Capítulo décimonoveno
EL DUELO
I
Medina había comprendido que se trataba de una expedición secreta, y salió de la casa sin pedir órdenes a su jefe. Dio vuelta por la primera bocacalle, y detuvo el carruaje.
—Factor, 4 —le dijo Martín, comprendiendo los movimientos de Medina.
Y el coche siguió su camino, deteniéndose a los pocos minutos ante la puerta del doctor Martínez.
Bajó Martín del carruaje, y apenas llegaba al pie de la escalera de la casa, cuando vio venir a su amigo, envuelto en ancha capa, que, más bien que para abrigo, le servía para disimular un bulto que llevaba bajo el brazo.
—Te agradezco la puntualidad —dijo Martín al doctor.
—No tienes por qué. Ya sabes que miro los asuntos tuyos como propios.
—Te veo pálido y fatigado, doctor.
—No he cerrado los ojos en toda la noche. Estuve atendiendo un parto laborioso.
—¿Saliste con bien?
—No sé que decirte… Sacrificamos la criatura para salvar la vida de la madre.
—¡Terrible situación!
Y mientras el coche rodaba hacia el Caballito de Troya, como impropia y bárbaramente lo llama el vulgo, Martínez refirió a Varela todas las peripecias de la operación, que este escuchó y discutió como un maestro.
Al llegar al lugar de la cita, vio Martín un coche parado junto a la estatua e hizo un gesto de desagrado.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor.
—Que no son más que las nueve y veinte minutos, es decir, que faltan aún cuarenta minutos para la hora de la cita, y no somos los primeros en llegar.
Pero pronto se serenó, al ver que los que ocupaban el coche eran sus padrinos.
—¡Qué agradable sorpresa! —les dijo Martín sin disimilar su alegría.
—Chico —dijo uno de ellos—, tú eres militar, y nosotros somos paisanos.
—¿Y qué?
—Que hemos querido observar la ordenanza en obsequio tuyo, llegando horas antes y no minutos después. Aquí la toga ha cedido a las armas.
II
El sargento Medina se tenía firme en su pescante, impenetrable como una esfinge, indiferente en apariencia; pero algo turbado en el fondo.
—¡Hum! —decía para sus adentros—; esto me huele a enredos de desafío. ¿Quiénes se baten?… No ha de ser mi coronel, porque eso sería una cadetada… En fin, si él es, sabrá por qué lo hace.
En ese momento llegó otro carruaje conduciendo al general Güelmes con sus testigos.
—¡Hola! —pensó Medina—, parece que la cosa es con el general… ¡Malo!… O abuso de autoridad, por una parte, o falta de subordinación, por la otra.
Pero pronto comprendió su error al ver la cordialidad con que se saludaron todos los presentes.
—¡Vamos, que no lo entiendo! Tal vez me haya equivocado, y se trate de otra cosa.
Más volvió a su primer juicio cuando oyó que el general preguntaba indiscretamente al doctor Martínez si llevaba su caja de cirugía.
—Sí, mi general, traigo todo lo necesario; aunque tengo la esperanza de que no habrá necesidad de utilizarlo.
—Fallida saldrá —contestó el veterano—, que nunca he tomado parte en duelo como testigo o como combatiente, sin haber visto correr la sangre.
—¿Ha sido usted herido?
—Tres veces en estos lances, ninguna en las batallas.
—Mala suerte tiene usted entonces en los desafíos.
—Peor la han tenido, por lo común, mis contrarios.
—Sería bueno que nos pusiésemos en marcha —dijo uno de los testigos del general.
—Bueno sería; pero no todos juntos, sino por secciones. Tomo la cabeza de la columna, usted, compañero Varela, tome el centro, y sus padrinos la retaguardia.
—Perfectamente.
Y así lo hicieron, saliendo un coche después de otro, con cinco minutos de intervalo.
III
No bien llegaba el último coche a la hacienda de la Teja, situada en los alrededores de la ciudad de México, como es sabido, cuando llegaban junios otros dos conduciendo a Gutiérrez y a Rodríguez, con sus padrinos respectivos.
—Mil perdones —dijo Gutiérrez al bajar del coche, dirigiéndose a sus contrarios. Mil perdones si he hecho esperar.
—Faltan veinticinco minutos para la hora de la cita —dijo uno de los padrinos del general, y por lo tanto exceso de galantería es dar excusas.
—¿Esperamos la hora, o procedemos desde luego? —preguntó uno de los testigos.
