XII

Durante las dos semanas siguientes, en Roma solo se habló de los piratas. Gabinio y Cornelio, según una frase de la época, «vivieron en el rostrum», es decir, día tras día plantearon el asunto ante el pueblo, presentaron nuevas proclamas y llamaron a nuevos testigos. Las historias de miedo eran su especialidad. Se decía, por ejemplo, que cuando alguno de los prisioneros capturados por los piratas declaraba que era ciudadano romano, estos fingían asustarse y le suplicaban clemencia; incluso le proporcionaban buenos vestidos y calzado y se inclinaban a su paso. Ese juego duraba mucho, hasta que se hallaban en alta mar; entonces, sacaban una plancha por la borda y le anunciaban que era libre para marcharse. Si el infeliz se negaba, era arrojado al mar. Semejantes historias enfurecían a los espectadores del foro, que estaban acostumbrados a que la mención casi mágica de su condición de ciudadanos de Roma les garantizase un trato especial en cualquier rincón del mundo.

Cicerón no hizo ningún discurso desde aquella tribuna. Aunque parezca extraño, prefería reservarse hasta que llegara el momento en su carrera en que su parlamento causara el mayor impacto posible. Naturalmente, estuvo tentado de aprovechar el asunto para romper su silencio, ya que era un arma estupenda contra los aristócratas, pero al final prefirió abstenerse; puesto —que el tema ya tenía el respaldo de la calle, lo mejor que él podía hacer —argumentó— era permanecer en un segundo plano trazando estrategias y ganándose a los indecisos del Senado. Ese es el motivo por el que la importancia de su tarea ha sido menospreciada con frecuencia. En lugar de convertirse en un fiero orador, se dedicó —para variar— a mantener una presencia discreta y a recorrer el senaculum atendiendo las quejas de los pedarii, prometiendo trasladar sus mensajes de conmiseración a Pompeyo y formulando ocasionales ofrecimientos a los personajes influyentes. Todos los días llegaba a casa un mensajero proveniente de la mansión de Pompeyo en los montes Albanos con un mensaje donde este solicitaba información de última hora o nuevas instrucciones («No parece que nuestro nuevo Cincinato dedique mucho tiempo al arado», comentó cáusticamente Cicerón), y todos los días el senador me dictaba una respuesta tranquilizadora en la que, a menudo, incluía los nombres de las personas influyentes con las que Pompeyo debía entrevistarse. Aquella era una tarea delicada porque resultaba importante mantener la apariencia de que Pompeyo ya no intervenía en asuntos de política. De todas maneras, una combinación en la que intervenían la codicia, el halago, la ambición, la toma de conciencia de que el mando absoluto iba a ser inevitable y el miedo a Craso puso de parte de Pompeyo a una docena de senadores; el más importante de ellos era Lucio Manlio Torcuato, que acababa de servir como pretor y sin duda sería candidato al consulado al año siguiente.

Craso seguía siendo la principal amenaza para los planes de Cicerón, y no se estuvo de brazos cruzados durante aquellos días. También él se dedicó a hacer promesas de lucrativas comisiones y a sumar partidarios. Para los expertos en política era fascinante observar a los dos eternos rivales, Craso y Pompeyo, en tan equilibrada pugna. Ambos contaban con sus respectivos y fieles tribunos, lo que les permitía ejercer el veto, y ambos tenían su correspondiente lista de partidarios en el Senado. La ventaja de Craso sobre Pompeyo radicaba en que disponía del apoyo de la mayoría de los aristócratas, que temían a Pompeyo más que a cualquier otro hombre de la República; la ventaja de Pompeyo sobre Craso residía en su popularidad entre las masas.

—Son como dos escorpiones dando vueltas el uno alrededor del otro —comentó Cicerón una mañana mientras se recostaba en su asiento tras haber dictado su último mensaje a Pompeyo—. Ninguno de los dos es capaz de alzarse con la victoria definitiva, pero sí pueden matarse entre ellos.

—Entonces, ¿quién vencerá? —pregunté yo.

Cicerón me contempló. De repente, se inclinó hacia mí y dio un fuerte manotazo en la mesa que me hizo dar un respingo.

—El primero que ataque al otro por sorpresa.

Cuando hizo este comentario faltaban solo cuatro días para que la Lex Gabinia fuera sometida a votación por el pueblo. Cicerón todavía no había dado con la manera de evitar el veto de Craso. Se sentía cansado y desanimado, y de nuevo hablaba de retirarnos a Atenas para estudiar filosofía. Pasó ese día, y otro, y otro, sin que la solución se presentara. El día antes de la votación me levanté al amanecer, como de costumbre, y abrí la puerta a los clientes de Cicerón. Desde que se conocía su relación con Pompeyo, el número de visitas se había duplicado, y la casa, para desagrado de Terencia, estaba llena a todas horas de gente que acudía a pedir un favor o simplemente a dar coba. Algunos de ellos tenían nombres ilustres. Por ejemplo, aquella mañana en concreto, se hallaba allí Antonio Híbrida, que era el segundo hijo del gran orador y cónsul Marco Antonio y que acababa de finalizar su mandato como tribuno. Era un idiota y un borracho, pero el protocolo dictaba que debía ser atendido el primero. Fuera hacía un día gris y lluvioso, y las visitas emanaban el olor a perro de las ropas mojadas y el cabello empapado. El suelo de mosaico blanco y negro estaba lleno de manchas de barro, y yo me disponía a ordenar a uno de los esclavos de la servidumbre que lo limpiara cuando la puerta se abrió de nuevo y entró Marco Licinio Craso en persona. Me descolocó tanto que por un momento me olvidé incluso de asustarme y le di la bienvenida como si fuera un don nadie que acudiera en busca de una carta de recomendación.

