Capítulo décimosegundo

EN EL QUE SABRÁ EL LECTOR EL VERDADERO OBJETO DEL VIAJE DE CENOBIO

I

—Y ahora iremos a almorzar —dijo Julián preparándose a salir.

Pero Cenobio no se movió de su asiento, y volvió a rascarse la cabeza.

—¡Diablo! —murmuró el estudiante—. Esto tiene segunda parte, y ya Cervantes dijo que nunca segundas partes fueron buenas.

Y luego añadió para sus adentros:

—Creía pasada la tormenta, pero, por lo que veo, ahora es cuando va a comenzar la verdadera. Estemos sobre aviso.

Cenobio tosió como si quisiera expectorar su discurso, en vez de pronunciarlo.

Y era que se le había perdido el principio, al revés de lo que pasa a multitud de oradores, que suelen no encontrar el fin de sus peroratas.

—¿O a caso has almorzado ya? —preguntó Julián.

—No, lo que es almorzar, no he almorzado.

—Entonces…

—Pues quisiera decirte antes de almorzar alguna cosa.

El tono con que pronunció estas palabras Cenobio, volvió a erizar los cabellos al estudiante.

—¿Dios te ha concedido sucesión? —preguntó con cierto terror el estudiante.

—¡No! —suspiró con honda pena Cenobio—. No es eso. Ya te dije, antes de casarme, que era casi seguro que yo no tendría hijos; que tú serías siempre mi único heredero… Y he cumplido mi palabra.

—Entonces, no comprendo…

—¿Qué sucede con Carmen? —preguntó Cenobio.

—¿Con Carmen?

—¡Pues!

—Nada que yo sepa. ¿Le ha pasado algo? ¿Está enferma?

—Algo palidota y desganada. Creo que ha enflaquecido.

—¿Qué enfermedad tiene?

—No lo sé de cierto, pero entiendo que es lo que se llama mal de amores.

Julián lanzó una fuerte carcajada.

—Y como para ese mal no hay remedio en la botica, y sólo se halla en la vicaría, me parece, cristianamente pensando, que allí debe buscarse y cuanto antes mejor.

—¡Ya, ya! —exclamó siempre riendo el estudiante, dando dos palmadas amistosas en el hombro al ranchero.

—¿Por qué dices, «ya, ya»?

—Porque tomo buena nota de la indirecta y te prometo que antes de un año estaremos casados Carmen y yo.

—¿Cuándo es antes de un año? Bien sabes que no entiendo de esos plazos de goma elástica, que dicen que son los plazos del diablo.

—Cenobio, «dentro de un año» no es un plazo elástico. Al contrario, es un círculo de hierro, cuya circunferencia está perfecta y fatalmente circunscrita.

—No me hables en latín.

—Eso no es latín.

—Ya sé que las palabras están en español; pero las ideas están en otro idioma.

—Pues bien, «dentro de un año» quiere decir desde hoy hasta dentro de trescientos sesenta y cinco días. O lo que es lo mismo, que no pasará de los doce meses, contados día por día.

—¡Bueno! —exclamó el ranchero.

Julián creyó terminado el nuevo incidente.

II

Pero notó con sorpresa que Cenobio volvió a rascarse la cabeza.

Y después de una pausa, prosiguió el ranchero reanudando el hilo de la conversación:

—¿Y crees que ella aguardará los doce meses, contados día por día?

—¿Quién es ella? —preguntó con extrañeza Julián, cuya imaginación se encontraba ya a cien leguas de distancia.

—Carmen.

—¡Ah! Carmen… Ya lo creo que aguardará.

—Y ¿por qué lo crees?

—Toma, ella me lo ha dicho, me lo repite dos veces por semana.

—¡Hum!

—No hay ¡hum! que valga. Además, Cenobio, tú comprenderás mejor que nadie que la muchacha me adora, que se arrojaría al fuego por mí…

—¡Hum, hum!

—Vamos, me encocoras con esas interjecciones de duda y de mal gusto. El matrimonio ese, es cosa hecha.