—Bien podemos —contestó otro—, proceder desde luego al arreglo de los preliminares, como es recordar las condiciones, escoger el terreno y disponer las armas.
—A propósito de armas —repuso uno de los testigos de Gutiérrez, dirigiéndose a los de Varela—, ¿trajeron ustedes las pistolas?
—No, porque contábamos con que estos otros caballeros trajeran las suyas, y pudiesen prestarnos un par de pistolas. Así hay la perfecta seguridad de que son las armas desconocidas a ambos combatientes.
—Nos bastaba como garantía la palabra de cualquiera de ustedes.
—Gracias; pero así es más correcto.
Los combatientes se separaron de los padrinos, formando dos grupos.
En uno estaban Gutiérrez y Rodríguez y en el otro el general y Martín.
Los dos médicos, Martínez y otro que llevó Rodríguez, también quedaron aparte comentando el lance y haciendo votos porque no se llegase al extremo.
Los coches quedaron a la entrada de la hacienda.
IV
Los ocho padrinos se internaron por la huerta, buscando un lugar a propósito.
—Pongámonos de acuerdo —dijo uno—, sobre todos los puntos. Se van a verificar dos duelos, y, aunque el uno es independiente del otro, y bien pudieran llevarse a cabo a la vez, en distintos lugares, hay no obstante cierta relación entre ellos, que parece imponer lo contrario.
—Así es —contestó otro—. Si les parece a ustedes se batirán primero unos, y luego otros.
—Convenido —contestaron todos.
—Rifaremos el derecho, de prioridad —dijo un testigo de Gutiérrez, sacando un duro del bolsillo—. ¿Águila o sol?
—Escogemos águila —contestó uno de los representantes del general Lanzaron el peso al aire.
—¡Águila! hemos ganado y por lo tanto nos batimos primero.
—Perfectamente. Escojamos el terreno.
—Quince pasos —dijo uno.
—Quince pasos.
Y un testigo por cada parte, escogieron juntos el terreno, y lo midieron.
Se llamó a los combatientes y se les exhortó a dar por concluida la querella, entrando en explicaciones francas y caballerescas.
Ambos se negaron con sencillez y con firmeza.
El general estaba sereno, como si no fuese actor en aquella tragedia.
Julián, que al principio estaba un poco pálido y algo turbado, había recobrado su sangre fría y su insolencia características.
—Creo que ya nos hemos explicado bastante —contestó.
—Entonces, caballeros, adelante, puesto que ustedes así lo quieren. Las condiciones pactadas son las siguientes: el duelo ha de ser a pistola, a quince pasos, al mando, disparando los dos a la vez, hasta que haya resultado. Se rifarán las armas, los lugares y el derecho de dar las voces de mando.
—¿En que forma son las voces? —preguntó el general.
—A la primera, en guardia; a la segunda, se apunta, a la tercera se liará fuego. Será felón quien dispare antes o después de la tercera.
—Enterado —dijo Julián.
Se rifó el lugar, y ganó el general, así como el derecho de dar las voces.
El general se colocó en su sitio.
—Mi general —le objetó uno de sus padrinos—, este es el peor lugar, tiene usted el sol casi de frente.
—Por eso lo he escogido. Es preciso conceder a ese muchacho todas las ventajas posibles.
—Cuidado con el muchacho, que es un tirador de primera fuerza.
—Ya, ya conozco a esos héroes de las salas de tiro. Pero no es lo mismo…
Julián fue llevado a su lugar. Los padrinos cargaron las armas, entregaron a cada uno de los combatientes la suya, y uno de los testigos del general preguntó:
—¿Estáis listos?
—Sí —contestaron ambos, midiéndose con la vista.
—¡Una… dos… tres!
Gritó el testigo, y a la tercera voz se oyó una doble detonación.
Los testigos acudieron a sus respectivos ahijados.
—Sin novedad —dijo el general enseñando un agujero en la solapa de la levita.
—Creo que muerto —contestó Julián, dejando caer la pistola y haciendo inútiles esfuerzos para mantenerse en pie, con su aire insolente. Vaciló y cayó en brazos de los testigos.
Los médicos se llegaron presurosos, rasgaron la ropa y examinaron la herida.
Julián tenía atravesada de parte a parte la región abdominal.
La sangre corría abundante.
Había perdido el conocimiento.
—¿Es cosa grave? —preguntó uno de los testigos.
