Capítulo vigésimosexto

EL PRIMER PASO HACIA EL ABISMO

I

Sin ningún otro accidente digno de mencionarse, llegaron los viajeros a Huamantla, al medio día siguiente y acto continuo tomaron caballos que los llevaron en breves minutos a San Pedrito, donde eran esperados con impaciencia por Paula, quien no salió a recibirlos a Huamantla por no saber a punto fijo cuando llegarían.

La llegada a la hacienda fue un verdadero acontecimiento para todos sus pacíficos habitantes, que profesaban verdadero cariño a sus patrones, y por ende al niño Julián, a quien miraban como un ser aparte, digno de veneración particular.

Paula abrazó con verdadera pasión a Julián, llorando abundantes lágrimas que le arrancaba el placer.

Carmen se bajó del caballo, apenas saludó a su hermana, y se dirigió rápidamente a su habitación, arrojándose de rodillas ante la imagen de San Francisco, para dirigirle una de aquellas oraciones sui generis que acostumbraba ella dedicar al santo de su devoción, y que en verdad valían más que todos aquellos rezos que maquinal e instintivamente hacen muchos fieles, y en que ninguna parte toma el corazón.

Juntos estaban en la sala los miembros de la familia, cuando Paula echó de menos a su hermana.

—¿Dónde está Carmen? —preguntó.

—Es verdad —contestó Cenobio—. Apenas se apeó del caballo cuando desapareció.

—Tal vez está en su cuarto.

—¡Carmen, Carmen! —llamó Paula.

Y entró Carmen en el salón.

Al verla lanzaron un grito, en coro. Grito de asombro y de espanto.

—¿Qué te has hecho?

—¿Qué tienes?

—¿Qué te ha pasado?

Y las preguntas se multiplicaban.

—¡Qué horror! —exclamó Julián.

—¡Te has cortado el cabello! —gritó Paula.

Así era: la joven, cumpliendo el voto hecho a San Francisco, al salir de la hacienda para México, se había cortado el cabello, por su propia mano, sin atender a que quedara más o menos parejo.

Y había colocado sus dos magníficas trenzas alrededor del cuadro de la imagen, mientras podía ir a Tlaxcala, para ponerlas ante la imagen milagrosa llamada de la Defensa, en la que aparece un San Francisco de Asís de rodillas, soportando tres globos azules.

En el primero está el santo de rodillas recibiendo un estandarte con la cruz, de manos de Jesucristo.

En el segundo está Santa Clara recibiendo el estandarte de San Francisco.

En el tercero está San Fernando Rey recibiendo de San Francisco y Santo Domingo el estandarte.

Lo que alude, según dicen, a las tres órdenes de la regla de San Francisco.

Encima de los globos está la imagen de Nuestra Señora del Rosario.

II

—Es una barrabasada lo que has hecho —profirió malhumorado Julián.

—Por ti lo hice —contestó la joven con mansedumbre cristiana.

—Pues debías habérmelo consultado primero.

—En fin, lo hecho, hecho. Bueno sería ahora llamar al barbero de Huamantla para que acabe de tusarte.

—¡Tusarte! —repitió Carmen, a quien chocó aquel término en boca de su novio.

—Y no tendrá más remedio que cortarte el pelo como lo usan los hombres, añadió Paula, pasando la mano por la cabeza de Carmen.

—¡Y tú que tienes algo de hombruna sin necesidad de eso! —prosiguió Julián.

Carmen lanzó a su novio una mirada profunda que trastornó a Julián, quien se apresuró a decir:

—Lo que tal vez añade un nuevo incentivo a tu picante belleza.

—¿De veras? —preguntó Carmen en son de burla—. Vamos, veo que prefieres a mi belleza picante la dulzura de la reina Margarita. —Julián perdió su serenidad—. Sólo que la diferencia es grande entre ambas: yo estoy dispuesta a sacrificarme por mi novio, y ella…

—¿Qué historia es ésa? —preguntó Paula que ignoraba aún la causa y los detalles del duelo de Julián.

—Cosas de Carmen —contestó éste que parecía temer más a Paula que a su novia.

