Capítulo trigésimotercero
EN LA MALINCHE
I
Cenobio había aceptado inconscientemente el cargo de segundo capitán de aquellos bandidos.
Sentía rebozar la hiel en su alma, y confundía en un mismo odio a toda la humanidad.
Aquel hombre inofensivo, honrado y generoso, que no esperaba que la desgracia llamara a su puerta, sino que le salía al encuentro, para favorecerla y consolarla, estaba dispuesto a convertirse en un azote de la sociedad que tan injusta había sido con él.
Así fue que cuando reflexionó con más frialdad sobre su situación, comprendió que no tenía más remedio que hacerse el hermano de los forajidos y luchar con ellos contra aquella sociedad que lo condenaba sin oírlo.
—Capitán —dijo levantándose de pronto y dirigiéndose al Vizcaíno— muchas gracias.
—¿Gracias de qué, segundo?
—De eso de haberme nombrado su segundo; ya verá usted cómo sé corresponder a su confianza.
—Así lo espero, segundo. Por lo demás bueno es que sepa que el que no cumple aquí con su deber, el que no se sacrifica, llegado el caso, por salvar a los demás, apenas le queda tiempo para persignarse: lo matamos sin más acá ni más allá.
—Me gusta el sistema.
—Tocante al resto, sepa usted que aquí todo es de todos. El primero que necesita una cosa, la coge sin pedir permiso a nadie y sin dar luego cuenta a nadie tampoco.
—Ésa es la mejor manera de vivir en paz, dijo Cenobio.
—¡Por supuesto!
—En cuanto a la gente, aquí está lo mejor de los muchachos. Éste es el subteniente Siete Cueros, el mejor tirador de rifle que hay en toda la República, es fronterizo. Este otro es Pedro de Urdimales, llamado así porque ha hecho más diabluras y tiene más historias que su tocayo. Este otro es el Tapatío, tan bueno para un barrido como para un fregado, gran bailador, y tocador de vihuela.
Y luego buscando por los rincones sacó a luz un personaje que hasta entonces no había visto Cenobio.
—Y éste es el Licenciado, especie de pájaro de mal agüero, tecolote que siempre busca los rincones más obscuros para esconderse. Tiene una araña en los sesos. Por lo demás escribe como evangelista, habla como un arzobispo y sabe más que Birján.
—Gracias, capitán —dijo el Licenciado.
—No tiene más defecto que abusar un poco del cuchillo, y todo abuso es malo. Soy de parecer que no debe matarse a nadie sino cuando llega el caso.
Y luego arrugando el ceño, con mirada feroz y voz bronca prosiguió:
—Eso sí, llegado ese caso, debe matarse y matarse, hasta que no quede nadie con vida.
—¡Sí, hasta que no quede nadie con vida! —repitió Cenobio, con el mismo acento, recordando la matanza de la noche anterior y sintiendo renacer su odio.
II
En ese momento se oyó un chillido estridente, como el de la lechuza.
Todos los bandidos guardaron silencio y quedaron en actitud ansiosa.
Al poco tiempo se oyó de nuevo el mismo grito, pero más cercano y distinto, y a los pocos segundos otros dos gritos parecidos, que se conocían eran lanzados por otra persona.
—¿Quién será? —preguntó el Vizcaíno.
—Voy a averiguarlo —dijo Pedro de Urdimales, poniéndose de un salto en la boca de la cueva, y deslizándose después como una culebra, entre las rocas y los árboles.
Volvió a los pocos momentos, diciendo:
—Es el Cojo.
—Creí que estaba en México —contestó el Vizcaíno con extrañeza.
—Sí, capitán, estaba; pero lo que es ahora, mírelo usted.
En aquel momento entraba un hombre en cuya fisonomía y en cuyo traje no se notaba nada de particular.
Parecía un ranchero de mediana posición.
Cenobio esperaba verlo cojear, pero se equivocó, pues El Cojo andaba perfectamente.
Le daban ese apodo porque su disfraz favorito era el de pordiosero baldado de una pierna, que tenía que ayudarse con muletas.
—¿Qué pasa, Cojo? —preguntó El Vizcaíno—. Te hacía en México.
—Allá estaba, capitán.
—¿Por qué has venido?
—Porque me mandó El Valedor.
—¿Hay algo grave?
—Mucho, capitán.
—Habla.
El Cojo hizo señas, indicando a Cenobio.
—No tengas cuidado, es mi segundo, y se llama el Muerto.
—¡A la orden, mi segundo! —dijo El Cojo saludando militarmente.
—Con que desembucha.
—Pues, capitán, que hay guerra.
—¿Y cuando faltan aquí?
—No, ésta es diferente de las otras. La cosa va con gente de extrangis.
—¿Cómo de extrangis?
—Así me lo dijo el Valedor, y así lo repiten los papeles que he comprado para que los lea El Licenciado. Toma, viejo.
