XIV
Una vez concluido su período como pretor, Cicerón se había ganado el derecho a partir al extranjero para gobernar una provincia durante un año. Esta práctica, habitual en la República, daba al beneficiario la oportunidad de adquirir experiencia administrativa y de llenar sus arcas tras los gastos provocados por su candidatura. Después, regresaba a casa, tanteaba el ambiente político y, si le parecía favorable, se presentaba a las elecciones consulares del verano. Antonio Híbrida, que obviamente había incurrido en enormes gastos para organizar los Juegos de Apolo, partió a Capadocia para ver con qué podía arramblar. Sin embargo, Cicerón no optó por esa vía y renunció a su derecho a gobernar una provincia. Por una parte, no quería ponerse en situación de que alguien pudiera presentar falsos cargos contra él y tener a un demandante pisándole los talones durante meses; por otra, los recuerdos del año que había pasado en Sicilia como magistrado seguían pesando en él, y desde entonces le desagradaba profundamente abandonar Roma más de una o dos semanas. No creo que hubiera criatura más urbana que Cicerón. Sacaba sus energías del bullicio de las calles, de los tribunales, del Senado y del foro. Para él, la perspectiva de pasar un año en alguna deprimente provincia, como Cilicia o Macedonia, por muy lucrativo que pudiera resultar, era anatema.
Por otra parte, se había echado encima un montón de trabajo como abogado, empezando por la defensa de Cayo Cornelio, el antiguo tribuno a sueldo de Pompeyo, que había sido acusado de traición por los aristócratas. No menos de cinco de los grandes senadores patricios —Hortensio, Cátulo, Lépido, Marco Lúculo, y hasta el viejo Metelo Pío— se habían unido para procesar a Cornelio por su intervención en la aprobación de la Lex Gabinia, y lo acusaban de haber hecho caso omiso, de forma totalmente ilegal, del veto de otro tribuno. Ante tal ataque, yo estaba seguro de que lo enviarían al exilio; Cornelio también, incluso había hecho las maletas y estaba dispuesto a partir. Sin embargo, a Cicerón siempre le estimulaba la visión de Hortensio y Cátulo en el otro bando, de modo que se alzó a la altura de las circunstancias y realizó un discurso de conclusiones de lo más eficaz: «¿De verdad vamos a recibir lecciones sobre los derechos tradicionales de los tribunos por parte de estos cinco caballeros que apoyaron plenamente la legislación de Sila, que precisamente abolía dichos derechos? ¿Acaso alguna de estas ilustres figuras dio un paso al frente para apoyar al valiente Cneo Pompeyo cuando, como primer acto de su consulado, lo que hizo fue restaurar el poder de veto de los tribunos? Por último, preguntaos esto: ¿de verdad es un interés recién descubierto por las tradiciones del tribunado lo que ha distraído a tan nobles caballeros de sus asuntos privados y los ha llevado hasta este tribunal? ¿No será el resultado de otras tradiciones que les son muy queridas, como su tradicional egoísmo o su también tradicional deseo de venganza?».
Hubo más en una línea similar y, cuando Cicerón terminó, los cinco distinguidos demandantes (que habían cometido el error de sentarse en fila en el mismo banco) parecían haber empequeñecido hasta la mitad de su tamaño normal, especialmente Pío, que tenía evidentes dificultades para soportarlo y que, tapándose la oreja con la mano, no dejaba de agitarse mientras su atormentador se paseaba por el tribunal. Aquella sería una de las últimas apariciones en público del viejo soldado antes de que la larga oscuridad de su enfermedad se abatiese sobre él. Después de que el tribunal acordara exonerar a Cornelio de todos los cargos, Pío abandonó la sala entre un clamor de pitos y burlas con una expresión de senil aturdimiento que no me cuesta nada reconocer porque es la que, me temo, presenta actualmente mi rostro.
—Bueno —me comentó Cicerón, no sin cierta satisfacción, mientras nos disponíamos a regresar a casa—, me parece que al menos ahora ya sabe quién soy.
No mencionaré todos los casos de los que se ocupó mi señor durante esa época porque fueron docenas y todos formaron parte de su estrategia para situar a tantos hombres influyentes como pudiera en la necesidad de apoyarlo cuando llegara el momento de las elecciones consulares, y también para mantener su nombre vivo en la memoria de sus votantes. Desde luego, escogió a sus clientes con cuidado; al menos cuatro de ellos eran senadores: Fundanio, que controlaba un poderoso sindicato de votantes; Orquivio, que había sido uno de sus colegas como pretor; Gallio, que planeaba optar a una pretoría, y Mucio Orestino, acusado de latrocinio, que aspiraba a convertirse en tribuno, y cuyo caso lo tuvo ocupado muchos días.
Creo que, antes de Cicerón, nunca un candidato había enfocado el negocio de la política como lo que es: un negocio. Todas las semanas se celebraba una reunión en su estudio para revisar los progresos de la campaña. Los participantes aparecían y desaparecían, pero el núcleo principal lo componían cinco miembros: Cicerón, Quinto, Frugi, yo y Celio, el aprendiz de jurista de mi señor, que, aun siendo muy joven (o tal vez por eso), era especialmente hábil para enterarse de los rumores que corrían por la ciudad. Quinto volvía a ser el director de la campaña e insistía en presidir los encuentros; de tanto en cuanto, también le gustaba dar a entender con una sonrisa de superioridad que Cicerón, por muy genial que fuera, podía llegar a comportarse como un intelectual idealista y que necesitaba del romo sentido común de su hermano para mantener los pies en el suelo. Cicerón, elegantemente, le dejaba hacer.
