cicerón—. La expresión de Craso era indescriptible.
—¿Te gustó mi frase de que mi corazón permanecería en los hogares y templos de Roma para siempre?
—Fue el toque maestro.
Pompeyo sonrió, sumamente complacido, y se acomodó entre los cojines de la litera. Dejó caer la cortina, pero la descorrió enseguida.
—¿Estás seguro de que esto funcionará?
—Tus adversarios están desconcertados. Es el comienzo. La cortina cayó y, de inmediato, se abrió una vez más.
—¿Cuánto tiempo ha de pasar hasta que se vote la propuesta?
—Quince días.
—Manténme informado. Diariamente.
Cicerón se apartó cuando los porteadores levantaron la litera sobre sus hombros. Sin duda eran esclavos fuertes y jóvenes, porque Pompeyo pesaba lo suyo y, a pesar de eso, partieron a paso ligero, pasaron ante el Senado y abandonaron el foro llevando el celestial cuerpo de Pompeyo el Grande seguido por su habitual séquito de admiradores.
«¿Te gustó mi frase de que mi corazón permanecería en los hogares y templos de Roma para siempre?», repitió para sus adentros Cicerón mientras lo veía alejarse. «Pues claro que me gustó, grandísimo idiota —se dijo—. ¡La escribí yo!»
Supongo que debió de ser duro para él dedicar tantas energías a un jefe al que no admiraba y a una causa que le parecía fundamentalmente engañosa. Sin embargo, el camino hacia la cima de la política a menudo obliga a los hombres a aceptar molestos compañeros de ruta y los sitúa ante extraños paisajes. En cualquier caso, Cicerón sabía que no había vuelta atrás.