—Bueno sería que nos sirviesen la cena —dijo Cenobio, queriendo cortar por lo sano aquella conversación que se presentaba tan alarmante.

—Todo está dispuesto, contestó Paula. Vamos al comedor.

—Pues andando.

Y pasaron al comedor, donde cenaron casi en silencio, entregado cada uno a sus propias impresiones y sin preocuparse de las del vecino.

Poco después de cenar y tras corta sobremesa, cada uno tomó su vela y se fue a la cama.

Carmen volvió a tener la pesadilla de los coyotes, en términos iguales o parecidos a los ya narrados.

III

Desde el día siguiente empezó Julián a hacer la corte a Carmen, y de tal manera se portó, que la joven, recelosa al principio, concluyó por aceptar como buenas tales manifestaciones, olvidó pesadillas y aprehensiones, y se entregó sin reserva a gozar de las delicias de la conversación apasionada de su novio.

Juntos paseaban por el huerto los dos jóvenes, haciéndose las protestas más fervientes, cuando los sorprendió Cenobio que los seguía, sin hacer ruido al pisar.

—¡Hola! —les dijo—. Parece que ya no estamos de chivo.

—Si nunca lo estuvimos —contestó ingenuamente Carmen.

—Me alegro, porque eso debe quedarse para los tontos que no tienen qué hacer ni en qué pensar.

—Me parece —dijo Julián—, que justamente nos encontramos en ese caso, pues no tenemos ni qué hacer ni en qué pensar.

—Se equivocan ustedes —contestó Cenobio con gravedad—. El tiempo urge y no hay más que el necesario para hacer las cosas, si es que han de quedar como Dios manda.

—¿Qué cosas?

—Mañana vendrá a comer con nosotros el señor cura.

—¡Qué me alegro que venga mi antiguo preceptor! Has hecho bien en convidarlo.

Es que no sólo viene para verte y comer con nosotros, sino que trae objeto más importante.

—¿Viene a consultarme como abogado?

■—No; viene a tomar los dichos a Carmen, y arreglar todo lo relativo al matrimonio.

—¿Al matrimonio? —preguntó con extrañeza Julián.

—Sí; es necesario casarse en seguida, Julián; pues lo que se ha de empeñar, que se venda.

—Tienes razón, Cenobio.

—Lo dices —objetó Carmen— en un tono que tal parece que lo que piensas es al mal paso darle prisa.

—Traduces mal mi impaciencia, Carmen.

—Dios haga que me equivoque.

IV

Al día siguiente llegó el cura, como lo tenía anunciado, y llegaron también muchos amigos dispuestos a felicitar al nuevo abogado, y hubo fiesta y jarana y comilona, todo con esplendidez y fausto.

Tomaron los dichos a Carmen, previa presentación hecha por Julián, y quedaron para casarse a los dos días, a pesar de la oposición de Julián a que hubiese dispensa de amonestaciones, so pretexto de que eso era de mal agüero y propio de gente que se avergüenza de contraer matrimonio, institución de la que él tenía el más elevado concepto.

—«Institución» no, sino «sacramento» —le objetó suavemente el cura, que veía con pena que el abogado se había soprepuesto al canonista, y principalmente al cristiano.

—Me refería a la parte humana del matrimonio, padre.

—Que es inseparable de la divina, Julián, como en todo sacramento.

Julián hubiera querido reargüir, tanto por seguir la costumbre contraída en las aulas, cuanto por lucir su erudición.

Pero comprendió desde luego que el terreno era resbaladizo y que iba a causar grave escándalo, por lo que con su habilidad acostumbrada, hizo un cuarto de conversión.

—Usted es siempre mi maestro, padre —dijo levantándose y besando la mano al viejo sacerdote.

—¡Líbreme Dios de semejante presunción!

—Pero ahora que pienso en ello —dijo de pronto Julián—; para que pueda celebrarse pasado mañana el matrimonio, se necesita que dé el arzobispo la licencia respectiva.

—Ya ese camino está andado —dijo el cura—. Cenobio y yo no somos hombres que descuidan cosas tan importantes.

—¡Sea! —exclamó Julián, como si sucumbiese al peso de la fatalidad.