—Buenos días, Tiro —me dijo, devolviéndome el saludo. Solo me había visto una vez, pero recordaba mi nombre, y eso me asustó—. ¿Podría ver a tu señor?

Craso no estaba solo, le acompañaba Quinto Arrio, un senador que lo seguía a todas partes como una sombra y cuya ridícula y afectada forma de hablar sería parodiada por Cátulo, el más cruel de los poetas. Entré a toda prisa en el estudio de Cicerón, donde mi señor dictaba una carta a Sosisteo al tiempo que firmaba tantos documentos como Laureo era capaz de producir.

—¡Nunca adivinarás quién está aquí! —grité.

—Craso —me contestó sin apenas levantar la mirada. Mi sorpresa fue total.

—¿No te sorprende?

—No —dijo Cicerón firmando otra carta—. Ha venido a presentar una magnánima oferta que, en realidad, no es en absoluto magnánima pero que lo hará aparecer bajo un prisma más favorable cuando se haga pública nuestra negativa a aceptarla. Tiene todos los motivos del mundo para negociar, pero nosotros no tenemos ninguno. De todas maneras, será mejor que lo hagas pasar antes de que soborne a todos mis clientes para que me abandonen. Quédate en la habitación y toma nota de cuanto se diga, no quiero que ponga en mi boca palabras que yo no haya dicho.

Así pues, fui a buscar a Craso, que se hallaba estrechando manos en el tablinum de Cicerón ante la estupefacción de los presentes, y lo acompañé a presencia de mi señor. Los secretarios auxiliares se retiraron y solo quedamos nosotros cuatro: Craso, Arrio y Cicerón sentados, y yo de pie en un rincón tomando notas.

Tienes una casa muy agradable —dijo Craso con su habitual campechanía—. Pequeña pero encantadora. Avísame si decides venderla.

—Te prometo que si alguna vez es pasto de las llamas —contestó Cicerón con toda la ironía de la que era capaz—, serás el primero en saberlo.

—¡Muy gracioso! —exclamó Craso aplaudiendo y riendo de buena gana—. Pero lo digo totalmente en serio. Una persona importante como tú debería vivir en una mansión y en un barrio mejor. En el Palatino, desde luego. Yo podría disponerlo todo. No, por favor —añadió cuando Cicerón negó con la cabeza—, no rechaces mi oferta. Hemos tenido nuestras diferencias, y creo que ha llegado el momento de que haya un gesto de reconciliación por mi parte.

—Bueno, eres muy amable —repuso Cicerón—, pero me temo que entre nosotros se interponen los intereses de cierto caballero.

—No tiene por qué ser así. Escucha, Cicerón, he seguido tu carrera con admiración. Te mereces el lugar que ocupas en Roma, y opino que este verano deberías conseguir la pretoría para, dentro de dos años, lograr el consulado. Bueno, ya lo he dicho. Cuentas con mi apoyo. ¿Qué me dices?

Desde luego, se trataba de un ofrecimiento extraordinario, y en ese momento comprendí un aspecto importante de los hombres de negocios inteligentes: su constante codicia no es lo que los hace ricos, sino el saber mostrarse inesperada e incluso desmedidamente generosos cuando es necesario. A Cicerón aquello lo pilló por sorpresa: Craso estaba ofreciéndole en bandeja, como suele decirse, un consulado, el sueño de su vida, una ambición que ni siquiera había osado confiar al mismísimo Pompeyo por miedo a despertar recelos o envidias.

—Craso, me abrumas —repuso, y su voz sonó tan embargada por la emoción que tuvo que carraspear unas cuantas veces antes de poder continuar—, pero el destino nos ha situado de nuevo en campos contrarios.

—No necesariamente. ¿No crees que el día antes de llegar a un acuerdo es el momento idóneo para negociar? Acepto que la idea de ese mando supremo es de Pompeyo, ¿por qué no lo compartimos?

—Un mando supremo compartido es una contradicción en sí misma.

—Ya compartimos el consulado.

—Sí, pero el consulado es un cargo bicéfalo que se basa en el principio de que el poder político siempre se ha de repartir. Dirigir una guerra es algo completamente distinto, y tú lo sabes mejor que yo. En la guerra, cualquier división en el mando resulta fatal.

—Hay sitio sobrado para dos —dijo Craso airadamente—. Dejemos que Pompeyo ocupe el lado este, y yo, el oeste. O Pompeyo el mar, y yo, la tierra. O al revés. No me importa. La cuestión es que entre los dos podemos gobernar el mundo teniéndote a ti como el puente que nos una.

Estoy convencido de que Cicerón había esperado encontrarse con un Craso amenazador y agresivo, tácticas que su larga experiencia en los tribunales le había enseñado a manejar. Pero aquella actitud inesperadamente generosa lo desconcertaba, sobre todo porque la propuesta de Craso era sensata y a la vez patriótica. Además, para Cicerón constituía la solución ideal, ya que le permitía ganarse la amistad de ambas partes.

—Ten por seguro que le presentaré tu oferta. La tendrá en sus manos antes de que finalice el día.

—¡Eso no me sirve! —bufó Craso—. Si bastara con llevarle una propuesta podría haber mandado a Arrio a los montes Albanos con una carta, ¿no es así, Arrio?

—Desde luego —repuso el aludido.

