Capítulo décimoprimero
UNA VISITA INESPERADA
I
Y Julián se resolvió.
No le quedaba más que remedio que cumplir la promesa echa a su hermano Cenobio, y recibirse de abogado.
Pero estas cosas, en aquellos tiempos, eran más fáciles de decir que de hacer, y más aún tratándose del Colegio de San Ildefonso.
En efecto, ser abogado alonsiaco, era tener un título doble.
Como si dijéramos que de allí salía la nobleza de la toga.
Y el colegio tenía un respeto profundo a su tradición, y la conservaba con un celo sin ejemplo, lo que contribuía al favor de que gozaba entre la gene de dinero, que es la que constituye la aristocracia en toda la América.
Julián hizo un examen de conciencia y se acusó de no haber estudiado con la asiduidad debida, lamentando el tiempo malgastado en frívolas aventuras y en construir castillos en el aire.
Y con esa facilidad pasmosa con que pasaba de una idea a otra, y variaba los propósitos más firmes, se dijo:
—¿Pero qué necesidad tengo yo de recibirme de abogado? ¿Acaso voy a ejercer la profesión? Mi primo ha comprado una hacienda para mí; con eso tengo bastante para ir haciendo buena figura, mientras obtenga cosa mejor. Pero ahora caigo… No he visto las escrituras de esa hacienda, y por lo tanto no sé hasta qué punto sea mía… No es que dude de la palabra de Cenobio, que es el hombre más honrado de la tierra… ¡Y luego hablan de Huamantla, y de la moralidad de aquel pueblo!… Como si no estuviéramos Cenobio y yo para volver por su honra y encumbrarla más alto que la cima de la Malinche… ¡La Malinche!… Ahí tienen ustedes la causa del desprestigio nuestro, y de que se diga que en mi tierra todos, hasta el alcalde, somos partidarios de lo ajeno. ¿Pues, qué, todos los bandidos de la Malinche son de Huamantla? Si acaso hay cinco entre ciento es mucho. Mi pueblo es trabajador, pueblo de agricultores. Pero a todas éstas ¿a mí qué se me da que digan o dejen de decir de Huamantla y de sus moradores?
II
Y dando Julián nuevo rumbo a sus ideas, prosiguió en su monólogo:
—La verdad es que Carmen vale la pena de ser tomada en consideración. No vale tanto como Paula… Ese bribón de Cenobio me hizo el obsequio de preferir la bella, dejándome la rica. Me creyó hombre de más ambición que buen gusto. Además, Paula reúne a su belleza, el talento y la gracia… La gracia y el talento… Justamente dos cosas que no sabe apreciar, ni puede apreciar tampoco aunque quiera, mi buen primo Cenobio, a quien amo como a mi verdadero y único padre. ¡Toma que si lo amo!… ¡Si no fuese por ese cariño y por gratitud que le debo!… ¡Pero, hombre, es extraño cómo me gusta Luisa Dardelle desde que está casada con Martín Varela! ¿Qué es lo que tiene ahora? ¿En qué ha ganado?
Y quedó sumergido Julián en profunda meditación, como si le importase más dilucidar ese punto que todo lo concerniente a su examen.
Al cabo de largo rato, se pegó una palmada en la frente y exclamó en voz alta:
—¡Ah! ¡Bah! Ya caigo. Lo que tiene Luisa que aumenta su atractivo, es aquello de ser la mujer del prójimo.
Y volvió a quedar pensativo otro largo rato, después del cual se hizo la siguiente reflexión, mentalmente:
—Sí, pero Paula no es la mujer del prójimo. Paula es casi mi madre.
Y se frotó con la mano, como queriendo borrar un pensamiento del que se avergonzaba.
Y muy repugnante debía ser ese pensamiento, cuando el joven cínico lo rechazaba con tanto horror.
Todo este monólogo lo sostenía Julián mientras se vestía, al salir de la cama.
III
Hacía una semana poco más o menos que se había celebrado el matrimonio de Martín y Luisa, y en todo ese tiempo no logró el futuro abogado resolverse a pasar el Rubicón, aunque cada día, al despertar, se proponía el problema del examen, y de una cosa en otra, iba cambiando de argumento, concluyendo siempre en algo que nada tenía que ver ni con su profesión ni con su matrimonio.
Sin embargo, ejercía su práctica en el bufete de un abogado notable, que no lo tomó en serio, considerándolo sólo como un muchacho listo y calavera de buen tono.
Y escribía regularmente a su prometida Carmen epístolas llenas de lugares comunes, que parecían deliciosas y originales a la pobre joven, que se encontraba en su primer amor.
Julián contaba sin la huéspeda.
Es decir, sin su primo Cenobio, que era, como todo ranchero, hombre práctico y no dejaba prolongar indefinidamente esas situaciones.