La historia de dos hermanos dedicados a la política podría ser un ensayo apasionante, lástima que no me queda vida suficiente para escribirlo. Estaban los Gracchi, desde luego, ambos entregados a la causa de repartir los bienes de los ricos entre los pobres, y que murieron violentamente por ello. Luego, en mi época, estaban Marco y Lucio Lúculo, que fueron cónsules patricios en años consecutivos, lo mismo que varios miembros del clan de los Metelo. En un ámbito de la actividad humana donde la amistad resulta transitoria y las alianzas se hacen para romperlas, saber que el nombre de otra persona se halla irrevocablemente ligado al propio, sean cuales sean los avatares del destino, ha de constituir una poderosa fuente de energía. Supongo que la relación entre los Cicerón, al igual que la de muchos hermanos, estaba hecha de cariño y resentimiento, de celos y lealtad. Sin Cicerón, Quinto no habría pasado de ser un gris y competente oficial del ejército y después un competente granjero en Arpino, mientras que Cicerón sin Quinto hubiera seguido siendo Cicerón. Sabiéndolo, y sabiendo también que su hermano lo sabía, Cicerón se desvivía por tratarlo lo mejor posible, por envolverlo en el deslumbrante manto de su fama.
Ese invierno Quinto pasó largo tiempo reuniendo una especie de manual electoral, una selección de los fraternales consejos que dirigía a Cicerón y que le gustaba citar a la primera ocasión, como si se tratara de La República de Platón: «Considera qué ciudad es esta —empezaba diciendo—, a qué aspiras y quién eres. Todos los días, cuando vayas al foro, repite para tus adentros: soy un homine novo, aspiro al consulado, esto es Roma».Todavía recuerdo alguna de las otras homilías que solía predicar: «Todas las cosas están llenas de engaño, trampa y traición. No olvides nunca el dicho de Epicarmo de que la esencia de la sabiduría radica en "No confiar nunca precipitadamente". Presume tanto de la variedad como del número de tus amigos… Me preocupa mucho que siempre te rodee una multitud… Si alguien te pide algo, no se lo niegues aunque no puedas cumplirlo… Por último, asegúrate de que tu petición de votos constituya siempre un buen espectáculo, brillante y popular; y también, siempre que puedas tenerlo bajo control, que circulen escandalosos comentarios acerca de los vicios, delitos y sobornos de tus rivales».
Quinto estaba muy orgulloso de su librito, y muchos años después, llegó a publicarlo, para horror de Cicerón, que creía que la maestría en política, como en las grandes artes, depende de la ocultación de todos los trucos que tiene detrás.
Aquella primavera, Terencia celebró su trigésimo aniversario, y Cicerón organizó una pequeña cena en su honor. Asistieron Quinto y Pomponia, también Frugi y sus padres y el quisquilloso Servio Sulpicio, acompañado de su inesperadamente guapa esposa, Postumia. Seguramente hubo más invitados, pero el paso del tiempo los ha borrado de mi memoria. Eros reunió brevemente a la servidumbre para que presentáramos nuestros buenos deseos, y recuerdo haber pensado, cuando Terencia apareció, que nunca la había visto tan estupenda o de mejor humor. El corto y oscuro cabello se veía lustroso, los ojos le brillaban, y su talle, normalmente anguloso, parecía más blando y carnoso. Se lo comenté a su doncella cuando los señores se llevaron a los invitados a cenar; ella echó un vistazo en derredor para asegurarse de que nadie nos miraba e hizo un gesto circular sobre su tripa. Al principio no la entendí, y a ella le dio un ataque de risa contenida. Solo cuando se hubo marchado, aún riendo, comprendí lo tonto que había sido. Y no solo yo, claro. Un esposo normal habría notado los síntomas antes, pero Cicerón se levantaba al amanecer y regresaba de noche, e incluso entonces tenía algún discurso que escribir o una carta que enviar. El milagro era que hubiera hallado tiempo para cumplir con sus deberes conyugales. El caso es que en plena cena un grito de sorpresa, seguido de fuertes aplausos, confirmó que Terencia había aprovechado la oportunidad de la celebración para anunciar su embarazo.
Esa misma noche, más tarde, Cicerón entró en su estudio exhibiendo una gran sonrisa y recibió mis felicitaciones con una reverencia.
—Está segura de que es un chico —me comentó frotándose las manos de satisfacción—. Según parece, la Buena Diosa se lo ha comunicado mediante algún tipo de señal sobrenatural que solo las mujeres son capaces de entender. —no dejaba de sonreír—. Un niño es siempre una buena noticia en tiempo de elecciones, Tiro, sugiere un candidato viril y un respetable padre de familia. Habla con Quinto para que programe las apariciones del niño durante la campaña. —señaló mi libreta de notas, y al ver mi cara de estupefacción añadió—: ¡No, idiota! ¡Era una broma!
De todas maneras, hoy sigo sin estar seguro de si bromeaba o no.
A partir de ese momento, Terencia se volvió mucho más estricta en la observancia de sus prácticas religiosas, y en los días que siguieron a su aniversario hizo que Cicerón la acompañara al templo de Juno, situado en la colina Capitolina, donde compró un corderito para que el sacerdote lo sacrificara como señal de agradecimiento por su embarazo y su matrimonio. Cicerón estuvo encantado de complacerla porque la idea de otro hijo lo llenaba de alegría. Además, sabía lo mucho que semejantes demostraciones de piedad gustaban entre los votantes.
Y, llegados a este punto creo que debo volver al creciente tumor que era Sergio Catilina.
Unas semanas después de que mi señor fuera llamado a presencia de Metelo Pío, se celebraron las elecciones consulares; sin embargo, el recurso a los sobornos por parte del equipo vencedor fue tan escandaloso, que el resultado quedó rápidamente anulado y las elecciones se repitieron. En esa ocasión, Catilina presentó su nombre como candidato. Metelo Pío puso fin rápidamente a sus esperanzas —supongo que fue la última batalla que libró el viejo soldado—, y el Senado estableció que en la nueva votación solo serían admitidos los nombres que ya figuraban en las listas originales. Aquello provocó uno de los habituales ataques de ira de Catilina, que empezó a rondar por el foro acompañado de sus violentos amigos profiriendo amenazas de todo tipo; amenazas que sin duda fueron tomadas muy en serio por el Senado, puesto que se votó dotar a los cónsules de un equipo de guardaespaldas.
