Capítulo trigésimocuarto
JUNTA DE GAVILANES
I
Los emisarios del Vizcaíno se habían dispersado por todos los pueblos vecinos a la Malinche, llevando la orden del capitán para que se reunieran en día señalado en la hacienda de San Pedrito.
Cuando Cenobio oyó la orden, preguntó al capitán:
—¿No sería lo mismo que nos reuniésemos en otro lugar?
—Ninguno mejor que ese, segundo.
—¿Por qué?
—Porque es un lugar desierto y nadie nos verá.
—¿Desierto? —preguntó Cenobio con asombro.
—¿Qué, no lo sabía?
—Absolutamente.
—Pues hace ya tiempo que fue incendiada la casa grande.
—¡Incendiada!
—Y destruida de tal manera que no quedan más que las paredes.
—¿Quién hizo eso?
—No se sabe. La gente del pueblo dice que el demonio. Otros que un rayo; otros que los fantasmas que se ven rondar por allí todas las noches.
—¡Qué atrocidad!
—También han quemado los ranchos de los peones. En fin han devastado aquello como si hubiera pasado una manga de agua primero, y un huracán después.
—¿Y qué es de Carmen?
—¿Qué Carmen?
—Mi cuñada.
—Ni vista ni oída. Después que declaró ante el juez todo lo que sabía, ha desaparecido sin dejar huellas de su paso.
—¡Desgraciada!
—Tal vez esté en alguna otra de sus haciendas.
—Es lo más probable. Con que a San Pedrito.
II
El día designado empezaron a llegar a San Pedrito desde muy temprano, partidas de hombres a caballo.
Venían en grupos de quince a veinte, y algunos más numerosos aún, perfectamente montados, con lujosos arneses y armas de gran valor.
Sus sombreros de anchas alas estaban bordados ricamente y en las calzoneras ostentaban magníficas botonaduras de plata.
Iban envueltos en sus zarapes, tanto para abrigarse del frío, que no dejaba de ser molesto, como para recatar el rostro.
Eran los plateados dirigiéndose a donde los tenía citados su capitán, el Vizcaíno.
Al decirse que eran los plateados, se dice mal, pues podría suponerse que eran todos.
Bajo esa denominación se comprendía, no una cuadrilla, sino una especie de bandidos, divididos en muchas compañías, cada una con su jefe, las que obraban mancomunadamente cuando llegaba el caso, y después volvía cada una a su terreno.
Aquellos hombres robaban a mano armada pillaban las haciendas y aún las poblaciones, plagiaban a las gentes, exigiendo un fuerte rescate, mutilándolas o matándolas en caso de no satisfacerlo.
Hábiles jinetes, grandes conocedores de las montañas, de las que nunca se alejaban mucho, valientes hasta la temeridad, fanáticos en el fondo y capaces, al mismo tiempo, de cometer los mayores sacrilegios.
El Vizcaíno era uno de los jefes más caracterizados de aquellos forajidos.
Bajo sus órdenes militaban unos doscientos jinetes, y algunas veces reunió hasta trescientos, para expediciones importantes.
Su nombre era una garantía para los bandoleros, que lo admiraban por su valor, su fuerza y su pericia y muy principalmente por su generosidad, llevada hasta el desinterés.
Cuando el Vizcaíno repartía el botín, derecho al que rara vez renunciaba, siempre sacaba primero la parte que le correspondía como capitán, que era la de cuatro tantos, es decir lo que tocaba a cuatro hombres.
—El resto se repartía por igual.
Concluida la repartición, el Vizcaíno indagaba por las familias de los compañeros que habían sucumbido en esa expedición o en las anteriores, y a ellas destinaba cuanto le correspondía.
Lo único que guardaba eran las armas, si tenían mérito, y el mejor caballo.
Nadie le había conocido ni siquiera un amorío. Veía a las mujeres con indiferencia, aunque no por eso las injuriaba ni consentía que nadie las maltratase en su presencia.