—No, Cicerón —prosiguió Craso—. Lo que necesito es que me ayudes a llevar esto a buen puerto. —Se inclinó hacia delante mientras se humedecía los labios. Había algo casi lascivo en la forma que tenía Craso de hablar del poder—. Seré franco contigo. Deseo reanudar mi carrera militar. Tengo todas las riquezas que un hombre puede anhelar, pero estas no han de ser un fin en sí mismas, sino un medio para conseguir algo más. ¿Alguna nación ha erigido una estatua en recuerdo de un hombre solo porque era rico? ¿Alguno de los muchos pueblos de esta tierra incluye en sus plegarias el nombre de un millonario muerto tiempo atrás solo por el número de casas que poseía? La única gloria duradera se halla en la literatura y en el campo de batalla, ¡y los dioses saben que no soy poeta! Así pues, tienes que presentar personalmente la idea a Pompeyo para que funcione.

—Pompeyo no es una mula que uno pueda llevar del ronzal —objetó Cicerón y me pareció que se ponía en guardia ante la crudeza de su viejo enemigo—.Ya sabes qué clase de persona es.

—¡Lo sé! ¡Demasiado bien lo sé! Sin embargo, tú eres el hombre más persuasivo del mundo. Si conseguiste que se marchara de Roma, y no me negarás que así fue, sin duda podrás lograr que regrese.

—Ha decidido que o volverá como comandante supremo o no volverá.

—Entonces, ¡Roma no sabrá más de él! —espetó Craso, cuya campechanía empezaba a desconcharse como la pobre pintura de sus insalubres casas—. ¡Sabes perfectamente lo que ocurrirá mañana! Los sucesos se desarrollarán con la previsibilidad de una comedia en el teatro. Gabinio propondrá su ley, y Trebelio, por orden mía, la vetará. A continuación, siguiendo mis instrucciones, presentará una enmienda solicitando un mando compartido y retará a cualquier tribuno a que la vete. Si Pompeyo se niega a servir en ese cargo quedará como un niño pequeño que pilla una rabieta y está dispuesto a romper su juguete antes que compartirlo.

—No estoy de acuerdo. La gente lo quiere.

—La gente también quería a Tiberio Graco, pero al final eso a él no le hizo ningún bien. Fue un destino terrible para un patriota romano, y harías bien en recordarlo. —Craso se levantó—. Considera tus propios intereses, Cicerón. ¿Acaso no ves que Pompeyo está llevándote a la muerte política? Ningún hombre ha llegado a cónsul teniendo enfrente a la aristocracia unida contra él.

Cicerón se levantó también y, a regañadientes, le tendió la mano. Craso se la estrechó con fuerza y lo atrajo hacia sí.

—Te he tendido la mano en señal de amistad en dos ocasiones, Marco Tulio Cicerón —dijo en voz baja—. No habrá una tercera.

Dicho lo cual, salió de la casa a tal velocidad que ni tiempo me dio a adelantarme y abrirle la puerta. Regresé al estudio y encontré a Cicerón de pie en el mismo sitio donde lo había dejado; se miraba la mano con expresión preocupada.

—Ha sido como tocar la piel de una serpiente —dijo—. Dime una cosa, ¿lo he oído mal o realmente me ha dado a entender que Pompeyo y yo podemos sufrir el mismo destino que Tiberio Graco?

—Sí. «Un destino terrible para un patriota romano» —leí de mis notas, tras lo cual pregunté—: ¿Y cuál fue el terrible destino de Tiberio Graco?

—Lo acorralaron como una rata en un templo y fue asesinado por un puñado de nobles mientras era tribuno y, por lo tanto, gozaba de inviolabilidad. Eso debió de ser hace al menos sesenta años.

¡Tiberio Graco! —exclamó alzando un puño—. ¿Sabes, Tiro? Por un momento casi estuve a punto de creer a Craso, pero te juro que prefiero renunciar a ser cónsul que lograrlo gracias a su ayuda.

—Te creo, senador. Pompeyo vale diez como él.

—Y cien, a pesar de sus tonterías.

Me mantuve ocupado ordenando el escritorio y reuniendo la lista de las visitas de la mañana en el tablinum mientras Cicerón seguía inmóvil en el estudio. Cuando regresé, en su rostro se leía una curiosa expresión. Le entregué la lista y le recordé que todavía tenía una casa llena de clientes a los que recibir, incluido un senador. Con aire ausente, seleccionó unos cuantos nombres, entre ellos el de Híbrida y de repente dijo:

—Deja que Sosisteo se ocupe de eso. Tengo otro trabajo para ti. Ve al Archivo Nacional y consulta los anales del año consular de Muscio Scevola y Calpurnio Pisón. Luego, copia todo lo que encuentres relacionado con el tribunado de Tiberio Graco y su propuesta agraria. No comentes con nadie lo que estás haciendo. Si alguien te pregunta, invéntate cualquier excusa. ¿Y bien? —Me sonrió por primera vez desde hacía una semana y me hizo un gesto para que corriera—. ¡Vete ya, hombre, vete!

