Capítulo vigésimoquinto

UN VIAJE DE ENTONCES

I

No empezaron el viaje con buen pie, y para aquellos que no tengan idea de cómo se viajaba en esos buenos tiempos, que tan lejanos parecen hoy, si no por los años transcurridos, sí por los progresos realizados; para esos, conviene pintar a grandes rasgos ese viaje, siquiera hasta Puebla, para que puedan hacerse comparaciones.

La víspera del viaje fueron los pasajeros a dormir al Hotel de Diligencias, pues debiendo partir el monstruoso vehículo a las cuatro de la mañana, preciso era estar listo a las tres. Tuvieron malas camas, peor vecindario, y pasaron una de aquellas noches que se llaman toledanas, aunque transcurran lejos de Toledo. Noche de mesón, de fonda o parada de México, en aquella época.

A las tres de la mañana, y cuando los desventurados viajeros sentían los primeros conatos de conciliación del sueño, el criado de guardia tocó a la puerta, inexorable y estruendoso, como el ángel del Juicio Final. Todo el mundo se puso prontamente en pie para dirigirse al comedor, donde esperaba otro desengaño con motivo del desayuno.

Algo que se llamaba chocolate, por mal nombre, con garantía de no conocer lo que era cacao, sino alguno de sus sucedáneos, como decía un médico, y panecillos que se dejaban comer, componían aquel desayuno en el que se empleaba siempre media hora, merced a la actividad negativa de los fámulos encargados del servicio.

Aquella media hora pareció eterna a los impacientes viajeros, que apenas despacharon su pitanza salieron al patio, bien embozados en sus abrigos, pues en México las mañanas son frías en toda época, y catarros y pulmonías se tropiezan con los madrugadores, aprovechando la menor abertura para colarse y dar al traste con el malaventurado.

Otra media hora transcurrió antes de que el reloj de la catedral diera las cuatro, pesada y lentamente, como si entre campanada y campanada echase un largo bostezo.

Y empezaron a salir las diligencias, una para Guadalajara, con parada en Querétaro, Guanajuato y Lagos; otra para Cuernavaca y otra para Veracruz vía Puebla, Perote y Jalapa.

Esta última tomaron los viajeros, acomodándose como pudieron, pues iba el vehículo completo, es decir, llevaba nueve pasajeros, que iban como sardinas en lata.

Las diligencias son unos coches extraordinariamente sólidos, construidos de manera que soporten impunemente las consecuencias de los caminos nacionales, que eran en su mayor parte verdaderos precipicios.

Los cocheros eran notabilidades y difícilmente hay en el mundo quien pueda mejorarlos. Aquellos hombres guiaban nueve mulas o nueve caballos, a veces salvajes aún, y los llevaban a escape por lugares peligrosos, y los hacían evolucionar con una precisión y maestría como si fuesen animales de circo, acostumbrados a tales manejos.

¡Y a veces hacían jornadas de más de cuarenta leguas!

II

La diligencia se puso en marcha con la vertiginosa rapidez de costumbre, produciendo el ruido infernal que caracteriza a esos vehículos.

El viajero que aprovechándose de la luz de la luna, se hubiese asomado a la ventanilla, hubiese visto desfilar rápidamente las casas de la ciudad dormida, hasta que el decrecimiento del ruido le revelaba la ausencia de empedrado, advirtiéndole que se encontraba ya en el barrio de San Lázaro, por donde no debió pasar Humboldt en su viaje a México.

Aquel barrio, como todos los de la capital entonces, y hasta mucho después, se componía de calles sucias, sin aceras ni empedrado, sucesión de pocilgas y de muladares, madrigueras de ladrones y gente perdida, región donde el lépero nacía y crecía espontáneamente, verdaderas Cortes de los Milagros, que poco o nada tenían que envidiar a los centros mal afamados de Londres y de París.

Por fortuna para nuestros viajeros, aquel día no salieron los ladrones en San Lázaro, como sucedía con frecuencia, pues bueno es saber que, por regla general, el primer asalto a la diligencia lo daban antes de salir de la garita. ¡Y hay todavía quien lamente la ausencia de esos buenos viejos tiempos!

Abrieron las puertas de la garita, con la pesadez y lentitud de costumbre, admirándose el guarda de ver que no habían sido molestados los viajeros todavía, y continuó la diligencia por la amplia calzada del Peñón Viejo, a cuya posta llegaron cuando comenzaba a rayar el día.

La luz del sol vino a dar animación al espléndido paisaje.

En efecto, pocos espectáculos hay en el mundo que puedan compararse con el del valle de México cuando lo alumbra el crepúsculo. Magníficas montañas, entre las que sobresalen las erguidas cumbres del Popocatépetl y el Ixtacíhuatl, cubiertas de nieves eternas; preciosos lagos, bellas campiñas, y multitud de pueblos que por doquiera surgen alrededor de la gran ciudad, que parece una sultana recostada muellemente en magníficos almohadones, aunque la figura peque de cursi por lo manoseada.

Con la luz nació la animación entre los viajeros, calmóse un poco el toser, se dio punto al bostezar, fueron cayendo los embozos y desatándose las lenguas, ya para maldecir la diligencia, ya para admirar el pasaje, ya buscando cualquier otro de esos medios banales de entrar en conversación, tan usados en viajes, y más en aquellos en que las distancias de persona a persona quedan suprimidas gracias a la estrechez del coche y el continuo roce de los miembros.