Como era de esperar, nadie había sido lo bastante valiente para aceptar hacerse cargo del caso de los africanos y llevarlo ante el tribunal de extorsiones. La verdad es que yo se lo sugerí a mi señor un día, pues me preguntaba si no sería un caso que podría beneficiarlo; al fin y al cabo, había derrotado a Verres, y eso lo había convertido en el abogado más famoso del mundo. Sin embargo, Cicerón negó con la cabeza.
—Comparado con Catilina, Verres era un ángel. Además, Verres era un personaje que no resultaba simpático, mientras que Catilina tiene numerosos seguidores.
—¿,Y por qué es tan popular? —pregunté.
—Los hombres peligrosos siempre atraen a la gente. De todos modos, no es eso lo que me preocupa. Si solo lo secundaran las masas de la calle no representaría una amenaza tan grave. Lo peor es que cuenta con un amplio apoyo entre los aristócratas; por ejemplo, Cátulo, lo que significa que seguramente tiene también el apoyo de Hortensio.
—Yo habría dicho que Catilina era demasiado agresivo para Hortensio.
—Hortensio sabe cómo utilizar a un agitador cuando la ocasión lo requiere. Muchas casas elegantes están vigiladas por feroces perros guardianes. Además, Catilina es un Sergio, no lo olvides, de manera que eso le garantiza la aprobación de la aristocracia aunque solo sea por afectación. Las masas y la aristocracia. Esa sí que es una formidable combinación en política. Confiemos en que puedan pararle los pies en las elecciones consulares de este verano. Solo agradezco que por lo que parece esa tarea no recaerá sobre mí.
En aquella época pensé que se trataba del tipo de comentario que demuestra que los dioses existen, porque, siempre que desde sus celestiales órbitas escuchan tales complacencias, se divierten demostrando su poder. Así pues, no pasó mucho tiempo antes de que Celio Rufo se presentara con preocupantes noticias para Cicerón. En esos momentos Celio contaba diecisiete años y, tal como su padre había advertido, resultaba bastante ingobernable. Era alto y fornido, y bien podía pasar por alguien cinco o seis años mayor gracias a su vozarrón y a la perilla que tanto a él como a sus amigos les gustaba lucir. Solía escabullirse de la casa en plena noche, cuando Cicerón estaba enfrascado en su trabajo y el resto de nosotros dormía. A menudo no regresaba hasta el amanecer. Sabía que yo tenía algo de dinero guardado y siempre me daba la lata para que le prestara un poco. Una noche, tras negarme una vez más, me retiré a mi cubículo y descubrí que el muchacho había localizado el escondite de mis ahorros y se había llevado hasta la última moneda. Pasé una noche malísima, no conseguí pegar ojo; pero cuando a la mañana siguiente me encaré con él y le prometí que se lo contaría todo a Cicerón, los ojos se le llenaron de lágrimas y me prometió que me lo devolvería. Para ser justos con él, debo decir que cumplió su palabra —y añadió, además, un generoso interés—, de modo que cambié el escondite y nunca dije una palabra de lo sucedido.
El caso es que Celio recorría todas las noches las casas de lenocinio de la ciudad junto con un grupo de jóvenes nobles muy poco recomendables. Uno de ellos era Cayo Curio, un joven de veinte años cuyo padre había sido cónsul y destacado partidario de Verres. Otro era Marco Antonio, el sobrino de Híbrida, que no creo que tuviera más de dieciocho años. Pero el verdadero jefe de la pandilla, principalmente porque era el mayor, el más adinerado y el más capaz a la hora de mostrar al resto gamberradas que ninguno de ellos había imaginado, era Clodio Pulquer. Tenía veintitantos años, había pasado ocho prestando servicio militar en Oriente y se había metido en toda clase de líos, incluida una rebelión en contra de Lúculo, que de paso era su cuñado, y su propia captura por parte de los piratas a los que precisamente debía combatir. Pero había vuelto a Roma y estaba decidido a labrarse una reputación por sí mismo. Una noche anunció que sabía exactamente cómo iba a lograrlo. Sería una travesura, un desafío; sería arriesgado y divertido. (Según Celio, esas habían sido sus palabras.) ¡Demandaría a Catilina!
Cuando Celio, a la mañana siguiente, se apresuró a contárselo, Cicerón no quiso creerle. Lo único que sabía de Clodio eran los escandalosos rumores que circulaban acerca de que se había acostado con su hermana; de hecho, tales rumores habían tomado consistencia al ser citados por Lúculo como una de las razones para divorciarse de su esposa.
—¿Qué puede hacer un personaje como él ante los tribunales si no es presentarse como demandado en vez de demandante? —bufó Cicerón.
Pero Celio, con su habitual ligereza, contestó que si Cicerón necesitaba pruebas de lo que decía no tenía más que acercarse al tribunal de extorsiones en una o dos horas, que era cuando Clodio tenía previsto presentar su solicitud de demanda. No hará falta que diga que Cicerón no estaba dispuesto a perderse aquel espectáculo, de modo que, una vez hubo despachado a sus clientes más importantes, se encaminó hacia el templo de Castor, llevándonos a Celio y a mí con él.
La noticia de que algo gordo estaba a punto de Ocurrir se había difundido ya misteriosamente, y un centenar de personas se habían reunido al pie de las escalinatas del templo. El pretor en funciones, un tal Orbio que más adelante sería gobernador de Asia, acababa de ocupar su silla curul y miraba en derredor preguntándose qué ocurría cuando un grupo de seis o siete sonrientes jóvenes llegaron caminando desde el Palatino con total naturalidad. Con su perilla, el pelo largo y el ancho cinturón medio flojo en la cintura, se creían que iban a la última moda, y supongo que así era.