Tras tantos años a su servicio, estaba acostumbrado a aquellas sorprendentes y perentorias órdenes; de modo que, una vez me hube protegido contra el frío y la lluvia, salí y caminé colina abajo. La ciudad nunca me había parecido tan deprimente y apurada. Nos hallábamos en lo más duro del invierno, había mendigos por todas partes e incluso el cadáver de algún que otro desdichado, que había muerto durante la noche, tirado en las alcantarillas. Recorrí a toda prisa las siniestras calles, crucé el foro y subí la escalinata del Archivo. Era el mismo edificio donde había descubierto los insignificantes archivos oficiales de Verres y adonde había ido infinidad de veces por encargo de Cicerón, especialmente en su etapa de edil, de modo que conocía a casi todos los funcionarios. Me entregaron el volumen que necesitaba y no me hicieron preguntas. Me lo llevé a una mesa de lectura situada bajo una ventana y lo desenrollé con mis manos enfundadas en mitones. La luz de la mañana era débil, había corriente de aire, y no sabía qué debía buscar. Los Anales, al menos en esa época, antes de que César les pusiera la mano encima, ofrecían un relato directo y fidedigno de lo que había ocurrido año tras año: los nombres de los magistrados, las leyes aprobadas, las guerras habidas, las hambrunas sufridas, los eclipses y el resto de los fenómenos naturales observados. Se basaban en el informe que todos los años redactaba el pontifex maximus y que se colgaba en la puerta de la sede del Colegio de Sacerdotes.

La historia siempre me ha fascinado. Tal como escribió el propio Cicerón, «Ignorar cuanto ha sucedido antes del nacimiento de uno equivale a seguir siendo un niño para siempre, pues ¿qué valor tiene la vida humana si no está entretejida con la de nuestros antepasados a través de la historia?». Me olvidé rápidamente del frío; podría haberme pasado el día allí, desenrollando aquel pergamino y revisando los acontecimientos ocurridos sesenta años antes. Descubrí que en aquel año en concreto —el seiscientos veintiuno— el rey Attalus III de Pergamo falleció y dejó su país en herencia a Roma; que Escipión el Africano destruyó la ciudad hispana de Numancia y mató a sus cinco mil habitantes, menos a cincuenta de ellos, a los que perdonó la vida para que caminaran cargados de cadenas el día de su triunfo; y que Tiberio Graco, el famoso tribuno de tendencias radicales, presentó una ley para repartir el terreno público entre la gente común, que sufría muchas penalidades. Pensé que las cosas no habían cambiado. La propuesta de Graco enfureció a los aristócratas del Senado, que vieron en ella una amenaza para sus fincas y propiedades, de modo que convencieron o sobornaron a un tribuno llamado Marco Octavio para que la vetara. Sin embargo, dado que la gente era claramente favorable a la idea, Graco argumentó desde el rostrum que Octavio no estaba cumpliendo su sagrado deber de representar el interés del pueblo, por lo que pidió a la gente que votara para expulsarlo de su cargo. Tribu a tribu, así se hizo. Cuando diecisiete de las treinta y cinco tribus ya habían votado abrumadoramente a favor de su expulsión, Graco suspendió la votación y se dirigió a Octavio para rogarle que retirara el veto. Octavio se negó, y Graco declaró que los dioses eran testigos de que no deseaba echar a su colega. La votación prosiguió y, una vez lograda la mayoría, Octavio fue desprovisto de su tribunado («reducido a la categoría de ciudadano ordinario, partió sin que nadie le prestara atención»). La propuesta agraria de Graco fue aprobada, pero los nobles —tal como Craso había recordado a Cicerón— se tomaron cumplida venganza unos meses después, cuando Graco fue acorralado en el templo de Fides, apaleado hasta morir, y su cuerpo, arrojado a las aguas del Tíber.

Me desaté la libreta de notas que llevaba sujeta a la muñeca y saqué el punzón. Recuerdo que miré a mi alrededor para asegurarme de que me hallaba solo antes de empezar a copiar los fragmentos relevantes de los Anales, y entonces comprendí por qué Cicerón había insistido tanto en la necesidad de que lo hiciera en secreto. Tenía los dedos helados; y la cera estaba muy dura. Me salió una letra atroz. En un momento dado, cuando Cátulo en persona, el propietario del Archivo, apareció en la puerta mirándome fijamente, tuve la impresión de que el corazón se me saldría del pecho. Por suerte, el anciano era miope, y en todo caso dudo que supiera quién era yo. Tras hablar un momento con uno de sus libertos, se marchó. Yo acabé mi transcripción y casi salí corriendo del edificio por la helada escalinata, crucé el foro y regresé a casa de mi señor apretando la tablilla de cera contra el pecho y con la sensación de que nunca en mi vida había hecho un trabajo tan importante.

Al llegar me encontré con que Cicerón seguía reunido con Híbrida, pero en cuanto me vio, puso fin a la conversación. Híbrida era uno de esos tipos elegantes y bien educados que habían arruinado su aspecto y su fortuna por culpa del vino. Pude oler su aliento incluso desde donde me encontraba. Era como el hedor de la fruta pudriéndose en las cloacas. Unos años atrás lo habían expulsado del Senado por bancarrota y conducta inmoral, en concreto por corrupción, embriaguez y por haber comprado en una subasta a una hermosísima esclava con la que vivía abiertamente como si fuera su amante. Sin embargo, la gente lo adoraba por su audacia. En esos momentos, tras haber servido un año como tribuno, había logrado regresar al Senado. Esperé a que se hubiera marchado para entregar mis notas a Cicerón.

—¿Qué quería? —pregunté.

—Mi apoyo para su candidatura a pretor.

—¡Menudo caradura!

—Sí, supongo que lo es. Aun así, le he prometido mi apoyo —me contestó como si tal cosa, y al ver mi sorpresa, explicó—: Con él como pretor, tendré menos rivales para el consulado.