Profesaba adoración por los niños, hasta el punto de que repetidas ocasiones, al asaltar una diligencia, por rica que fuese la perspectiva del botín, si encontraba entre los viajeros un niño, bastaba eso para que la respetase y la hiciese respetar.
Era «un bandido sentimental», según decía el Licenciado.
Pero a la hora de combatir era una fiera, según el testimonio de sus compañeros y de sus enemigos.
Su nombre solo bastaba a difundir el pánico entre los últimos.
III
Cuando Cenobio llegó al lugar en que pocas semanas antes se levantaba floreciente su hacienda, y acompañaban a su familia el bienestar y la alegría, sintió oprimido el corazón.
Quiso retroceder; pero el Licenciado, que lo acompañaba, le dijo:
—Déjese de eso, mi segundo. Es una emoción que sólo se siente la primera vez, y ya que estamos aquí acabe de acostumbrarse.
—¡Usted no sabe lo que es eso!
—¡Bah! Peores las he hecho y ya me ve usted que fresco y que sano voy, como quien no ha quebrado un plato.
—¡Eran unos malvados! —murmuró Cenobio contestando a la acusación de su propia conciencia.
—Siquiera tiene usted esa circunstancia atenuante —dijo el Licenciado—. Mientras que yo ni eso tengo. Los míos eran unos pedazos de pan.
Cuando Cenobio llegó al patio de la hacienda, fue grande su dolor al ver la ruina y la desolación por todos lados.
Cualquiera que hubiese pasado por allí, aunque ignorase el terrible drama que hacía poco se había desenlazado, sin vacilar hubiese dicho que aquel era un lugar maldito.
Y grande fue también el asombro de Cenobio al ver entre los bandidos que le rodeaban, muchas personas conocidas, como aquel su compadre de Nopalucan y otros con quienes había tenido frecuentes tratos, y considerada como gente honrada y de toda probidad.
IV
El último que llegó fue el Vizcaíno, acompañado del Tapatío y del Cojo, montados los tres en soberbios caballos.
El Cojo tenía una figura tan arrogante a caballo, como poco agradable a pie.
Al ver venir al Vizcaíno, los bandidos se formaron en batalla.
El capitán llegó y les hizo un saludo con la mano, que contestaron los bandidos militarmente, llevándose la diestra al ala del sombrero.
Después pasó revista a su gente como lo hubiera hecho el jefe más celoso.
Inspeccionó los caballos, las sillas, las armas, todo.
Y quedó satisfecho de su inspección.
—Muchachos —dijo luego poniéndose en el centro, al frente del regimiento—. Muchachos, les doy a reconocer como mi segundo a don Cenobio Rodríguez, conocido por el Muerto que será el teniente. ¡Viva el segundo! ¡Viva el teniente!
—¡Viva! —gritaron los bandidos.
—Ahora echen pie a tierra, amarren los caballos, pongan sus centinelas y vamos a lo que importa.
Pronto quedaron ejecutadas las órdenes del capitán, y se reunieron los bandidos en grupo, alrededor del Vizcaíno y del Muerto.
—Muchachos —dijo el capitán—, ya saben ustedes que tenemos bola con gente de fuera.
—Sí, capitán.
—Y creo que habrá para todos como no arrebaten. Aquí el Licenciado que acaba de hacer unos viajes por México y por otras partes, va a decirles lo que hay en Colima, además de los pericos.
El Licenciado dio dos pasos al frente, tosió como quien se prepara a hacer una larga peroración.
—Pues, señores —empezó—, como dice muy bien el capitán, tenemos bola, y va a ser gorda, bien sonada y larga. En México los puros se preparan para aguantar la estrepada, porque contra ellos es la gresca.
—¿Quiénes son los que la arman? —preguntó uno.
