Capítulo sexto

CONOCIMIENTO Y RECONOCIMIENTO

I

Apenas llegó al palco el señor Dardelle, contó a su familia lo ocurrido con Martín Varela.

—Y ¿por qué no lo trajiste a nuestro palco, para presentárnoslo? —preguntó Luisa.

—Porque no me pareció correcto.

—¡Un pariente!

—Que ha tardado bastante en acordarse de que lo somos.

—El mismo cargo podrá hacernos él.

—No, hija, a él le tocaba dar el primer paso.

—¡Bah!

—¿Qué quiere decir ese «bah»?

—¿No piensas en la situación excepcional que guarda? ¿Cómo querías que se apresurara a dar el primer paso, cuando sabe que contribuimos con nuestra presencia a lo inventado por tía Lupe?

—¡Niña! —exclamó doña Dolores, la madre de Luisa, en son de reproche.

—Farsa y no otra cosa —prosiguió Luisa animándose—. ¿Pues qué, no sabemos todos que mi primo no ha muerto, que allí está, fuerte, robusto, vendiendo vida y salud?

—Lo pasado pasado —dijo el señor Dardelle en tono conciliador—. Le he ofrecido mi casa, y él sabrá lo que hace.

—No, señor, es preciso que lo traigas al palco, esta misma noche. —¡Hija, no seas testadura!

—Bueno, dejémoslo ya, que no necesito de ti para hacerlo venir.

—Luisa, ¿estás loca?

En ese momento Luisa, que tenía la vista fija en Martín, esperando que éste a su vez mirara hacia el palco, aprovechó la ocasión, en cuanto se presentó, para saludarlo con un ligero movimiento de cabeza, al que correspondió el joven con un saludo profundo, que dio motivo a otro movimiento más marcado de parte de Luisa y de doña Dolores.

II

Cuando concluyó el acto, Luisa hizo señas a Martín de que subiera al palco, y como el joven mirara, esperando la confirmación de aquella seña, la repitió de una manera que no dejaba lugar a duda.

Pocos momentos después, Martín tocaba discretamente a la puerta del palco.

—¡Aquí está! —exclamó Luisa.

—¿Quién? —preguntó doña Dolores, que no estaba al tanto de la telegrafía de su hija.

—Mi primo. Le he hecho señas de que suba.

El señor Dardelle había abierto afectuosamente y tomándolo de la mano lo presentó a su mujer.

Luisa le tendió francamente la diestra, y le dijo:

—¿Cómo estás primo? ¡Gracias a Dios que te acuerdas de nosotros!

—Señorita… crea usted…

—¡Caballero! —repuso Luisa haciendo una exagerada reverencia.

—¡Luisa! —dijo Martín, corrigiendo el ceremonioso «señorita».

—En hora buena, ya eso es otra cosa —prosiguió la joven—. Creí que me reprochabas la confianza con que me permití tratarte. ¡Pero es que hace tanto tiempo que te conozco!

—¿Es posible?

—Ya lo creo: todas las semanas, desde hace más de un año, voy a la Profesa a rogar a Dios que conserve el alma de mi primo Martín dentro de su cuerpo, donde parece que se halla bien alojada, por más que tía Lupe diga lo contrario.

—Mi madre… —dijo Martín en tono que significaba que no admitía chanzas de ningún género respecto a la autora de sus días.

—Ya sabemos que eres buen hijo —le interrumpió Luisa, cambiando de tono—. Eso es tradicional en nuestra familia.

Y así continuó la conversación durante un buen cuarto de hora, al cabo del cual ya se trataban los dos parientes con una cordialidad sincera, y como si, en efecto, hubiesen cultivado añeja y estrecha amistad.

Doña Dolores hablaba poco, y generalmente miraba con indiferencia cuanto pasaba su alrededor.

Pero desde el momento en que entró Martín en el palco y pronunció la primera palabra, el timbre de voz de su sobrino causó impresión extraña en ella, y no dejó de considerarlo cuidadosamente, como evocando recuerdos dormidos en el fondo de su memoria.

De pronto, interrumpiendo a Martín que hablaba entretenido con Luisa, le dijo:

—Oiga usted, Martín.

—Usted mande.

—¿Dónde se encontraba usted en septiembre del año pasado?

—Un poco por todas partes —contestó el galán como queriendo esquivar la conversación para seguir dedicándose exclusivamente a Luisa.

—¿No estuvo usted en el estado de Guanajuato?

—Creo que sí. En efecto, sí, allí, pasé el mes de septiembre. Ahora lo recuerdo bien, como que me pasaron unas aventuras…

—¿Entre Lagos y León?

—¡Ah!… ¿Quién le contó a usted? —preguntó el joven fijándose ya en la conversación.

—¡Al fin! —exclamó la señora Trenard, sin poder contenerse y en voz tan alta que hizo volver la cara a los que ocupaban los palcos vecinos.