Cuando llegaron a la posta de Ayotla ya eran todos conocidos viejos.

Desde la venta de Córdoba se empezaba a subir por una calzada ancha a través de un bosque espeso de pinos y de encinas, medio destruido por el hacha de leñadores y carboneros, y condenado a desaparecer, como todos los que están cerca de grandes centros.

A la subida de Río Frío, fue preciso echar pie a tierra, primero porque así lo suplicaron con las maneras más correctas y los términos más perentorios, los bandidos que salieron al paso, perfectamente armados, mejor montados, y ostentosamente vestidos; y segundo, porque aunque la diligencia había quedado aligerada de todo peso inútil, para mayor comodidad de las mulas, y como pretexto a reflexiones filosóficas, los viajeros del sexo fuerte hicieron un rato de ejercicio, lo que contribuyó grandemente a abrirles el apetito.

A las doce llegaron a Río Frío donde esperaba humeante la sopa, y refocilaron el estómago con un almuerzo menos malo que el que era de temerse en semejantes andurriales, y que no costó más de un peso por estómago.

Volvieron los viajeros a abrigarse con los sarapes que la generosidad de los cacos les permitió conservar, entraron de nuevo en la diligencia, y peregrinaron su camino, en medio de una neblina espesa, que se enredaba en los árboles, y que calaba hasta los huesos.

Antes de llegar a San Martín, volvieron a salir los ladrones. Éstos no estaban tan bien montados como los de Río Frío, no llevaban armas de lujo, ni cosa que lo valiera. En cambio usaron de modales más persuasivos, apaleando a un joven francés que se mostró reacio en soltar el sarape en que estaba envuelto.

Los primeros bandidos no respetaron a Cenobio; los segundos parecieron conocerlo y le preguntaron:

—Patroncito, ¿trae alguna cosa?

—Nada, viejos, sino lo encapillado. Les advierto que estos dos son mis hermanos.

—Buen viaje, patrón, y que Dios los libre de un mal encuentro —le respondieron.

Y se fueron tan campantes.

III

De allí en adelante los viajeros no tuvieron humor para contemplar el paisaje, ni para hablar de otra cosa que de aventuras de ladrones en que habían figurado como víctimas.

—Yo —decía un anciano— he atravesado casi todos los caminos de la República, y declaro que nunca he llegado vestido al fin de la jornada.

—Debíamos habernos provisto de escolta.

—¿Quién quiere usted que dé escolta en estos tiempos? Por donde quiera se encuentran las partidas reaccionarias, que no tardarían en apoderarse de esas escoltas.

—Además —dijo el anciano—, tengo otra dolorosa experiencia.

—¿Cuál?

—No hay medio más seguro de ser robado que el de llevar escolta.

—¿Cómo así?

—Cuando nos roban los ladrones roban las escoltas.

—Es verdad —dijo el francés—, y ahora caigo en la cuenta. Siempre que hemos llevado escolta, ésta se aparta de la diligencia en lugares señalados, so pretexto de tomar un atajo, o se queda atrás, por no poder seguir al coche, y justamente en esos momentos salen los ladrones.

No bien acababa el joven francés de pronunciar estas palabras, cuando se paró de pronto la diligencia que rodaba rápidamente por un terreno plano.

—¿Qué pasa? —preguntó el francés.

—Nada —contestó el anciano—, son los ladrones.

—¿Otra vez?

—Aquí los tiene usted.

Y salieron unos indios armados con garrotes, que hicieron bajar a todos con el sacramental: ¡Azorríllense! Que es tanto como «boca abajo todo el mundo». Administraron otra paliza al francesito, para castigarlo de su manía de declamar, y quitaron cuanto llevaban a todos los pasajeros, sin perdonar a Cenobio y a sus hermanos, dejándolos en paños menores.

Volvieron los viajeros a la diligencia.

Y no paró en esto.

En las cercanías de Puebla, a donde llegaron al obscurecer, salió una nueva partida de ladrones.

—¡Sólo nos queda el pellejo! —les gritó el francés incorregible.

—Pues déquelo patroncito —le respondió imperturbable el capitán de la cuadrilla.

Y casi era verdad, que no les quedaba más que el pellejo.

—¿Pues qué, los han robado en el camino? —preguntó el jefe con cierta candidez.

—Cinco o seis veces —contestó uno.

—¡Mire usted no más! ¡Y cuánta gente mañosa se encuentra uno en el mundo! Pues vaya, le tiraremos al resto y nos contentaremos con lo que Dios da buenamente.

Y se aprestaron los bandidos a acabar de despojar de sus ropas a los viajeros.

Entonces Cenobio, se acercó al capitán, y llevándolo aparte le dijo:

—Capitán, yo pagaré por toda esa gente, pero no acabe de desnudarnos.

—¡Don Cenobio! —dijo el capitán reconociendo al ranchero.

—Me alegro de que me conozca usted.

—Ya lo creo. No tenga usted cuidado. Vuelva a la diligencia y márchense cuanto antes.

Cenobio comunicó la buena nueva a sus compañeros, que dieron muestras de un gozo tan grande como si les hubieran perdonado la vida.

Y entraron por los barrios de Puebla, que eran tan obscuros, sucios y desamparados como los de la capital, pululando en ellos los mismos léperos, desarrapados y desalmados.

¡Ése era un viaje a Puebla hace treinta y cinco años!

Si el lector no es tan viejo, creerá que se habla de cosas ocurridas en la edad media y en países muy remotos.