Depositó mi libreta de notas en el escritorio y la leyó atentamente. Luego clavó los codos en la mesa, apoyó el mentón en las manos entrelazadas e, inclinándose, la releyó mientras yo me hacía una imagen mental de sus pensamientos fluyendo como lo haría el agua sobre un suelo de losas rotas; primero avanzando, después extendiéndose hacia los lados, encontrando el camino bloqueado en un punto y desviándose para superarlo, explorando todos los recovecos y minúsculas posibilidades como un fluido en movimiento. Al final se incorporó y, medio para sí, medio hablando conmigo, dijo:

—Esta táctica no se había utilizado antes de Graco y no se ha vuelto a utilizar después. Y se entiende el porqué. ¡Menuda arma para poner en manos de un hombre! Ganemos o perdamos, tendremos que vivir con las consecuencias durante años. —Me miró—. No estoy seguro, Tiro. Tal vez deberías borrarlo —dijo, pero, cuando me dispuse a obedecer, añadió rápidamente—: Espera, tal vez no. —Me ordenó entonces que llamara a Laureo y a algunos otros esclavos para que fueran a casa de los distintos senadores y les avisaran de que aquella noche se convocaría una reunión. —No aquí —añadió—, sino en casa de Pompeyo.

Acto seguido, se sentó y empezó a escribir de su puño y letra una carta dirigida al general; la carta fue enviada con un jinete que tenía órdenes de esperar la respuesta y regresar.

—Si Craso insiste en invocar el fantasma de Graco —dijo con aire grave cuando el mensajero hubo partido—, el fantasma aparecerá.

No hará falta que diga que los demás estaban impacientes por saber el motivo de que Cicerón los hubiera convocado. Una vez concluidas las labores del día, todos se dirigieron a la mansión de Pompeyo y ocuparon sus asientos alrededor de la mesa, salvo el gran trono del anfitrión ausente, que quedó vacío en señal de respeto. Puede parecer extraño que personajes tan inteligentes como César y Varro ignoraran las tácticas utilizadas por Graco durante su cargo como tribuno, pero hay que recordar que habían pasado sesenta años desde su muerte, que en ese tiempo habían ocurrido sucesos de gran importancia y que todavía no se había desarrollado el gran interés por la historia que llegaría en las décadas siguientes. Incluso Cicerón se había olvidado de esas tácticas hasta que las amenazas de Craso despertaron el recuerdo de la lejana época en que estudiaba derecho. Se produjo un gran silencio mientras leía el extracto de los Anales, y un murmullo de excitación se apoderó de la habitación cuando terminó. Solo Varro, que con sus blancos cabellos era el más anciano de los presentes y recordaba haber oído hablar a su padre sobre el caos imperante durante el tribunado de Graco, expresó algunas reservas.

—Crearías un precedente —advirtió—, según el cual cualquier demagogo podría emplazar al pueblo y amenazar con deponer a un colega si creyera que contaba con la mayoría entre las tribus. Y, de paso, ¿por qué limitarse a deponer a un tribuno? ¿Por qué no a un pretor o a un cónsul?

—Nosotros no sentaríamos ningún precedente —intervino César, impaciente—. Graco lo hizo en nuestro lugar.

—Exacto —convino Cicerón—. Los nobles lo asesinaron, pero no declararon ilegal la legislación en la que se basó. Entiendo lo que dice Varro, y hasta cierto punto comparto sus dudas, pero nos hallamos ante una lucha a vida o muerte y debemos asumir ciertos riesgos.

Se oyó un murmullo de asentimiento, pero al final las voces más decisivas a favor fueron las de Gabinio y Cornelio, los dos hombres que tendrían que comparecer ante el pueblo para conseguir que se aprobara la propuesta y se convertirían en el objetivo de la venganza de los nobles, tanto desde el punto de vista físico como legal.

—El pueblo desea que se instaure este mando supremo y quiere que lo ejerza Pompeyo —Declaró Gabinio—. El hecho de que Craso tenga un bolsillo lo bastante profundo para comprarse un par de tribunos no ha de ser suficiente para frustrar la voluntad de la gente.

Afranio quiso saber si Pompeyo había dado su opinión.

—Este es el mensaje que le envié esta mañana —respondió Cicerón, mostrándolo a todos—, y aquí abajo está la respuesta que devolvió al instante y que ha llegado aquí al mismo tiempo que vosotros.

Todos pudieron ver que Pompeyo había escrito con su potente caligrafía una sola palabra: «Conforme». Aquello zanjó la cuestión. Más tarde, Cicerón me ordenó que quemara la carta.

La mañana de la asamblea hacía un frío intenso, y un viento helado soplaba entre las columnas y los templos del foro. Sin embargo, las inclemencias del tiempo no evitaron que se reuniera una gran multitud. Los días en que se celebraban las votaciones importantes, los tribunos se trasladaban desde el rostrum hasta el templo de Castor, donde había más espacio. Los operarios habían estado muy atareados durante la noche montando las pasarelas de madera por donde desfilarían los ciudadanos para depositar su voto. Cicerón llegó temprano y discretamente, con la única compañía de Quinto y mi persona, ya que, tal como no dejó de repetir durante todo el trayecto, no era más que el escenógrafo de aquella producción y no uno de sus protagonistas principales. Estuvo charlando un rato con los representantes de algunas tribus y después se retiró conmigo al pórtico de la basílica Emilia, desde donde tendría una estupenda vista de los acontecimientos y podría impartir instrucciones en caso necesario.