Los gabachos, que son los que se quedan según aseguran en Veracruz. Los mochos andan haciéndose los melindrosos; pero la verdad es que están de acuerdo con los gabachos para traer un príncipe extranjero y hacer de la República un imperio.
—Y eso ¿qué nos importa? —preguntó el compadre de Nopalucan.
—Nada —contestó el Licenciado—, porque haya emperador o presidente lo mismo da para los que ejercen nuestra noble profesión. Pero no es de eso de lo que quiero ocuparme, que la política no es de nuestra incumbencia. Y como ya dije lo que tenía que decir, el capitán hará lo demás.
—Bien, licenciado —dijo el Vizcaíno, por primera vez has hablado poco, bueno y, sobre todo, de manera que se entienda—. Ahora vamos a lo que importa. ¿Tomamos parte en la bola?
—¡Pues naturalmente! —dijo uno.
—¿Están todos de acuerdo?
—Todos, capitán.
—De modo, ¿qué entramos en campaña?
—Cuando usted lo mande.
—Convenido. Ahora falta que decidamos con quien nos unimos.
—Con los juaristas que defienden la patria.
—¡Bah!, ¡bah! —dijo otro—. Aquí no se trata de la patria. ¿Acaso se la van a llevar para Francia? La patria se queda.
—Y además —continuó el Vizcaíno— ¿nos aceptarán los puros? Porque no hay que olvidar que estamos en guerra con ellos.
—¿Con ellos?
—Pues ¿no nos persigue el gobierno?
—Es verdad.
—Pues entonces —dijo el Licenciado— la cosa no puede ser más fácil de resolver: hay dos caminos que tomar, el uno es imposible, pues el otro.
—¡Pues eso es! —dijo el Vizcaíno. Nos juntamos en Zuloaga.
—El valedor Cobos anda por estos rumbos, dijo el Tapatío.
—Juntémonos con él —dijo el Cojo—, al fin ya es conocido y hemos andado muchas veces en su compañía.
—Los que quieran andar con Cobos que den un paso al frente —dijo el Vizcaíno.
—¡A formar!
Se formaron los bandidos otra vez en batalla.
—¡Los que estén por Cobos, que den un paso al frente! —repitió el capitán.
Todos los bandidos, como gobernados por una misma voluntad, dieron el paso al frente, menos Cenobio.
El Vizcaíno se fijó en la abstención del Muerto.
—¿Qué es eso, segundo? ¿No viene usted con nosotros?
—Sí, capitán.
—Es que aquí cada uno es libre de decir lo que piensa y de hacer lo que guste. Los que no quieran seguirnos, forman grupo aparte, a reserva de que volvamos a reunirnos cuando se crea conveniente. Creo que así es…
—Capitán —respondió Cenobio—, yo no he dicho ni que sí ni que no, porque todo me es igual, y estoy dispuesto a seguir a mis compañeros donde vayan.
—Bravo, segundo, eso es hablar como los hombres —dijo el Cojo.
Y el Vizcaíno tendió la mano al Muerto, diciéndole:
—Así me gusta, veo que los gavilanes no chillan.
—Ya tenemos nombre —exclamó el Licenciado.
—¿Qué nombre?
—El que acaba de darnos el capitán, y que propongo que adoptemos.
—Pero ¿qué nombre es ése? ¡El de Gavilanes!
—¡Vivan los Gavilanes! ¡Vivan!
V
Cenobio se quedó atrás, solo, mientras sus compañeros desfilaban.
Se cruzó de brazos, contempló las ruinas de su hacienda, secó una lágrima que le corrió por la mejilla, y suspiró hondamente.
En ese suspiro exhaló todo lo que quedaba en él del hombre honrado. Y murmuró:
—Soy el Muerto… Pues bien, ¡a muerte!
Clavó las espuelas en los hijares de su caballo, y corrió a ponerse al frente de los bandidos, sus compañeros, el Teniente de los Gavilanes.