—¡Por todos los cielos, qué espectáculo! —murmuró Cicerón mientras pasaban junto a nosotros dejando tras ellos un rastro de fragancia de aceite de azafrán—. ¡Parecen un grupo de mujeres!
Uno de ellos se separó del resto y subió por la escalera hasta el pretor. A medio camino se detuvo y se volvió hacia la multitud. Era, si se me permite expresarlo con cierta' vulgaridad, un chico guapo de abundante cabello rizado, frescos labios y tez bronceada. Una especie de joven Apolo. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó sorprendentemente firme y masculina, estropeada solo por su afectada forma de hablar que hacía que su nombre sonara «Clodio» en lugar de «Claudio»: otro de sus caprichos de moda.
—Soy Publio Clodio Pulquer, hijo de Appio Claudio Pulquer, cónsul, nieto de cónsules a lo largo de ocho generaciones, y he venido a este tribunal para presentar cargos contra Sergio Catilina por los crímenes que ha cometido durante su estancia en África.
La mención del nombre de Catilina levantó murmullos y algunos pitidos. Un grandullón que se hallaba cerca gritó:
—¡Será mejor que te guardes las espaldas, niñato!
Pero Clodio no pareció darse por enterado.
—Quieran mis antepasados y los dioses —prosiguió— concederme su favor en esta tarea y conducirla hasta su feliz término.
Dicho lo cual, corrió a paso ligero hasta Orbio y le entregó el postulatus, todo él enrollado en un cilindro con una cinta y su sello de lacre, mientras sus amigos aplaudían ruidosamente. Celio los imitó hasta que Cicerón lo atajó con una mirada fulminante.
—Ve corriendo a buscar a mi hermano —le ordenó—. Infórmale de lo que ha ocurrido y dile que tenemos que vernos sin demora.
—Ese es trabajo de un esclavo —protestó Celio, preocupado sin duda por quedar mal ante sus amigos—. ¿No puede ir a buscarlo Tiro, ya que está aquí?
—¡Haz lo que te he ordenado! —le espetó Cicerón—.Y de paso, encuentra también a Frugi. Y agradece que no le haya contado todavía a tu padre las malas compañías que frecuentas.
Celio, asustado, abandonó el foro en dirección al templo de Ceres, que era donde estaban normalmente los ediles plebeyos a esa hora de la mañana.
—Lo he malcriado —dijo Cicerón en tono fatigado mientras regresábamos a casa—. ¿Y sabes por qué? Porque tiene encanto, el más peligroso de todos los dones, y no puedo evitar malcriar a alguien con encanto.
Como castigo, y también porque ya no se fiaba plenamente de él, Cicerón se negó a permitir que Celio asistiera a la reunión de la campaña prevista para ese día y lo envió a redactar un informe. Luego esperó a que se hubiera marchado y explicó lo sucedido por la mañana a Quinto y a Frugi. Quinto se lo tomó por el lado optimista, pero Cicerón estaba plenamente convencido de que tendría que luchar con Catilina por el consulado.
—He comprobado el calendario del tribunal de extorsiones. Sin duda todos recordáis cómo funciona. No hay ninguna posibilidad de que el caso de Catilina se vea antes de julio, lo cual hace imposible que pueda presentarse como candidato al consulado este año. Por lo tanto, inevitablemente, lo hará el mismo año que yo. — dio un puñetazo sobre la mesa y soltó una imprecación, algo que hacía raras veces—. ¡Lo predije hace exactamente un año! Tiro fue testigo.
—Es posible que declaren culpable a Catilina y lo envíen al exilio —comentó Quinto.
—¿Teniendo a esa perfumada criatura como demandante? ¿Un hombre de quien hasta el último esclavo de Roma sabe que ha sido el amante de su propia hermana? No, no. Tenías razón tú, Tiro, cuando me sugeriste que me ocupara del caso contra Catilina. Habría sido más fácil acabar con él en los tribunales de lo que será vencerlo en las urnas.
—Tal vez todavía no sea demasiado tarde —sugerí yo—. Quizá podrías convencer a Clodio para que te pase la demanda.
—No. Eso es algo que nunca hará. No hay más que ver su arrogancia. ¡Es típica de un Claudio! Esta es su oportunidad de gloria y no la dejará escapar. Tiro, será mejor que saques la lista de candidatos potenciales. Tenemos que encontrar a un compañero de candidatura creíble… y deprisa.
En aquellos días los candidatos al consulado se presentaban ante el electorado formando parejas, todos los ciudadanos tenían dos votos, y resultaba una táctica acertada establecer alianzas con un candidato que pudiera complementar los propios resultados a la hora del recuento. Cicerón, para equilibrar su candidatura, necesitaba a alguien con un nombre distinguido y con gancho entre la aristocracia. A cambio, él le ofrecía su popularidad entre los pedarii y las clases inferiores y también el apoyo de la maquinaria electoral que había construido en Roma. Siempre había creído que ese detalle podría arreglarse fácilmente cuando llegara el momento; pero entonces, mientras repasaba la lista de nombres, comprendí por qué se mostraba tan preocupado. Palícano no le aportaría nada. Cornificio era un caso sin posibilidades. Híbrida era medio idiota. Eso dejaba a Galba y a Gallo. Pero Galba era tan aristocrático, que sin duda no querría trato alguno con Cicerón. Y en cuanto a Gallo, a pesar de los ruegos de Cicerón, había declarado firmemente que no tenía interés alguno en convertirse en cónsul.
—¿Podéis creerlo? —se quejó Cicerón mientras nos reuníamos en torno a su mesa y estudiábamos la lista de los candidatos—. Ofrezco a ese hombre el cargo más importante del mundo, lo único que ha de hacer a cambio es formar conmigo durante unos pocos días, ¡y él insiste en que prefiere concentrarse en la jurisprudencia! —Cogió la pluma y tachó el nombre de Gallo. Luego añadió el de Catilina al final de la lista, lo rodeó con un círculo y lo subrayó antes de mirarnos con aire interrogativo—. Claro que existe otro posible socio del que nadie ha hablado.