El panorama era impresionante, y creo que debo de ser uno de los pocos hombres que lo vieron que siguen con vida. Los diez tribunos se alinearon en su banco, y entre ellos, cual gladiadores a sueldo, las dos parejas de contendientes: Gabinio y Cornelio (en representación de Pompeyo) contra Roscio y Trebelio (en representación de Craso). Los sacerdotes y los augures estaban todos en pie en lo alto de la escalinata del templo, y el anaranjado fuego del altar ponía una nota de color contra el gris del cielo. Los numerosos votantes, con sus rostros enrojecidos por el frío, ocupaban la mayor parte del foro y se reunían bajo los estandartes de sus respectivas tribus, donde figuraban, orgullosos, los nombres de cada una: Emilia, Camilia, Fabia…, de manera que si alguien se desorientaba pudiera ver dónde debía situarse. El intercambio de bromas y comentarios fue constante hasta que las trompetas llamaron al orden. A continuación, el pregonero oficial, con su voz chillona, leyó la propuesta por segunda vez, tras lo cual Gabinio se adelantó y realizó un breve discurso. Tenía buenas noticias, dijo, las noticias que el pueblo de Roma llevaba tiempo esperando: Pompeyo el Grande, conmovido por los sufrimientos de la nación, estaba dispuesto a reconsiderar su decisión y prestar servicio como comandante supremo, pero solo si ese era el deseo unánime de todos.

—¿Es ese vuestro deseo? —preguntó Gabinio y de inmediato se desató una oleada de entusiasmo que se prolongó un buen rato gracias a la acción de los representantes de las tribus. En realidad, al ver que el entusiasmo menguaba, Cicerón hacía una discreta señal a dichos representantes, que a su vez la hacían correr por el foro, y entonces los estandartes volvían a ondear y los aplausos se reavivaban. Hasta que por fin Gabinio hizo un gesto reclamando silencio—. ¡Sometámoslo a votación! —declaró.

Lentamente Trebelio se puso en pie —y uno tiene que admirar su coraje por lograr levantarse ante tantos miles de oponentes— en el banco de los tribunos y dio unos pasos al frente con la mano en alto para mostrar su deseo de hablar. Gabinio lo contempló con desprecio y vociferó a la multitud:

—Y bien, ciudadanos, ¿acaso hemos de permitirle hablar?

—¡No! —gritaron todos al unísono.

Ante aquello, Trebelio gritó con voz chillona por culpa de los nervios:

—¡Pues entonces veto la propuesta!

En cualquier otro momento durante los cuatro siglos anteriores, salvo en el año del tribunado de Tiberio Graco, aquello habría representado el fin de la iniciativa, pero aquella fatídica mañana Gabinio solicitó a la multitud que guardara silencio y preguntó:

—¿Acaso Trebelio habla por boca de todos vosotros?

—¡No! —respondió la gente—. ¡No! ¡No!

—¿Y habla en nombre de alguien?

El único sonido era el del viento. Ni siquiera los senadores que apoyaban a Trebelio se atrevieron a alzar la voz ya que se hallaban desprotegidos en medio de la multitud y, de haberlo hecho, se habrían convertido en el objeto de la furia de las tribus.

—Entonces —prosiguió Gabinio—, de acuerdo con el precedente establecido por Tiberio Graco, propongo que Trebelio, habiendo incumplido el juramento que su cargo le impone de representar al pueblo, sea depuesto como tribuno. ¡Y propongo además que mi iniciativa se vote ahora mismo!

Cicerón se volvió hacia mí.

—Ahora empieza el juego —me dijo.

Durante unos instantes, los ciudadanos se miraron unos a otros. Enseguida empezaron a asentir y, de entre todos, surgió un murmullo de reconocimiento —al menos eso es lo que creo en estos momentos en que, sentado en mi estudio y con los ojos cerrados, intento recordarlo lo mejor posible—, la toma de conciencia de que podían hacerlo y de que los nobles del Senado no podrían detenerlos. Cátulo, Hortensio y Craso, sumamente alarmados, intentaron abrirse paso hacia el frente de la asamblea para hacerse oír; pero en los peldaños inferiores Gabinio había apostado a unos cuantos veteranos de Pompeyo que no les permitieron pasar. Craso había perdido su habitual contención, y tenía el rostro arrebolado y contorsionado por la ira mientras intentaba abrirse paso sin éxito. Reparó entonces en Cicerón, que observaba el desarrollo de la escena, y lo señaló con el dedo al tiempo que gritaba algo, pero se hallaba demasiado lejos y había demasiado ruido para que pudiéramos oírlo. Cicerón le sonrió con benevolencia.

El pregonero leyó entonces la moción de Gabinio —«Que el pueblo no desea que Trebelio siga siendo su tribuno»—Y los secretarios electorales se dirigieron a sus respectivas mesas. Como de costumbre, la Suburana fue la primera tribu en votar, y sus miembros desfilaron de a dos por la pasarela para depositar sus votos. Una vez hecho, descendieron por los peldaños laterales del templo y regresaron al foro. Las tribus de la ciudad fueron pasando una tras otra, y todas votaron a favor de que Trebelio fuera depuesto de su cargo. A continuación les llegó el turno a las tribus rurales. El asunto llevó varias horas y, durante todo ese tiempo, Trebelio estuvo pálido de angustia y conferenció varias veces con su compañero Roscio. En un momento dado, desapareció de la tribuna. No vi adónde había ido, pero imagino que fue a suplicar a Craso que lo liberara de su compromiso. Por todo el foro, pequeños grupos de senadores se reunieron mientras sus tribus acababan de votar, y vi a Cátulo y a Hortensio ir de grupo en grupo con el semblante preocupado. Cicerón hizo su recorrido, y yo iba tras él mientras circulaba entre los senadores y hablaba con ellos, como Torcuato y su viejo aliado Marcelino, a quienes había convencido en secreto para que se pasaran al bando de Pompeyo.