Y El Cojo alargó un paquete de periódicos al Licenciado.
—¿Y de dónde son esas gentes de extrangis?
—¿Pues de dónde han de ser? ¡De extrangis!
—Que bruto eres, Cojo, no agraviando lo presente —dijo el Tapatío.
—Pues que lo diga el Licenciado, que tiene los papeles.
—Parece —contestó el Licenciado después de un rato—, que Francia, Inglaterra y España vienen a intervenir en México.
—Ya ves, bruto —dijo el Vizcaíno dirigiéndose al Cojo— vienen a intervenir y no a guerrear.
—¿Y qué es eso de intervenir, capitán? —preguntó el Cojo maliciosamente.
—Pues intervenir es una cosa que tú no sabes ni yo tampoco, y que nos va a explicar el Licenciado.
—Es muy fácil de comprender —repuso éste—. Figúrese usted que ésta es nuestra casa, y que todo lo que hay aquí nos pertenece.
—¡Como que es la verdad!
—Bueno; y figúrese usted que ahora llegan otras gentes, que no conocemos, y que sin decir «con permiso», se ponen a hacer y deshacer, mandándonos a nosotros como si fueran los amos, y disponiendo de todo, so pretexto de que nosotros no sabemos manejar lo nuestro. Ésa es la intervención.
—Luego es la guerra —insistió el Cojo con aire victorioso.
—Por supuesto, porque no nos hemos de dejar.
—¿Y qué es lo que dicen esos gringos? —preguntó el Vizcaíno.
—Que aquí nadie se entiende.
—¿Y eso qué les importa?
—Que aquí no hay más ley que el hacha y su santo filo.
—¿Y qué les importa? ¿Acaso todo lo que hay en México no es de los mexicanos? —preguntó el Tapatío.
—Sí —contestó el Licenciado—, menos lo que es de los extranjeros.
—¡Mueran los extranjeros! —gritó el Vizcaíno con la mayor convicción.
—¡Mueran! —gritaron los demás.
—Pero a nosotros ¿qué nos importa nada de eso? —dijo el Licenciado—. Al contrario y en todo caso debemos alegrarnos de que se arme la bola, porque a río revuelto, ganancia de pescadores.
—Tienes razón, Licenciado.
—Levantaremos bandera, y no veremos quien nos las hace, sino quien la paga.
—Bien dicho.
—¡Viva la bola! —gritó el Vizcaíno que estaba de buen humor.
III
—Vamos, ¿qué me dicen los papeles?
—Que ya llegaron a Veracruz muchos barcos de guerra.
—Ésos me los lambo yo —dijo El Tapatío—, lo que es a la Malinche no han de llegar…
—Y que la cosa va a ser muy gorda y muy sonada.
—Pues bueno será que nos reunamos todos los amigos y veamos qué es lo que se ha se hacer —dijo El Vizcaíno.
—Bien pensado, capitán.
—Pues vamos a almorzar, y en seguida cada correo por su rumbo, para que nos podamos juntar el domingo. ¿Han oído?
—Sí, capitán.
—Pues a lo que te truje vienes. Vamos a almorzar.
Y se acercaron a una especie de hogar donde chisporroteaba un buen fuego, asando un cabrito, mientras que algunos bandidos molían el maíz en lo metates y echaban las tortillas, que se doraban en el comal.
Cada cual sacó su cuchillo y se sirvió, sin ceremonia ni miramiento, un buen trozo de asado, tomando del montón algunas tortillas y sal. En el centro había una cazuela con salsa picante.
Una gota de aguardiente circulaba de mano en mano, recibiendo las amorosas caricias de los bandidos.
—Usted perdonará —dijo el Vizcaíno dirigiéndose a Cenobio—, si no le ofrecemos las comidas que acostumbraba saborear en San Pedrito, pero hay que hacerse a todo y aprender a montar en silla y a jinetear en pelo.
—De todo sé —contestó Cenobio—, que no siempre fui rico, y bastantes trabajos pasé cuando muchacho. ¡Ojalá no hubiese salido nunca de peón!
—Vamos, déjese de esas cosas y cate de la bota, que es de lo fino, le interrumpió el capitán.
—Gracias, capitán, nunca bebo.
—Pues aprenda.
—Ya lo haré, pero poco a poco, que no todo se ha de hacer en un día.
—Tiene razón. Vale más paso que dure, y no trote que canse.
Después de aquel almuerzo bastante fuerte y mejor remojado con el contenido de la bota, los bandidos se envolvieron en sus mantas, y cada uno se echó por donde mejor le plugo, para tomar un pienso de sueño como decía el Vizcaíno, y salir en seguida a despachar las comisiones que les había confiado el capitán.
Cenobio imitó a sus compañeros.
Apenas puso la cabeza sobre una piedra que le sirvió de almohada, cuando empezó a roncar como un bienaventurado, muerto de fatiga y agobiado por las emociones.