—¿Quién? —preguntó Quinto.
—Catilina.
—¡Marco!
—Hablo totalmente en serio —contestó Cicerón—. Pensémoslo un momento. Supongamos que, en lugar de intentar demandarlo, le ofrezco defenderlo. Si consigo que lo declaren inocente, estará obligado a darme su apoyo. Por el contrario, si lo declaran culpable y tiene que partir al exilio, se habrá acabado Catilina para siempre. En lo que a mí se refiere, cualquiera de las dos alternativas me conviene.
—¿Defenderías a Catilina? —Quinto estaba acostumbrado a las ocurrencias de su hermano y no se dejaba sorprender fácilmente, pero ese día apenas le salió la voz.
—Defendería al más negro de los demonios del infierno si este necesitara un buen abogado. Así es nuestro sistema legal. —Cicerón frunció el entrecejo—. Pero de todo esto ya hablamos con el pobre Lucio poco antes de su muerte. Vamos, hermano, ahórrame tu expresión de reproche. Fuiste tú quien escribiste aquello de «Soy un homine novo, aspiro a un consulado, esto es Roma». Esas tres cosas lo dicen todo. Soy un homine novo y, por lo tanto, nadie va a ayudarme salvo yo mismo y vosotros, mis amigos. Aspiro a un consulado, lo que equivale a la inmortalidad, algo por lo que vale la pena luchar, ¿no? Y esto es Roma. ¡Roma! No un lugar abstracto en un escrito de filosofía, sino una ciudad gloriosa levantada sobre un río de podredumbre. Por lo tanto, sí, defenderé a Catilina si eso es lo necesario, y después romperé con él tan pronto como pueda. Él haría lo mismo conmigo. Así es el mundo en que vivimos. —Cicerón se recostó en su silla y alzó las manos—. Roma.
Mi señor no se puso en marcha inmediatamente, sino que prefirió esperar y ver si la demanda contra Catilina seguía adelante. La opinión general decía que Clodio no hacía más que presumir o que quizá estuviera intentando desviar la atención por el escándalo del divorcio de su hermana. Sin embargo, con el torpe andar de la justicia, el proceso avanzó etapa tras etapa —postulatio, divinatio y nominis delatio— a medida que el verano se acercaba. Se seleccionó a un jurado y se señaló una fecha para el comienzo del juicio en la última semana de julio. Ya no cabía la posibilidad de que Catilina quedara libre de acusación y se presentara a las elecciones consulares. Las nominaciones ya se habían cerrado.
En ese momento, Cicerón decidió hacer llegar a Catilina la idea de que podía estar interesado en convertirse en su abogado. Meditó mucho la forma de comunicarle su ofrecimiento, pues no quería quedar en mal lugar si era rechazado y, al mismo tiempo, deseaba poder negar haberle hecho proposición alguna si era interrogado por el Senado. Al final, ideó uno de sus sutiles y característicos planes. Llamó a Celio a su estudio, le hizo jurar que mantendría el secreto y le comunicó que tenía en mente defender a Catilina. ¿Qué pensaba de ello? (¡Pero, claro, sin decir una palabra a nadie!) Era la clase de rumor que más podía gustar a Celio, y era evidente que no podría evitar compartir la confidencia con sus amigos, entre ellos Marco Antonio quien, aparte de ser el sobrino de Híbrida, era también el hijo adoptivo de Léntulo Sura, un amigo íntimo de Catilina.
Creo que pasó un día entero antes de que un mensajero se presentara en la puerta de mi señor con una carta de Catilina en la que le preguntaba si querría ir a visitarlo y le proponía que el encuentro, en beneficio de la discreción, se realizara después de que hubiera oscurecido.
—El pez ha mordido el anzuelo —dijo Cicerón mostrándome la carta. Y envió de vuelta al esclavo con la respuesta verbal de que pasaría por casa de Catilina aquella misma noche.
A Terencia le faltaba muy poco para parir, y el calor de la ciudad en julio le resultaba insufrible. Se pasaba el día echada, inquieta y gruñona, en un diván del caluroso salón, con Tulia a un lado leyéndole con su voz cantarina y una sirviente al otro que la abanicaba sin cesar. Su temperamento, inflamable en el mejor de los casos, se había convertido en una rugiente llamarada. Mientras caía la oscuridad y encendían los candelabros, vio que su marido se preparaba para salir y exigió saber adónde iba. Cuando Cicerón le dio una evasiva por respuesta, ella dijo entre lágrimas que seguro que se había buscado una concubina, ¿qué otra razón podía haber para que un hombre respetable saliera a esas horas de la noche? Así pues, Cicerón le contó a regañadientes que iba a atender una llamada de Catilina. Naturalmente, la noticia, en vez de ablandarla, la enfureció todavía más. Quiso saber cómo era posible que estuviera dispuesto a pasar siquiera unos instantes en compañía del monstruo que había seducido a su propia hermana. Cicerón le contestó algo acerca de que Fabia siempre había sido «más vestal que virgen». Terencia intentó levantarse, pero no lo consiguió, y sus furibundas invectivas nos persiguieron hasta la puerta para diversión de mi señor.
Era una noche muy parecida a la de la víspera de las elecciones a edil, cuando fue a ver a Pompeyo. Hacía el mismo calor opresivo, la misma intensa claridad lunar y la misma brisa que agitaba el hedor a putrefacción de los camposantos de la puerta Esquilina y lo extendía por la ciudad como una bruma invisible. Caminamos hasta el foro, donde los esclavos estaban encendiendo las farolas de la calle, pasamos los oscuros y silenciosos templos y subimos por el Palatino, donde Catilina tenía su mansión. Como de costumbre, yo cargaba con una caja con documentos, y Cicerón llevaba las manos enlazadas a la espalda y caminaba en actitud pensativa, con la cabeza inclinada. En aquella época, en el Palatino había muchas menos casas que en la actualidad y los edificios se hallaban más espaciados. Oí el rumor de un riachuelo cercano y me llegaron las fragancias de la madreselva y los rosales silvestres.