—Mira, Julián, nosotros no llamamos cosa hecha la que está en el campo, sino la que está en la troj. Mi amo, don Pedro Guanes, que su santa gloria haya, me repetía siempre un dicho de su tierra que dice «No lo llames trigo, mientras no esté en el saco».

—Pues ese trigo está en el saco; esa cosecha en la troj.

—Mira Julián, que de la mano a la boca a muchos se les cae la sopa.

—Te digo y repito…

—Mira que las promesas de novios son la fe de los tontos…

—Me estás alarmando con tanta insistencia.

—Que hay de moros en la costa…

—¿Qué dices?

—Y no me parece que debemos ser como el perro del hortelano. Con que herrar o quitar el banco.

—Explícate, Cenobio.

—Carmen lleva con qué comer y con qué cenar. Es un buen partido, tiene buen palmito, y nada más natural que le hagan la rueda los catrines de por allá. Ella también tiene letras, no te vayas a creer; se ilustra tomando lecciones con el señor cura, y creo que ya sabe latín.

—¿Qué me cuentas?

—Entiendo que es una sorpresa que te preparaba. Ha aprendido francés con un dependiente de la hacienda de Balconcillos. No te asustes, es un viejo, y yo respondo por él.

—¡Me dejas lelo, Cenobio!

—Ya ves que Carmen tan buena es para mujer de un ranchero, como para mujer de un licenciado, y que en todas partes llegará a figurar.

—¡Ya lo creo!

—¡Pues ya me la pidieron! —soltó por fin el ranchero, de sopetón, quedando muy descansado después de aquel esfuerzo colosal, y admirando la maña con que había venido preparando a su primo para recibir la funesta noticia.

—¿Ya te la pidieron? —repitió Julián que creía no haber comprendido bien.

—Sí, antier vino don Mateo López a pedírmela, para su hijo Bernabé.

—¿Y que le dijiste?

—Le dije, pues… lo que debía decirle.

—¿Y sobre poco más o menos?

—Que no era yo el que debía casarme, sino ella, y que sería bueno consultarla, y que el domingo, después de misa mayor, en la puerta de la parroquia, le daría la contestación.

—Y hoy es jueves —dijo Julián.

—Por eso, sin perder el tiempo, tomé la diligencia y aquí estoy, primo, para que tú resuelvas.

—¿Resuelva qué?

—Lo que he de contestar a don Mateo.

—Supongo que hablaste con Carmen.

—Sí, y me dijo que ella te quería más que a su vida, y que si no se casaba contigo, se meterá a monja. Yo le contesté que ya no había monjas en el país, porque los puros habían echado de sus conventos a las madrecitas. Y ella me dijo que se iría a Roma.

—¿Ya ves lo que te decía, Cenobio?

—Mira, Julián, yo quiero creer que Carmen sienta todo eso que dice, aunque me parece que hay algo de echada, quiero creer que lo haga, si llega el caso, y por eso mismo es preciso que obremos como obran los hombres.

—Aconséjame entonces.

—Si te quieres casar con ella, hacerlo pronto. Si no, hablar con franqueza, y hacer las cosas de manera que la muchacha le vaya tomando afición a Bernabé, y, se case con él.

—Pero si Bernabé es un patán.

—Bernabé es un muchacho honrado y trabajador, y que ya tiene con que taparla si llueve; sin contar con que don Mateo tiene el riñón bien cubierto, y no hay más que dos herederos en su casa.

—Y todo eso no quita que sea un patán.

—Vale más un patán que cumple su palabra, que un catrín que falta a la suya.

—¡Cenobio! —exclamó Julián fingiendo indignación.

—Si no lo digo por ti, que todavía no has faltado, y por eso quiero que no llegue el caso.

—Pues bien, Cenobio, me caso con Carmen.

—¿Cuándo?

—A principios del año que viene.

—Oye, Julián: me has ofrecido que el 24 de diciembre próximo estarás en la hacienda de San Pedrito.

—Sí, Cenobio, con mi canuto de hoja de lata en la mano…

—Eso es, y tu título de licenciado dentro del canutó.