Al cabo de un buen rato, cuando diecisiete tribus ya habían votado a favor de expulsar a Trebelio, Gabinio ordenó una pausa en las votaciones. Llamó a su adversario y le preguntó si estaba dispuesto a inclinarse ante la voluntad del pueblo y conservar así su tribunado o si, por el contrario, iba a ser necesario otro voto para deponerlo. Aquella fue la oportunidad de Trebelio de entrar en la historia como el héroe de su causa, y a menudo me he preguntado si llegó a lamentar su decisión, pero supongo que todavía albergaba esperanzas sobre el futuro de su carrera política. Tras una breve vacilación, hizo un gesto de asentimiento y su veto fue retirado. No creo que haga falta añadir que a partir de ese instante se ganó el desprecio de ambos bandos y que nunca más se volvió a oír hablar de él.

Todas las miradas se volvieron entonces hacia Roscio, el segundo tribuno a sueldo de Craso, y fue en ese preciso momento de la primera hora de la tarde cuando Cátulo apareció de nuevo al pie de la escalinata del templo, hizo bocina con las manos y pidió a Gabinio que le concediera la palabra. Como ya he mencionado anteriormente, Cátulo imponía gran respeto por su patriotismo. Por lo tanto, y también porque era el ex cónsul de más edad del Senado, a Gabinio le resultó difícil negarse. Hizo un gesto a los veteranos para que lo dejaran pasar, y Cátulo, a pesar de su edad, subió los peldaños con la rapidez de una lagartija.

—Esto es un error —me murmuró Cicerón.

Mas tarde, Gabinio confesó a mi señor que había creído que los aristócratas, al ver que habían perdido, quizá estuvieran dispuestos a ceder en aras de la unidad nacional. Pero no fue así. Cátulo arremetió contra la Lex Gabinia y las tácticas ilegales utilizadas para que se aprobara. Aseguró que era una locura poner la seguridad de la República en manos de un solo hombre. La guerra era una empresa azarosa, especialmente en el mar: ¿qué ocurriría con aquel mando supremo si Pompeyo resultaba muerto? ¿Quién lo sustituiría? Se oyeron algunos gritos que decían: «¡Tú!», pero esa no era la respuesta que Cátulo deseaba, por muy halagadora que pudiera serle. Sabía que era demasiado viejo para dedicarse a guerrear. Lo que realmente quería era un mando compartido —el de Craso y Pompeyo—, porque, a pesar de que detestaba a Craso, estaba convencido de que el hombre más rico de Roma podría contrapesar el poder de Pompeyo.

En ese momento Gabinio ya había empezado a comprender que el haber permitido que Cátulo interviniera había sido un error. Los días en invierno eran cortos, y la votación debía terminar antes de la puesta de sol; de modo que interrumpió de cualquier manera al ex cónsul y le dijo que ya había tenido su oportunidad de hablar y que había llegado el momento de votar. Roscio se levantó entonces e intentó presentar una propuesta oficial para que el mando supremo fuera compartido, pero la gente empezaba a cansarse y no quiso concederle la palabra. De hecho, se organizó un clamor tan ensordecedor que se dijo que el ruido llegó a matar a un cuervo que volaba por allí y que se estrelló contra el suelo. Cuanto Roscio pudo hacer ante aquella manifestación fue levantar la mano haciendo el gesto de la «V» con dos dedos para vetar la propuesta y demostrar su convencimiento de que el mando debía ser bicéfalo. Gabinio era consciente de que si volvía a reclamar una votación para deponer también a Roscio se quedaría sin luz y sin tiempo para que el mando supremo fuera aprobado ese día. ¿Quién sabía de qué podían ser capaces los aristócratas si les daba la posibilidad de reagrupar sus fuerzas durante la noche? Así pues, respondió dando la espalda a Roscio y ordenando que la propuesta del mando único se hiciera efectiva inmediatamente.

—Ya está —me dijo Cicerón cuando los secretarios de la votación se dirigieron a sus mesas—. Es cosa hecha. Corre a casa de Pompeyo y diles que envíen un mensaje inmediatamente al general. Anota esto: «La propuesta ha sido aprobada. El mando es tuyo. Debes partir hacia Roma sin demora. Asegúrate de que llegas esta noche. Tu presencia es necesaria para asegurar la situación. Firmado: Cicerón».

Comprobé que lo había anotado correctamente y salí corriendo para cumplir con mi encargo mientras mi señor volvía a sumergirse en el abarrotado foro para practicar su arte —bromear, halagar, simpatizar y ocasionalmente incluso amenazar— porque, de acuerdo con su filosofía, no había nada que no pudiera hacerse o deshacerse mediante la palabra.

De este modo la Lex Gabinia fue aprobada con el voto unánime de todas las tribus, una medida que iba a tener enormes consecuencias para todos los personalmente implicados, para Roma y también para el mundo entero.