—Aquí es donde hay que vivir, Tiro —me dijo Cicerón haciendo un alto en el camino—. Aquí vendremos cuando ya no haya elecciones por las que luchar y ya no necesite tener en cuenta la opinión de la gente. Un lugar con un jardín donde leer y donde los niños puedan jugar. Imagínatelo.
—Miró en dirección a la Esquilina—. Cuando nazca esa criatura será un alivio para todos. Es como desear que por fin estalle la tormenta.
La casa de Catilina fue fácil de encontrar porque se hallaba junto al templo de la Luna, que estaba pintado de blanco e iluminado con antorchas en honor a la diosa del astro. Un esclavo nos esperaba en la calle para guiarnos y nos introdujo directamente en el vestíbulo de la mansión de los Sergio, donde la más bella de las mujeres dio la bienvenida a Cicerón. Se trataba de Aurelia Orestilla, la esposa de Catilina, a cuya hija se decía que este había seducido antes de pasar a la madre, y por quien Catilina había asesinado al hijo de su primer matrimonio (el muchacho había amenazado con matar a Aurelia antes que aceptar a tan famosa cortesana en su familia). Mi señor sabía todo lo que había que saber de ella y cortó sus efusividades con un breve y cortés asentimiento.
—Buenas noches —dijo—, es a tu marido a quien vengo a ver, no a ti.
Ella frunció los labios y no hizo comentario alguno. Era una de las mansiones más antiguas de la ciudad, y el suelo de madera crujió mientras seguimos al esclavo al interior, que olía a viejos cortinajes y a incienso. Recuerdo que parecía que hubieran vaciado la casa hacía poco, porque en las paredes se veían las difusas marcas de los cuadros que antes colgaban en ellas; y, en el suelo, las de las desaparecidas estatuas. Lo único que quedaba en el atrio eran las máscaras de cera de los antepasados de Catilina, ennegrecidas por años de humo. Allí fue donde encontramos a nuestro anfitrión. La primera sorpresa fue lo alto que era visto de cerca (al menos pasaba una cabeza a Cicerón); la segunda, la presencia de Clodio tras él. Supongo que para mi señor debió de constituir una terrible sorpresa; pero Cicerón era demasiado buen abogado para permitir que se le notara. Estrechó la mano de Catilina, luego la de Clodio, rechazó cortésmente una copa de vino, y los tres hombres entraron en materia.
Visto retrospectivamente, me sorprende lo mucho que Catilina y Clodio se parecían. Aquella fue la única vez que los vi juntos en una misma habitación; con su voz grave y esa indolencia propia de quienes creen que el mundo les pertenece, habrían podido pasar perfectamente por padre e hijo. Supongo que era el resultado de lo que llaman «alcurnia». Cuatrocientos años de matrimonios entre las más distinguidas familias de Roma habían dado como resultado dos canallas como aquellos, de tan pura raza como los caballos árabes e igual de rápidos, tenaces y peligrosos.
—El trato, tal como lo contemplamos nosotros —declaró Catilina—, es el siguiente: el joven Clodio abrirá la demanda pronunciando un magnífico discurso, y todo el mundo dirá que se trata del nuevo Cicerón y que me van a condenar. Entonces, tú, Cicerón, presentarás unos argumentos para la defensa que serán aún más brillantes y nadie se sorprenderá de que me declaren inocente. Cuando todo termine, habremos dado un buen espectáculo y saldremos fortalecidos en nuestras respectivas posiciones: a mí se me declarará inocente ante el pueblo de Roma; a Clodio lo aplaudirán como un joven brillante y prometedor, y tú conseguirás un nuevo y espectacular triunfo en los tribunales defendiendo a alguien que está muy por encima del nivel de tus clientes habituales.
—¿Y qué pasa si el jurado decide otra cosa?
—No te preocupes por eso. —Catilina se acarició el bolsillo—.Ya me he ocupado del jurado.
—¡La ley es tan cara! —comentó Clodio con una sonrisa—. El pobre Catilina ha tenido que vender las reliquias de la familia para poder estar seguro de la justicia. Realmente, es un escándalo. No sé cómo se las arregla la gente.
—Tendré que examinar los documentos del juicio —dijo Cicerón—. ¿Cuántos días faltan para la vista?
—Tres —repuso Catilina haciendo un gesto a un esclavo que estaba junto a la puerta—. ¿Es tiempo suficiente para prepararte?
—Si ya has convencido al jurado, puedo reducir mis alegaciones a cinco palabras: «Este es Catilina. Dejadlo marchar».
—Pero… ¡yo quiero la función completa del maestro! —protestó Catilina—. Quiero lo de «Es… es… este no… no… noble hombre», lo de «La sa… sa… sangre de… De los si… si… siglos…», lo de «Co… co… contemplad las la… la… lágrimas de su es… es… esposa y sus ami… ami… amigos». —Movía la mano en el aire mientras imitaba toscamente el imperceptible tartamudeo de Cicerón y Clodio reía. Era evidente que ambos estaban bebidos—.Y también quiero escuchar lo de «Esos salvajes africanos mancillando este tribunal» o «Quiero conjurar aquí a Troya y Cartago, a Dido y Eneas».
—Tendrás —le cortó bruscamente Cicerón— un trabajo profesional.
El esclavo había regresado con los papeles del juicio y yo me apresuré a guardarlos en mi caja porque me daba cuenta de que el ambiente se estaba enrareciendo por los efectos de la bebida y tenía prisa por sacar a mi señor de allí.
—Tendremos que reunirnos para hablar sobre las pruebas de tu caso —prosiguió Cicerón en el mismo tono glacial—. A poder ser, mañana.