Una hermosa mañana, cuando más engolfado estaba Julián tejiendo sus telarañas y revolviendo en un costal amores, deseos, estudios, porvenir y lamentos por el pasado, estalló el trueno gordo.
Es decir, llegó el ranchero sin hacerse anunciar previamente; pilló a Julián en la cama y le dijo:
—Buenos días, Julián. ¿Estás enfermo?
Julián, pasado el primer momento de asombro, recobró su sangre Iría insolente, se arrojó al cuello de Cenobio, y hubo abrazos con conato de estrangulación.
—¿Estás enfermo? —repitió el ranchero cuando hubo pasado la avalancha de efusiones fraternales.
—Jamás me he encontrado tan bien de salud.
—Como estás saliendo de la cama, y van a dar las doce…
—Poco entiendes de la vida urbana de la gran capital, Cenobio.
—Si dices que no entiendo nada, dirás verdad, hermano, y la verdad no ofende.
—Pues bien, sábete que aquí nadie se levanta antes del mediodía.
—¡Toma! ¿Y esas gentes que he visto ahora mismo por la calle?
—Son gente de fuera, que han venido aquí para negocios.
—¿Y con quienes los hacen, si los de la ciudad están en la cama? —preguntó el ranchero con aquella lógica inflexible de la gente de su especie.
—Te digo que no entiendes de eso, Cenobio.
—Por eso te pregunto, a ti, que eres tan instruido, Julián. Pero no hablemos más de ello, si es cosa que no te agrada, que poco he de aprovechar de cuanto me digas sobre el particular.
—No, no es eso, Cenobio.
—A mí me basta con saber que en la capital las gentes comienzan su trabajo a la hora en que los del campo concluimos el nuestro.
—Es que aquí vivimos de noche. El teatro, los bailes, las tertulias…
—¿Y ésa es la vida?
—Pues…
—Prefiero siempre mi cama, Julián.
—Y a todas éstas, ¿a qué debo tu visita, tan agradable como imprevista?
—Pues ahí verás, Julián.
—Ve diciendo, Cenobio.
El ranchero se rascó la cabeza, como hombre que ha madurado un plan y en el momento de llevarlo a cabo se encuentra con un obstáculo imprevisto.
O como el enamorado novel, que, tras larga vigilia, ha concertado una declaración, y al encontrarse en el instante preciso siente que se embrollan las palabras y huyen los conceptos.
Aquella actitud alarmó a Julián, que se sabía de memoria a su primo.
Esto es grave, pensó el muchacho sin atreverse a dar punto a aquella indecisión de Cenobio.
—Pues ya verás, Julián —empezó a decir el ranchero repitiendo la última frase que había pronunciado.
Y después a quema ropa:
—¿Cuándo te recibes de abogado?
Julián dio un salto. Cenobio lo miraba con atención.
—Que ¿cuándo me recibo de abogado? —preguntó Julián para ganar tiempo.
—Eso es, contestó Cenobio.
—Pues, mira, cuando entraste me estaba yo haciendo la misma pregunta…
—¿Y qué te contestaste, Julián?
—Pues no me contesté nada, Cenobio, porque no me dejaste tiempo para ello. Pero es seguro que la próxima vez que nos veamos, te podré contestar categóricamente.
—¿Y cuándo será esa vez? —preguntó el ranchero sin desconcentrarse ante la audacia y los subterfugios del estudiante.
—Cuando tú quieras. En Navidad, por ejemplo, que iré a pasar la fiesta con ustedes.
—¿A dónde irás a pasar las fiestas?
—Con ustedes he dicho, a San Pedrito.
—Ya sabes, hermano, que la puerta de la casa te está cerrada.
Julián dio un paso atrás. Sus facciones se desencajaron, se le erizó el cabello, se puso sumamente pálido, reflejando todos los signos exteriores del terror.
—¡Cenobio! —balbuceó castañeteando los dientes, como si tiritara de frío.
—Ya te lo dije la última vez —prosiguió el ranchero que no se pudo fijar en el pánico de Julián, por estar éste de espaldas a la única ventana por donde entraba la luz, que bañaba de lleno la faz de Cenobio.
—¡Ah, sí! —suspiró el estudiante, como si se viese libre de un gran peso, o como si el alma le volviese al cuerpo, según gráfica frase vulgar.
—No volverás a entrar en mi casa, Julián, sino cuando toques la puerta con el canuto de la hoja de lata en que llevas tu título de abogado.
—Así será. Cuenta con que el 24 de diciembre recibirás entre tus brazos al licenciado don Julián Rodríguez, con su canuto de hoja de lata en la mano.
—Y el título dentro del canuto —añadió Cenobio, queriendo dejar el punto perfectamente fijado.
—¡Se entiende! —exclamó noblemente el estudiante, dando por concluido el incidente.