—¿Cómo al fin? —preguntó Luisa.

—Bien quería yo recordarlo —prosiguió la institutriz—. Señor Dardelle, tengo la honra de presentar a usted al salvador de Luisa.

—Toma, y es verdad, exclamó involuntariamente Martín, usted es la joven de la diligencia.

—Ya, ya —prosiguió el señor Dardelle—. Esa mirada no me era desconocida.

—¡Ah, Martín! —prorrumpió Luisa conteniendo un movimiento involuntario para lanzarse en brazos de su primo.

Y le tomó ambas manos entre las suyas, y lo miró con una de esas miradas profundas, que parecen lo infinito, que penetran hasta el fondo del alma, que deciden en un segundo de la vida de un hombre.

Una de esas miradas que nadie estudia, que nadie aprende, que no se pueden fingir, que son de una sinceridad brutal e inocente, y que dicen que el lenguaje humano no acertaría a traducir.

—¡Ah, Martín! —repitió Luisa, ruborosa, enternecida, palpitante de amor, de orgullos, de adoración hacia ese hombre que cada vez aparecía a sus ojos con nuevo y mayor prestigio.

—¡Cómo pagar semejante servicio! —murmuró el señor Dardelle contemplando al joven héroe.

—¡Gracias, estoy pagado ya! —contestó Martín estrechando las delicadas manos de Luisa, y saboreando por primera vez las voluptuosidades del amor.

Porque el alma de aquel soldado trovador, estaba virgen aún. No había sentido el amor que engrandece, que regenera, que magnifica.

El otro le había rozado con la punta de sus alas y sólo había provocado desdén en aquel hombre excepcional y lleno de contradicciones, a veces grandiosas.

III

Martín escuchó a Luisa con inefable encanto.

Luisa hizo gala de su facundia y de su gracia.

Martín no era vanidoso; pero Luisa supo pasarle la mano tan delicadamente, que, por primera vez, se encontró el joven orgulloso de sus triunfos de poeta, de periodista, de militar y de tribuno.

Antes de separarse ofreció Martín visitarlos en breve, sin ceremonia alguna.

Luisa quedó apasionada. Martín se retiró ciego de amor.

Cuando volvió Martín a su butaca, le dijo un joven que tenía el asiento inmediato:

—Hola, Martín, cultivas la familia.

—Empiezo ahora, Julián.

—Te felicito, y felicitaré luego a Luisa.

—¿Por qué?

—Toma, se ha realizado uno de sus más fervientes deseos.

—¿Cómo así?

—Pues, el de que caigas a sus pies.

—¡Julián!

—Chico, ella misma me lo ha dicho cien veces, tanto que me ofrecí a llevarte a la casa, y ella no lo consistió, sin que me explique la razón.

—Y ¿cómo nunca me habías hablado de eso?

—Ya sabes que soy discreto como una tumba.

—¡Dónde diablos se ha ido a anidar la discreción!

—No lo dudes, nosotros los abogados…

—A propósito ¿ya te recibes?

—Dentro de pocos días lo haré.

—Has tardado.

—Verdad, y no sin motivo. Figúrate que en cuanto pesque el título tengo que ir a pasar un año en Huamantla, al lado de la familia de mi primo.

—¿Y qué?

—Que esa perspectiva me horripila y por eso voy posponiendo mis exámenes de día en día.

—Pues no vayas a Huamantla.

—Es indispensable. Primero porque soy de allí.

—La razón es pobre.

—Por eso la pongo en primer lugar. La segunda, porque así lo quiere mi primo, que me ha servido de padre, y yo se lo he ofrecido.

—Ya eso es de más peso.

—La tercera, porque tengo que casarme allí con cinco haciendas, quiero decir, con una chica que tiene cinco haciendas.

—Ya eso es un argumento Aquiles.

—Y sin talón vulnerables.

—Pues no comprendo ahora la apatía con que procedes. ¿Acaso no te gustan las haciendas, digo, la chica?

—No las conozco. Es hermana de la mujer de mi primo.

—Bueno.

—Mi primo se casó hará unos tres años, se encuentra sin prole, dice que no tiene esperanza de tenerla, y quiere, en su codicia de ranchero, que todo el capital de las Riaño y el nuestro, que parece que no es pequeño, venga a parar a mis manos.

—¡Te compadezco!

—¡Gracias!

—¿Y ya estás resuelto a apechugar con todo ello?

—Hasta hace media hora desechaba las cinco haciendas y todo lo que directa o indirectamente toca a las Riaño. Pero desde hace cinco minutos estoy resuelto a dar el salto por la visa.

—¿Por qué cambio tan repentino?

—Silencio, que comienza el acto.

Y escucharon religiosamente, al parecer, el último acto de la ópera.