—El pronósticos es reservado —contestó el doctor Martínez—; pero es posible que no lo levantemos de aquí con vida.
V
La dolorosa impresión que causó en todos los circunstantes aquel desenlace funesto, los predispuso a reconciliar a Martín con Gutiérrez, éste contestó con desdén.
En consecuencia, no hubo más remedio que proceder al segundo duelo, procurando que se verificase en lugar algo distante del primero.
Se rifaron las armas del general y las de Julián, y salieron éstas indicadas por la suerte.
—Armas de mal agüero —dijo uno de los padrinos.
Colocaron a los combatientes en sus lugares respectivos, con todas las ceremonias de costumbre.
Entregaron a cada combatiente su arma, cuidadosamente cargada.
Un padrino de Martín cargó la de éste, en presencia de un padrino del contrario.
E igualmente hicieron los otros.
Las voces debían ser:
—¡Listos… adelante!
Y después cada combatiente avanzaría o no, a su antojo, y haría fuego cuando le pluguiese, dentro de los sesenta segundos siguientes a la última voz.
Expirado el minuto, se daba por terminado el duelo, entendiéndose que el que no había disparado, renunciaba a ese derecho.
VI
Reinaba un silencio profundo y solemne.
La mañana estaba espléndida, el sol irradiaba; el aire tibio y embalsamado.
Todo hablaba de vida, todo exhortaba a vivir.
Y allí cerca un hombre acababa de herir mortalmente a un joven arrogante.
Y allí estaban frente a frente, otros dos jóvenes, igualmente llenos de vida y de arrogancia, dispuestos a matarse, sin causa ni razón suficientes, suponiendo que alguna vez pudiera haberla, para arrancar la existencia a un semejante.
En medio de aquel silencio que sobrecogía el ánimo, uno de los testigos de Martín preguntó a sus compañeros:
—¿Tenéis listo el reloj?
—Sí, cuando gustéis —contestaron en voz baja, como si estuvieran en un templo.
O en un cementerio.
Dos testigos, uno de cada lado, tenían la mirada fija en el mismo reloj, para contar los segundos.
El que había hablado primero, hizo un esfuerzo para asegurar la voz.
Esfuerzo inútil, que la emoción traicionó cuando dijo:
—¡Caballeros… listos!
Luego, con voz más fuerte, pero más emocionada, exclamó:
—¡Adelante!
Martín midió a su contrario con la vista, y desde su lugar, apuntando ligeramente, hizo fuego en el acto.
Gutiérrez hizo un movimiento de vacilación al oír el disparo de su contrario.
Pero se repuso en breve y avanzó hacia Martín Varela, siempre en guardia, dando un paso por segundo.
Martín dejó caer el brazo que mantenía la pistola y clavó la vista en su contrario, que seguía avanzando.
—Me precipité demasiado —murmuró Martín reflexionando sobre su disparo, como si estuviese en una sala de armas.
—¡Dispara, Gutiérrez! —gritó uno de los padrinos de éste, presa de la mayor angustia.
Los testigos de Martín contemplaban con creciente espanto aquella escena terrible.
Iban a presenciar, no un duelo, sino un asesinato a sangre fría.
—¡Dispara, Gutiérrez! lo demás es una felonía —le gritaron sus testigos.
Pero Gutiérrez siguió avanzando paso a paso, llegó junto a Martín, lo miró fría y fijamente, levantó la pistola, le apuntó entre los dos ojos, a ocho o diez pulgadas de distancia.
—Cuarenta y cinco… cuarenta y seis… —contaba febril uno de los padrinos de Martín, siguiendo la manecilla del reloj, que parecía correr cada vez con mayor lentitud…
—¡Fuego! —gritó uno.
Pero Gutiérrez implacable, dijo con voz firme a Martín:
—Retira las palabras que dijiste antes de ayer, o te vuelo la tapa de los sesos.
—Si no haces fuego —le contestó Martín con voz serena—; si no haces fuego, diré que eres un cobarde, a más de ser un bellaco.
—Cincuenta y cuatro… cincuenta y cinco —siguió contando el del reloj.
—Retira por lo menos estas últimas frases.
Martín se irguió, hizo la cabeza a un lado, y escupió a Gutiérrez en el rostro.
—¡Miserable! —gritó Gutiérrez tirando del gatillo cuando el del reloj contaba cincuenta y nueve.
Y se oyó la detonación del fulminante.
La pistola no dio fuego.