—Desde luego. No tengo nada mejor que hacer. Como bien sabes, tenía previsto presentarme a las elecciones consulares de este verano hasta que este joven buscaproblemas que tienes delante lo estropeó todo.
Lo más sorprendente en un hombre de su tamaño era su agilidad. De repente se abalanzó sobre Clodio, le rodeó el cuello con su fuerte brazo y le obligó a agacharse. El pobre Clodio, que no era ningún alfeñique, dejó escapar un gemido mientras aferraba el brazo de su agresor. Pero la fuerza de Catilina era formidable, y me pregunto si no le habría partido el cuello con un brusco giro del antebrazo si Cicerón no hubiera intervenido.
—Siendo como soy tu abogado defensor, debo advertirte que sería un grave error que asesinaras a tu demandante.
Al oír aquello, Catilina se volvió y lo fulminó con la mirada, como si por un momento hubiera olvidado quién era Cicerón. Luego, se echó a reír, revolvió los rubios cabellos de Clodio y lo soltó. Este trastabilló hacia atrás a la vez que tosía y se masajeaba el cuello. Durante un segundo dirigió a Catilina una mirada de odio asesino; pero enseguida se echó a reír él también mientras se enderezaba. Los dos se abrazaron. Catilina pidió más vino y nosotros nos marchamos.
—¡Menuda pareja! —exclamó Cicerón mientras pasábamos ante el templo de la Luna de regreso a casa—. Con un poco de suerte se habrán matado el uno al otro antes de que acabe la noche.
Cuando llegamos a casa, Terencia estaba de parto. No cabía duda. Oímos los gritos desde la calle. Cicerón se detuvo en el atrio, pálido por el miedo y la preocupación. Había estado ausente en el nacimiento de Tulia, y nada de lo que contenían sus libros de filosofía lo había preparado para lo que se avecinaba.
—¡Por todos los dioses, parece como si la estuvieran torturando! ¡Terencia! —gritó, echando a correr hacia la escalera que conducía al piso de arriba. Pero las matronas le cerraron el paso.
Pasamos una larga vigilia en la sala de estar. Me pidió que me quedara con él, pero al principio se sentía demasiado ansioso para trabajar. Durante un rato permaneció tumbado en el mismo diván donde había estado recostada Terencia cuando nos fuimos. Luego, al oír más gritos, se levantó y empezó a dar vueltas por la sala. El aire estaba cargado y caliente; las llamas de las velas, inmóviles; y los hilos de humo que surgían de ellas, tan tiesos como plomadas. Me entretuve vaciando la caja de los documentos del juicio y dividiéndolos en categorías: cargos, declaraciones y resúmenes de pruebas documentales. Cicerón, otra vez en el diván, alargó una mano, cogió un rollo tras otro y los leyó a la luz de la lámpara que yo había dispuesto a su lado. No dejaba de hacer muecas, pero me resultaba imposible decidir si se debía a los continuos aullidos que llegaban de arriba o a los espantosos informes de crímenes y violaciones enviados desde todos los rincones de África, desde Útica hasta Tenae, desde Tapsus hasta Telepte. Al cabo de un par de horas, los dejó a un lado con cara de disgusto y me dijo que fuera en busca de papel porque quería dictarme unas cuantas cartas, empezando por una dirigida a Ático. En un esfuerzo por concentrarse, cerró los ojos. En este momento tengo frente a mí ese documento.
Hace tiempo que no tengo noticias tuyas. Ya te he escrito contándote con todo detalle mi campaña electoral. En estos momentos me dispongo a defender a mi compañero candidato Catilina. Tenemos el jurado que queremos y plena cooperación por la parte contraria. Si sale absuelto, confío en que se sentirá más inclinado a colaborar conmigo en mi campaña. Pero si resulta lo contrario, lo llevaré con filosofía.
—¡Sí!, eso es verdad —dijo. Y cerró los ojos de nuevo.
Te necesito en casa pronto. Corre el rumor de que tus nobles amigos van a oponerse a mi elección.
En ese punto mis notas se interrumpieron porque, en lugar de un grito, oímos el lloro de un recién nacido. Cicerón saltó del diván y se precipitó escalera arriba, hacia los aposentos de Terencia. Pasó un buen rato antes de que reapareciera. Cuando por fin lo hizo, me cogió la carta de las manos sin decir nada y añadió de su puño y letra: Tengo el honor de informarte de que me he convertido en el padre de un niño. Terencia se encuentra bien.
¡Cómo puede transformarse una casa por el nacimiento de un niño sano! Creo, aunque pocas veces se reconoce, que esa transformación se debe a que el niño supone una doble bendición: los miedos del parto, de los que nadie habla —el dolor, la muerte y la deformidad—, quedan borrados, y en su lugar surge el milagro de una nueva vida. Alivio y alegría se entrelazan en la misma urdimbre.
Naturalmente, no se me permitió subir para ver a Terencia, pero unas horas más tarde, Cicerón bajó con el recién nacido en brazos y lo mostró orgullosamente a la servidumbre y a sus clientes. Para ser sincero, no había mucho que ver aparte de una carita, colorada y enfadada, y un mechón de oscuros cabellos. Iba envuelto en la misma sabanilla de lana que había envuelto a Cicerón cuarenta años antes. El senador sostenía un sonajero de plata que conservaba de la infancia y que hacía sonar ante la congestionada carita. Lo llevó tiernamente al atrio y le enseñó el lugar donde soñaba que algún día colgaría su imagen consular.
—Y entonces —le susurró—, tú serás Marco Tulio Cicerón, hijo de Marco Tulio Cicerón el cónsul. ¿Qué te parece? No está mal, ¿verdad? Para ti ya no habrá bromas ni burlas con lo del homine novo. Aquí tienes, Tiro, ven a conocer a una nueva dinastía política.