Pero después de un rato de silencio, dijo al cura:

—Sin embargo, hay un punto que ustedes han olvidado, de seguro.

—¿Cuál? —preguntó el sacerdote con socarronería.

—Tenemos el compromiso formal, solemne, ineludible, de que Martín Varela y su señora apadrinen nuestra boda.

—¡Ya! —dijo el cura.

En ese momento apareció Cenobio.

—Julián —dijo desde la puerta— sal a recibir a tus padrinos de matrimonio.

—¿Mis padrinos? —balbuceó.

—Sí, hombre, don Martín y doña Luisa. Pero apúrate hombre.

—¡Sea! —volvió a exclamar Julián, dando por definitivamente perdido el punto.

V

En efecto, entre Cenobio y el cura habían arreglado todo lo concerniente al matrimonio de Julián, sin decir nada a nadie, obrando con el mayor sigilo y prontitud.

Martín Varela y Luisa recibieron la invitación, para venir a apadrinar el acto, y se les encargó el secreto, diciéndoles se trataba de dar una sorpresa a Julián.

Los esposos Varela compraron los regalos de boda, ricos y elegantes presentes, y para evitar algún accidente, dado el estado en que se hallaba Luisa, hicieron el viaje en un carruaje particular, en vez de la diligencia, y llegaron a San Pedrito en el momento oportuno, con esa puntualidad militar que caracterizaba a Varela.

Julián llegó a tiempo para dar la mano a Luisa, ayudándola a bajar del coche, y abrazó con gran efusión a Martín, después de lo cual vino la presentación a Carmen, la toma de posesión de la casa y el alojamiento de los huéspedes en la mejor habitación.

VI

Cenobio fue a recibir a los demás convidados; el cura se sentó a una ventana a leer el breviario, Carmen y Luisa quedaron juntas, mientras Julián enseñaba la hacienda a Varela, y Paula, como buena ama de casa, se ocupaba en la preparación de la comida.

A pesar de que el tiempo estaba magnífico, no comieron en la huerta, según el deseo de Julián, sino en el vasto comedor de la casa, donde se colocaron con alguna apretura los muchos convidados.

Pero no bien hubo acabado la suculenta y profusa comida, que recordaba la de las Bodas de Camacho tan primorosamente descritas por Cervantes, cuando Julián propuso con insistencia salir a la huerta, para respirar el aire libre y dar expansión al ánimo.

—Mejor es que bailemos, si el señor cura lo permite —dijo una de las muchachas.

—Eso es, a bailar —exclamaron en coro doncellas y mancebos.

—¿Qué dice el señor cura? —preguntó Cenobio.

—Que el baile es un buen ejercicio, y dichosos los que puedan entregarse a él con honestidad —respondió el sacerdote.

—Pues todo se puede conciliar —insistió Julián—. Vamos a pasear a la huerta, mientras se manda por músicos de Huamantla.

—Eso es —dijo Cenobio, dictando las disposiciones necesarias para el caso.

Y salieron los alegres convidados, desparramándose por el huerto, en todas direcciones.

—Toma —dijo Cenobio— ¿qué pasa con Paula?

—Pues no ha bajado —contestó Carmen.

—Voy a llamarla —dijo Julián, y echó a correr hacia la casa.

Buscó a Paula en el comedor, en la cocina y en la sala, inútilmente.

Al pasar por delante de la alcoba de su tío, le pareció oír ruido en ella, y se detuvo a la puerta.

—¡Paula! —llamó con voz emocionada.

—¡Julián! —contestó ella con misterio.

Julián se volvió hacia todos lados como receloso, como quien va a cometer un crimen, y se asegura de la impunidad.

Después, cuando estuvo seguro de que no había miradas indiscretas, entró en la habitación rápidamente.

Paula estaba de pie en medio de la cámara.

Julián se llegó a ella en silencio.

Los dos se contemplaron mudos y temblorosos.

De pronto pareció asustarse Paula de aquel silencio e hizo un movimiento para huir.

Para Julián, rápido como el pensamiento, la retuvo por una mano.

Al contacto de aquella mano helada, lanzó Paula un grito ahogado.

Se irguió después y con voz breve e imperiosa, exclamó:

—¡Vete!