Al caer la noche, el foro se fue vaciando y los contendientes se retiraron a sus respectivas sedes: los aristócratas recalcitrantes, a casa de Cátulo, en la ladera del Palatino; los partidarios de Craso, al domicilio de este, un poco más abajo; y los victoriosos pompeyanos, a la mansión de su jefe, en la colina Esquilina. El éxito había obrado su habitual y fecunda magia, y creo que al menos había veinte senadores esperando en el tablinum de la casa de Pompeyo para beber su vino y celebrar su victoria. La estancia estaba brillantemente iluminada con candelabros, y se respiraba una densa atmósfera de sudor y vino donde resonaba el ruido de las conversaciones masculinas que suelen surgir una vez que la tensión ha cedido. César, Afranio, Palícano, Gabinio, Varro, Cornelio, todos ellos estaban presentes, pero los recién llegados los superaban en número. No recuerdo todos sus nombres. Lucio Torcuato y su primo Aulo estaban allí junto con otra destacada pareja de sangre azul: Metelo Nepos y Léntulo Marcelino. Cornelio Sisena (que había sido uno de los más entusiastas partidarios de Verres) se instaló como si estuviera en su casa, con los pies encima de la mesa, al igual que otros dos ex cónsules: Léntulo Clodiano y Gelio Publicola (el mismo Gelio que seguía molesto con Cicerón por su mordaz comentario sobre la conferencia de filosofía). En cuanto a Cicerón, se sentó aparte, en la estancia contigua, mientras escribía el discurso de aceptación que Pompeyo debía pronunciar al día siguiente. En ese momento no comprendí su callada actitud, pero, considerándola con el beneficio que da la perspectiva, creo que es posible que intuyera que algo importante para la salud de la comunidad acababa de quebrarse y que ni siquiera sus palabras serían capaces de remediarlo. Fuera como fuese, no dejó de enviarme al vestíbulo a intervalos regulares para comprobar si Pompeyo había llegado.

Poco antes de la medianoche llegó un mensajero para avisar de que Pompeyo se estaba acercando a la ciudad por la vía Latina. Un grupo de sus veteranos se había apostado en la puerta Capena para escoltarlo hasta su casa a la luz de las antorchas en caso de que sus enemigos recurrieran a tácticas desesperadas; no obstante, Quinto, que había pasado buena parte de la noche recorriendo la ciudad en compañía de los jefes de distrito, informó a su hermano de que las calles estaban tranquilas. Al final, unos gritos de bienvenida señalaron la llegada del gran hombre y, de repente, lo tuvimos entre nosotros, más imponente que nunca, sonriendo, estrechando manos y dando palmadas en la espalda. Hasta yo recibí un amistoso golpe en el hombro. Los senadores pidieron a gritos que hiciera un discurso. Ante lo cual, Cicerón declaró quizá en tono demasiado alto:

—Todavía no puede hablar; aún no he escrito lo que tiene que decir.

Vi que el rostro de Pompeyo se ensombrecía durante un instante, pero César acudió al rescate de Cicerón riendo a mandíbula batiente. Cuando Pompeyo rió a su vez y reprendió a mi señor con un simple gesto del dedo, el ambiente se distendió y adquirió el jovial humor de una reunión de oficiales donde se espera poder dar algún que otro codazo al comandante victorioso.

Siempre que pienso en la palabra imperium me viene a la mente la figura de Pompeyo; la del Pompeyo de aquella noche, inclinado sobre un mapa del Mediterráneo, repartiendo el dominio sobre el mar y la tierra como quien escancia vino. («Marcelino, tú puedes quedarte el mar de Libia; tú, Torcuato, tendrás la Hispania oriental»), y la del Pompeyo que a la mañana siguiente se presentó en el foro para recoger su trofeo. Posteriormente, los analistas se pondrían de acuerdo en una cifra de unos veinte mil con respecto al número de personas que abarrotaban el centro de Roma para ver cómo era nombrado comandante supremo. Había tal gentío, que ni siquiera Cátulo u Hortensio se atrevieron a presentar la más mínima resistencia —aunque no me cabe duda de que les habría gustado hacerlo— y se vieron obligados a cerrar filas con los demás senadores y a poner buena cara. Craso, como era propio de él, no fue capaz de disimular y ni siquiera apareció. Pompeyo no dijo gran cosa, esencialmente pronunció unas frases de gratitud —sugeridas y escritas por Cicerón— e hizo una llamada a la unidad nacional. Pero la verdad era que no le hacía falta decir nada: su presencia había bastado para que el precio del grano en los mercados se redujera a la mitad. Tal era la confianza que inspiraba. Luego, terminó con la más maravillosa y teatral de las florituras que solo pudo haber salido de la pluma de Cicerón: «Ahora volveré a vestir ese uniforme que tan querido y familiar me resulta, la sagrada capa roja de un comandante romano en campaña, y no me la quitaré hasta que esta guerra haya concluido con nuestra victoria. De lo contrario, ¡no sobreviré a la empresa!». Levantó la mano a modo de saludo y abandonó la tribuna, aunque sería más exacto decir que fue llevado en volandas por la ola de aclamación. Los aplausos seguían sonando cuando, de repente, más allá del rostrum, se le vio subiendo los peldaños del Capitolio vestido con el paludamentum, la brillante capa escarlata que constituye el distintivo de todo procónsul romano en activo. Mientras la gente enloquecía de entusiasmo, miré hacia donde se hallaba Cicerón, junto a César. La expresión de mi señor era la de quien, a pesar de ver cierta gracia en la situación, no puede ocultar su disgusto. La de César, en cambio, era de puro júbilo; como si en aquella escena contemplara ya su propio futuro. Pompeyo entró en el recinto de la tríada capitolina, donde sacrificó un buey en honor a Júpiter. A continuación, salió de la ciudad sin despedirse de Cicerón ni de nadie. Pasarían seis años antes de que regresara.