—Y ya verás como te cumplo.

—El 9 de enero te podrás casar…

—¿El día de mi cumpleaños? Jamás.

—¿Por qué?

—Porque ese día celebra la iglesia mi santo patrono, San Julián mártir, y no debe uno casarse en fiesta de mártires.

—Pues te casas la víspera.

—Menos; se celebra a los santos Teófilo y Eladio.

—¿Y qué?

—Que son dos mártires, en vez de uno.

—¡Caramba, te sabes todo el calendario de memoria! —exclamó Cenobio admirando a su primo.

—¡Pshá! —dijo éste con fatuidad.

—Bueno, pues te casas antes.

—Están cerradas las velaciones —objetó imperturbable el antiguo monaguillo.

—Acabamos —dijo el ranchero que empezaba a perder paciencia—. ¿Te casas o no?

—Me caso.

—¿Cuándo?

—El 25 de enero.

—¿Qué fiesta es esa?

—La conversión de San Pablo.

—¿No hay quien se raje?

—Como los hombres.

Y los dos primos se estrecharon la diestra.

III

Al concluir aquella conferencia, respiró libremente Julián. Sin embargo, para quitarse toda aprehensión, preguntó:

—¿No tienes más que decir?

—Nada más.

—Entonces ¿podemos irnos a almorzar?

—Sí, pero antes quiero dejarte esto.

Y se quitó Cenobio un cinturón de cuero que llevaba bajo el pantalón, pegado al cuerpo.

—¿Qué es eso? —preguntó Julián.

—Cincuenta onzas. Con eso tendrás para los gastos del examen, para convidar a tus amigos y para pagar tu viaje a Huamantla.

—Gracias, primo.

—Si te falta más, me escribes. Ya sabes que dispongo de lo tuyo.

—¿Y cómo te atreves a andar con dinero encima, por esos caminos, Cenobio?

—¿Qué tienen los caminos?

—Están infestados de ladrones. No hay día en que no roben dos o tres veces la diligencia.

—Así es, Julián.

—¿Cómo no te han robado?

—Porque a nosotros, los que vivimos por aquel rumbo, rara vez nos asaltan. ¿No ves que en las haciendas se esconden cuando los acosan mucho?

—Y siendo tú tan honrado, ¿te atreves a ocultar ladrones?

—Entre ocultarlos y que ellos me roben y asesinen, estoy por lo primero, Julián. Eso que ellos hacen, lo arreglarán después con Dios, si es que no lo arreglan antes con la justicia. Y yo no soy ni justicia ni Dios, y bueno es estar con todo el mundo.

—Estás diciendo una atrocidad, Cenobio.

—Puede que sí.

—¡Una inmoralidad!

—No te digo que no.

—El deber de todo hombre honrado es perseguir a los picaros.

—Cuando los hombres honrados están unidos para defenderse unos a otros, Julián; pero no cuando están aislados y los picaros andan juntos. Pero aquí no hay quien te ayude. El gobierno no puede dar garantías en la ciudad, y menos aún en el campo, cada uno se encierra en su casa, y si ve que apalean al vecino, procura ponerse en salvo.

—¡Qué barbaridad!

—Y como no se puede acabar con los bandidos, procuramos que ellos no acaben con nosotros.

—¿Y nunca te roban?

—Nunca. Algunas veces llegan a la hacienda y avanzan un caballito; pero lo piden con buen modo.

—¿Y ahora que venías, no te salieron los ladrones?

—Dos veces nada más.

—¿Y que pasó?

—Pues que pelaron a todos los pasajeros menos a mí y a una señora que dijo era mi parienta. Porque a todos los desnudaron; menos a ella y a mí.

—¿Y qué dijeron los pasajeros?

—Al principio creyeron que yo era un jefe de cuadrilla; después les dije lo mismo que te acabo de decir, y comprendieron la razón.

Y en estas y otras pláticas se llegaron los dos primos a la fonda del Bazar, donde comieron con buen apetito un almuerzo bastante soportable.