Me ofreció el bulto, y yo lo sostuve nerviosamente, como suelen hacerlo quienes no tienen hijos cuando les entregan un niño. Fue un gran alivio cuando una de las matronas me lo quitó de los brazos.
Entretanto, Cicerón volvía a contemplar el vacío lugar de la pared del atrio, perdido en sus ensoñaciones. Me pregunto qué vería allí: su máscara funeraria, quizá, que le devolvía la mirada igual que un rostro en un espejo. Pregunté por Terencia.
—Bien —dijo—. Se encuentra bien. Es muy fuerte. Ya sabes cómo es. Lo bastante fuerte para volver a sermonearme por haberme aliado con Catilina. —Apartó la vista de la desnuda pared y suspiró—. Bien, supongo que será mejor que nos preparemos para nuestra cita con el canalla.
Cuando llegamos a casa de Catilina encontramos al antiguo gobernador de África de un humor excelente. Más tarde, Cicerón hizo una lista de las «paradójicas cualidades» de aquel hombre; lista que reproduzco a continuación por lo acertado de su forma: «Hacer muchas relaciones por amistad y conservarlas mediante la devoción. Compartir con todos cuanto poseía y ayudar a sus amigos en momentos de necesidad con dinero, influencia, esfuerzo y, en caso necesario, incluso con el crimen. Controlar su genio natural según la ocasión lo requiere y doblegarlo en un sentido y en el otro. Ser serio con los estrictos, fácil con los tolerantes, grave con los ancianos, amistoso con los jóvenes, desafiante con los criminales, disoluto con los depravados…». Así era el Catilina que nos esperaba ese día. Se había enterado del nacimiento del hijo de mi señor y estrechó su mano con cálidas felicitaciones. A continuación sacó una caja forrada de piel de becerro y pidió a Cicerón que la abriera. Dentro había un amuleto infantil de plata que Catilina había comprado en Útica.
—No es más que una pequeña baratija para mantener alejados la enfermedad y los malos espíritus. Por favor, te ruego que se lo des a tu retoño con mis bendiciones.
—Caramba —contestó Cicerón—, es muy amable por tu parte.
En verdad estaba finamente trabajado y desde luego no era ninguna baratija. Cuando Cicerón lo sostuvo ante la luz, vio toda una serie de animales exóticos que se perseguían unos a otros unidos por un motivo de serpientes entrelazadas. Durante unos instantes jugueteó con él y lo sopesó en la palma de la mano pero a continuación lo depositó en su caja y se lo devolvió a Catilina.
—Lo siento —se disculpó—, pero no puedo aceptarlo.
—¿Por qué? —preguntó Catilina con una sonrisa de perplejidad—. ¿Porque eres mi abogado y a los abogados no se les puede pagar? ¡Cuanta integridad! ¡No es más que una nadería para un niño!
—La verdad —dijo Cicerón conteniendo el aliento— es que he venido para anunciarte que no voy a ser tu abogado. Yo me hallaba ocupado disponiendo los documentos legales encima de una pequeña mesa que había entre los dos hombres. Los había estado observando de soslayo, pero en ese instante bajé la cabeza y seguí con lo que hacía. Tras lo que se me antojó un largo silencio, Catilina preguntó en voz baja: —¿Y se puede saber por qué?
—Para serte franco, porque no cabe la más mínima duda de que eres culpable.
Se produjo otro silencio. La voz de Catilina, cuando sonó nuevamente, seguía denotando calma.
—Sí. Pero Fonteyo también era culpable de extorsión contra los galos, y lo representaste.
—Sí, pero existen muchos grados de culpabilidad. Fonteyo era corrupto pero inofensivo. Tú, en cambio, eres igual que él en lo uno pero totalmente distinto en lo otro.
—Eso debe decidirlo el tribunal.
—En circunstancias normales estaría de acuerdo, pero has comprado el veredicto por adelantado y esa es una comedia en la que no deseo participar. Has hecho imposible que pueda convencerme de que estoy actuando honorablemente. Y si yo no estoy convencido, es imposible que convenza a nadie más, ni a mi esposa, ni a mi hermano, y menos aun a mi hijo cuando tenga edad de razonar.
Llegados a ese punto, me arriesgué a lanzar una mirada a Catilina. Se hallaba de pie, totalmente inmóvil, con los brazos inertes a los lados, y me recordó a una fiera que, de repente, se ha topado con un rival. Era la inmovilidad propia del depredador: vigilante y presto para la lucha.
—¿Te das cuenta de que tu decisión no tiene consecuencias para mí, pero sí para ti? —dijo en un tono tranquilo, aunque me lo pareció menos que antes—. No importa quién sea mi abogado. Para mí no cambia nada. Me declararán inocente de todos modos. En cambio tú…, en lugar de mi amistad, tendrás mi enemistad.
Cicerón se encogió de hombros.
—Preferiría no tener la enemistad de nadie; pero, si no hay más remedio, la soportaré.
—Nunca sufrirás una enemistad como la mía. Eso te lo prometo. Pregunta a los africanos. —Sonrió malévolamente—. O a Gratidiano.
—Le arrancaste la lengua. Creo que me resultaría difícil tener una conversación con él.
Catilina se balanceó ligeramente, como si estuviera a punto de hacer a Cicerón lo mismo que había hecho a Clodio la noche anterior; pero tal cosa habría sido un acto de locura, y Catilina no estaba del todo loco. Si lo hubiera estado, las cosas habrían sido más fáciles. Recobró el dominio de sí y dijo: —Bien, entonces supongo que debo dejar que te marches. Cicerón asintió.
—Así es. Tiro, deja los papeles. Ya no los necesitamos.
No recuerdo si la conversación se prolongó. Me parece que no. Catilina y Cicerón se dieron la espalda mutuamente, que era la forma tradicional de indicar enemistad. Luego abandonamos aquella vacía, antigua y crujiente mansión y salimos al sofocante calor del verano romano.